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9 de febrero de 2018

Fractura, 2 (Violet)


Con Olivier perdí la virginidad, quizás un poco más temprano de lo debido. No era que yo quisiese de verdad tener sexo. Simplemente su deseo de hacerlo era más fuerte que mi deseo de no hacerlo. Darme cuenta de eso tuvo más importancia que el acto en sí. Yo estaba enamorada de mi novio. Pero, cómo decirlo, no estaba enamorada de sus ganas de mí. Mis experiencias con él fueron todas bastante parecidas. Una especie de protocolo rápido con el que yo trataba de apasionarme sin saber muy bien cómo. Primero era su deseo imponiéndose. Después una sensación de pereza, un poco como cuando acabas de despertarte, que se iba transformando en un vago interés. Ese interés iba suscitando un anhelo por sentir algo especial. Después venía un conato de placer. Un comienzo de algo quizás intenso, enseguida interrumpido por el éxtasis de él. Ese éxtasis temprano y para mí inexplicable. Después venía cierto sentimiento de fastidio. Con el aparente deber, para colmo, de demostrar satisfacción y ternura. Y al final, menos ganas de una próxima vez. Ni siquiera podía imaginar que la culpa de eso la teníamos los dos.


[de la nueva novela Fractura (Alfaguara). Más información, aquí.]

19 de abril de 2016

Ese viento obstinado


                            A la memoria de Eduardo García, poeta

En un amigo caben
—como en ese cajón donde se encuentra
de pronto algo perdido—
la linterna sin pilas
y la costilla rota,
el fósforo quemado
y el páncreas para nada,
los anteojos que ya no pueden ver
o tu propia pupila.

Si esta mano operase en el cajón
y revolviese, amigo, tu comienzo
¿acaso no derrocharíamos
con feliz reincidencia
las mismas energías que te faltan?

Ese viento obstinado era deseo.
Ese empecinamiento se llamaba vida.



30 de octubre de 2015

De pies y manos


No entiendo nada,
voy viviendo de oído.
A cierto ritmo la cojera es virtud.
Pie mío, no te espantes,
esta bifurcación es tuya.

Quisiera lo contrario: así razono.
Cada vez que reitero
me sorprendo a propósito,
como hacen los niños.

El puñado de sal,
eso teme la mano
cuando evita la praxis.
Si me toco en tu nombre
revoluciono el tacto.
























(poema inédito aparecido en el nuevo número de la revista Opticks Magazine. Ilustración del artista Mikko.)

29 de octubre de 2013

Fraseo y certeza

Uno no sabe bien si la nueva novela de Juan Gabriel Vásquez, una novela breve para su costumbre y extrañamente lírica para esa prosa exacta, filosa, de geómetra, será superior o sólo distinta a sus entregas anteriores, todas ellas admirables, todas ellas lecciones de arquitectura narrativa, pero leyendo Las reputaciones uno se atrevería a sostener, con sintaxis más bien suya, siempre sólida y sinuosa, capaz de desplegar las articulaciones de la frase como se estira un brazo o se dobla una rodilla, que la escritura de Vásquez ha alcanzado una maestría insólita, un estilo que cubre al mismo tiempo las funciones de la improvisación poética y del artefacto estructural, distribuyendo con puntería cada acontecimiento y deteniéndose en detalles que revelan vidas, uno se atrevería a afirmar eso y más, porque también se trata de una tensa parábola sobre los recovecos de la libertad de expresión, sobre los mecanismos de ese monstruo parlante que llamamos opinión pública, hasta que uno se encuentra, por ejemplo, con el pasaje en que el protagonista de la novela, el caricaturista bogotano Javier Mallarino, siente celos del envejecimiento del cuerpo de su ex mujer, celos de las estrías de sus caderas y las sombras de sus nalgas, «porque las sombras y las estrías no eran sombras y estrías, sino mensajeros de todo lo que había sucedido en su ausencia: todo lo que Mallarino se había perdido», y entonces uno siente que el cuerpo de la escritura y el alma de la observación a veces pueden, cuando la experiencia eleva el talento igual que el tiempo madura la belleza, coincidir en una misma historia, un mismo autor, en el aplauso de dos manos que cierran un libro para abrir otra puerta. 

