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17 de noviembre de 2018

Joven permanente

Muchos jóvenes poetas argentinos se iniciaron leyendo a Girondo. Por eso redescubrir cómo el propio Girondo se inició en la poesía nos propone un curioso espejo histórico, ahora propiciado por su reedición completa en España (Oliverio al alcance de todos, Trampa Ediciones) casi a la vez que sus obras tempranas aparecen tardíamente en inglés (Decals, Open Letter). Pese a reunir todos los rasgos del escritor precoz, no empezó a publicar hasta después de los treinta años. Este hecho en apariencia anecdótico sintetiza la complejidad de su carácter: logró ser un vanguardista reflexivo, un impulsivo paciente y un risueño trágico. Por esa misma época se unió al grupo que impulsaría la nueva literatura argentina, a través de las revistas Proa y Martín Fierro. Pero Girondo era demasiado inquieto como para permanecer en las filas de cualquier bando. “Llega un momento”, declaró alguna vez, “en que aspiramos a escribir algo peor”. A diferencia de otros colegas experimentales, sus gestos solían trascender la provocación. Su obra no sólo ensanchó el camino de una vanguardia rigurosa, con profundos fundamentos teóricos; sino que retomó lo cotidiano como campo de batalla, prolongando esa tradición del humor absurdo que viaja de Quevedo a Parra pasando por Ramón, Cortázar o Piñera. Ambas orillas de nuestra lengua, con sus agudas tensiones culturales, están presentes –y también parodiadas en sus primeros poemarios, que tienen algo de escenarios autocríticos. En cierto manifiesto suyo que tuvo la astucia de no firmar, Girondo proclamó su rechazo “al temor de equivocarse que paraliza el ímpetu de la juventud”. Murió cerca de los ochenta años, admirado por los nuevos poetas, con quienes nunca dejó de colaborar. Su condición de icono estético de la adolescencia le ha garantizado una posteridad incómoda, arrinconada en una burbuja formativa de la que intentó escapar en sus últimas dos décadas de producción. Canto a la imaginación transgresora, asalto a la burocracia formal, su escritura parece cumplir con el oblicuo propósito que su autor formuló para la vida: “¿Qué nos impediría ser capaces de pasar junto a la felicidad haciéndonos los distraídos?”. 

28 de noviembre de 2016

Identidad y contradicción


     Latinoamérica existe, pero tiene tantas tensiones y tentáculos que por lo general sólo puede ser avistada desde el extranjero, el exilio o el más completo asombro. 
     Latinoamérica no existe, pero acaso le convendría existir, al menos como horizonte imaginario, como fuerza histórica, como grupo de resistencia.
     Latinoamérica existe pero lucha contra sí misma, contra su tradición autolesiva, sus líderes que siguen a sus élites, sus élites que son verdaderos gobiernos, e incluso —por desgracia— también contra su gente, que a menudo sale corriendo en dirección opuesta a la salida.
     Latinoamérica no existe porque es una casa que vigila por separado cada una de las tejas, en lugar de entregarse a la invención del techo que podría albergar todas sus cabezas y multiplicarlas.
     Latinoamérica existe porque de cada pedazo hace familia, de cada fisura frontera, de cada pérdida una memoria común.
     Latinoamérica sigue sin existir como marco político, como acción ciudadana, como brazo que pueda levantar por fin su propio peso muerto.
     Latinoamérica sigue existiendo en el hábito de sus leyendas, en el bochinche de sus esquinas, en las maneras de sus pentagramas, en la sintaxis respondona de sus libros.
     Latinoamérica parece no existir para sus leyes cojas, sus intermitentes constituciones, su extraño castillo de burocracias.
     Latinoamérica parece existir en las parodias de su folclore, en los despachos donde se hace negocio con la identidad, en las malas corbatas que se asemejan entre sí mucho más que las culturas a las que representan.
     Latinoamérica jamás existirá para esa multitud que no come o come mal o se carcome, para sus desempleados con las manos llenas de vacío, sus niños sin el lujo de una infancia, sus mujeres preñadas de patriarcado autóctono, sus indígenas dos veces expoliados, sus periodistas acribillados a micrófono abierto, sus estudiantes desaparecidos en la noche de la impunidad.
     Latinoamérica existirá siempre en la gramática vecina de Andrés Bello, en la canción viajada de Martí, en Henríquez Ureña estudiando su sombra, en Sor Juana enseñándole a guisar apotegmas a Aristóteles, en Bolaño donando su hígado a la ciencia panamericana, en Clarice Lispector recordándole al mapa que hay más lenguas, en Parra burlándose de su compatriota Neruda, en Borges conversando con su hipotético gemelo Alfonso Reyes, en Maradona flotando sobre el estadio Azteca justo antes de caer y caer y caer.
     Latinoamérica no puede existir como rancho malvendido, como parcela de carros, corrales y corralitos, como cocina o baño de los huéspedes industriales, como tubo de ensayo de venenos financieros y babas militares, como mascota ruda pero demasiado agradecida.
     Latinoamérica es capaz de existir como plato de sopa heterogénea, como arcoíris sucio, como milagro laico, como un inmenso coro con distintas partituras, como un puente que piensa sobre mares revueltos, siempre a la buena pesca de sus contradicciones.
     Latinoamérica no existe, por supuesto, aunque lo que no existe es una tentación creativa, una provocación para seguir preguntándose.
     Latinoamérica existe, por supuesto, aunque para ciertos líderes millonarios y sus millones de cómplices, con la cara más dura que el más duro de los muros, algunos pueblos no parezcan existir.

(texto leído en la FIL de Guadalajara 2016, como parte de la mesa titulada “¿Existe Latinoamérica?”. Vídeo del evento.)

22 de marzo de 2011

Encontrar la idea

En el Salon du Livre de París, participo en una charla con Martín Kohan, Oliverio Coelho y Hernán Ronsino. Como en aquel poema de Parra, terminamos cayendo en la política, «que como un abismo atrae a los objetos que lo rodean». En especial si esos objetos son sujetos argentinos. Se habla sobre la suspensión de Sartre como modelo generacional. Sobre la duda como valor ideológico. Sobre la reelaboración de la figura del héore. Sobre la artesanía lingüística como forma de compromiso. Sobre la responsabilidad de la ciudadanía en general y no sólo de una élite engagé. El moderador pregunta por el mensaje político del texto, y entonces se esbozan dos actitudes antagónicas: la literatura del mensaje y la literatura del lenguaje. Además de existir variados matices entre ambas, quizá la primera podría dividirse a su vez en dos posturas históricas: el mensaje que preexiste al texto, y el mensaje que el texto fabrica. Escribir para confirmar cierta idea política. O bien para encontrarla.