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martes, febrero 01, 2022

el sueño del final

 



Louise Glück, Recetas invernales de la comunidad, traducción de Andrés Catalán, Madrid, Visor, 2021, 102 páginas.

 

 

Louise Glück (Nueva York, 1943) es una poeta de las postrimerías. El paisaje de sus libros más recientes suele ser invernal, sombrío, un mundo escasamente poblado en el que las cosas se repliegan sobre sí mismas o espían con paciencia, con discreta pasión, la presencia de la muerte. Su talante introspectivo parece excluir el deseo humano, los afanes del cuerpo –que es algo manifiestamente impuro, poco fiable–, pero no el gusto sensorial por las formas de la naturaleza, en especial las plantas: en El iris salvaje (1992), el libro que la descubrió entre nosotros gracias al trabajo pionero de la editorial Pre-Textos, otorgaba emociones complejas a las flores y también a una voz que, a falta de otros candidatos, debemos atribuir a Dios.

 

La atracción del vacío y el silencio, esa vía negativa que ha ido perfeccionando con los años, mueve los hilos de este nuevo libro, Recetas invernales de la comunidad (Visor), el primero que publica tras obtener el premio Nobel en 2019. Traducido con solvencia por Andrés Catalán, que reproduce con acierto el tono frío y lacónico del original, es un conjunto de quince poemas o series poemáticas de corte narrativo, con personajes brumosos que viven en la esfera del «érase una vez» y se pasean por un mundo espectral donde las cosas suceden a menudo sin porqué y la existencia es un descenso tenaz («Hacia abajo, hacia abajo, hacia abajo, hacia abajo / es donde nos lleva el viento»), un aprendizaje del cambio y la pérdida. El impulso fabulador convive con el don para la expresión lapidaria: «no existe algo así como una muerte en miniatura»; «pero has dejado de hacer cosas, dijo, que es lo que / hace el filósofo»; «no hay suficiente noche, respondí. De noche puedo ver / mi propia alma»… A veces la sequedad se resuelve en apartes mordaces, gotas de humor negro que confirman el buen ojo de Glück para el detalle grotesco y destierran, de paso, cualquier asomo de patetismo. Como ella misma señala en la primera sección del poema homónimo: «El libro contiene / solo recetas para el invierno, cuando la vida es dura. En primavera / cualquiera es capaz de preparar un buen plato».

 

Muchas de estas series («La negación de la muerte», «Viaje de invierno», «Una historia interminable», «La puesta de sol») incluyen pasajes dialogados, careos en los que una segunda voz –de la hermana, del profesor de pintura, de una figura misteriosa llamada «el conserje»– permite articular ideas y emociones que ayudan al yo en su labor de examen. Son voces que parecen provenir del pasado, visto por la poeta como una carga que le impide relacionarse sin trabas con el ahora: «Qué llena tengo la cabeza / con las cosas del pasado. / ¿Habrá suficiente espacio / para que quepa el mundo?». Así la hermana, que la acompaña en sus sondeos de la memoria familiar para revivir escenas con la lente de la ficción, viñetas en las que lo evocado tiene la misma aura fantasmagórica que lo inventado y enturbia el recuerdo de los padres, de la madre enferma, de la propia niñez en la que «demasiado pronto surgió / mi verdadero yo, / robusto pero amargo, / como un despertador».

 

La precisión del autorretrato hace patente la lucidez de Glück. Robusta pero amarga, su voz ilumina el territorio austero pero lleno de posibilidades del final. Y este libro breve y decantado, intensísimo, confirma que el viaje –la vigilia– está lejos de haber concluido: «Ah, dice, otra vez estás soñando // Y entonces digo: me alegro de estar soñando / el fuego aún sigue vivo».

 

 

Publicado originalmente en La Lectura de El Mundo, 21 de enero de 2022.

 

 


sábado, octubre 25, 2014

louise glück / el pasado





Exigua luz que surge de repente
en el cielo, entre dos
ramas de pino, y sus finas agujas

grabadas ahora en la extensión radiante
y encima este
cielo, alto, ligero…

Huele el aire. Es el olor del pino blanco,
más fuerte cuando el viento sopla en él
con un sonido igual de extraño,
como suena el viento en una película.

Sombras que se desplazan. Cuerdas que
suenan a cuerdas. Lo que oyes ahora
debe ser el sonido del ruiseñor, Chordata,
el macho cortejando a la hembra…

Un rechinar de cuerdas. La hamaca
se mece con el viento, bien sujeta
entre dos pinos.

Huele el aire. Es el olor del pino blanco.

¿Es la voz de mi madre lo que oyes
o solo el ruido de los árboles
cuando el aire pasa entre ellos

pues cómo sonaría entonces
pasar entre la nada?


trad. J.D.



A la gran Louise Glück (Nueva York, 1943) no hace falta presentarla entre nosotros, me parece. Hasta cinco de sus libros (Ararat, Averno, El iris salvaje, Las siete edades y Vita nuova) han sido editados con mimo y elegancia por la editorial Pre-Textos. Es quizá la poeta norteamericana contemporánea más traducida y editada en España.

Su último libro se publicó hace pocos meses con el título de Faithful and Virtuous Night (Fiel y virtuosa noche); un sintagma que parece tomado de un libro de himnos o de una antología de poesía barroca, y que rubrica el viaje de la poeta hacia las regiones de una espiritualidad entre elegíaca y panteísta que se cuela entre las grietas del mundo visible para, como recordaba hace poco el novelista E. L. Doctorow que decía Henry James que debía ser la literatura, «mirar dentro de lo que no se ve». En el caso de este poema, uno de mis preferidos del libro, ver incluye también oír, oler, recordar (y aquí «recordar», jugando un poco con la etimología, toma el sentido de dar cuerda al reloj del corazón, pero al revés, para que avance en sentido inverso, porque Glück tiene una sensibilidad elegíaca indudable, un don para mirar atrás sin ira y establecer vínculos temporales que son, también, continuidades especiales).

Aunque no creo mucho en los premios, me ha hecho ilusión enterarme de que este libro, así como el último de mi admirado John Burnside (All One Breath), están entre los finalistas del premio T. S. Eliot. Se lo merecen, sin duda. Hay muchas afinidades entre sus obras, pero yo quizá destacaría la fluidez de su escritura, su ligereza, como si escribir fuera algo tan natural o tan sencillo como respirar, como si las palabras del poema fueran jirones de nubes en un cielo claro –«ligero», dice ella– de verano, a punto de esfumarse. No lo hacen, y por eso están aquí, creando sus lectores, dejándose traducir.

El original, aquí.