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lunes, diciembre 16, 2019

anáfora / 2





Me llegan algunos comentarios de amigos sobre la entrevista que me hizo el poeta Carlos Iglesias Díaz para la revista Anáfora (Carlos, por cierto, acaba de obtener el Premio de la Crítica que concede la asociación de escritores asturianos; toda una alegría para él y sus lectores). Entre las parejas de pregunta-respuesta que han quedado fuera de la versión final o editada, quisiera rescatar estas dos, que parten de Seamus Heaney y Geoffrey Hill para hablar un poco de escritura, en general, y de la mía en particular. Y son palabras que, en última instancia, se ajustan como un guante a muchas entradas de esta bitácora.


Al abordar el estudio conjunto y comparativo de los poemas en prosa de Seamus Heaney y Geoffrey Hill, opones la transparencia y el afán de verosimilitud propios del género frente a la retórica más artificiosa del poema en sí mismo. Por otro lado, tú eres un asiduo cultivador del poema en prosa, bien en diarios –La vibración del hielo (2008)– como en libros misceláneos –Perros en la playa (2011)–. ¿Qué te atrae del poema en prosa, en tu doble vertiente de lector y autor, y qué retos específicos te plantea a la hora de traducirlo?

Tengo la impresión de que el poema en prosa es una de las formas que toma la pelea constante de la modernidad entre el verso (más rítmico, más artificioso, más sutil y contrapuntístico) y la prosa. Dice Charles Simic que «El poema en prosa es una bestia mítica como la esfinge. Un monstruo hecho de prosa y poesía», pero no estoy muy de acuerdo. El problema reside en esa equivalencia falsa entre «verso» y «poesía». Lo contrario de la prosa es el verso, no la poesía, que puede aparecer donde quiera. Faltaría más. Yo creo que este tipo de debates formales deberían estar superados a estas alturas: poema en prosa, verso libre, serialidad, fragmentación, etcétera. Otra cosa es que se quieran superar en falso, sin tener una idea clara de lo que es o lo que supone la forma poética. Pero esa es otra cuestión.

Yo creo que todos, como poetas, hemos envidiado esa espaciosidad de la prosa, ese don para meter mundo y decirlo sin afectación, sin artificio aparente. Por cada gran poema que hemos leído podríamos invocar un pasaje en prosa igualmente memorable que persiste en la memoria como un talismán. Quizá no lo recordemos palabra por palabra, pero sabemos que está ahí, que existe, y podemos volver a él.

Sé que otros lectores pueden no estar de acuerdo, pero yo siento que Perros en la playa es un libro esencialmente de poesía. De hecho, es la poesía que quise hacer después de la decepción que me produjo, casi al momento de publicarse, Gran angular. Siento que hay menos poesía ahí que en Perros…, que es un cuaderno de notas, de reflexiones y mini ensayos, de aforismos… No veo cesura ni distancia entre esos dos modos de escritura. Hay una continuidad.


Siguiendo en la estela de Heaney y, en concreto, de su célebre poema «Digging» (Cavando), ¿crees que la tarea del traductor consiste justamente en cavar y horadar el lenguaje en busca de nuevos matices de los que antes carecía?

Yo creo que la imagen del «cavar» ha sido muy importante para mí como descripción del proceso de escritura. La idea de que uno empieza escarbando, apartando maleza y piedrecillas hasta que tropieza con algo. Algo de lo que tirar. Y la escritura entonces se parece a coger una pala y profundizar en los alrededores de ese algo, hasta que lo tienes delante de los ojos en forma de poema. Otra imagen posible es la del ovillo: uno encuentra un cabo suelto y tira de él hasta desplegarlo. Me gustó mucho el modo en que lo describió Martín López-Vega al reseñar Nada se pierde. Decía que los poemas, «que a menudo parten de un detalle, siempre dibujan, a partir de ese detalle, un mundo complejo, como una secuencia de adn». Martín entendió, me parece, la naturaleza obsesiva y hasta machacona de esa búsqueda. Pero la imagen del «cavar» también me atrae porque supone un esfuerzo físico, una cosa de porfía y de empeño. Bueno, todo eso está en un poema temprano como «Laurel», bastante explícito al respecto. En general, toda poética que incluya una visita a la tierra, a la oscuridad o al lado de sombra del mundo, tiene mi asentimiento.

sábado, noviembre 24, 2018

seamus heaney / 2 poemas breves






I.I.87

Aceras peligrosas.
Pero afronto el hielo este año
con el cayado de mi padre.


