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13 de junio de 2014

Autopsia de un yate

Nadie quiere comprar el yate del rey. El yate real se llamaba Fortuna: como una moraleja medieval, como la caprichosa suerte, como un paquete de tabaco al que le cambian de repente la legislación. Fortuna costó 19 millones de euros y se lo regalaron al monarca saliente veinticinco empresarios, con la ayuda piadosa del Gobierno balear. La cuenta sale a poco menos de millón por barba, aunque a este generoso grupo de empresarios me lo figuro escrupulosamente afeitado, como ha hecho el rey entrante para parecer el joven aspirante que no es. Veinticinco tipos sin barba pagaron un millón por puro amor a la monarquía parlamentaria, por apego ferviente a la corona, y no, ¡válgame Azaña!, por devolver favores o pedirlos. Al rey le regalaron Fortuna en el año 2001: en plena odisea del ladrillo, en éxtasis matrimonial del duque de Palma, en vísperas de la caída de las más altas torres, en la gloria del reino codeándose con el emperador George Bush II antes del bombardeo de tierras y mares. Fortuna supera los 100 kilómetros por hora. Puede huir del naufragio a gran velocidad. Fortuna mide 41 metros de eslora y admite la visita de cualquiera que acredite solvencia. No hay más que presentar una cuenta bancaria que no pinche, un bote salvavidas capaz de deslizarse a algún paraíso fiscal. El yate tiene apenas mil horas de navegación y sigue reluciente como un parlamento nuevo. Si hacemos cuentas, cada hora de mar le ha costado alrededor de 19 mil euros. Más o menos lo mismo que vale llenar el tanque del Fortuna o el sueldo anual de un investigador español. Según explica el capitán a los posibles compradores, la joya de la corona es un artilugio llamado estabilizador. Costó un millón de euros y lo instalaron el año pasado, en época de recortes, mareas y zozobras. Gracias al estabilizador de Fortuna, «estando el barco en medio de una tormenta, pones un vaso de agua en la mesa del salón y no se mueve». Tampoco la corona es un objeto que caiga fácilmente en tiempos de tormenta. Un rey entra y otro sale, uno viene y otro va, como las mismas olas, por el bien de la estabilidad. Para ahogarse en un vaso de agua ya están las aspirinas o los ciudadanos. Mientras las instituciones se devalúan, el precio del yate Fortuna sigue bajando: costó 19 millones, se puso en venta a 10, ahora se ofrece a 8, y parece que el precio es negociable. Si esperamos otro rato a que baje la marea, a lo mejor entre usted, yo y otros veintitrés vasallos nos lo compramos a precio de baratija. Es decir, a su precio real.

11 de diciembre de 2013

Imperio y eufemismo

Además de los daños materiales, la crisis económica provoca que, al pensar y expresarnos, interioricemos los eufemismos de la lógica financiera. El lenguaje es una herramienta sin dueño; por eso conviene ponerse en guardia cuando alguien se la apropia. La capacidad de asombro, reacción o rechazo está directamente relacionada con la sensibilidad verbal. Esa es una de las funciones políticas de los estudios de lengua y literatura. Ya sabemos que, cuando alguien susurra ajuste, quiere decir empobrecimiento. Que, si conjuga el verbo sanear, no se refiere a la salud pública. Que, cuando esgrime la palabra crecimiento, está hablando de pactos con la banca. El Gobierno español celebra últimamente las presuntas buenas noticias que empieza a recibir en materia económica. El empleo sigue hundido. Los sueldos no suben. La deuda no baja. La inversión pública desaparece. De las pensiones, ni hablemos. Pero, atención, sorpresa: el trimestre pasado el país creció un 0,1 %. El vacío, una coma, luego un uno. Una pestaña por encima de la nada. Así valen la pena todos los sacrificios. Como exclamó Cervantes ante el monumento funerario de Felipe II, ¡voto a Dios que me espanta esta grandeza! La confusión entre micro y macroeconomía es una estrategia de distracción política, pero también una manera de ver y nombrar el mundo. Cuando el ministro Montoro afirma que España es un referente mundial en materia de ajustes, omitiendo sus consecuencias en cada ciudadano, el ministro no se está limitando a mentir: está confirmando una gramática de la distorsión que se extiende a todos los ámbitos. Las empresas, por ejemplo, ya no te venden productos. Lo que hacen a cada rato, insoportablemente, es ofrecerte soluciones. Soluciones, claro está, anteriores a la existencia misma del problema. El incesante Aristóteles distinguía entre lo económico y lo crematístico. Lo económico aludía a la justa administración de los bienes comunes. Lo crematístico, a los intercambios cuyo único objetivo era el beneficio individual. He ahí la trampa aristotélica de las políticas estatales: en vez de gabinetes económicos, tienen ranchos crematísticos.

