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domingo, julio 03, 2022

1001: ensayo y error

 

 


 

Si hay algo que echo de menos en la crítica literaria –tal vez en toda crítica– es una mayor atención al error como categoría productiva, es decir, al error interesante, capaz de dar tensión a la escritura o abrir puertas que nadie sospechaba, el fracaso que vale menos por cuanto hace o deja de hacer que por cuanto promete. Ciertas páginas son fallidas, sí, pero su fallo es más fecundo y deslumbrante que muchos llamados aciertos, esos poemas o relatos o novelas que se limitan a reproducir con astucia lo ya hecho, lo sabido, lo sobado hasta el aburrimiento. Es cierto que quienes conciben la escritura como una rama de las artes decorativas solo tienen ojos para esta clase de «aciertos», pues son los únicos que pueden enjuiciarse según un criterio de evaluación, digamos, objetivo: todo depende de si se ha seguido fielmente la pauta previa, el esquema retórico y formal que va asociado desde antiguo a tales ejercicios.

 

A esta luz, cierta clase de errores son algo peor o distinto que una demostración de torpeza: son una falta de decoro, una ruptura del consenso tácito que permite a los practicantes reconocerse públicamente bajo una misma enseña, fundar un gremio, hacer fuerza. La censura estética se convierte muy pronto en censura moral. Tales errores significan que se han excedido los límites del campo donde se juega la escritura, esto es, que se pisa un terreno ilimitado en el sentido literal del término. Dado que todo pacto social es, primeramente, una fijación de límites, el trazado de una línea sobre la tierra que separa a propios de extraños, buscar lo ilimitado es volverse extraño, forastero, traidor. Es, de hecho, desterrarse a conciencia, desatender o incluso transgredir las costumbres y leyes compartidas, los códigos comunes. Cometer un error: errar: perderse por el mundo sin que nada ni nadie te asegure el regreso. El extravío se interpreta lo mismo en sentido espacial (no sabe dónde tiene la cabeza, tomó el camino equivocado) que social/moral: éste no sabe lo que hace, a ver qué se ha creído, ya le haremos pagar; como recuerda, exagerando un poco, la vieja expresión familiar: «a todo cerdo le llega su San Martín», esto es: el día de su sacrificio.

 

Este tipo de frases se dicen y se piensan cada día en cualquier lugar del mundo. Forman parte de las estrategias de coacción con que el grupo somete o intenta someter al individuo. Y muchas veces -en realidad, casi siempre- lo consiguen. Acaso, en un estadio primitivo del proceso de socialización, es bueno que así sea, a fin de reforzar los vínculos comunitarios, los lazos de obligación mutua. Pero la salud del colectivo depende, en última instancia, de la existencia de emisarios que salten las murallas y vuelvan con noticias del más allá, eso que no tiene límites porque no ha sido cartografiado y nadie tiene una idea clara de su extensión, de su naturaleza. La palabra «idiota» tiene su origen en la voz griega idios, que puede traducirse aproximadamente por «particular», «privado» (aquel a quien solo le interesaban sus negocios privados era, por tanto, un idiotes). Cuando una comunidad se niega a reconocer lo extranjero, lo diferente, se vuelve idiota en el sentido lato de la palabra y se condena a no crecer, a estancarse. De esta capacidad para reconocer y aceptar lo diferente, lo Otro, dependen nuestro equilibrio psíquico y nuestra supervivencia. De ahí la necesidad de traducir, de cifrar -ideas en signos, signos en signos de otra naturaleza-, de explorar, de preguntar, de crear. Y la creación comporta necesariamente un viaje extramuros, un viaje de ida y vuelta que despliega en la plaza pública el botín conquistado, los tesoros traídos de lugares remotos para pasmo de propios y de extraños. De los propios que sienten extrañeza, que se sienten extraños ante la novedad, la (mala o buena) nueva.

 

El error (el errar) es pues una necesidad vital del grupo, un mecanismo de supervivencia, y no un simple capricho narcisista de quien ha decidido abandonarlo. La confusión –la sospecha– se debe quizá a la falta de disimulo o de sentido del cálculo del viajero, pues suele postularse libremente para la tarea, presentar su misión como una exigencia de la voluntad egoísta. Es él quien se hace cargo de infundir nueva vida a la comunidad, de transferir la sangre necesaria para su desarrollo. Lo que viene a decir, por cierto, que el valor de sus tesoros, los usos y costumbres que ha tenido el arresto de dar a conocer -esto es, el valor de sus errores- está determinado históricamente; lo que fue novedad ha dejado de serlo; el viejo error se ha vuelto rutina, cosa familiar.

 

Recuerdo, a este respecto, las palabras con que el crítico canadiense Northrop Frye cerraba uno de sus ensayos sobre Blake: «Otelo era una simple farsa sangrienta a ojos de lo que el erudito y perspicaz Thomas Rymer sabía de teatro. Rymer tenía toda la razón, dentro de sus limitaciones; es como la gente que dice que Blake estaba loco. No es posible refutarlos, pero su concepción de la cordura pierde todo interés... Me pregunto si estamos ante juicios críticos o ante simples aberraciones de la historia del gusto». Si Blake cometió numerosos errores -como acaso los cometió, siglo y medio más tarde, el Hughes de Cuervo-, se trata sin embargo de errores productivos, que abren puertas y permiten pensar o imaginar una línea distinta de escritura. Siguiendo a Frye, la sensatez irónica con que el escritor Ian Hamilton echó abajo literalmente el libro de Hughes no carece de gracia ni de fuerza argumentativa, pero me hace perder todo interés en lo que él entiende por ironía y sentido común, al menos como armas del juicio crítico. Comprendo de inmediato que cualquier herramienta, empleada de manera exclusiva, nos condena a ser siervos de sus ángulos muertos.