26 de agosto de 2013

Eso no es lo que yo quise decir (y 4)

Al principio de esa extraordinaria pieza de escritura que es El placer del texto, Barthes se interroga: «el lugar más erótico de un cuerpo, ¿no es acaso allí donde la vestimenta se abre?». Más adelante agrega: «mi cuerpo no tiene las mismas ideas que yo». Y, ya cerca del final del libro, conjetura: «a menos que para ciertos perversos la frase sea un cuerpo». Lo erótico de la escritura radicaría por tanto en su ambivalencia. Allí donde el cuerpo de la frase se abre y se divide como una cremallera. Separándose, discrepando de sí misma. A la inversa, el cuerpo mismo resulta legible a través de una sintaxis de síntomas carnales, transitando esa vía de interpretación que ensanchó SontagLa ciencia médica lo explora con la mayor exactitud de la que es capaz, pero el léxico y la lógica que emplea para ello se transforman inevitablemente a lo largo del tiempo. Interpretar la realidad física de manera literal, sin poetizar en absoluto su código, parece tarea imposible. Quien busque la autopsia de una conclusión estática, se topará con la espalda en movimiento del sentido.

21 de agosto de 2013

Eso no es lo que yo quise decir (3)

En El signo de lo irrepetibleFlor Codagnone y Nicolás Cerruti recuerdan una genial tautología de Lacan sobre el narcisismo: «el hombre se cree un hombre». Este espejo que engaña con su fidelidad me recuerda el bellísimo y esquivo diálogo entre los dos amantes masculinos de El Público, sin duda la obra lorquiana de mayor impregnación psicoanalítica. En pleno éxtasis de reconocimiento y represión, uno de los amantes le reprocha al otro: «Yo te abriría con un cuchillo porque soy un hombre, porque no soy nada más que eso, un hombre, más hombre que Adán, y quiero que tú seas aún más hombre que yo. Tan hombre que no haya ruido en las ramas cuando tú pases. Pero tú no eres un hombre». Lorca desanda así la tramposa certeza que menciona Lacan, devolviendo al individuo a una duda radical respecto de su propia identidad y roles. «Tan hombre que no haya ruido en las ramas cuando tú pases». Que no se levante un viento delator a tu paso, que el espejo no refleje tu cara, que nada perturbe tu búsqueda de un camino. Fantasía adánica que, por supuesto, es ella misma carne de diván.

12 de agosto de 2013

Eso no es lo que yo quise decir (1)

Puede afirmarse que el modo en que Freud leyó a Hoffmann ha influido en los escritores mucho más que la obra del propio Hoffmann. Cómo alguien lee a otro: en eso consiste el historial clínico de la literatura. Las afinidades entre escritores y psicoanalistas parecen tan significativas como los rechazos de Chesterton, Lawrence, Borges o Nabokov. Resulta difícil resistir la tentación de interpretar estos últimos como perfectos ejercicios de negación o resistencia a la terapia. Sea cual sea el caso, por medio de su neurosis hermenéutica, el psicoanálisis tiene potencialmente la razón. Ahí radica su fuerza pero también su incansable duda. En eso se asemeja a la ficción, vampira del conflicto que padece. «Los escritores han sentido siempre», sostiene Piglia en uno de sus grandes ensayos, «que el psicoanálisis hablaba de algo que ellos conocían y sobre lo cual era mejor mantenerse callado». Esa pronunciación de lo invisible que mueve al personaje, ese afán por delatar la trastienda del conflicto novelístico, está quizás en el origen del fastidio gremial que el psicoanálisis ha generado en ciertos escritores. Pero el psicoanálisis ejerce también de legitimador teórico del drama narrativo, convocando «una épica de la subjetividad, una versión violenta y oscura del pasado personal». El psicoanálisis fundaría entonces el relato del relato oculto. Su metanovela. Las tensiones entre ambos campos las sintetizó Mailer cuando declaró sobre los hipsters: «al haber convertido su experiencia inconsciente en conocimiento consciente, han alterado el foco del deseo». Esta pequeña observación daría para un tratado entero sobre la ocultación del erotismo y la mostración de la pornografía. La novela clásica es al psicoanálisis lo que el erotismo al hardcore.

21 de junio de 2013

Plan B


BANCO: entidad que protege el porvenir de nuestras deudas.

BANDERA: trapo de bajo coste que tiene un alto precio.

BAÑO: biblioteca sin prestigio.

BASURA: quintaesencia.

BESO: palabra articulada simultáneamente entre dos hablantes.

