Mostrando entradas con la etiqueta hilo mental. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta hilo mental. Mostrar todas las entradas

domingo, julio 03, 2022

1001: ensayo y error

 

 


 

Si hay algo que echo de menos en la crítica literaria –tal vez en toda crítica– es una mayor atención al error como categoría productiva, es decir, al error interesante, capaz de dar tensión a la escritura o abrir puertas que nadie sospechaba, el fracaso que vale menos por cuanto hace o deja de hacer que por cuanto promete. Ciertas páginas son fallidas, sí, pero su fallo es más fecundo y deslumbrante que muchos llamados aciertos, esos poemas o relatos o novelas que se limitan a reproducir con astucia lo ya hecho, lo sabido, lo sobado hasta el aburrimiento. Es cierto que quienes conciben la escritura como una rama de las artes decorativas solo tienen ojos para esta clase de «aciertos», pues son los únicos que pueden enjuiciarse según un criterio de evaluación, digamos, objetivo: todo depende de si se ha seguido fielmente la pauta previa, el esquema retórico y formal que va asociado desde antiguo a tales ejercicios.

 

A esta luz, cierta clase de errores son algo peor o distinto que una demostración de torpeza: son una falta de decoro, una ruptura del consenso tácito que permite a los practicantes reconocerse públicamente bajo una misma enseña, fundar un gremio, hacer fuerza. La censura estética se convierte muy pronto en censura moral. Tales errores significan que se han excedido los límites del campo donde se juega la escritura, esto es, que se pisa un terreno ilimitado en el sentido literal del término. Dado que todo pacto social es, primeramente, una fijación de límites, el trazado de una línea sobre la tierra que separa a propios de extraños, buscar lo ilimitado es volverse extraño, forastero, traidor. Es, de hecho, desterrarse a conciencia, desatender o incluso transgredir las costumbres y leyes compartidas, los códigos comunes. Cometer un error: errar: perderse por el mundo sin que nada ni nadie te asegure el regreso. El extravío se interpreta lo mismo en sentido espacial (no sabe dónde tiene la cabeza, tomó el camino equivocado) que social/moral: éste no sabe lo que hace, a ver qué se ha creído, ya le haremos pagar; como recuerda, exagerando un poco, la vieja expresión familiar: «a todo cerdo le llega su San Martín», esto es: el día de su sacrificio.

 

Este tipo de frases se dicen y se piensan cada día en cualquier lugar del mundo. Forman parte de las estrategias de coacción con que el grupo somete o intenta someter al individuo. Y muchas veces -en realidad, casi siempre- lo consiguen. Acaso, en un estadio primitivo del proceso de socialización, es bueno que así sea, a fin de reforzar los vínculos comunitarios, los lazos de obligación mutua. Pero la salud del colectivo depende, en última instancia, de la existencia de emisarios que salten las murallas y vuelvan con noticias del más allá, eso que no tiene límites porque no ha sido cartografiado y nadie tiene una idea clara de su extensión, de su naturaleza. La palabra «idiota» tiene su origen en la voz griega idios, que puede traducirse aproximadamente por «particular», «privado» (aquel a quien solo le interesaban sus negocios privados era, por tanto, un idiotes). Cuando una comunidad se niega a reconocer lo extranjero, lo diferente, se vuelve idiota en el sentido lato de la palabra y se condena a no crecer, a estancarse. De esta capacidad para reconocer y aceptar lo diferente, lo Otro, dependen nuestro equilibrio psíquico y nuestra supervivencia. De ahí la necesidad de traducir, de cifrar -ideas en signos, signos en signos de otra naturaleza-, de explorar, de preguntar, de crear. Y la creación comporta necesariamente un viaje extramuros, un viaje de ida y vuelta que despliega en la plaza pública el botín conquistado, los tesoros traídos de lugares remotos para pasmo de propios y de extraños. De los propios que sienten extrañeza, que se sienten extraños ante la novedad, la (mala o buena) nueva.

 

El error (el errar) es pues una necesidad vital del grupo, un mecanismo de supervivencia, y no un simple capricho narcisista de quien ha decidido abandonarlo. La confusión –la sospecha– se debe quizá a la falta de disimulo o de sentido del cálculo del viajero, pues suele postularse libremente para la tarea, presentar su misión como una exigencia de la voluntad egoísta. Es él quien se hace cargo de infundir nueva vida a la comunidad, de transferir la sangre necesaria para su desarrollo. Lo que viene a decir, por cierto, que el valor de sus tesoros, los usos y costumbres que ha tenido el arresto de dar a conocer -esto es, el valor de sus errores- está determinado históricamente; lo que fue novedad ha dejado de serlo; el viejo error se ha vuelto rutina, cosa familiar.

 

Recuerdo, a este respecto, las palabras con que el crítico canadiense Northrop Frye cerraba uno de sus ensayos sobre Blake: «Otelo era una simple farsa sangrienta a ojos de lo que el erudito y perspicaz Thomas Rymer sabía de teatro. Rymer tenía toda la razón, dentro de sus limitaciones; es como la gente que dice que Blake estaba loco. No es posible refutarlos, pero su concepción de la cordura pierde todo interés... Me pregunto si estamos ante juicios críticos o ante simples aberraciones de la historia del gusto». Si Blake cometió numerosos errores -como acaso los cometió, siglo y medio más tarde, el Hughes de Cuervo-, se trata sin embargo de errores productivos, que abren puertas y permiten pensar o imaginar una línea distinta de escritura. Siguiendo a Frye, la sensatez irónica con que el escritor Ian Hamilton echó abajo literalmente el libro de Hughes no carece de gracia ni de fuerza argumentativa, pero me hace perder todo interés en lo que él entiende por ironía y sentido común, al menos como armas del juicio crítico. Comprendo de inmediato que cualquier herramienta, empleada de manera exclusiva, nos condena a ser siervos de sus ángulos muertos.