 

Vuelvo al comienzo de estas líneas. ¿Qué quiere decir, en realidad, que un escritor ha acertado, o que el libro de X es un acierto, un logro, como dicen algunas veces -no muchas, desde luego- los críticos de los suplementos culturales? ¿No es el verdadero acierto, en realidad, un error que a fuerza de insistir trasciende o incluso redime su triste origen, su mala semilla inicial? Suele presuponerse que al escribir decimos o podemos decir exactamente lo que queremos decir. Nuestro grado de destreza se mediría, así, por nuestra capacidad para dar en la diana, clavar la mariposa de la idea con un alfiler de palabras precisas y más o menos sugerentes. Mi experiencia, no obstante, me recuerda que solo raras veces se tiene el blanco tan a la vista. Uno escribe por ensayo y error, a tientas, buscando las palabras para ideas cuyo sentido solo entiende, propiamente, cuando halla las palabras que le suenan mejor o parecen más justas. Nunca sé del todo lo que quería decir hasta que lo he dicho, como demuestran estas mismas líneas. Así que uno camina y va probando, sopesa, ensaya, borra y vuelve a probar. Yerra, sí, se equivoca, y sigue errando hasta llegar a su destino, que no es nunca el previsto, o no del todo, pues emerge ante uno según lo va alcanzando. «Acertar» no sería, pues, sino el resultado de evitar los errores que infestan el camino, solventar los problemas que se presentan casi a cada línea. O dicho en forma de sentencia: «acertar», al final, es solo una variante de la resignación.

 

 

[Originalmente publicado en Perros en la playa, Madrid, La Oficina, 2011, pp. 169-192].

 

martes, junio 25, 2019

ensaya, que algo queda


Una de las frases que más repito en mis clases –en realidad un tic, un recurso instintivo del que echo mano cuando veo que los cerros de Úbeda no andan muy lejos– es «no sé si me estoy explicando». La frase, a estas alturas, ha quedado amortizada por la repetición y la sordera selectiva –o cómplice– de los alumnos. Ayer, cuando me tocó explicar la greguería y el poder de extrañamiento de la metáfora, volvió a asomar unas cuantas veces…

Supongo que la frase surgió porque no quería recurrir al más agresivo: «¿Me seguís? ¿Se me entiende?» (la responsabilidad de que la clase sea más o menos inteligible no puede quedar en manos de los alumnos, o no sólo). Pero la frase me gusta por su carácter tentativo, de prueba, que tanto me recuerda la actitud del ensayista, ese «¿funciona?, ¿vamos bien por aquí?» con que la escritura misma suele interrogarse a cada vuelta del camino. Ese darse la vuelta o replegar las velas cuando la cosa no marcha y hay que probar otra ruta, otro ángulo de ataque, otro correlato.

No sé si me estoy explicando, es decir, no sé si he desplegado mi manto de abalorios como es debido, de modo que se vea bien de dónde vengo, qué mercancías traigo, qué forma de intercambio puede tener lugar entre nosotros. Quizá incluso deba empezar de nuevo. Y esa, se me ocurre, podría ser una buena definición del ensayo como género: que nos obliga a recomenzar una y otra vez, todo el tiempo, pues sabe muy bien que sólo por tanteo, por aproximación, podemos aspirar a explicarnos.

domingo, marzo 24, 2019

novedad / la puerta verde





La hospitalidad generosa de los poetas Antón García y Martín López-Vega está detrás de este nuevo libro, La puerta verde, en el que he tenido la oportunidad de reunir gran parte de mis trabajos sobre la poesía en lengua inglesa de los últimos sesenta años, de Charles Tomlinson a John Burnside y de John Ashbery a Charles Simic, pasando por Ted Hughes, Sylvia Plath, Seamus Heaney o Allen Gisnberg. Lo publica la asturiana Ediciones Saltadera en su colección de ensayo, Arenas movedizas, y es un trabajo modélico en cuanto a diseño, producción, cuidado textual… No puedo estar más contento con el resultado final, la verdad. Me siento afortunado por haber podido publicar mis dos últimos libros con sellos asturianos: tiene algo de regreso a casa, de celebración familiar.

Veo este volumen como el reverso crítico de Libro de los otros (Trea, 2018), pero también como la prolongación natural de La ciudad consciente (Vaso Roto), el libro que allá por 2010 dediqué a T.S. Eliot y W.H. Auden. En fin, otra pieza más del puzle que uno va armando un poco sin querer a lo largo del tiempo (no en vano, el escrito más antiguo de esta compilación data de 1996; el más reciente es del año pasado).

El libro entra en librerías la próxima semana y se presentará en Madrid el viernes 5 de abril; iré dando detalles. Copio seguidamente la ficha técnica y el texto de contracubierta (la foto de cubierta, espléndida y sugerente, es de la tinerfeña Mercedes Pintado Brage, a quien agradezco su permiso para reproducirla).


La puerta verde. Lecturas de poesía angloamericana contemporánea
Colección Arenas movedizas
Ediciones Saltadera, Oviedo, marzo de 2019
288 págs. / 21 €
ISBN: 978-84-949793-0-9
Distribuye: Distriforma

La puerta verde es un panorama didáctico y una guía informativa de la poesía angloamericana reciente. Su autor, Jordi Doce, reúne dieciséis aproximaciones críticas a figuras y obras decisivas de la segunda mitad del siglo XX y comienzos del XXI. El libro se divide en dos secciones, según el poeta analizado proceda de un lado u otro del Atlántico; desde la orilla anglo-irlandesa: Charles Tomlinson, Ted Hughes, Sylvia Plath (americana asentada en Inglaterra), Geoffrey Hill, Seamus Heaney y John Burnside; desde la orilla norteamericana: John Ashbery, Allen Ginsberg, Kenneth Koch, Charles Simic, Joseph Brodsky (poeta ruso reconocido como un igual por sus colegas estadounidenses), Paul Auster, Sharon Olds, Anne Michaels y Jeffrey Yang.

