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viernes, junio 17, 2022

para que las cosas encuentren su lugar

 

 


 

Fabio Morábito, A cada cual su cielo, Madrid, Visor, 2022, 108 págs.

 

 

Poeta, narrador y ensayista, traductor ejemplar de Montale, Fabio Morábito (1955) sigue siendo un relativo desconocido entre nosotros. Nacido en Alejandría de padres italianos, con quienes se trasladó a México a los quince años, ha escrito toda su obra en español. Esta elección (asunto al que dedicó un ensayo memorable, El idioma materno) ha sido su forma de rubricar, desde el lenguaje, un mirar marcado por el signo de la extranjería. Con palabras sencillas, con un decir solo en apariencia llano, Morábito es uno de esos poetas –mucho más escasos de lo que se piensa– capaces de hacernos ver el mundo con nuevos ojos.

 

A cada cual su cielo es un libro delicioso en el que casi no hay página que no nos deslumbre con una imagen, una idea, una intuición: «Hay árboles que nacen para bosque, / otros que son un bosque sin saberlo; «los mapas se hacen / al amanecer del domingo, / cuando la población / está dormida y son más claros / los relieves de la patria». A veces su épica de lo cotidiano, su atención a lo diminuto, recuerdan un poco a Magrelli, pero Morábito es más cantarín, también más amante de la paradoja (que toma de Juarroz para encarnarla en los objetos) y el relámpago del asombro.

 

A lo largo de estos 56 poemas sin título escuchamos a un poeta enamorado de las superficies del mundo, pero que a la vez no puede dejar de levantar alfombras y hacerse preguntas. Los poemas sobre la infancia conviven con otros, más densos, en los que dialoga con su padre enfermo o toma un pasaje de Montale para celebrar la existencia: «Nada se arrastra en la naturaleza, / la vida está de pie o ya no es vida».

 

Morábito enlaza su escritura con «una sola pregunta, / formulada de cien formas»: «por qué las piedras no se abren». Sus poemas tampoco lo hacen, pero a fuerza de ser transparentes. El don está en no esconder nada y mantener vivo el enigma. Todo es prodigio, y este libro se pone en pie para celebrarlo y decírnoslo al oído.

 

 

Publicado originalmente en La Lectura de El Mundo, 27 de mayo de 2022.

 

 

 


jueves, mayo 12, 2022

ciudad de la mentira

 

 

 

Gabriela Kizer, En falso, prólogo de Luisa Castro, Madrid, Visor, 2022, 144 págs.

 

 

La primera impresión que se tiene al ingresar en este nuevo libro de la venezolana Gabriela Kizer (Caracas, 1964) es la de una gran desenvoltura expresiva: un don muy suyo para fusionar registros y planos distintos de escritura, de lo coloquial a lo culto, de lo narrativo a lo metafórico, de los modos de la calle a un culturalismo que brota siempre sincero, sin efectismos, como un bagaje del que los años se sirven para traducir o al menos iluminar la propia vida. En falso abarca doce años de escritura (2005-2017) y puede que este lapso tenga mucho que ver con su sincretismo, pero hay algo más, una apuesta decidida de la autora por no cerrarse ninguna puerta; también, como señala Luisa Castro en su oportuno prólogo, su deseo de fundar «un territorio movedizo, deslizante […] que nos atrapa desde el primer momento».

 

Las cinco secciones del libro dibujan un trayecto que va desde el sondeo de las raíces familiares –judíos ucranianos que desfilaron por «el piso enmohecido del barco / que ha iniciado su lento viaje desde Besarabia»– a un retrato insolente y a la vez desolado de la Caracas de hoy. Por el camino comparecen las diversas etapas de una educación vital y sentimental que sigue arrojando su luz viva desde el pasado: «Quiénes éramos / muchachas pacatas, salvajes, voyeristas […] Pronto seríamos bocado y abrevadero. / También indecencia, llama difícil, brasa para tiznar».

 

Los poemas en prosa de la sección central son como una galería de ejemplos para la vida y el arte, pero en todos alienta el afán de Kizer por evitar la línea recta, la moraleja o la conclusión fácil. «Haga la alegoría usted», dice con humor, aunque no pueda evitar que una sombra creciente de pesimismo caiga sobre sus páginas.