 

Vuelvo al comienzo de estas líneas. ¿Qué quiere decir, en realidad, que un escritor ha acertado, o que el libro de X es un acierto, un logro, como dicen algunas veces -no muchas, desde luego- los críticos de los suplementos culturales? ¿No es el verdadero acierto, en realidad, un error que a fuerza de insistir trasciende o incluso redime su triste origen, su mala semilla inicial? Suele presuponerse que al escribir decimos o podemos decir exactamente lo que queremos decir. Nuestro grado de destreza se mediría, así, por nuestra capacidad para dar en la diana, clavar la mariposa de la idea con un alfiler de palabras precisas y más o menos sugerentes. Mi experiencia, no obstante, me recuerda que solo raras veces se tiene el blanco tan a la vista. Uno escribe por ensayo y error, a tientas, buscando las palabras para ideas cuyo sentido solo entiende, propiamente, cuando halla las palabras que le suenan mejor o parecen más justas. Nunca sé del todo lo que quería decir hasta que lo he dicho, como demuestran estas mismas líneas. Así que uno camina y va probando, sopesa, ensaya, borra y vuelve a probar. Yerra, sí, se equivoca, y sigue errando hasta llegar a su destino, que no es nunca el previsto, o no del todo, pues emerge ante uno según lo va alcanzando. «Acertar» no sería, pues, sino el resultado de evitar los errores que infestan el camino, solventar los problemas que se presentan casi a cada línea. O dicho en forma de sentencia: «acertar», al final, es solo una variante de la resignación.

 

 

[Originalmente publicado en Perros en la playa, Madrid, La Oficina, 2011, pp. 169-192].

 

lunes, mayo 11, 2020

cuaderno del encierro / y 40

lunes, 11 de mayo

No deja de sorprenderme la cantidad de anuncios sobre la pandemia que han ido aflorando estas semanas. No parece que a los publicistas les haya faltado trabajo. Son anuncios de aquellos que pueden pagarlos, claro: bancos, compañías de seguros, canales de televisión, etc., y todos con un patrón similar, como si fueran variaciones sobre un tema de Ikea. Abundan las imágenes estereotipadas del encierro: hogares soleados, niños haciendo los deberes o disfrazados y corriendo por el pasillo, padres con barba de hípster y madres a prueba de horarios y teletrabajo. Y siempre una música alegre, edificante, que busca la cercanía con el espectador. Me llama la atención –perdón por la ingenuidad– que estos spots hayan podido concebirse y rodarse ahora. El estilo imita el de los videos caseros que nos hemos hartado de ver desde el primer día, pero en versión alta gama: luz, maquillaje, buenos planos, un montaje acelerado y que impida pensar. La reclusión convertida en parque temático o en ciudad de vacaciones (y algún meme he visto en este sentido). No deja de ser reconfortante: si todo lo demás falla, siempre nos queda la publicidad para decirnos cómo hay que vivir.


Pienso en todo lo que ha quedado fuera de este diario; o en las cosas que anoté para desarrollarlas más adelante y que fueron quedando postergadas, haciendo bulto en las libretas o al final del documento donde tecleo y paso a limpio cada nota. Haría falta un camión basura –o un centón– para recoger estos restos: frases a medio hacer, ideas fallidas, citas que parecían decir algo y que nunca encontraron su sitio. Muchas de esas frases surgieron de los mensajes que he enviado a los amigos. Como si al escribir libremente, pensando solo en mi interlocutor, la mente se olvidara de miedos, de sí misma. A veces esas frases que extraía o apartaba en el momento se dejaban desovillar siguiendo una lógica interna y se convertían en una nota más o menos oportuna. Otras quedaban en germen o perdían su gracia. Ahí están, silenciadas, dándome que pensar y llenando dos o tres páginas de Word. No me atrevo a borrarlas. O no aún. Son la franja de maleza que separa el huerto del camino y lo deja respirar. Y un diario, por breve que sea, también está hecho de todo lo que queda fuera.


Me entero por Paula –así voy de rezagado– de que los puntos de información de BiciMad se llaman oficialmente «tótems». Lo dice la página web del servicio con fea prosa utilitaria: «elemento de la estación que facilita la interacción con el usuario a través de una pantalla táctil». Me encanta. Y me recuerda lo que contaba Marta, que la bolsa con la medicación de quimioterapia va en una percha metálica que las enfermeras llaman «árbol». Ahora te traemos el árbol. Nada de «fármaco», «quimio», «cáncer»… Son palabras que no se dicen. Solo «árbol», dos sílabas, como si ellas y todo lo que contienen pudieran dar otro color al líquido amarillento que desciende por el gotero. Una lectura cínica diría que estamos ante eufemismos que adornan o desfiguran la realidad. Yo prefiero verlos también como vestigios de una creencia en el poder mágico de las palabras. Una creencia supersticiosa, claro, pero que se activa en el momento en que la hacemos nuestra. Hablar de «tótem» para referirse a una columna de circuitos electrónicos y placas de metal indica al menos cierto amor por el lenguaje; y un respeto supersticioso por los vocablos que nos llevan al pasado, o que vienen de él. Decir de un perchero con una bolsa ambarina que es un «árbol» es puro pensamiento mágico. Y que eso se diga en un hospital no es casualidad. Las palabras lo saben.