Sin renunciar a las herramientas de la crítica y el pensamiento contemporáneos, estos ensayos tratan de poner en contexto las obras de estos poetas para luego interrogarlas y entender de qué manera, a su vez, nos interrogan. El resultado, que incluye una amplia antología poética gracias a las cuidadas versiones que acompañan cada ensayo, ofrece una imagen coherente y abarcadora de la poesía actual en lengua inglesa.

lunes, diciembre 10, 2018

césar vallejo / las piezas encontradas


  

Con motivo del Día del Libro, se celebró en la Casa de América de Madrid los días 23 y 24 de abril (¡hace una eternidad!) un coloquio en homenaje a César Vallejo titulado, justamente, «César Vallejo, 80 años después». Leí en esa ocasión una breve ponencia, «Las piezas encontradas», que ahora Periódico de Poesía de la UNAM ha tenido la gentileza de publicar gracias a los buenos oficios de sus editores, el poeta Hernán Bravo Varela y el novelista Daniel Saldaña. Aparece dividida en dos partes, aquí y aquí. Ojalá su lectura no resulte demasiado impertinente.

miércoles, mayo 28, 2014

robert hass / bálticos, de tomas tranströmer





Pienso en Bálticos de Tomas Tranströmer en mitad del invierno y en mitad del estado de Vermont; mucha nieve: blanca, gris, azul humeante; pinos verdinegros, rastrojos de madera de cedro quemada por la nieve. Apenas vi nieve antes de cumplir los dieciocho, así que la intensidad y neutralidad del paisaje de Nueva Inglaterra no ha dejado nunca de parecerme vívida y extraña. Y presente. Como no pertenece a la niñez, no evoca ningún anhelo, no es la secuela de algo perdido; y me hace completamente feliz, excepto por una pequeña sensación de asombro que me inquieta. La felicidad es como una experiencia del ser puro; la inquietud es preguntarme qué significa o qué puedo hacer con esa experiencia. Parece una pregunta enorme, y me lleva a lo que valoré antes que nada en los poemas de Tranströmer o en las traducciones de su poesía que he leído. [+ seguir leyendo]



Así comienza el largo ensayo que el escritor y traductor norteamericano Robert Hass (1951) dedicó a comienzos de los años ochenta a Tomas Tranströmer y que Minerva, la revista del Círculo de Bellas Artes, acaba de publicar en su último número –el 22– como parte del dossier que dedica al poeta sueco, ganador del Premio Nobel, con motivo de su visita al CBA en octubre del 2012. El dossier se completa con un poema inédito de Tranströmer –en traducción de Francisco J. Uriz– y con dos textos adicionales en los que el poeta expone sus convicciones políticas, sus puntos de acuerdo y de discrepancia con la militancia política de izquierdas a partir de la publicación de Tañidos y huellas en 1966.

Este dossier Tranströmer es uno de los últimos trabajos que Esther Ramón y yo realizamos en el CBA. El texto de Hass me sedujo desde que lo leí en Poets Teaching Poets. Self and the World, una hermosa antología de ensayos de poetas sobre otros poetas que Gregory Orr y Ellen Bryant Voight editaron en 1996 para la Universidad de Michigan, y me pareció que sería buena cosa traducirlo para la revista. Es un ensayo en forma de diario de lectura: un registro de los sutiles cambios de opinión, de los ajustes y correcciones internos que tienen lugar conforme se avanza en una obra que admiramos y sentimos cerca de nosotros (en este caso, el poema extenso Bálticos, de 1974), sin que ello signifique deponer nuestro juicio crítico. Hass, que es un gran lector, razona sus gustos y también sus reservas, esos rasgos de la obra que le parecen menos fértiles o sugerentes. El resultado nos da claves para entender no solo la obra de Tranströmer sino también el lugar que puede seguir ocupando la poesía en nuestro mundo, o el modo en que deberíamos quizá plantearnos su escritura. En cualquier caso, me parece un ensayo fascinante.


miércoles, julio 03, 2013

piedra y cielo / el cuaderno





Noticias, noticias… Acaba de publicarse en la red el número 3 de la revista virtual Piedra y Cielo, de la que ya he hablado en alguna ocasión. Esta vez, con poemas de Ada Salas y Dónall Dempsey, notas y aforismos de Lázaro Santana, un cuento de Horacio Cavallo y reseñas de Francisco León y Alejandro Krawietz, entre otros. Tengo el honor de abrir este número con un texto a caballo entre la nota de diario y el apunte ensayístico que se llama «Trance» y que escribí apenas dos días antes de que se acabara el año 2012. Sospecho que los lectores habituales de esta bitácora reconocerán en «Trance» algunas de las obsesiones que suelen recorrer lo que escribo, solo que en versión algo más prolija.

De todos modos, el grueso del número está ocupado por un hermoso dossier sobre el artista bosnio Stipo Pranyko (Jajce, 1930), de quien pudo verse una fascinante retrospectiva en el TEA de Santa Cruz de Tenerife entre abril de 2012 y enero de este año: poemas, ensayos de Melchor López, Isidro Hernández y Fernando Gómez Aguilera, un vídeo de David Delgado San Ginés… En fin, todo un regalo para los sentidos, y un justo homenaje a una obra que ocupa un lugar aparte por su sobria luminosidad, sus blancos vividos y usados y gastados por la vida, su afán por dignificar los oficios, las tareas cotidianas, el espacio de la domesticidad humilde…

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También está disponible en la red el último número del curso, el 47, de El Cuaderno, que dedica sus páginas iniciales a Julio Cortázar con motivo del cincuenta aniversario de la publicación de Rayuela. Pero hay más, mucho más: cuarenta páginas de reseñas, poemas, ilustraciones, textos sobre arte y literatura… Para descubrirlo basta con asomarse a la página correspondiente en issuu. Dosificad bien la lectura, porque no volvemos hasta septiembre.




