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12 de agosto de 2013

Eso no es lo que yo quise decir (1)

Puede afirmarse que el modo en que Freud leyó a Hoffmann ha influido en los escritores mucho más que la obra del propio Hoffmann. Cómo alguien lee a otro: en eso consiste el historial clínico de la literatura. Las afinidades entre escritores y psicoanalistas parecen tan significativas como los rechazos de Chesterton, Lawrence, Borges o Nabokov. Resulta difícil resistir la tentación de interpretar estos últimos como perfectos ejercicios de negación o resistencia a la terapia. Sea cual sea el caso, por medio de su neurosis hermenéutica, el psicoanálisis tiene potencialmente la razón. Ahí radica su fuerza pero también su incansable duda. En eso se asemeja a la ficción, vampira del conflicto que padece. «Los escritores han sentido siempre», sostiene Piglia en uno de sus grandes ensayos, «que el psicoanálisis hablaba de algo que ellos conocían y sobre lo cual era mejor mantenerse callado». Esa pronunciación de lo invisible que mueve al personaje, ese afán por delatar la trastienda del conflicto novelístico, está quizás en el origen del fastidio gremial que el psicoanálisis ha generado en ciertos escritores. Pero el psicoanálisis ejerce también de legitimador teórico del drama narrativo, convocando «una épica de la subjetividad, una versión violenta y oscura del pasado personal». El psicoanálisis fundaría entonces el relato del relato oculto. Su metanovela. Las tensiones entre ambos campos las sintetizó Mailer cuando declaró sobre los hipsters: «al haber convertido su experiencia inconsciente en conocimiento consciente, han alterado el foco del deseo». Esta pequeña observación daría para un tratado entero sobre la ocultación del erotismo y la mostración de la pornografía. La novela clásica es al psicoanálisis lo que el erotismo al hardcore.

15 de marzo de 2012

Cursivas, go home

La tipografía propone un discurso paralelo. Las mayúsculas, tan habituales en la Red, pueden contradecir una opinión prudente. Una Arial o una Courier otorgan cierta modestia a una frase pretenciosa, mientras la Garamond solemniza hasta un chiste. La Times es invisible. Las negritas hacen ruido. Las versales huelen a imprenta. Pero hay un espécimen particularmente delicado. Tan precisas para invocar un título o expresar un énfasis, las cursivas se convierten en manía esencialista cuando se extienden a cuanta palabra extraña se cruza en su camino. A manera de aduanas, esas cursivas impuestas ejercen de detectoras de palabras inmigrantes. Uno preferiría que los extranjerismos tuviesen derecho a vestirse de paisano, integrarse en el texto redondo y decir lo suyo. Toda realidad nombrable pertenece a un mismo texto. Igual que el chorro fresco de la oralidad, como quien canta bajo la ducha, la prosa es un flujo continuo de raíz heterogénea. Ojalá liberásemos a las palabras inmigrantes del estigma de las cursivas y las dejáramos mezclarse con esas otras que residen, según el forastero Nabokov, en la punta de la lengua. Con la boca, el diccionario abierto. Porque ellas también son nuestro pan hispánico de cada día.