En el balcón. Un café breve, furtivo, que tomo casi por despecho, porque la tarde está fría y me recuerda aquellas primeras jornadas de encierro en marzo. El tráfico ha vuelto a bajar misteriosamente y el parque se ve gris, poco hospitalario. Arriba el sol va y viene en un parpadeo sin consecuencias y todo tiene un aire sonámbulo, esa falta de fondo de los cuadros en los que no hay nadie. Recuerdo, no sé por qué, esa anécdota que cuenta Luis Cernuda al final de «Historial de un libro», cuando en su propio bautizo repartieron caramelos a los niños y su hermana se negó a entrar en la rebatiña: «Al preguntarle alguno por qué no [participaba] ella también, respondió: “Estoy esperando a que acaben”». Es una escena que me sigue conmoviendo y que recuerdo con más cariño que muchos de sus poemas, quizá porque define a las claras su distancia del mundo. Veinte minutos más tarde, cuando voy a hacerme otro café en la cocina, veo que se ha levantado el viento y que empieza a caer agua. Otro chaparrón de primavera. El día no está perdido, ni mucho menos, pero habrá que abrigarse para salir.

sábado, mayo 09, 2020

cuaderno del encierro / 39

sábado, 9 de mayo

Me despierto y lo primero que veo por la ventana del patio es la ronda matinal y alborotada de los vencejos. El día amanece más frío y nuboso, pero ellos van a lo suyo, tomando el desayuno con la cuchara de su vuelo. La otra ventana, la que mira a la calle desde el salón, me da un cuadro muy distinto: una procesión de corredores con mallas y camisetas de colores que suben y bajan animosamente las escaleras del parque. Es un buen contraste. Pero yo sigo prefiriendo la agilidad de los vencejos, su forma de juntar hambre y acrobacia. Y esos gritos, que parecen llevar dentro su propio eco, son el chasquido con que prende la hoguera del día: la música estridente y alegre del apetito.


Me gusta la expresión con que el poeta mexicano Hernán Bravo Varela definió ayer estas notas: «diario de náufrago interior». Podría ser un buen título, a condición de darle otra sílaba: Náufrago de interior.


Vuelven los sueños violentos de hace semanas. Da la impresión de que la mente no se acostumbra a esta rutina sedentaria y recurre a la noche para viajar y perderse en el mapa de sus ficciones. Quizá recuerda sin saberlo este verso de Saint-John Perse que acabo de encontrar en una libreta y que anoté –creo recordar– en octubre o noviembre, mientras editaba la traducción de Alexandra Domínguez y Juan Carlos Mestre que verá la luz este otoño. Todo el arranque de la libreta está ocupado por citas de Perse y es literalmente un florilegio, una colección de versos luminosos o enigmáticos que iba apuntando según leía. Este, en concreto, va subrayado, en una letra algo más grande y clara que los demás, y viene de Mares, quizá su último gran poema: «¿Eres tú, Nómada, la que nos conducirás esta noche a las orillas de lo Real?». La pregunta trae consigo su propia escena. Cae la tarde y las fuerzas elementales del mundo despiertan y se preparan para salir de caza. La muerte vuelve por sus fueros y con ella las astucias del sueño –es decir, de la imaginación– para estudiarla de cerca sin daño. Es como decía Blanca Andreu en un breve y hermoso poema:

Ángel y búho, en secreto concierto,
volaban juntos, cazaban juntos
ratones y lémures al anochecer.
Solos en el sombrío escalón del poniente,
así hermanos en la ferocidad.

            Pensé en estos versos de hace ya treinta años mientras leía la última entrega de Los cuadernos pálidos de Tomás Sánchez Santiago. Esta imagen tan solo: «En el atardecer, gatos silenciosos cruzan sin recelo las autopistas como si hubieran oído una llamada inapelable». Esos gatos silenciosos salen también de caza y la llamada que los invita a nomadear es, claro, la llamada de lo Real, el reclamo instintivo de la oscuridad que alimenta y da fuerzas. Es la noción del sueño como el territorio de un conocimiento ambiguo que nos cura o nos libera de la triste realidad. Esa realidad insuficiente de todos los días con sus lindes y espejismos, sus trampas conceptuales y sus palabras –su neo-lengua– que cambian y son cambiadas por las circunstancias. La noche es el abrevadero del sueño, de los sueños, y es entonces cuando decidimos enviar a nuestro pequeño demonio, esa mezcla de «ángel y búho, en secreto concierto», para que nos traiga noticias del otro lado y así despertar un poco, sentir que la vida está cerca, con nosotros. Estos días ese demonio protagoniza secuencias algo rabiosas y levantiscas, pero no debo preocuparme. Así es como los bajos fondos de la mente nos vacunan –un verbo que no deberíamos tardar en conjugar– contra la peor versión de nosotros mismos.