13 de septiembre de 2013

Las olimpiadas de lo pequeño (y 2)

Muchos tuvimos una desagradable sensación de pasado, de losa embarrada, al seguir la exposición de la candidatura olímpica de Madrid. Allí estaban, radiantes como una corbata en mitad de un vertedero, el presidente del Gobierno y líder de un partido cuya entera financiación está en gravísima tela de juicio; la accidental alcaldesa y esposa de un ex presidente de cuyo nombre no podemos evitar acordarnos; y también el políglota heredero de una monarquía salpicada de fraudes familiares. Es difícil organizar el futuro apoyándose en lo más cuestionable del pasado. Más allá del tragicómico desempeño de la inenarrable Ana Botella, no parece casual que se trate de una autoridad política que ningún ciudadano madrileño eligió. No sólo porque nunca fuese candidata a su puesto, sino porque en nuestro modelo de democracia las listas electorales son como las partidas presupuestarias: impuestas, tristes y cerradas. Imagino la rabia y frustración que mi generación y las siguientes, acostumbradas a manejar otras lenguas (sin necesidad de haberse educado en un régimen de privilegio como el príncipe), habrán sentido desde España al contemplar cómo sus supuestos representantes se muestran tan incapaces de aprender inglés como de crear empleo. Mientras unos pocos dinosaurios nadan en la abundancia del café con leche, muchos jóvenes se ahogan en varios idiomas a la vez.

14 de enero de 2013

Soledad de la tilde

Los cambios nos dan miedo. Y también cierta pereza (el monárquico diccionario admite el argentinismo fiaca). Por eso tendemos a preferir las normas a las que estamos acostumbrados, aunque no siempre sean razonables. Hace dos años abundaron las protestas por los cambios ortográficos propuestos por las academias de nuestra lengua. Muchos de ellos, sin embargo, me parecieron atendibles. La desaparición de las tildes en los monosílabos no es una novedad. Nuestros abuelos escribían y fué, y les costó habituarse a la nueva regla. Habrá quien eche de menos (el monárquico diccionario admite extrañar) la inesperada -q de Irak, como hace añares alguien pudo lamentar la extinción de la bonita -ç-. ¿Qué le vamos a fazer? Un idioma no es un conjunto de reglas que alcanza la perfección y queda estático, sino un sistema en perpetuo movimiento. Imagino la lengua como un formidable software que, un par de veces por siglo, se actualiza ligeramente. Me sorprende que eso nos moleste tanto, cuando pagamos fortunas por programas que se actualizan todos los días. Ahora bien: celebro que defendamos la tilde del adverbio sólo. La RAE está comprobándolo. Recuerdo el verso de Machado: «Quien habla solo espera hablar a Dios un día». Sin tilde es una ironía atea. Con tilde, una esperanza devota. ¡Qué distinto es hablar sólo y hablar solo! Lo primero lo hacemos cada día los hablantes. Lo segundo ojalá no lo hagan nunca los académicos.

31 de diciembre de 2012

La película del año


Madrid, 1987: un trepidante ejercicio de ciencia-ficción en el que Alberto Ruiz Gallardón intenta desesperadamente que las leyes civiles retrocedan en el tiempo.

Una pistola en cada mano: un durísimo thriller con el ministro De Guindos presupuestando en plan kamikaze.

Lo imposible: inacción sin tregua de la mano quimérica de Mariano Rajoy.

Los miserables: todo un clásico del capitalismo con la cúpula de Bankia en el esplendor de su arte. 

El caballero oscuro. La leyenda renace: poderosa secuela con Artur Mas metidísimo en el papel de salvador de su tierra. 

Blancanieves: remake de la fábula de la joven e inexperta Sorayita imponiéndose en un Gobierno donde crecen los enanos. 

La ciénaga: pegajoso drama coprotagonizado por Juan Carlos I y su más que turbia prole.

La mujer sin cabeza: con la presunta ministra de empleo Fátima Báñez en el papel estelar.

La suerte en tus manos: un biopic sin piedad sobre Angela Merkel.

Un buen partido: la mejor actuación -y ojalá que la última- de Iñaki Urdangarín.

Bonsái: una mirada intimista sobre nuestras perspectivas de crecimiento tras los recortes.

A Roma con amor: una desenfadada comedia sobre la Conferencia Episcopal donde Su Reverendísima Eminencia Rouco Varela nos sorprende con alguna que otra escena subidita de tono.