BIOGRAFÍA: manera en la que alguien va muriéndose.

BÍPEDO: criatura que hubiera preferido volar.

BOLERO: alegría de llorar.

BOSQUE: estrategia de distracción del árbol.

BÚSQUEDA: hallazgo casual de otra cosa.


23 de abril de 2013

La lectura como cuerpo




La palabra se estira con cada movimiento de quien lee. Doblándote subrayas la longitud del verbo. Cuando elevas el libro, la atención se sostiene igual que un músculo. Me tienta imaginar el personaje al que te abrazas, en cuáles adjetivos te detienes. Celebro tus rodeos de asombro o de preguntaQuién pudiera de ti recibir esos ojos con idéntica hondura. Eres lo que hace falta. Gramática en acción. Un cuerpo de sintaxis. Esa última línea donde se hacen un nudo temblor e inteligencia.

15 de abril de 2013

No sé por qué


No sé por qué venero la pornografía
esta mansa costumbre del salvajismo ajeno
cuando contemplo el placer en los otros
mi parte fugitiva se complace
espiando al que no soy
fornicando sin mí
veo reflejos
perversiones caseras
feliz de estar aquí con nadie



(del nuevo poemario doble No sé por qué y Patio de locos, editorial Pre-Textos, 2013. Más información, aquí.)

28 de febrero de 2013

La boda


Veíamos su boda 
intercalando puntos suspensivos
con nuestras miraditas, y tu dedo
tanteando el broche de mi cinturón.

En el jardín, debajo
de un arco sorprendido, me guiñaste
un ojo por encima del borde de ginebra.
Besé mi vaso para responderte.

Aquella misma noche
compartimos esquina
gritándonos promesas, cruzando juramentos.
Las ventanas con luces hicieron de testigos.

Sobre nuestras cabezas nos bendijo un murciélago.



(Poema de Owen SheersDel libro El hombre sombra, Editorial
Pre-Textos, Valencia, 2016. Traducido por Andrés Neuman.)

25 de febrero de 2013

Veranos conjeturales

La playa es un espacio de deseo. Pero también el escenario de lo que no sucede. Muchos hemos pasado parte de nuestra infancia o adolescencia espiando cuerpos inaccesibles, suplicándole al tiempo. Quizá por eso una playa tiene algo de memoria disponible. De página desmesurada donde todo está aún por narrar. Una vez, un verano, cierta chica mayor de la que me había enamorado entró en el mar. Corrí detrás de ella y, sin que lo supiese, fui calcando en el agua sus movimientos. Si ella levantaba un brazo, yo levantaba el mío. Un giro ahí, otro giro acá. Como una coreografía a distancia. Nadamos así, accidentalmente juntos, hasta que una mancha color verde se acercó entre las olas. Estiré una mano. Era algo mucho más vivo que un pez: la mitad superior de un bikini. Me volví de inmediato hacia mi amor conjetural. La divisé braceando en todas direcciones, con gesto contrariado. No parecía haber reparado en mi presencia. Sin dudar un instante, escondí aquella levedad dentro de mi propio traje de baño. Volví nadando rápido hasta la orilla, con una caricia ajena serpenteándome entre las piernas. Al cabo de un rato la vi emerger de nuevo, cubriéndose los pechos y riendo para alguien que jamás fui yo. Aquella natación en parte imaginaria, igual que aquel fetiche verde con el que dormí todo el verano, siguen provocándome una cosquilla muy parecida a eso que llamamos ficción.

11 de febrero de 2013

Fausto en la caverna

Fáusticamente, escribió Eugenio Trías en su Prefacio a Goethe: «Enemigo y amigo a la vez, el Tiempo fija un límite a la acción, obliga a la determinación, establece un dique a la omnipotencia del deseo: fija un pacto que permite el pasaje de lo posible a lo real». Durante sus últimos años, Goethe experimentó una atracción más romántica que su propia juventud. Con la monstruosidad que le era propia, Goethe no vivió su ancianidad como vida realizada, sino como tentación de eternidad. Amó, escribió y planeó con desmesura. A lo largo de su obra, observa Trías, «magnificó la acción. Y sin embargo, ¿no se hallan todos sus personajes aguijoneados por la duda?». Como todo gran lector, Trías tanteó un autorretrato en aquello que leía. A ese efecto, ciertos clásicos son espejos abismales. En sus Conversaciones con Goethe, Eckermann compuso un duelo de vampiros donde el discípulo se somete al maestro para sorber su sangre, mientras el anciano se deja exprimir sabiendo que necesitará la fuerza del joven para concluir sus trabajos. Desde extremos opuestos de la vida, ambos son Fausto y se defienden del tiempo. La descripción necrófila del cadáver de Goethe es digna de una novela gótica. Enamorado, triste y victorioso, el discípulo Eckermann ha sobrevivido al cuerpo del maestro, a costa de cargar con su fantasma. Enfermo hacía tiempo, Trías falleció ayer. Parece inconcebible que se muera la gente a la que leemos, igual que nos asombra subrayar pensamientos póstumos. Sus ideas continúan resonando en nuestras cabezas mortales. Como un juego de ecos que cambian de caverna, pero jamás se extinguen.