55 días en Madrid. Siento que voy llegando al final de este cuaderno. Mañana se cumplen ocho semanas justas desde que decidí anotar algunas de mis impresiones de ese primer día de estado de alarma. Lo hice con una ingenuidad que ahora me avergüenza un poco, también con una ligereza que –sospecho– ha ido perdiendo fuelle con el tiempo. Y no es para menos. Recuerdo que aquel domingo tuve tiempo de hacer una última visita al Templo de Debod, tan confinado en su soledad eminente como nosotros en nuestros hogares. En estos dos meses muchos de los pormenores que fui anotando con intriga y hasta con pasmo han desaparecido o se han disuelto como un azucarillo en el agua de la normalidad, no siempre nueva (como dice Julio Llamazares en su columna de hoy, «si es normal no será nueva, y si es nueva no será normal», pero ya sabemos que el oxímoron es un ingrediente primordial de los lemas y eslóganes del discurso político). Y eso es tal vez lo más desconcertante: esta mezcla desigual de rutina y anomalía, la rapidez con que asimilamos hábitos que hasta hace nada nos parecían exóticos o intraducibles. La famosa distopía de tantas películas y series de televisión es ahora nuestra calle un sábado a las seis de la tarde. Madrid seguirá en este impasse al menos quince días más, pero los sentidos están mustios y se resienten. Parece un buen momento para ir cerrando este libro contable de humores y pequeñas iluminaciones domésticas.

viernes, mayo 08, 2020

cuaderno del encierro / 38

viernes, 8 de mayo

Contaminábamos ayer… Se terminaron las tertulias de sobremesa en el balcón. El tráfico ha vuelto a su viejo ser y el ruido y los humos suben hasta nosotros con ganas acumuladas. También para ellos se acabó la reclusión. Y todo apunta a que muchos optarán más que nunca por el coche para desplazarse: el coche como la burbuja o la escafandra perfecta en el mar del virus (y también, acaso, como símbolo del nuevo libertario ante las intromisiones del estado, ese «ogro filantrópico» según la lectura torticera que hacen algunos de la vieja expresión de Paz). De momento, la crecida del tráfico nos ha echado del balcón y nos obliga a tomar ese café en la sala de estar, junto a la cocina, donde la tarde no tiene tantos alicientes. Aquí no hay más pájaros que los que andan por los libros, y algunos son muy exóticos y cantan con maestría, pero echo de menos el vuelo codicioso de las urracas o el chillido –el clamor, más bien– con que las cotorras van echando a sus vecinas. Pero la charla no decae. Nos hemos vuelto menos ensimismados y (algo) más charlatanes, igual que las cotorras. Bien está. Como si viviéramos en el poema de Circe Maia, creo que inédito, que leí el otro día en la red: «Hablarte, hablarme. Es tiempo, / es tiempo ahora / de voces entre voces apoyadas». Esa necesidad.


Tengo el patio olvidado. O quizá es al revés, y es el patio el que ha vuelto en sí y se ocupa de sus cosas, como debe. Allá abajo –en uno de los pisos con azotea de la corrala interior– tiene su estudio Javier Pagola, al que no he podido ver aún desde que se mudó al barrio. Me entero por un amigo común de que ha decidido abrir su estudio a los visitantes y enseñar la obra nueva. La fecha prevista –este lunes 11– parece prematura, así que nada está decidido aún. Pero saberlo trabajando ahí, en algún lugar del patio que no logro ubicar con precisión, me reconforta. No todo está perdido. Y siento un hilo de fraternidad laboral que cuelga por encima de los tejados y nos vincula en un mismo empeño: dar sentido a estos días por el camino más largo. Es decir, a deshora, que es como llegan las cosas que no esperamos.


No hay duda, estoy necio. Llevo tantos días viendo patrullar a la policía que hoy, en el parque, he creído oír un silbato admonitorio. Era el canto de un pájaro.


Cuando vivía en Inglaterra –fueron ocho cursos seguidos en la isla–, casi lo primero que me sorprendía al volver a España era constatar nuestra incapacidad para formar una cola ordenada. Habituado al modo escrupuloso con que los ingleses se alineaban para esperar el autobús, el pajareo distraído y astuto del español medio me sacaba de quicio. Era una reacción ridícula, desde luego, y yo mismo me daba cuenta en el momento. Así que pronto me olvidaba de escrúpulos y al tercer día ya estaba como uno más en la acera, mirando al tendido y girando sobre mis talones. No sé por qué recuerdo esta tontería. Quizá porque esta primera semana de «desescalada» tiene algo de variante a gran tamaño de aquellos pocos días de adaptación: el mismo desconcierto, la misma inquietud pueril. Y la sospecha de que este malestar poco edificante proviene de la mitad ridícula de uno.


Correos ha despertado, como el resto del mundo, pero a su modo, caprichoso y algo espasmódico. El miércoles, después de un largo silencio, me llegaron cinco envíos: libros, una revista, una carta. Hoy viernes, otros tres. Algunos sobres y dedicatorias llevan fecha de mediados de abril, así que quiero pensar que Correos los ha tenido guardados en su vientre de animal bíblico hasta que alguien decidió echarlos fuera. Son libros, claro, escritos y concebidos mucho antes de la pandemia, en un tiempo que ahora casi parece ingenuo, libre de amenaza, pero que ha sido el nuestro hasta hace nada. Es como si quisiéramos olvidar los aspectos negativos del pasado y no interferir con nuestra afición a la nostalgia. Está bien que así sea, supongo, pero sin exagerar. Y eso que no escasean las voces bienvenidas que denuncian la miopía brutal de esa vieja «normalidad» y proponen enmiendas y remedios. De momento, me basta con leer estos libros, que levantan un puente entre febrero y hoy por el que avanzo sin sobresalto. También yo puedo hacer como Correos y fingir que abril, the cruellest month, nunca existió.

jueves, mayo 07, 2020

cuaderno del encierro / 37

jueves, 7 de mayo

He dejado de recordar o de preocuparme por mis sueños. Demasiadas turbulencias, que se añaden a las turbulencias crecientes del mundo diurno. O tal vez es que voy aprendiendo a distinguir entre los sueños que alumbran y acompañan y los que solo traen humo.