(Seeing Things, 1991)



La playa

Aquella línea de puntos
que mi padre dibujó
con su bastón en la arena
es algo que la marea
tampoco podrá llevarse.


(The Spirit Level, 1996)


trad. J.D.

miércoles, abril 13, 2016

verso / prosa


Heaney, de nuevo:

…all the fleeting, fitful anxieties that afflict
the literary translator.

Así termina el breve prólogo que antepuso a su traducción del libro VI de la Eneida, que ahora se publica póstumamente: «…todas las breves, intermitentes ansiedades que afligen / al traductor literario». Sólo que yo he optado por dividir la línea de prosa en dos versos de vieja y grave sonoridad anglosajona: esa aliteración simultánea de la f y la i en sílabas acentuadas (bien es verdad que una i es larga y las dos restantes breves, pero aún así), la pausa entre hemistiquios después de «fitful», el anapesto de «anx-i-e-tís» preparando el terreno para el acento final –en agudo– del primer verso…

La poesía como una segunda naturaleza, que asoma cuando menos se la espera; o más bien, porque no se la espera.



jueves, octubre 22, 2015

seamus heaney / san kevin y el mirlo



Clive Hicks-Jenkins, Tender Blackbird


Y luego estaba el caso de San Kevin y el mirlo.
Brazos en cruz, el santo se arrodilla
en su celda, pero la celda es estrecha, así que

la palma de una mano sale por la ventana, rígida
como un travesaño, cuando un mirlo desciende
y se acurruca y monta ahí su nido.

Kevin siente la tibia puesta, el pecho diminuto,
las garras y la limpia cabeza arrebujada
y, al descubrirse parte de la cadena eterna de la vida,

siente piedad: ahora tendrá que estarse semanas
con el brazo extendido como una rama a la intemperie,
hasta que los polluelos nazcan y cobren fuerzas y aprendan a volar.

*

Puestos a imaginar la escena,
imaginad que sois Kevin. ¿Cuál de todos es él?
¿Olvidado de sí o viviendo un suplicio

con dolores entre cuello y muñeca?
¿Le hormiguean los dedos? ¿Siente aún las rodillas?
¿O es que el vacío subterráneo

ha trepado por él a ciegas? ¿Hay distancia en su cabeza?
A solas, y reflejado limpiamente en el río profundo del amor,
reza: «trabajar y no buscar descanso»,

una oración que eleva de cuerpo entero
pues ha olvidado el ser, olvidado el mirlo,
y en la orilla el nombre del río ha olvidado.


trad. J. D. / el original, aquí.



Clive Hicks-Jenkins, St Kevin and the Blackbird


Hace más de dos años que Seamus Heaney nos dejó: una muerte quizá anunciada por sus problemas de salud, pero no por ello menos triste. Me gustaría recordarle aquí con uno de los poemas más célebres de su última etapa, este «San Kevin y el mirlo» en dos partes que apareció originalmente en su libro The Spirit Level de 1996. Un poema que toma como punto de partida una vieja fábula referida al eremita irlandés Kevin de Glendalough, fundador de la abadía del mismo nombre, que según se dice llegó a vivir 120 años (del 498 al 618 d. C.), pero que es también una metáfora espléndida sobre el trance poético y el don para ser uno con aquello que se concibe desde la imaginación. Keats lo llamaba «capacidad negativa». Es también un poema sobre la piedad y el amor por todo lo vivo, como si Kevin fuera un heraldo irlandés de San Francisco.