lunes, octubre 29, 2012

minerva / eduardo arroyo





Ya está colgado en la red el nuevo número, el 20, de la revista Minerva del Círculo de Bellas Artes, con textos de y sobre Eduardo Arroyo, Pierre Bourdieu, Ana Blandiana, Luis Magrinyá, Miguel Marinas, Eva Lootz y Belén Gopegui, entre los muchos nombres que pueblan el sumario. Por mi lado, he tenido el privilegio de escribir un artículo sobre Eduardo Arroyo y, en concreto, su exposición Bazar Arroyo, que se celebró en el CBA a comienzos de año. Se llama «Retrato del artista en el ring» y trata de ordenar algunas de las impresiones que he ido reuniendo de la obra gráfica y literaria del autor de Los cuatro dictadores y Minuta de un testamento.

Ah, la revista sigue existiendo en papel, por si alguno quiere leerla en su formato habitual. No os la perdáis. Aunque el número 21 será incluso mejor.

miércoles, octubre 10, 2012

tranströmer en madrid



(haz click sobre la imagen para ampliarla) 


El próximo jueves 18 de octubre, es decir, dentro de ocho días exactamente, el poeta sueco y Premio Nobel Tomas Tranströmer visitará Madrid para asistir a una lectura en homenaje a su obra. Será en la Sala de Columnas del Círculo de Bellas Artes, a las siete y media de la tarde, y el acto vendrá introducido por unas palabras de bienvenida de otro escritor tocado recientemente por la varita de la Academia Sueca, Mario Vargas Llosa. La mujer del poeta, Monica Tranströmer, leerá los poemas originales y un puñado de admiradores de aquí (José Manuel Caballero Bonald, Juan Antonio González Iglesias, Esther Ramón, Carlos Pardo, Martín López-Vega, Juan Marqués y un servidor) le daremos la réplica leyendo su traducción española. Será una ocasión especial, sin duda; la mejor manera de celebrar la palabra de un poeta que, por desgracia, no puede ya decirlas de viva voz.

Acaba de colgarse en el blog del Círculo de Bellas Artes «La lógica del sueño», un breve texto que publiqué el año pasado en uno de los primeros números de El Cuaderno con motivo de la concesión del Nobel a Tranströmer. Y cuelgo, aquí, uno de mis poemas favoritos de entre los muchos que ha traducido Roberto Mascaró para la editorial Nórdica. Un simple aperitivo, una invitación a estar el jueves 18 con el gran poeta sueco. No se lo pierdan.



música lenta

El edificio está cerrado. El sol entra por las ventanas
y calienta la parte superior de los escritorios
que son tan fuertes como para cargar el peso del destino del hombre.

Estamos afuera hoy, junto a la extensa y ancha ladera.
Muchos llevan ropas oscuras. Uno puede estar al sol y cerrar los ojos
y sentir cómo es soplado lentamente hacia adelante.

Rara vez vengo hasta el agua. Pero ahora estoy aquí,
entre grandes piedras con espaldas pacíficas.
Piedras que lentamente han caminado hacia atrás desde las olas.


trad. Roberto Mascaró

miércoles, febrero 08, 2012

yeats / heaney / minerva





Está ya en las librerías el número 19 de la revista Minerva del Círculo de Bellas Artes, correspondiente a este primer cuatrimestre del 2012. Y no sólo en las librerías, porque hoy mismo se ha colgado íntegramente en la página web del CBA. Un número tan bien surtido que es casi un prodigio (puedo decirlo, que conste, porque yo no la coordino), con páginas dedicadas al trabajo de artistas magrebíes contemporáneos, una entrevista con el poeta francés Bernard Noël (de quien se ofrecen poemas inéditos) a cargo de Miguel Casado y Olvido García Valdés, otra (un rescate de hace años) con Olivier Messiaen y una tercera con la gran Cristina García Rodero, una conversación entre Miquel Barceló y Alberto Anaut… Sin olvidar un breve artículo de Nacho Vegas sobre Bob Dylan y el lúcido ensayo que el crítico japonés Shigeiko Hasumi dedica a John Ford.

Por la parte que me toca, he tenido la fortuna de poder coordinar un pequeño dossier dedicado a William Butler Yeats con motivo de la exposición que la Embajada de Irlanda organizó en el CBA la pasada primavera, coincidiendo con el Día del Libro. Y qué mejor para dar consistencia a esas páginas que una colaboración de Seamus Heaney: un viejo ensayo de finales de los años ochenta en el que habla del vínculo de Yeats con el lugar, en concreto con la torre normanda que compró en 1916 y que figura con tanta fuerza en su poesía de madurez (hasta el punto de dar título a uno de sus mejores libros, La torre, publicado en 1928).

Todos recordamos aún la espléndida edición de la Poesía reunida de Yeats que Antonio Rivero Taravillo publicó hace cosa de año y medio en Pre-Textos. Pero la poesía, que es lo más importante, no lo es todo, y quedan aún por difundir buena parte de los dramas teatrales que dio a la escena a lo largo de su vida. El último de ellos, y quizá uno de los más terribles, es Purgatorio, escrito en 1938, poco antes de su muerte. Es asombroso, en verdad, que Yeats, casi a punto de cumplir los setenta, escribiera una obra tan intensa y fulgurante como este breve drama de un acto, en verso, cruzado por la idea del eterno retorno y un fatalismo pesimista que no puedo evitar relacionar con aquellos famosos versos de «El segundo advenimiento»: «los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores / están llenos de brío apasionado».