El paseo del martes por la tarde fue una demostración práctica de la imposibilidad (una vez más) de poner puertas al campo. Paula y yo decidimos bajar a Madrid Río, sin darnos cuenta de que la decisión de cerrar parques y jardines significaba justamente eso, que el parque del río estaría cerrado: cintas adhesivas ya en el primer acceso de Príncipe Pío y la gente apelotonada en el anillo de la plaza. Así que bordeamos igualmente el Manzanares, pero en dirección norte: hacia el puente de la Reina Victoria y la ermita de San Antonio de la Florida (alguien había cubierto el zócalo de la estatua de Goya con un cartel que decía: «¿Devolverán toda la libertad secuestrada?»). Allí descubrimos que el parque adyacente estaba abierto al público y que podíamos cruzar la vía del tren por el puente que lleva al cementerio de la Florida y los tramos inferiores del parque del Oeste. Las indicaciones geográficas pueden ser confusas para quien no conozca el barrio, así que las dejo aquí. Lo que importa es que una zona por la que casi nunca pasa nadie se había convertido en una romería: corredores, ciclistas, chavalería, parejas con sus perros… Y la misma impresión del domingo de ser autómatas más o menos pasmados que tirábamos por donde hubiera un camino libre. Era cuestión de ir siguiendo a los otros. Hasta que al fin llegamos al mirador y allí nos quedamos un buen rato, viendo caer la tarde sobre la Casa de Campo. El resto del parque era un bullir de gente haciendo deporte, pero en la pradera la procesión de robots adquirió un aire de concilio hippy: una chica hacía meditación, otra hablaba por el móvil con el perro echado a sus pies, un par de amigos habían dejado sus bicis en la hierba y compartían un porro… Estaba claro que no podíamos estar ahí, pero daba igual. Habíamos llegado por la puerta de atrás, como quien dice, y habría sido inútil desalojarnos. Absurdo, también, porque todos nos manteníamos a una distancia prudencial y la sensación de chill-out era la norma. Lo que me sorprendió fue que la comisaría de los municipales está muy cerca, apenas a unos metros del mirador, pero nadie había salido a patrullar. Me di cuenta de que también ellos, con rara cordura, se habían dejado llevar por la corriente. El sol estaba casi al ras y nos deslumbraba: un globo anaranjado que había puesto freno al tiempo. La vuelta a casa, en cambio, fue veloz, como si el hechizo pudiera romperse a medio camino. Esa zona del parque tiene algo de jardín secreto para nosotros, pero esa tarde fui incapaz de sentirme celoso. Y me dio otra faceta, mejor o más amable, de estos días que no terminan de encontrar su sitio.


El martes, de nuevo, la visión omnipresente del móvil como prueba de vida. Como si solo la cámara fuera capaz de hacer real lo que uno ve o siente. Ese chico que iba mirándose en la pantalla mientras buscaba donde sentarse: se dejaba acariciar por ella, movía el rostro de un lado a otro persiguiendo el mejor ángulo, la luz propicia. Era guapo, desde luego, pero su exhibición de narcisismo me perturbó. No tenía ojos para nadie, y menos para la pequeña pradera donde había decidido descansar. Todo era instintivo, y por eso mismo descarado. Quiero decir que el móvil le había robado la cara.


Así está todo de repente: correos y mensajes de WhatsApp, citas que se reactivan, tareas que no esperan y gestiones urgentes… Yo mismo contribuyo a esta subida del telón con un par de llamadas de trabajo que se alargan más de la cuenta y me devuelven, sin querer, todos los nervios y la prisa del invierno. El mundo resucita y el tiempo, sorprendido, ha vuelto a contraerse.

martes, mayo 05, 2020

cuaderno del encierro / 36

martes, 5 de mayo

A esto se dedica la policía nacional una tarde de diario a las siete menos veinte: un coche patrulla escoltado por un agente se dedica a barrer las zonas del parque que estaban abiertas hasta hace cuatro días. El coche avanza dando luces detrás de una madre con tres niños pequeños, que es todo el gentío que ha encontrado a su paso. A los paseadores de perros, que vemos la escena desde la banda, como quien dice, nos regalan también una bonita sesión de megafonía.


Algo bueno tenía que traer el calor. Ayer descubrí que este verano podremos llevar mascarilla sin que las gafas se empañen.