 

Así, quien quiera hacer un retrato fiel de la Caracas arruinada del post-chavismo tendrá que consultar también a los poetas. Y, en concreto, todo el tramo final de este libro, que hace el inventario de una realidad atroz y desmedida que Kizer observa con pasión incrédula porque solo así cabe eludir la «pesadumbre», la falta de esperanza.

 

 

Publicado originalmente en La Lectura de El Mundo, 29 de abril de 2022.

 

lunes, febrero 28, 2022

con asombro dolido

 



Piedad Bonnett, Lo terrible es el borde. Antología poética, selección y prólogo de Malola Romero Carbonell, Madrid, Visor, 2021, 232 págs.

 

 

Lo primero que uno percibe al adentrarse en esta amplia y necesaria antología de la obra de Piedad Bonnett (Amalfi, Colombia, 1951) es su unidad de tono, de lenguaje, de intención. No hay lugar aquí para ensayos ni titubeos. Tampoco para cambios drásticos, más allá de un gusto creciente por la sencillez expresiva que no desfigura, más bien modula, la profunda elegancia y musicalidad del verso. Poeta de publicación tardía –su primer libro, De círculo y ceniza, es de 1989–, sabe muy bien cuál es su mundo y cómo decirlo. Y los ecos de ciertos maestros –Asunción Silva, Aurelio Arturo, ese legado de armónicos modernistas que salta justo sobre las vanguardias– no impiden que oigamos, rotunda, expresiva, la voz de un sujeto femenino que nos habla a las claras del daño, la herida, la decepción o la culpa.

 

«¿Esto era todo? / ¿Esto que nos han dado?». Así, con preguntas desabridas, impacientes, arranca este libro. Y pronto, como en esas enumeraciones que toma prestadas de Borges, va desplegando ante nosotros su estera de obsesiones: el difícil amor de los padres y el peso de «las herencias»; la bendición del espacio doméstico; el miedo como una compañía temprana, casi palpable, que amarga la conciencia y la vuelve receptiva a la culpa, la sospecha, la parálisis; la sombra de la pobreza y su rúbrica fatal, la violencia; pero también, del otro lado, el descubrimiento del propio cuerpo y el enigma del sexo, la alegría de la sensualidad y el amor entendido barrocamente como «campo de plumas»… Todo ello referido con palabras que Bonnett juzga falibles, limitadas, pero que quizá por ello mismo maneja con rara maestría.

 

A lo largo de los diez poemarios que recoge Lo terrible es el borde –con una etapa especialmente intensa en la década de 1990, cuando en apenas cinco años publica cuatro libros centrales– asistimos a un sondeo feroz en la memoria de su autora: si Nadie en casa (1994), El hilo de los días (1995) y Ese animal triste (1996) cartografían sucesivamente los ámbitos del hogar, el tiempo y el cuerpo, Todos los amantes son guerreros (1998) tiene algo de pausa en el camino: hasta la sintaxis se relaja queriendo ser fiel a la experiencia amorosa, su modo de sacarnos del tiempo y hasta de nosotros mismos. Pero es en Tretas del débil (2004) y Las herencias (2008) donde Bonnett da con la sustancia primera de su imaginación: la familia, telaraña que nos impone una cercanía hiriente y hecha de malentendidos.

 

Así, el padre, que «tuvo pronto miedo de haber nacido», está condenado a transmitir esa carga: «Tenía miedo de tu miedo / y miedo de mi miedo». La madre y su «terca convicción», sus «ataduras», sus «extrañas formas del amor», reciben el juicio retrospectivo de una hija que, a su vez, tiene que enfrentarse al reto de la maternidad. El destino cortó ese hilo y lo convirtió en una tragedia –la muerte del hijo– que está en la raíz de Los habitados (2017), donde el dolor mismo se convierte en presencia benéfica, dadora de sentido: «Cuida la sal de tus ojos»; «Pido al dolor que persevere […] para que de su mano cada día / con tus ojos intactos resucites». La poesía, una vez más, es la encargada de hablar de «lo que no tiene nombre» y lo hace justamente porque, siendo palabras, ilumina siempre ese borde «terrible» donde las palabras no suelen llegar. 