Me he dado el gusto, sí, de poder traducir ambos textos para la revista: un privilegio y un homenaje. Os invito a leerlos en pantalla y, si os gustan, a comprar la revista. Pero, en realidad, os invito a leer todas y cada una de las páginas de este número de Minerva. Hay joyas ocultas a cada paso.

viernes, noviembre 18, 2011

el dedo y el anillo

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A Felipe Cabrerizo
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Mientras leo El mapa y el territorio, la nueva novela de Michel Houellebecq, vuelve a fascinarme la sordina sentimental y hasta romántica que hace vibrar su escritura, esa dimensión de cuento de hadas que alienta por debajo de la pátina de nihilismo, sexo explícito y miedo y asco en el mundo de sus novelas. La rabia del narrador no está muy lejos de la rabia del niño o el adolescente desquiciado que se revuelve contra lo que tiene más cerca. Es como si Houellebecq se hubiera creído a pies juntillas las películas de Eric Rohmer (ese mundo ilusorio de muchachas hermosas y enigmáticas, conversaciones galantes con su punto justo de petulancia intelectual, atardeceres con vino y enamoramientos fugaces; esa Arcadia moderna que iluminó las pantallas de la Francia del bienestar) para descubrir, al cabo, que todo era mentira, un simulacro hiriente. Su respuesta –hacer trizas ese mundo, injuriarlo y denigrarlo por todos los medios posibles– no puede ocultar la fascinación primera, la deuda que tiene con él.

Es también un síntoma de inmadurez, desde luego, pero se trata de una inmadurez atractiva, que nos conmueve y nos arrastra con ella porque en el fondo es la nuestra, la compartimos y entendemos. Todos –quiero decir, los cuarentones y treintañeros de esta isla de prosperidad que sigue siendo Europa Occidental– hemos sido protagonistas y víctimas de esa glorificación de la juventud que nos ha permitido postergar el ingreso en la edad adulta hasta extremos inverosímiles para nuestros padres. Y, lo queramos o no, seguimos viviendo bajo el brillo imperial de las imágenes que los medios y la publicidad crearon para nuestro consumo. Da igual que tengamos familia o hijos o hayamos adoptado, en apariencia, rasgos y caracteres que corresponden a la mayoría de edad. Seguimos viviendo a la sombra de una representación del mundo que nació por y para el mercado y que, por tanto, sólo puede ser causa de insatisfacción, de hartazgo. Un hartazgo, no obstante, del que nos parece desleal y hasta incoherente renegar porque nos cubre, aún ahora, de juegos y diversiones y símbolos de estatus; una insatisfacción que nos parece mezquino denunciar porque es la misma que permite y hasta promueve esos paréntesis de inmadurez sin los cuales la vida sería aún más insufrible.
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Houellebecq nos libera y nos consuela porque adopta por nosotros el papel de niño mimado, de réprobo con posibles que se lanza contra ese mismo sistema que le permite rebelarse y hacer negocio con su rebelión. Su inmadurez es la nuestra; también su descaro. Sólo que nosotros, quizá por fortuna, somos más hipócritas (sin hipocresía no habría convivencia, y un mundo de Houellebecqs liberados de obligaciones sociales sería inhabitable) y callamos lo que él, como bufón de corte y aspirante a moralista, dice en voz bien alta para que le oigamos. Lo que resulta curioso –o al menos a mí me lo parece– es encontrar, por debajo de las muecas y los aspavientos, por debajo de unas escenas de sexo que se suceden con rutina notarial, por debajo del impulso de irrisión y de denuncia constantes, la pervivencia de ideas y anhelos de novela romántica. Decir que Houellebecq es un sentimental sería quedarse corto: una y otra vez aparece en sus páginas la idea del amor verdadero, de la mujer que pasa sólo una vez por nuestra vida y la redime (y tiene que ser mujer, además: la mirada de Houellebecq es ferozmente masculina); muchos de sus personajes conocen la felicidad, aunque sea fugazmente, y luego caen abatidos por la certeza de que esa felicidad es irrepetible, de que la vida a partir de entonces sólo puede ser un descenso apático hacia la muerte; otros, como perpetuos adolescentes, se refugian en una soledad que es responsabilidad de los demás romper: no quieren buscar sino ser buscados, su pasividad está pidiendo a gritos que la observen, que la reconozcan. Es todo un poco ridículo, en principio, pero le salva –y nos desarma– la convicción con que procede, la seriedad absoluta con que exhibe su fe.