Para los que nunca hemos estado cerca del mundo, estas siete semanas de encierro no han sido tan difíciles. Salvando la conciencia del dolor ambiente y el miedo por el futuro –que es mucho salvar–, estas semanas de alejamiento y reclusión han sido también una forma de tomar aliento y quitarse agobios. También de hacer inventario. Me gusta el neologismo de mi amigo José María Castrillón: cuarentesma. Algo de eso ha habido (mientras se asuma, claro, que todo lo debemos al esfuerzo de trabajadores que han tirado del carro en condiciones adversas y hasta dañinas para ellos, y ahí siguen). El mundo estaba lejos, retirado, o lo bastante al menos para no ahogarse, y en el espacio abierto por esa retracción se ha colado otra imagen posible de nuestra vida. Esa lejanía es lo que muchos de nosotros solíamos entender por «distancia social», pero la diferencia es que esta vez se ha dado a la fuerza, por imperativo legal. Reconozco mi buena suerte: el encierro me ha sorprendido con una hija mayor de edad y en una casa espaciosa, que nos permite cuidar la intimidad de cada cual (más de una vez he pensado con alarma qué habría sido de mí en aquel pisito de 35 metros cuadrados en el que vivía cuando Paula tenía diez años). Pero no voy a negar que hay aspectos de esta cuarentena que me han atraído. No puedo ser el único para quien el mundo de ahí fuera, y más en nuestro país, siempre tan ruidoso y enfático, puede ser una presencia cargante; abrumadora, incluso. Leo ahora que muchos escritores se han visto incapaces de concentrarse y seguir adelante con sus trabajos. Yo, en cambio, que nunca he tenido facilidad y soy todo menos prolífico, sentí desde un inicio que las palabras venían sin trabas, que me ayudaban. El parón ha hecho que las aguas del mundo se retiren y pueda escribir en la arena mojada. Veremos, eso sí, cuando suba la marea.


En punto a mascarillas, como diría Gil de Biedma, la cosa no está clara (al menos en mi barrio): sesentones empoderados y de buen tono que deben de sentirse inmunes y van casi a cuerpo gentil; ancianas enjutas que tampoco llevan mascarilla, quiero pensar que por un prurito libertario; corredores que agitan la cabeza sin complejos, a gusto con sus feromonas; padres despreocupados y jóvenes de barba poblada que no ven oportuno cubrirse; dos agentes que salen de una panadería con su mejor sonrisa. También se da alguna paradoja, como la de ese transportista robusto, él sí bien embozado, que iba enseñando el culo cada vez que se agachaba. Una cosa por otra, supongo. E la nave va. O, como dice el clásico, «la vida sigue igual».

lunes, mayo 04, 2020

cuaderno del encierro / 35

lunes, 4 de mayo

Estábamos en el salón, jugando al Scrabble con las ventanas entornadas. Eran ya casi las nueve de la noche del sábado, pero seguíamos oyendo voces en la calle. Alguien se había detenido a altura del balcón y estaba hablando con nuestros vecinos del segundo B. Poniéndose al día, cortesía del calor y de las autoridades. Asombro de oír esas voces, como si rasgaran una membrana que no sabíamos ahí y que de pronto dejaba pasar el mundo. Sobresalto también, porque oírlas –me di cuenta luego– era como estar oyendo el pasado.


Noche difícil. Tardo una eternidad en dormirme y nunca tengo la sensación de llegar del todo al sueño. Es el calor, sin duda. La primera noche de bochorno de este veranillo anticipado. No hay forma de encontrar la postura y doy vueltas igual que hace semanas, cuando la extrañeza de la reclusión se colaba en los dormitorios. Un regreso a los viejos tiempos, sí. Pero con la diferencia de que esta vez conozco el motivo de mi insomnio y eso, al menos, me tranquiliza un poco.


Me dice José Luis que nos cortan el agua. Ha reventado una tubería en las oficinas del primero y el agua cae a chorros en los sótanos y el baño del garaje. Como si lo viera. Cuando las cosas se dan permiso a sí mismas para descomponerse, es que viajamos definitivamente hacia la normalidad.


Es evidente que estas notas ya no son ni pueden ser estrictamente de «encierro». Dentro de una semana exacta entraremos en otra fase que se parecerá bastante a la que dejamos atrás el 13 de marzo, y este cuaderno habrá perdido su razón de ser. Tengo la sensación de que la pierde a marchas forzadas, como si estos días fueran el reflejo especular de aquella semana vertiginosa que precedió a la declaración del estado de alarma. Esta mañana la calle había vuelto a sus ruidos habituales: el tráfico (que ahora, eso sí, parece haber amainado un poco), la cortacésped de los jardineros, los martillos neumáticos de la obra de Bailén y, de vez en cuando, para que no haya olvido, la sirena racheada de una ambulancia. Más un trajín de peatones que suben y bajan las escaleras buscando el amparo del parque. Se van a llevar una decepción, porque el alcalde ha decidido cerrar hasta las zonas verdes que habían estado abiertas durante la cuarentena. Una medida difícil de entender, pero que hoy merecía la firma vigilante de una patrulla a caballo. En fin. Es la única disonancia en un tiempo que está impaciente por quitarse las telarañas. El sol no termina de abrirse paso, pero si lo hace no creo que la vecina del entresuelo se sienta con humor para sacar la esterilla al patio y hacer yoga.


Todo este tiempo nuestra imagen de ciencia-ficción era la ciudad vacía, las calles desiertas, la ausencia casi total de ruidos y gente. Pero ayer descubrí que mi imagen de novela fantástica podía ser otra. Paula y yo salimos por primera vez de paseo en horario de tarde (el sábado renunciamos a nuestro privilegio: ya había tenido mis breves salidas diarias con la perra y pensé que era mejor que otros disfrutaran de su turno). En vez de tirar por el parque, tomamos la dirección opuesta, hacia la Plaza de Oriente. Y ya en los alrededores del Senado y la calle de la Encarnación nos asaltó la visión turbadora de paseantes que vagábamos como pasmarotes por las calles de la ciudad. No había ningún sitio al que ir. Se trataba sencillamente de dar vueltas y reconocer una a una las calles, nuestras calles. Todos con el mismo empeño. No había turistas. No había terrazas ni cafeterías en las que tomar algo. No había tampoco tiendas abiertas, gestiones, recados, algo que justificara caminar de X a Y. Solo una multitud que deambulaba con aire levemente sonámbulo. Parecíamos una versión castiza de esas escenas de tinte épico donde los supervivientes salen de sus refugios subterráneos después del desastre. Las siete semanas de estabulación habían tenido su efecto y nos movíamos por la ciudad con el desorden despistado de un rebaño de ovejas. Exagero, sin duda, pero solo un poco, lo suficiente para entender el malestar que acabamos sintiendo, un malestar al que contribuyó también la sensación de promiscuidad, esa indiferencia de muchos a mantener la distancia. La culpa fue nuestra, por acercarnos al centro, pero no creo que fuera muy distinto en otros barrios. Y tampoco podíamos quejarnos: al fin y al cabo, hemos tenido el alivio de sacar a Layla todos los días. Paula, que había insistido tanto en salir, no podía ocultar su confusión. ¿Todo para esto? Creo que los dos sentimos que esta «nueva normalidad» pinta muy poco normal, al menos de momento.