En cualquier caso, se convirtió en uno de sus poemas más célebres, y quienes se lo escuchamos decir en público no olvidamos el placer con que lo hacía, el guiño travieso que subrayaba el vaivén de sus manos al dibujar en el aire la celda y el vuelo del mirlo, el brazo extendido para recibirlo, la voz tranquila y un poco sonámbula con que leía la segunda parte, como si hablara de memoria o recordara algo de lo que había sido testigo. Y, en el fondo, era así.

miércoles, enero 29, 2014

racimo


El último número de la revista Agenda se abre con un largo ensayo de Derek Walcott sobre Heaney: un tributo del poeta caribeño a su amigo que acaba de morir. En cierto momento, al hablar del tono y la presencia visual de los poemas en la página, Walcott menciona «la tensa bobina de sus versos, en la que las palabras se arraciman como bayas silvestres que vamos comiendo una a una…». Es justamente el tipo de expresión que solo está al alcance del poeta doblado en crítico, una imagen que capta –que define y explica– con claridad la sensación que da la lectura de ciertos poemas, y en especial los de Heaney: ese estar saboreando palabras que de tan juntas, tan apretadas, han cobrado un sabor de familia que no impide, con todo, percibirlas por separado a medida que las ingerimos o tomamos conciencia de ellas.

Y sin embargo, la definición –la explicación– no agota nada, no es un alfiler de entomólogo ni una jaula cegada por focos que permite escudriñar más de cerca los poemas. Funciona más bien por transferencia, gracias a las virtudes de una analogía con el mundo natural que es congruente con el espíritu de la obra a la que remite (esos racimos de «bayas» que parecen tomados de cualquier página de Muerte de un naturalista) y preserva su frescura, su viveza. De hecho, la analogía va más allá y nos lleva al reino del instinto y la necesidad: esas bayas se comen. Y añade: se comen una a una, lo que viene a decir que la necesidad se estetiza y se convierte en un placer consciente, elaborado, un disfrute que prevé su propio final y lo retrasa sutilmente. La poesía como «relación carnal con las palabras», como experiencia erótica, es subsumida por la idea de ingesta, de incorporación del fruto al cuerpo y de ahí a la sangre del lector; en suma, de transustanciación. La poesía se come, nos dice Walcott, es algo físico que provoca una respuesta igualmente física. Y su imagen, brevísima, no es tanto una jaula descriptiva cuanto un marco que resalta y da vida; como esas imágenes o recortes del cielo que son más azules, más densos, que el propio cielo.

jueves, diciembre 05, 2013

ec51


Quizá esté mal que yo lo diga, pero el nuevo número de El Cuaderno (ya estamos en el 51) es un prodigio: un gran dossier de apertura sobre Amanece que no es poco con motivo de los 25 años de su estreno, un largo artículo inédito de Seamus Heaney sobre Charles Simic y poemas de W. G. Sebald, Zbigniew Herbert, Tomas Tranströmer, Julia Hartwig, Thomas MacGreevy y el propio Heaney, más las reseñas de costumbre (destaca la de Moisés Mori sobre Coetzee) y la revelación de un fotógrafo al que no conocía pero que me ha encantado: Javier Riera. Suya es la imagen de portada, diseñada con mano maestra (como todo el número, como todos los números) por Helios Pandiella. Hay mucho más, y está aquí.



lunes, noviembre 25, 2013

heaney / tres instantáneas





El pasado miércoles 20 de noviembre se celebró en la Residencia de Estudiantes un encuentro en memoria del poeta Seamus Heaney. Se trataba, en realidad, de leer algunos de sus poemas en inglés y en español, de compartir anécdotas curiosas o significativas, y también (quizá lo más importante) de rescatar viejas grabaciones en vídeo donde Heaney lee poemas y habla de poesía con su habitual finura, esa capacidad suya para pasar en un instante de la declaración seria al guiño travieso, subrayando la hondura o pertinencia de sus apreciaciones con una pequeña broma. Sólo leí dos de estas tres instantáneas: la primera me parecía demasiado extensa y hasta impertinente en el contexto del salón de la Residencia. La comparto ahora en esta bitácora, como un saludo final a quien tanto hizo por, desde y en la poesía. Descanse en paz.


