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23 de diciembre de 2013
Lo intraducible
Cuando vi al intérprete sudafricano Thamsanqa Jantjie convertir el discurso protocolario de Obama en una amalgama de tics y repeticiones incomprensibles, recordé que unas semanas antes, durante el cierre administrativo que forzaron los republicanos, una taquígrafa del Congreso de los Estados Unidos había tenido un ataque de nervios en plena votación parlamentaria. Diane Reidy, que llevaba años transcribiendo los discursos de sus señorías, se puso súbitamente en pie, se acercó a un micrófono y empezó a increpar a los congresistas, mientras estos trataban de tomar alguna decisión sobre el caos que ellos mismos habían provocado en el país. Casualidad o no, ambos incidentes nos remiten a un conflicto que parece afectar a todos los ciudadanos de las democracias contemporáneas: el cortocircuito en la transmisión entre el poder y la población. La imposibilidad de traducir el lenguaje político a la realidad ciudadana. El malestar en la representatividad. Presa del pánico, el intérprete sudafricano no encontró la manera de trasladarle a su comunidad lo que estaba diciendo el presidente más significativo del mundo. Presa de la ira, la taquígrafa no se sintió capaz de seguir copiando las intervenciones de los congresistas de su país. En ambos casos uno puede conformarse con la teoría de la locura, que suele distraer los casos más incómodos. O bien tomarlos como síntoma, y preguntarse por qué estos episodios tan extraños y similares han ocurrido ahora. Hoy Mandela es señalado como héroe por el mundo que se autodenomina civilizado. Los últimos presidentes norteamericanos, igual que los líderes del resto de potencias, se han llenado la boca de indigestas alabanzas acerca de su legado. Sin embargo, hace apenas cinco años Mandela continuaba figurando en la lista de terroristas vigilados por los Estados Unidos. Este tipo de desfases radicales entre dicho y hecho, entre discurso oficial y acción política, acaban enloqueciendo a cualquier intérprete. Traductor en shock, el ciudadano medio vive tratando de convencerse de que entiende el discurso de sus representantes, de que hablan idiomas compatibles. Hasta que un día, exhausto, empieza a sufrir alucinaciones. O, aún peor, empieza a hacerse el sordo.
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6 de julio de 2011
Vergüenza
Se abre la puerta del coche y, al meter la cabeza, me topo con Coetzee. Mi sobresalto es doble. Se trata de uno de los escritores que más admiro en el mundo. Pero además, lo confieso, no había leído el programa del festival e ignoraba que él estuviera invitado. Tomo asiento, nervioso. Coetzee estira un brazo y esboza lo que, considerando su legendaria sequedad, podría calificarse de media sonrisa. «I’m John», murmura, como si hiciese falta la aclaración. Comenzamos el trayecto en silencio. Más tarde intercambiamos unas cuantas frases aisladas sobre los aviones y los idiomas. Coetzee lleva un ejemplar italiano de Disgrace. Me extraña que la traducción se titule Vergogna. Aunque el título original incluya ese sentido (la vergüenza, la deshonra), así se pierde el matiz trascendente relacionado con la gracia. Reúno el valor suficiente para preguntarle algo que siempre he tenido curiosidad por saber de esa novela: si, a través de los diálogos, un lector nativo en inglés puede deducir que la joven alumna, como se muestra en la película, es negra. Esta cuestión, interpreto, parece crucial para todo lo que sucederá después en la novela. «That’s quite a philosophical question», me contesta Coetzee. No dice nada más en todo el viaje hasta que bajamos del coche.
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