Han segado la hierba delante de casa. A la humedad y la sobrecarga de polen se le añade ahora la tierra seca que asoma entre las briznas recién cortadas, sin recoger. No quedan siquiera las cuatro amapolas rojas que habían brotado junto a la acera y daban un poco de color. Está el aire denso, enrarecido. Qué ganas tienen algunos de adelantar el verano.


«El pasado es un país extranjero. Allí las cosas se hacen de otra manera». Esta frase tan sobada de L. P. Hartley siempre me pareció algo efectista y retórica, pero ahora la leo con respeto, casi como una premonición. Porque así se me aparece el arranque de marzo, hace dos meses: más que extranjero, un país exótico, de otro continente.

sábado, mayo 02, 2020

cuaderno del encierro / 34

sábado, 2 de mayo

El sistema de franjas horarias es una manera como cualquier otra de simplificar la complejidad social, de clasificarnos y hacer que cada cual vaya por su carril: niños, ancianos, deportistas, personas dependientes, adultos que viven bajo un mismo techo… todos con nuestro horario asignado y nuestras normas concretas. Algo así como los pasajeros que se cruzan en las cintas mecánicas de los aeropuertos. Pero esta primera mañana lo más difícil ha sido, justamente, caminar en línea recta. Íbamos todos en zigzag, manteniendo la distancia de seguridad y oteando el horizonte inmediato para evitar el más mínimo roce (tuve incluso que pararme un par de veces para dejar que el tramo de calle que tenía delante se despejara). El resultado fue una coreografía indecisa, atomizada, que más parecía un baile de abejas que el desfile de hormigas habitual. No cambiaba tanto de acera desde que tenía catorce años y los quinquis patrullaban el barrio.


Escribo la palabra «desescalar» en un mensaje de correo y el corrector del programa me la sustituye automáticamente por «desencallar». Está bien. Y se agradece el cambio de metáfora, quizá engañosa, pero menos esforzada y peligrosa que la del neologismo oficial. Ahora solo falta que suba la marea.


Tarde de teléfono, de puestas al día y boletines cotillas. Como si antes del «chupinazo» –así lo llama un amigo en un mensaje– quisiéramos dejar la casa de la amistad en orden. Nos contamos las novedades y casi no nos damos cuenta de que lo extraño es eso: tener algo nuevo que contar. Hoy, encima, luce un día espléndido, y ya se sabe (Canetti) que al sol todo son buenos propósitos.


TCM ha programado un especial Hitchcock para conmemorar el 40º aniversario de su muerte y casi no hay día en que hayamos faltado a la cita (aunque no siempre cuando la cadena quiere): el martes, Vértigo; el miércoles, Los pájaros; ayer viernes, Psicosis. Son películas que me sé prácticamente de memoria, pero no me canso de ellas. Y luego está el gusto de ver a Paula descubrirlas por primera vez (compruebo con intriga que todo lo que ha visto de cine francés o italiano clásico parece haber desterrado al espacio exterior la edad dorada de Hollywood). Acabo de leer un artículo de Carlos Boyero en el que viene a decir que la mejor representación visual de estos días es la escena final de Los pájaros, esa en la que «la familia […] abandona la casa donde ha sido acorralada por los pájaros. Ocurre al amanecer, sus pasos casi van a cámara lenta y las aves asesinas milagrosamente se limitan a observarles y les dejan pasar». Es muy posible. Pero yo me quedaría con otra, mucho menos efectista pero igual de aterradora. Es la escena de la cafetería que sigue a la salida de los niños de la escuela, cuando corren camino abajo perseguidos y hostigados por los cuervos. Es una escena teatral, si se quiere, en la que la cámara va siguiendo el movimiento de los personajes mientras hablan y dan su opinión. Y es turbadora porque nosotros, los espectadores, acabamos de ver el ataque feroz de los cuervos, no tenemos dudas, y, sin embargo, en el diner del pueblo muchos clientes siguen sin creerse lo ocurrido. Hay incluso quien niega la mayor: una anciana robusta con aire de sufragista que descarta rotundamente que las aves sean capaces de organizarse y atacar al ser humano. Ya puede Tippi Hedren insistir que es ignorada o, peor, tratada como una intrusa. La escena dura unos minutos y el escepticismo de los lugareños nos exaspera porque sabemos lo que ha pasado. Y sabemos también que algo va a pasar, y muy pronto. Es ahí, en ese breve paréntesis dramático, donde quedan expuestos los mecanismos del autoengaño social, el impulso cobarde con que buscamos seguridad o alivio en las palabras de los demás, lo difícil que nos resulta ponernos en lo peor. Ese negacionismo congénito de la especie. Y Hitchcock lo revela con un humor torcido que no se hace muchas ilusiones sobre nada, y mucho menos sobre nuestra capacidad para entender o hallar soluciones. Salvo los protagonistas, la mayor parte de los personajes bordea la estupidez, en especial el sheriff, que es un perfecto inútil. Así que los pájaros de la película dan miedo, desde luego. Pero no mucho más que la fauna humana de Bodega Bay.