córdoba, abril de 2008, cosmopoética. Era la hora del almuerzo (esos almuerzos tardíos y algo desaforados de los festivales) y seguía esperando el segundo plato cuando uno de los organizadores se acercó para decirme que Heaney había llegado al hotel y quería verme para preparar la lectura de aquella noche, en la que yo leería la traducción española de sus poemas. Un aviso que interpreté como una orden. El hotel estaba en la otra punta de la ciudad, pero si uno seguía el curso del río era un trayecto diáfano, sin pérdida. Iba tan absorto, tan inquieto por la aprensión, que apenas me fijé en los nubarrones, el cielo negro a punto de estallar en una tormenta. Digo mal: no tormenta, sino una tromba feroz, cerrada, implacable, que me obligó a correr como un sprinter. Cuando llegué al hotel, diez o quince minutos más tarde, estaba empapado de la cabeza a los pies, chorreando como un besugo y jadeando ruidosamente. Evité como pude la mirada del recepcionista y me dispuse a esperar la llegada del ascensor. Y entonces, al abrirse la puerta, lo primero que vi fue a Heaney mirando al frente con unos papeles y un libro en la mano. Y lo primero que vio Heaney fue a un huésped del hotel a punto de diluirse en un charco del piso. Me quedé inmóvil. Él frunció el ceño, sonrió con sus ojos achinados, extendió el dedo índice de la mano derecha y preguntó: ¿Chóodi? Yo asentí y dije a mi vez: ¿Séimus? Él entonces soltó una carcajada y dio un paso hacia adelante. Fue un segundo: vi que me daba una mano y que la otra, la que aferraba libro y papeles, se dejaba caer sobre mi hombro, como si quisiera reforzar el saludo con un gesto a medio camino del abrazo. Y ahí se quedó. Reprimí el instinto de retroceder para no llenarle de agua, y sólo atiné a murmurar: I think I’d better have a shower and change… Él soltó una segunda carcajada y dijo: I’ll wait for you in the bar. Y allá se fue, con una mancha de agua en sus papeles y secándose la mano en el bolsillo del pantalón. Tres segundos más tarde, mientras el ascensor echaba a andar, pensé que si la primera impresión es determinante, yo no lo habría hecho mejor ni ensayando.

*

madrid, febrero de 2009. Aún recuerdo cómo Heaney nos pidió, el primer día de su visita al Círculo de Bellas Artes, ver la sala donde iba a celebrarse su lectura: entró solo y dedicó unos minutos a pasear en silencio de un rincón a otro, ajustando el atril y el micrófono, tomando buena nota de la disposición de las sillas, haciendo una fotografía mental a la que poder recurrir en los momentos de ansiedad previos al acto. Luego, cuando tuvo que enfrentarse a sus oyentes, mostró la desenvoltura de un actor o un comediante; no vi rastro de inquietud ni de solemnidad impostada en sus maneras, y sí una mezcla experta de concentración y alegría, de respeto y entrega seductora. Las risas ocasionales del público no impidieron que una sola corriente de energía nos envolviera de principio a fin, facilitando la concentración, estableciendo ese vínculo de complicidad (de entendimiento) entre poeta y oyente sin el cual no hay lectura que se sostenga. Fue un buen ejemplo, un modelo indudable de lo que él mismo llamó «the sense of the occasion», el sentido o la importancia del momento, cierta actitud de atención y recogimiento que reconoce que algo, en efecto, está ocurriendo o va a ocurrir, aunque dure unos minutos, aunque implique sólo unos versos o unas pocas imágenes aisladas.