4 de enero de 2013

Últimos reyes

Avancé por el pasillo. Las sombras me tendían emboscadas. Hacía unos instantes, desde la cama, había oído ruidos sospechosos. Pasos, murmullos, puertas. Resoplidos profundos, de camello. Irrumpí en la sala con los pies descalzos y el pulso galopante. Pero no había nadie. Sólo el árbol enredado entre lianas de luces. Con las ramas ligeramente temblorosas, como si una ráfaga acabase de sacudirlas. Al pie del tronco destellaban los paquetes. Me detuve a medirme frente al árbol. Acerqué la nariz a una rama, me toqué la coronilla. El año anterior, por esas mismas fechas, mi cabeza alcanzaba una rama más baja. Entonces me lancé al suelo y removí las cajas. No me costó reconocerla. Respiré hondo, miré hacia el pasillo: al fondo tintineaba el silencio. Desgarré ansiosamente el envoltorio, como el depredador que despelleja a su presa. Comprobé que no me equivocaba. Sostuve el regalo que tanto había deseado. Lo elevé ante mis ojos. Era eso, eso, eso. Al fin lo tenía. Esperé a que me viniese alguna lágrima. A que se me erizase la pelusa de la nuca. A que me entrase un cosquilleo en el estómago, algo. Pero me pareció que no sentía nada. Nada, salvo un peso entre los brazos. Devolví el paquete al suelo. Traté de reconstruir el envoltorio. Y con las mejillas iluminadas, de rojo a verde, de verde a rojo, obtuve la primera conclusión de mi vida. 

(versión abreviada de “Una rama más alta”, cuento del libro Hacerse el muerto; Páginas de Espuma; Madrid y México DF, 2011; Buenos Aires, 2013. Cortometrajes basados en el libro: uno, dos y tres.)

27 de diciembre de 2012

Un espejo

Ambos hombres son heterosexuales. Son amigos desde la juventud. Llevan puestos unos calzoncillos horribles y bastante parecidos. Los dos tienen la piel pálida, los hombros débiles. Y ese augurio de barriga tan propio de los cuerpos que empiezan a ser más viejos que la autoimagen de sus dueños. Están a solas. Han reservado la suite nupcial de un hotel barato. Nunca han tenido sexo con otro hombre. Acaban de encender la cámara que han traído para filmarse. Se acercan precavidos, de costado. Se miran a sí mismos mirándose. Detrás tienen un espejo. Delante tienen todo lo que no son capaces de ser. Eso cuenta la película Humpday, de Lynn Shelton, especialista en observar conflictos invisibles.

29 de octubre de 2012

Orgasmo de frontera

Por no sentirme tan acomplejada ante los conocimientos científicos de Ezequiel, le he enumerado los distintos verbos que existen en español para nombrar un orgasmo. En Cuba, por ejemplo, le dicen venirse. Ese infinitivo me gusta porque sugiere un acercamiento a alguien. Es un verbo para dos. Y bastante unisex. En España le dicen correrse. Que supone más bien lo contrario. Despegarse al final, alejarse del otro. Es un infinitivo para machos. En Argentina le dicen acabar. Suena como una orden. Parece una maniobra militar. Tengo una amiga peruana que lo llama llegar. Dicho así, se vuelve casi una utopía (y muchas veces lo es). Como si estuvieras lejos o te hiciera falta más tiempo. Su marido dice darla. Interesante. Suena a ofrenda. O, siendo pesimista, a un favor que te hacen: ahí tienes. Siendo así, tampoco me extraña que mi amiga no llegue. En Guatemala se usa irse. Eso ya es un abandono declarado. Sólo les faltaría añadir: después de pagar. En otros países dicen terminar. Frustrante. Suena a que se abre la puerta, te interrumpen y te quedas a medias. En cambio aquí, quizá porque somos de frontera, le decimos cruzar.