La escritura de Houellebecq es liberadora porque da vida a todas nuestras fantasías adolescentes, todas nuestras pulsiones de inmadurez (también las destructivas), siempre un poco degradadas o vulgarizadas después de pasar por la máquina de picar de la publicidad y los medios de comunicación, y lo hace sin pedir disculpas, sin mirar a los lados ni estimar las consecuencias. No es extraño que haya logrado convertirse, así, en el poeta laureado de esta sociedad de peterpanes descontentos, hijos resabiados del sueño socialdemócrata y sus jardines de infancia. Aunque no convenga tomarlo demasiado en serio ni convertirle en abanderado de ninguna corriente de pensamiento. Su nihilismo y su rabia adolecen de la misma debilidad de carácter que las diversas modalidades de progresía bienpensante que ridiculiza. También para él es imposible la vuelta atrás, a una época de convicciones fuertes (y eran fuertes, no lo olvidemos, porque se defendieron en ocasiones con la propia vida, algo que nos resulta inconcebible y hasta escandaloso). Sólo queda el sexo –en sus diversas figuras modernas: el turismo sexual, la pornografía, los clubes de intercambio de parejas, la frontera especiada del sadomasoquismo– y la soledad impotente (¿inapetente?) del urbanita saciado. Pero queda también la escritura, y con ella un motivo de esperanza: pues la escritura presupone la existencia de los otros, de un idioma colectivo, de alguien que lee o que escucha. Y queda también la risa, la comicidad irresistible de muchas escenas y pasajes –como la estancia de Bruno en un campamento new age en Las partículas elementales, o el arranque del primer viaje tailandés de Michel en Plataforma–, genuinas actualizaciones de un costumbrismo burlesco que me sigue pareciendo una de las pocas vías de renovación de la postmodernidad. Al menos por ese lado el nihilismo de cartón piedra de Houellebecq preserva una tenue dimensión comunitaria. (Francés malgré lui, su particular modalidad de anarquismo conservador le impide abrazar las proclamas neoliberales de la Thatcher y derivados, por cuya vulgaridad y puritanismo sólo puede sentir un profundo desprecio.)
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El mapa y el territorio me ha parecido un libro más seco y desencantado incluso que los anteriores, también más mecánico, peor resuelto en su estructura interna. La supuesta trama policial no es más que una digresión que le permite jugar a placer con la imagen de su propia muerte –lo que de verdad le interesa– y los policías que la protagonizan despiertan una simpatía muy difusa. El libro retoma motivos e inquietudes de Las partículas elementales pero los trata con menos frescura, sin el entusiasmo algo demoníaco de los primeros libros. Y, sin embargo, el embrujo de la escritura sigue ahí, esa sordina sentimental que hipnotiza y arrastra y nos hace pasar página tras página hasta el desenlace final. Houellebecq es un enorme contador de historias, un maestro en el género de los cuentos de hadas. Nada le gusta más que los finales felices, y sus libros se pueden dividir en dos clases: los que añaden a ese final feliz una coda trágica, o los que lo representan en forma de ensoñación utópica. El mapa y el territorio pertenece a esa segunda clase, postulando una Francia ruralizada –una nueva Arcadia– en la que reina un espíritu comunitario fundado en la alianza de tradición y tecnología y enriquecido por un contingente de inmigrantes de lujo (chinos y rusos, principalmente). Que Houellebecq escenifique su propia muerte como antesala de ese nuevo tiempo no debe leerse como una figuración ególatra, aunque algo de eso hay, sino como el reconocimiento –lúcido y resignado– de que su particular forma de inmadurez debe quedar desterrada del futuro. Con gentes como él, parece decirnos, es imposible construir ninguna sociedad viable. Y uno se inclina a darle la razón. Pero no parece que quienes le acompañamos, los que no somos Houellebecq, constituyamos un material mucho más prometedor, al menos de momento. Sería absurdo extraer conclusiones apocalípticas, preguntarnos –como hacen algunos críticos literarios metidos a profetas– si somos las últimas generaciones de una sociedad decadente o abocada a un lento adormecimiento, pero está claro que leemos a Houellebecq, entre no muchos otros, porque
levanta testimonio extremo de un malestar genuino, íntimo. Es verdad que a veces agita el dedo amonestador con sospechoso entusiasmo, pero todo se le perdona cuando hace brillar el anillo de sus hipérboles.
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miércoles, octubre 05, 2011

hacia la tierra inalcanzable

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2011 es, entre otras muchas cosas, el Año Milosz, pues el gran poeta polaco (aunque de origen lituano) nació hace justamente cien años, en concreto el 30 de junio de 1911. Coincide este aniversario con la publicación en España, por fin, de una amplia antología de su obra (Tierra inalcanzable) a cargo de Xavier Farré. A mi juicio, uno de los libros fundamentales de lo que llevamos de año y un auténtico privilegio para los lectores. De Milosz sólo teníamos una pequeña antología publicada en 1984 por Tusquets Editores que –a decir verdad– no terminaba de hacerle justicia. La selección de Farré es más representativa y –lo que es más importante– está mucho mejor traducida.

Presentamos el libro en Madrid a finales del pasado mes de abril en la sede del Círculo de Lectores en Madrid. Leí entonces un texto que, debidamente corregido y ampliado, vio la luz en el número de verano de
Revista de Occidente. Resucita ahora en versión digital gracias a la hospitalidad de Juan Manuel Macías, quien ha decidido incluirlo en la sección de firmas invitadas de la página de DVD Ediciones. Una sección, por cierto, sin desperdicio. Ahí aparece, entre otras joyas, la hilarante reseña que mi buen Eduardo Moga dedica a esos poetas (sic) incapaces de convivir con la incertidumbre. En fin, ojalá el texto os guste y, sobre todo, os lleve a leer la obra de Czeslaw Milosz, uno de los grandes poetas y pensadores del siglo pasado.
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jueves, septiembre 01, 2011

periódico de poesía

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Me escribe el poeta y crítico mexicano Pedro Serrano para comentarme que el nuevo número de la revista virtual Periódico de Poesía está en la red. Después de tres años de duro y modélico trabajo editorial, Serrano ha conseguido algo que parecía difícil y que sin embargo él ha hecho fácil: una página dinámica, plural, donde caben entrevistas, traducciones, reseñas, ensayos y hasta el ocasional panfleto belicoso. En sus columnas virtuales han convivido poetas y críticos de toda Hispanoamérica, con especial hincapié en México y Argentina, y no ha habido número que no contuviera al menos dos o tres trabajos memorables. Así que me he llevado una buena alegría cuando he visto que el último número de Periódico de Poesía incluye un par de colaboraciones mías: traducciones de la poesía del joven escritor y editor norteamericano Jeffrey Yang (del que ya di una muestra en esta bitácora hace cosa de año y medio), y el epílogo de la edición española de El juramento de la pista de frontón de John Ashbery (Calambur Ediciones), que no habría escrito sin la amable insistencia de su traductor, Julio Mas Alcaraz. Me gusta esta doble vida de los textos, este salirse de las tapas de un libro para anunciar su existencia en territorios donde el libro apenas llega. Esa es quizá, una de las grandes virtudes o funciones de este Periódico de Poesía bajo la dirección de Pedro Serrano. Un periódico que permite a los lectores ignorar las fronteras nacionales y hasta lingüísticas y habitar un espacio común, el de la modernidad, sin dioses ni falsos dogmatismos.
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jueves, enero 20, 2011

matemática tiniebla

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¡Montad, pues, montad todos, valientes caballeros!
y los yelmos ceñid sin más demora:
Fama y honor, correos de la Muerte,
nos llaman otra vez al campo de batalla.
Ningún llanto de arpía bañará nuestros ojos
cuando empuñemos las espadas;
de corazón partimos, sin verter un suspiro
por las más bellas del lugar;
que músicos pastores y aldeanos cobardes
se lamenten y lloren y den voces;
somos hombres: luchar es lo que hacemos,
¡y caer como héroes!