*

avilés, abril de 2013. Al acabar su lectura en la Cúpula del Centro Niemeyer, subimos a la Torre donde está instalado el restaurante del cocinero Koldo Miranda. Allí la cena fue una sucesión de pequeños y suculentos platos de nueva cocina que Seamus y su esposa Marie iban celebrando de forma cada vez más entusiasta y sonora. Había sido un día agotador (entrevistas a medios, idas y venidas sin fin, más la lectura propiamente dicha), pero al terminar la cena quisieron saludar personalmente a los cocineros para felicitarlos. El taller de cocina tenía el aire intimidatorio de un laboratorio de bioquímica, pero Seamus no dudó en acercarse a la tarima donde seguían trabajando para darles las gracias y presenciar cómo elaboraban los postres del día siguiente. Había un deleite evidente en su rostro: no el del glotón, desde luego, sino el del artesano que disfruta con el proceso, que descubre en la atención reconcentrada de su colega un reflejo de su propia intimidad creativa. Esa misma tarde había confesado a una periodista que los años le habían permitido relajarse un poco y disfrutar con la escritura del poema. Y ese mismo saborear el momento es también lo que hizo demorarse en la cocina de Koldo, mirando con atención el trabajo de los marmitones, alargando la noche cuanto fuera posible. Al día siguiente, mientras desayunábamos, recordamos la visita a la cocina. Entonces se le escapó una sonrisa cómplice: No estaría mal poder comernos alguno de los postres de ayer. Y ahí sí, ahí estaba la avidez del que empieza con ganas una nueva jornada, como cuando en su viejo poema «Ostras» decía comerse «el día / a conciencia, para que su regusto / me llevara en volandas a ser verbo, puro verbo». Es así, con esa mirada de niño travieso, con los hombros temblando y contrayéndose de risa reprimida, como me gusta recordarlo ahora. Esa complicidad, sobre todo.

sábado, agosto 31, 2013

13 razones para leer a seamus heaney





1. Porque su lealtad a la palabra, la firmeza con que ha ejercido su oficio ante todo tipo de tentaciones y distracciones –mundanas, mediáticas–, su estar a resguardo de un mundo del que sin embargo no reniega ni se aparta, pues también es el suyo, son una defensa tácita del valor de la poesía, de su importancia.

2. Porque ha sido fiel a la idea del poema como gracia inesperada, como visita que exige del poeta una forma particular de disciplina: saber estar a la espera, cultivar los sentidos y la inteligencia, prestar atención.

3. Porque ha sido fiel, también, a la dimensión material de la palabra, algo que implica y supone una resistencia. Escribir como quien inserta una palanca en la tierra y empieza a mover, con lentitud laboriosa, la gran piedra confusa de las palabras.

4. Porque cada uno de sus libros es el fruto de un aprendizaje que recoge y amplía y matiza la lección del anterior, incluso para ganar en sencillez o despojamiento, para desaprender.

5. Porque a cada paso ha sabido encontrar a los maestros que mejor le convenían, las voces que le ayudaban a hablar con voz más suya, los ramales donde podía extraviarse a conciencia sin perder nunca de vista la carretera general.

6. Porque su poesía no ha renunciado ni a responder a los rigores conflictivos del presente, el peso de la historia, ni a ser –como debe– invención libre, juego lírico. Si muchos de sus poemas parecen responder a la pregunta de Robert Lowell: ¿Por qué no decir sencillamente lo que pasó?, otros confirman la tesis de Wallace Stevens de que Las cosas como son / se transforman en la guitarra azul.

7. Porque, como Anteo, ha sabido tener los pies en la tierra, pues de ella extrae la fuerza, el sentido de la gravedad; pero sin dejar nunca de mirar al cielo, de seguir el vuelo de los zarapitos, de presentir en la piel las idas y venidas de la luz.

8. Porque ha intentado, al menos, estar a la altura de aquella exigencia de Yeats de mantener juntas en un mismo pensamiento realidad y justicia.

9. Porque ha buscado en el mito un instrumento para leer el presente y dar espesor a la historia; porque ha buscado en la historia y en el presente cotidiano una forma de mantener con vida el mito, de preservar su antiguo rango.

10. Porque su obra crítica es un ejemplo de equilibrio, perspicacia y, sobre todo, empatía con las poéticas más distantes o ajenas a la suya, incluso con aquellas que nunca le habrían devuelto el cumplido.

11. Porque en su poesía hay elevación sin impostura, ceremonia sin rigidez, cultura sin pedantería, afectos sin afectación.