7 de agosto de 2012

Informar, enfermar

Para justificar el incansable catastrofismo de sus portadas, los medios invocan la función informativa. De ese modo, la inercia sensacionalista queda elevada a ejercicio de franqueza. Como si aquello que la prensa destaca diariamente fuese, por mucho que nos duela, la cruda realidad. Pero lo real no esta ahí de antemano, a la espera de un simple y oportuno espejo. Lo real es sobre todo una construcción colectiva, cuyo contenido mismo depende de sus resúmenes. Por eso los medios no se limitan a reflejar la actualidad. También la priorizan, la articulan, la intervienen. Informar es dar forma. Leo en varios periódicos de España la siguiente secuencia informativa: cae la Bolsa y sube la prima de riesgo (titular superior destacado); el rey Juan Carlos tropieza (titular mediano); se descubre que el cáncer tiene células madre, corrigiéndose el enfoque de la enfermedad y sus posibles tratamientos (titular secundario, bien abajo). ¿Quién y cómo decide la jerarquía entre estos tres planos de la realidad? Mientras tanto, en la Plaza de Colón de Madrid, muy cerca de la sede del PP, se desploma la gigantesca bandera nacional. Cabría preguntarse por qué era tan grande. 

12 de diciembre de 2011

Su excelentísimo señor

Sea cual sea el resultado de la investigación en los asuntillos de don Urdangarín, medio duque de Palma gracias a cierto Real Decreto y al extraño fervor español por los borbones, todo este revuelo me parece digno de celebración. Al fin se ha roto un tabú. El tabú. La inmunidad de esa familia que, considerando la excepcionalidad legal que la envuelve como una placenta, era más bien una familia fantasmagórica: irreal. Su excelentísimo señor Urdangarín tenía ojo para el balonmano, pero ojo con las manos. Su excelentísimo señor metía goles, que no es lo mismo que ir pegando pelotazos. Su excelentísimo señor contrajo un matrimonio conveniente. Que es algo muy distinto, oscuras majestades, que un patrimonio inconveniente.

18 de febrero de 2011

El trono está vacío

Como comedia con guerra de fondo, El discurso del rey es menos incómoda que Mein Führer (con la que comparte el motivo del preparador de discursos) y menos ambiciosa que La vida es bella (con la que comparte la trampa del final tranquilizador). Sin embargo es probable que esté más lograda que ambas, por una razón tan antigua como el cine: todos sus actores están maravillosamente dirigidos. Nada más y nada menos. Qué placer escuchar diálogos eficaces en el tono adecuado. Qué facilón resulta seguir una historia facilona cuando el ritmo es el preciso. Qué confortable volver a casa habiendo trivializado el horror. Qué rápido se digiere el conflicto cuando el conflicto se evita. De obras maestras como El gran dictador o Ser o no ser, mejor ni hablamos. Porque entonces tendríamos que echarnos a llorar. Por el cine de risa. Por los tronos vacíos.

26 de diciembre de 2010

Monarquía de la recepción

Un rey es un signo especular. Su significado no radica en su mensaje, sino en las lecturas que fuerza. Hace más de tres décadas que el discurso navideño de Juan Carlos I, prácticamente idéntico en cada emisión, es interpretado sin falta por todos los sectores políticos y mediáticos del país. Según sus intereses, cada exégeta cree apreciar diversos matices, sutiles inflexiones, insinuaciones ocultas en el insípido discurso. Pero todos quedan unidos por una misma base: la necesidad de acudir a la ceremonia del desciframiento. De entender algo, sin duda revelador, en las palabras del monarca. En este sentido, el discurso real es magistralmente irreal. Hipotético. Virtual. El discurso del rey no es lo que dice el rey. El rey no dice. Lo que dice es lo que interpretamos: ser sus intérpretes nos convierte en sus vasallos. Fieles. Año tras año. Pero, esta Nochebuena, basta: no sé de qué habló el rey. Ni idea. Nada. El signo se ha vaciado, viva el signo.

23 de octubre de 2010

Golear al tópico

Ayer, durante la entrega del premio (reverencia) Príncipe de Asturias (fin de la reverencia y del dolor lumbar) a la selección española de fútbol, volvimos a escuchar las palabras de siempre: «honor», «sacrificio», «gallardía» y esas cosas. Me llama la atención que este maravilloso equipo, que ha sido renovador en el fondo y en la forma, inspirase conceptos tan casposos como previsibles. Los cuales no contribuyen precisamente a actualizar la imagen de este incomparable deporte que ha cambiado de rol social, pero no de léxico. El fútbol pide a gritos una reinvención lingüística. En vez de tanto honor, sacrificio y gallardía, ¿por qué no, por ejemplo, placer, agilidad e inteligencia? Tiene que haber una diferencia entre la Legión y la Selección. O entre Pemán y Xavi, poeta del milímetro.