Está a punto de ver la luz en Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg Matemática tiniebla, libro en el que se reúnen ensayos de Poe, Baudelaire, Mallarmé, Valéry y Eliot relativos al simbolismo y el nacimiento de lo que solemos entender por poesía moderna. La idea y la selección corren a cargo del poeta y crítico Antoni Marí. Miguel Casado ha traducido los ensayos de los poetas franceses, y yo he hecho lo propio con los escritos de Poe y de Eliot. Ambos, además, hemos hecho alguna sugerencia sobre la selección. En concreto, se incluye en el volumen final «Escila y Caribdis», un ensayo hasta ahora inédito en libro de Eliot que traduje hace muchos años para la revista Cuadernos Hispanoamericanos. El título, por cierto, es una cita del Canto General de Pablo Neruda, en concreto del canto IX («Que despierte el leñador»), dedicado a los Estados Unidos, y en el que sus escritores tienen un papel protagónico: Melville, que es «un abeto marino», Whitman, «innumerable / como los cereales», y finalmente Poe, «en su matemática / tiniebla».



Estoy muy a gusto con el resultado, en el que ha tenido mucho peso el buen hacer y la experiencia del editor Nicanor Vélez. Creo que es una guía excelente, muy fiable y compacta, del movimiento simbolista a través de las palabras de sus practicantes, que además tiene la virtud de incluir textos que dialogan y se corrigen mutuamente. Una guía que acotan dos poetas norteamericanos –bien que muy influidos y hasta fascinados por la cultura europea–, pero que protagonizan los tres grandes pilares (a falta de Rimbaud) de la poesía francesa moderna. Vale la pena recordarlo cuando advierto a nuestro alrededor un cierto desdén hacia el presente, el aquí y el ahora, de la poesía de nuestros vecinos.

Para celebrar la edición de este libro he querido arrancar con mi traducción de la segunda (y última) estrofa de «La canción del caballero» [The Song of the Cavalier], poema del anticuario escocés William Motherwell (1797-1835) con el que Poe cierra su ensayo «El principio poético». Unos versos que hacen pensar en aquellas relecturas o incluso pastiches de la poesía medieval que tanto le gustaban a Pound. Bien es verdad que, como él mismo se encargó de subrayar, «estas cosas solían resultar más sugestivas antes de 1914 que ahora, en 1920». No sé si hay que esperar a la Primera Guerra Mundial para cobrar conciencia de ciertos horrores, pero, sea como fuere, Poe vio estos versos como un ideal o el preludio de la clase de escritura que él mismo quería practicar; la escritura, mal que bien, de la que venimos. Para compensar tanto ardor guerrero, aquí va mi versión de otro poema admirado por Poe, esta vez del irlandés Thomas Moore (1779-1852), el mismo cuyo libro Alcifrón le sirvió al autor de «El cuervo» para discurrir por escrito (y por extenso) sobre las diferencias entre «imaginación» y «fantasía».


Ven, descansa en mi pecho, mi cierva malherida;
si te huyó la manada, aquí tienes tu casa;
aquí está la sonrisa que las nubes no esconden,
y mano y corazón que hasta el fin serán tuyos.

¿A qué sirve el amor si se muestra inconstante
en la dicha y la angustia, la gloria y la vergüenza?
No sé, ni lo pregunto, si hay culpa en esa entraña;
sólo sé que te amo, quienquiera que tú seas.

«Mi Ángel» me llamaste en un rapto de júbilo
y tu Ángel seré en mitad del espanto;
impávido entre llamas he de seguir tus pasos,
y ampararte, y salvarte, o allí morir contigo.

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Trad. J. D.

jueves, diciembre 16, 2010

caminos / melquiades álvarez

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Hay oportunidades que no se pueden dejar pasar; son trenes a los que hay que subirse sin dudarlo. Eso es lo que pensé cuando el fundador y director de Ediciones Trea, Álvaro Díaz Huici, me invitó a escribir un texto de acompañamiento a la serie de cincuenta dibujos que el pintor y dibujante Melquiades Álvarez (Gijón, 1958) ha agrupado bajo el título de Caminos. Dibujos que se expondrán a partir del próximo domingo 19 de diciembre en el Museo Evaristo Valle de Gijón y que aparecen de manera simultánea en un hermoso volumen editado con esmero y elegancia por Trea.

No siempre tiene uno la posibilidad de colaborar con grandes artistas, y Melquiades Álvarez lo es: un dibujante impecable, capaz de recoger y condensar una atmósfera con unos pocos trazos de lápiz. Lo digo en mi epílogo: Caminos es el trabajo de un solitario, de un paseante, que tan pronto es capaz, al modo oriental, de fijarse en detalles casi imperceptibles como de recoger la poesía de la provincia, de las afueras, o percibir la cualidad metafísica de ciertos paisajes tocados por la luz y el abandono. Pero este libro es mucho más que el trabajo de un artesano, por diestro y experimentado que sea; es el fruto de una disposición que sólo puedo calificar de espiritual. Grandes palabras, sin duda, pero justas y adecuadas en este caso. La mirada de Melquiades es la de un gran lector, aficionado también a pasear por los libros y subrayar aquellos pasajes que le sorprenden o en los que se reconoce. Estos fragmentos aparecen en Caminos acompañando los dibujos, formando como un relato paralelo que los ilumina y complementa. Y aparecen –esto es importante– escritos en su mano, convertidos ellos mismos en dibujos.