12. Porque, como todas las grandes obras, ha creado el gusto por el cual debe ser juzgada.

13. Porque hace apenas unos años, a la pregunta del poeta Dennis O’Driscoll sobre «qué le había enseñado la poesía» respondió: «Me ha enseñado que sí existe la verdad, y que se puede decir. Que la subjetividad no se debe teorizar, y que vale la pena defenderla. Que la poesía misma conlleva virtud, tanto en el sentido de excelencia moral como en el de fuerza inherente, por el simple hecho de haberse fraguado; por poseer, en términos clásicos: integritas, consonantia y claritas».





Estas son las palabras con que presenté la lectura de Seamus Heaney en el centro Niemeyer de Avilés el pasado 4 de abril. Nunca pensé en publicarlas, porque me parecía que fuera de contexto perdían toda la gracia, si es que la tenían. Las comparto ahora, a modo de homenaje y de recuerdo, y como pobre compensación por no ser capaz de escribir nada al hilo de su muerte. Se ha ido uno de los grandes, de eso no me cabe duda. Descanse en paz.

sábado, agosto 03, 2013

heaney / un poema inédito




Luc Tuymans, Wiedergutmachung, 50 x 63 cm
  


De una pluma que recibí como regalo

Ahora que he tomado tu pluma
con miedo
a que no surjan más poemas,

¿qué hay de los años de exigencia,
de tanto compromiso
impuesto y asumido?

¿Todos esos «Haz a los otros
lo que quieres que te hagan a ti»?
¿Error? ¿Virtud?

Sí y no. Va la pluma al tintero
y vuelvo a empezar: con dudas
o sin ellas, que fluya.


Trad. J.D.




Seamus Heaney cerró con este poema (inédito en libro) la lectura que dio el pasado jueves 4 de abril en el Centro Niemeyer de Avilés: un guiño a uno de sus primeros poemas, el célebre y emblemático «Digging», pero esta vez con un tono elegíaco en el que se entremezclan la sombra debilitadora del tiempo, el temor a no estar a la altura (de nuevo), la mirada fugaz ante el espejo. Algo que la rima de los versos iniciales deja bien claro: los años [years] de exigencia y compromiso se han convertido extrañamente en duda, en miedo [fears].

Si en aquel poema de 1966 la pluma era comparada a la pala con que su padre y su abuelo habían cavado la tierra, aquí recupera su forma, su rango de intermediaria entre mano y papel: del eje vertical pasamos al horizontal, del cavar pasamos al fluir, de la idea de esfuerzo pasamos a la de soltura, de gracia. Para Heaney la poesía es un don, una visita de la que hay que hacerse digno, y algo de eso hay en estos versos, que son también un conjuro, una plegaria preliminar para facilitar la escritura: déjate llevar, disfruta, no dejes que un exceso de rigor o de conciencia te abrume…






On the gift of a fountain pen

Now that your pen is in my hand
And I have fears
That poems may cease to be,

What of the years
Of every other obligation
Imposed and undertaken?

All that ‘Do unto others
As you would have done unto you’?
Mistaken? Virtue?

Yes and no. I dip and fill
And start again: doubts
Or no doubts, let flow.


miércoles, febrero 08, 2012

yeats / heaney / minerva





Está ya en las librerías el número 19 de la revista Minerva del Círculo de Bellas Artes, correspondiente a este primer cuatrimestre del 2012. Y no sólo en las librerías, porque hoy mismo se ha colgado íntegramente en la página web del CBA. Un número tan bien surtido que es casi un prodigio (puedo decirlo, que conste, porque yo no la coordino), con páginas dedicadas al trabajo de artistas magrebíes contemporáneos, una entrevista con el poeta francés Bernard Noël (de quien se ofrecen poemas inéditos) a cargo de Miguel Casado y Olvido García Valdés, otra (un rescate de hace años) con Olivier Messiaen y una tercera con la gran Cristina García Rodero, una conversación entre Miquel Barceló y Alberto Anaut… Sin olvidar un breve artículo de Nacho Vegas sobre Bob Dylan y el lúcido ensayo que el crítico japonés Shigeiko Hasumi dedica a John Ford.