 

 

Publicado originalmente en La Lectura de El Mundo, 11 de febrero de 2022.

 

 

 


 

martes, febrero 01, 2022

el sueño del final

 



Louise Glück, Recetas invernales de la comunidad, traducción de Andrés Catalán, Madrid, Visor, 2021, 102 páginas.

 

 

Louise Glück (Nueva York, 1943) es una poeta de las postrimerías. El paisaje de sus libros más recientes suele ser invernal, sombrío, un mundo escasamente poblado en el que las cosas se repliegan sobre sí mismas o espían con paciencia, con discreta pasión, la presencia de la muerte. Su talante introspectivo parece excluir el deseo humano, los afanes del cuerpo –que es algo manifiestamente impuro, poco fiable–, pero no el gusto sensorial por las formas de la naturaleza, en especial las plantas: en El iris salvaje (1992), el libro que la descubrió entre nosotros gracias al trabajo pionero de la editorial Pre-Textos, otorgaba emociones complejas a las flores y también a una voz que, a falta de otros candidatos, debemos atribuir a Dios.

 

La atracción del vacío y el silencio, esa vía negativa que ha ido perfeccionando con los años, mueve los hilos de este nuevo libro, Recetas invernales de la comunidad (Visor), el primero que publica tras obtener el premio Nobel en 2019. Traducido con solvencia por Andrés Catalán, que reproduce con acierto el tono frío y lacónico del original, es un conjunto de quince poemas o series poemáticas de corte narrativo, con personajes brumosos que viven en la esfera del «érase una vez» y se pasean por un mundo espectral donde las cosas suceden a menudo sin porqué y la existencia es un descenso tenaz («Hacia abajo, hacia abajo, hacia abajo, hacia abajo / es donde nos lleva el viento»), un aprendizaje del cambio y la pérdida. El impulso fabulador convive con el don para la expresión lapidaria: «no existe algo así como una muerte en miniatura»; «pero has dejado de hacer cosas, dijo, que es lo que / hace el filósofo»; «no hay suficiente noche, respondí. De noche puedo ver / mi propia alma»… A veces la sequedad se resuelve en apartes mordaces, gotas de humor negro que confirman el buen ojo de Glück para el detalle grotesco y destierran, de paso, cualquier asomo de patetismo. Como ella misma señala en la primera sección del poema homónimo: «El libro contiene / solo recetas para el invierno, cuando la vida es dura. En primavera / cualquiera es capaz de preparar un buen plato».

 

Muchas de estas series («La negación de la muerte», «Viaje de invierno», «Una historia interminable», «La puesta de sol») incluyen pasajes dialogados, careos en los que una segunda voz –de la hermana, del profesor de pintura, de una figura misteriosa llamada «el conserje»– permite articular ideas y emociones que ayudan al yo en su labor de examen. Son voces que parecen provenir del pasado, visto por la poeta como una carga que le impide relacionarse sin trabas con el ahora: «Qué llena tengo la cabeza / con las cosas del pasado. / ¿Habrá suficiente espacio / para que quepa el mundo?». Así la hermana, que la acompaña en sus sondeos de la memoria familiar para revivir escenas con la lente de la ficción, viñetas en las que lo evocado tiene la misma aura fantasmagórica que lo inventado y enturbia el recuerdo de los padres, de la madre enferma, de la propia niñez en la que «demasiado pronto surgió / mi verdadero yo, / robusto pero amargo, / como un despertador».

 

La precisión del autorretrato hace patente la lucidez de Glück. Robusta pero amarga, su voz ilumina el territorio austero pero lleno de posibilidades del final. Y este libro breve y decantado, intensísimo, confirma que el viaje –la vigilia– está lejos de haber concluido: «Ah, dice, otra vez estás soñando // Y entonces digo: me alegro de estar soñando / el fuego aún sigue vivo».

 

 

Publicado originalmente en La Lectura de El Mundo, 21 de enero de 2022.