(De la nueva novela Hablar solos. Ediciones en Colombia y Chile.)

3 de octubre de 2012

Hablar solos

Dentro del hospital mantengo mi misión. Mi misión me mantiene. La vida se vuelve más difícil afuera. No sé si existirá algún nombre para ese secuestro. ¿Síndrome de Fleming? Cuando no cuido a nadie, nadie me cuida. Cada tarde, al abrir la puerta y colgar el bolso en el perchero, me doy cuenta de lo grande que va a ser esta casa. La recorro vacía. Parece decorada por extraños. Como un museo de nuestra propia vida. Yo soy su única visitante y también una intrusa. No hay nadie aquí. No hay nadie en mí. La que llora, la que come, la que duerme una siesta, la que va al baño es otra. No me decido a ver a mis amigos, porque siempre me preguntan lo mismo. Ni tampoco a huir de ellos, porque me da miedo que dejen de preguntarme. Cuando me acuesto, mientras cierro los ojos, fantaseo con que no me despierto. Necesito una agresión. Necesito que alguien me recuerde que estoy en mí. Necesito a Ezequiel como a una raya. Como un gramo, un kilo, un cuerpo entero. No hablo de amor. El amor no puede entrar en las deshabitadas. O entra, y no encuentra nada. Hablo de asistencia urgente. De reanimación eléctrica. Necesito pegar y que me peguen. Quiero que me ultrajen tanto que ya no me importe. Quiero ser virgen, no haber sentido nada. 

(De la nueva novela Hablar solos, desde hoy en España. Información, aquí.)

10 de septiembre de 2012

Del humor como síntesis

Sólo dos cosas van al grano: el deseo y el humor. La diferencia es que el deseo, a veces, necesita disfrazarse de eufemismo. Luchar con el pudor. El humor, por principio, consiste en lo contrario: en quedarse en pelotas. Se alimenta de su propia falta de recato. Quizá por eso, en las crisis, la mejor síntesis suele ser un chiste. En el diario argentino Página/12 leo una viñeta de los certeros Daniel Paz y Rudy. «El Estado debe intervenir en los mercados», declara un personaje. «¿Por?», pregunta, cauto, el otro. «Porque si no», remata el primero, «los mercados intervienen en el Estado». Y así, como de broma, el neoliberalismo se calla la boca.

31 de agosto de 2012

Bellos durmientes

Una amiga me explica que nada en el mundo le parece más sexy que un bostezo. Que, al bostezar, un hombre pone en acción todos y cada uno de sus músculos. Que, en ese exacto instante, un espasmo incontenible recorre sus cuerpos. El de él y también el de ella. Y que, de alguna forma, ella calibra la virilidad de sus posibles amantes a través sus bostezos. Quizás el amor perfecto consistiría en caer profunda e inmediatamente dormido, en cuanto nos la presentaran, ante la persona de nuestros sueños.

15 de mayo de 2012

El apetito de Fuentes

Algo fantasmagórico sucede con el Boom. Mientras a García Márquez le inventaban una muerte en la Red, sus libros resucitaban en la feria de Teherán. Y, mientras Carlos Fuentes anunciaba que iba a empezar un libro, se le terminó la vida. Nunca tuve ocasión de tratar a Fuentes. Una vez le di la mano en Guadalajara. Saludaba mirando a los ojos y apretando. Transmitía una mezcla de ambición y sosiego. No parecía alguien que lamentara ser quien era. Tommasso Debenedetti, humorista italiano de inverosímil nombre y autor de la falsa noticia sobre Gabo, es experto en mentir entrevistas. He leído inmejorables entrevistas imaginarias, como las de Papini en Gog, las de David Foster Wallace en Brief Interviews with Hideous Men o las de Kurt Vonnegut en God Bless You, Dr. Kevorkian. Hoy en cambio nos parece inventada la entrevista real con Carlos Fuentes que, hace apenas 24 horas, publicó El País. En declaraciones casi póstumas, Fuentes dijo que bailaba, que tenía planes y que no tenía miedo. Abro Cambio de piel por el final. La penúltima línea todavía repite: «Sé que su apetito no está satisfecho».