Por la parte que me toca, he tenido la fortuna de poder coordinar un pequeño dossier dedicado a William Butler Yeats con motivo de la exposición que la Embajada de Irlanda organizó en el CBA la pasada primavera, coincidiendo con el Día del Libro. Y qué mejor para dar consistencia a esas páginas que una colaboración de Seamus Heaney: un viejo ensayo de finales de los años ochenta en el que habla del vínculo de Yeats con el lugar, en concreto con la torre normanda que compró en 1916 y que figura con tanta fuerza en su poesía de madurez (hasta el punto de dar título a uno de sus mejores libros, La torre, publicado en 1928).

Todos recordamos aún la espléndida edición de la Poesía reunida de Yeats que Antonio Rivero Taravillo publicó hace cosa de año y medio en Pre-Textos. Pero la poesía, que es lo más importante, no lo es todo, y quedan aún por difundir buena parte de los dramas teatrales que dio a la escena a lo largo de su vida. El último de ellos, y quizá uno de los más terribles, es Purgatorio, escrito en 1938, poco antes de su muerte. Es asombroso, en verdad, que Yeats, casi a punto de cumplir los setenta, escribiera una obra tan intensa y fulgurante como este breve drama de un acto, en verso, cruzado por la idea del eterno retorno y un fatalismo pesimista que no puedo evitar relacionar con aquellos famosos versos de «El segundo advenimiento»: «los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores / están llenos de brío apasionado».

Me he dado el gusto, sí, de poder traducir ambos textos para la revista: un privilegio y un homenaje. Os invito a leerlos en pantalla y, si os gustan, a comprar la revista. Pero, en realidad, os invito a leer todas y cada una de las páginas de este número de Minerva. Hay joyas ocultas a cada paso.

viernes, agosto 21, 2009

heaney / verano 1969


Mientras la policía escudaba a la chusma
disparando a la calle Falls, yo sufría únicamente
el sol abusador de Madrid. Cada tarde,
en el calor de cazuela del apartamento,
mientras sudaba para abrirme paso
por la vida de Joyce, el hedor del pescado
flotaba como el tufo de una alberca de lino.
De noche, en el balcón, tintes vinosos,
un ambiente de niños en rincones oscuros,
viejas con negros chales y ventanas abiertas
y el aire, una cañada fluyendo en español.
Hablar nos transportaba a casa, por llanuras
tachonadas de estrellas, donde el charol
              [de la Guardia Civil
brillaba como el vientre de los peces
             [en aguas estancadas.

«Vuelve -me dijo uno- y trata de animarles.»
Otro evocó a Lorca en su barranco.
Vimos cifras de muertos y crónicas de toros
en la televisión, famosos que venían
de donde lo real aún estaba ocurriendo.

Me retiré al frescor respirable del Prado.
Los fusilamientos del 3 de mayo de Goya
cubría una pared: los brazos levantados
y el temblor del rebelde, los soldados
con quepis y pertrechos, el barrido eficiente
de las descargas. En la sala contigua,
sus caprichos, inscritos en las paredes del palacio:
oscuros torbellinos flotantes, destructores, Saturno
enjoyado en la sangre de sus hijos,
el gigantesco Caos dando su espalda
brutal al mundo. Y también ese duelo
donde un par de dementes se apalean a muerte
por asuntos de honor, hundiéndose en el fango.

Pintaba con sus puños y sus codos, esgrimía la capa
manchada de su corazón ante la carga de la historia.

Trad. J. D.
Hace justamente cuarenta años Seamus Heaney era un joven profesor universitario de vacaciones en Madrid con su familia. El calor, al parecer, era el mismo o peor que el de ahora. Y de la lejana y brumosa Belfast venían noticias inquietantes de lo que luego se llamaría La batalla del Bogside, que durante cinco días (del 13 al 17 de agosto) enfrentó a nacionalistas católicos y lealistas protestantes (estos últimos, apoyados sin disimulos por la policía inglesa) con un saldo trágico: ocho muertos, centenares de heridos y un país que definitivamente no recuperaría la normalidad durante más de tres décadas. Heaney escribió este poema poco tiempo después, en California, y lo incluyó en la segunda sección de su libro North (1975). Un ejemplo memorable de poesía civil, de su escritura más explícita y comprometida políticamente con los Troubles.
El original, aquí.