Recuerdo el primer encuentro que tuve con Melquiades, este pasado verano, en el sobrio y tranquilo jardín de su casa en las afueras de Gijón. Una larga tarde de charla en la que fuimos descubriendo afinidades y puntos de contacto, los lugares donde nuestras miradas parecían converger. Acabé yéndome con las últimas luces, ya bien entrado el anochecer, con la sensación de haberme reencontrado con un viejo amigo. Antes de marchar, Melquiades me enseñó con orgullo una zona de su jardín convertida en huerto. Lo bello y lo práctico, o lo utilitario (que era también bello), convivían sin fisuras ni discordias. Así, pensé, podría definirse también su lectura del mundo, su trabajo pictórico. Una forma también de crecer, de aprender, de dejar que el trato con el mundo nos complete y afine, nos haga más sabios.

Si queréis más información sobre Caminos, podéis pulsar sobre las imágenes de esta entrada o ir a la página de Trea,
aquí. Por cierto, que el poeta y crítico Juan Carlos Gea (responsable de la bitácora de arte Materia parva) ha publicado hoy una lúcida y pertinente reseña de esta obra en el suplemento cultural de La Nueva España..
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domingo, octubre 03, 2010

error rima con aviador

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Leonard Baskin, Cuervo


Si hay algo que echo de menos en la crítica literaria –tal vez en toda crítica– es una mayor atención al error como categoría productiva, es decir, al error interesante, capaz de dar tensión a la escritura o abrir puertas que nadie sospechaba, el fracaso que vale menos por cuanto hace o deja de hacer que por cuanto promete. Ciertas páginas son fallidas, sí, pero su fallo es más fecundo y deslumbrante que muchos llamados aciertos, esos poemas o relatos o novelas que se limitan a reproducir con astucia lo ya hecho, lo sabido, lo sobado hasta el aburrimiento. Es cierto que quienes conciben la escritura como una rama de las artes decorativas sólo tienen ojos para esta clase de «aciertos», pues son los únicos que pueden enjuiciarse según un criterio de evaluación, digamos, objetivo: todo depende de si se ha seguido fielmente la pauta previa, el esquema retórico y formal que va asociado desde antiguo a tales ejercicios. […]

Y

Así empieza una breve y algo azarosa reflexión sobre el error en literatura que escribí aprovechando la tranquilidad del verano y que ahora ve la luz en la revista/bitácora Las razones del aviador. En realidad, es un juego de palabras al que traté de sacarle algo de jugo. Podéis leer el escrito en su totalidad aquí.
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domingo, septiembre 26, 2010

versos que piensan

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El problema al que uno se enfrenta al escribir un poema meditativo es dar con un ritmo de pensamiento que sea también un ritmo musical, una línea melódica hecha de silencios, armonías, transiciones. Cuando hablo de un poema meditativo no me refiero a una pieza de repertorio, una versificación más o menos diestra de lugares comunes (la nostalgia elegíaca por un pasado perdido, el asombro extático ante la plenitud del presente, la tópica incertidumbre sobre el rumbo a seguir, etcétera), sino al desarrollo argumental de una hipótesis de pensamiento, la creación de una cadena de causalidades que opere en los planos tanto lógico como metafórico sin dejar de leerse con los oídos, de entrar por ellos lo mismo que una melodía.

El asunto es diferente en el caso de los poemas narrativos (de los cuales tenemos muy pocos ejemplos en nuestra tradición reciente), que pueden y suelen depender de una estructura fija, como la terza rima de Dante o el octosílabo de tantos romances, pues la efectividad del relato depende, en primera instancia, de saber poner un pie después de otro, de encender el motor y mover el chasis del verso sin atender estrictamente a detalles ni sutilezas verbales. El poema meditativo es otra cosa: no se puede pensar cabeceando de un lado a otro, como un caballo trotón, ni levantando polvo con paso marcial.

El problema es que toda estructura musical es por fuerza circular o repetitiva: necesita un estribillo, o al menos (en la poesía moderna) un elemento que haga de tal, que fije el argumento sin dejar de hacerlo avanzar, de moverlo un paso más allá a cada giro de la aguja, como una espiral que se aparta de su centro conforme da vueltas. En la práctica, ese estribillo ha quedado reducido a una palabra, o a unas pocas palabras y figuras que reaparecen a intervalos regulares con hábil disimulo, esparcidas o diluidas en el diseño general. Se trata, en realidad, de reclamos subliminales que funcionan por acumulación, corrigiéndose a sí mismos. Su repetición garantiza ese movimiento de espiral: se vuelve sobre lo dicho pero se dice algo más, algo nuevo, y ese algo nuevo es lo que permite, a su debido momento, dar un salto a modo de conclusión en los últimos versos, caer de nuevo sobre un comienzo que el avance ha convertido en punto final. O un punto final que permite un eterno recomienzo, y así sucesivamente.

Lo más difícil de este avance, por lo demás, es conjugar las exigencias argumentales y las musicales: hacer que las transiciones conceptuales tengan forma y hasta carácter melódicos. Aquí juegan un papel decisivo los silencios, las aposiciones, los súbitos cambios de ritmo, ciertas líneas de fuga que mantienen el poema en marcha mientras desvían la atención, enriqueciéndola con datos laterales o ráfagas de tensión emocional. Nada puede ser muy rígido dentro de la rigidez global. O dicho en otros términos: algo debe ceder para que todo fluya. De tal modo es así que el borrador, el poema inconcluso, sólo deja de temblar y bambolearse como un castillo de naipes cuando se le añaden los últimos versos. Hasta entonces todo es provisional, el ritmo queda como en suspenso y no se cumple. Y con él la idea, el argumento de la idea.
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