viernes, mayo 01, 2020

cuaderno del encierro / 33

viernes, 1 de mayo

Desde que empezó el encierro hemos visto transcurrir la segunda mitad de marzo y todo abril, y hoy toca inaugurar nuevo mes. Ocho semanas repartidas entre el final del invierno y esta primavera perpleja, volátil y nada silenciosa. A menudo, cuando hablo con Paula, trato de ponerme en su lugar y recordar lo que significaban dos meses a su edad. ¡Dos meses! En ese lapso te daba tiempo a todo: descubrías discos y libros y películas que te cambiaban la vida, o eso pensabas, escribías un libro de poemas y ya estabas planeando la continuación, no era posible culminar ningún proyecto porque ya habías cambiado de idea o de modelo, o lo urgente era otra cosa. Tener veinte años, al menos para los que carecíamos de talento precoz o estábamos aprendiendo, era básicamente quemar etapas. El invierno se iba en hacer planes para el verano que la primavera refutaba. Dos meses eran una vida. Y pasarlos confinados en casa, como hacen ahora mi hija y los amigos con los que charla por Skype y se intercambia mensajes de voz, lecturas, recomendaciones, nos habría parecido una condena vitalicia. Cómo no entender su impaciencia, si hay días en que nosotros, que vivimos al ralentí –un poema al mes ya es una cosecha aceptable–, nos subimos por las paredes. Vivimos el mismo tiempo de reloj, de calendario, pero no lo vivimos a la vez ni al mismo ritmo. Tenemos metabolismos distintos. Y parece claro que ellos digerirán estas semanas de encierro de formas –o con formas– que no podemos ni sospechar. Sería lo deseable, al menos. Son ellos quienes deben leer estos meses y darles sentido, si es que lo tienen. Darles una estructura con imágenes o palabras. Nosotros ya no vemos el tiempo tan de cerca ni con la misma intensidad. Todo lo pensamos a largo plazo. Como la claridad del poeta, que es un don, no estamos «entre las cosas, / sino muy por encima», y eso no da cierta perspicacia. Pero hemos perdido ese contacto inmediato con el tiempo, esa vivencia perentoria que devoraba etapas en su afán por comprender. Lo queramos o no, todo lo que hacemos después tiene que ver con ese momento inicial: señales, descubrimientos, revelaciones. Dos meses. Tiempo de sobra para escribir un libro, cruzar Europa en tren o tomar la Bastilla.


Cada tejado del gran patio es un territorio aparte. Por el alero gris claro del garaje avanza el gato canijo de otras veces. Va encogido, receloso, tomándose su tiempo. Justo delante, sobre las tejas rojizas que rematan la corrala interior, se han posado las palomas; necias, inquietas, haciendo sonar el émbolo de sus cuellos. El gato las mira desde su lado del tablero. Son diez, quince metros, los suficientes para impedir que salte. Pero nada le prohíbe mirarlas y disfrutar de la escena. Ver y no tocar. Una imagen oblicua del confinamiento.


Fue un sábado de hace dos semanas (lo consigno ahora porque acabo de encontrar el apunte en un bolsillo interior de la cazadora, mientras ponía orden en mis cosas). Estaba en la puerta de El Aleph, esperando la vez para comprar la prensa. De pronto llegaron dos motos de la policía nacional, que dieron la vuelta en contradirección y aparcaron frente al escaparate. Oí que uno de los agentes le decía al otro: «Me parece que esto es más bien una librería». Me temí lo peor. El Aleph es una pequeña librería que ha logrado mantenerse abierta todas estas semanas vendiendo prensa, revistas, fascículos… y también algún que otro libro furtivo, con discreción casi vergonzante (tampoco es que uno pudiera perder la mañana rebuscando en sus mesas; es un local menudo en el que apenas caben tres personas sin estorbarse). Vi también que Manolo, el dueño, los miraba de reojo con alarma. Pagué con rapidez y me hice a un lado. No, no venían a pedir los papeles ni a inspeccionar el local. Uno de ellos se quitó las gafas de sol y preguntó con timidez por el último numero de Labores del hogar. «Para mi madre», añadió. Nadie le había pedido aclaración, pero él se sintió en la necesidad de hacerla. Y fue escuchar aquello y verlo fugazmente como lo que era: un muchacho, o poco más, que jugaba a ser policía.

jueves, abril 30, 2020

cuaderno del encierro / 32

jueves, 30 de abril

Toda la tarde el parque estuvo envuelto en una nube traslúcida que iba y venía con el viento y esfumaba los contornos de los árboles. Pensábamos que podía ser polvo de las obras de la calle Bailén, pero luego se me ocurrió que debía ser polen, el mismo polen de pino que recuerdo esparcirse en nuestro balcón hace semanas. Pero esta vez menos verdoso, más fino y tamizado, como si quisiera anunciar el temblor reseco del verano. Luego pasaba una nube y la hora se enfriaba con barruntos de tormenta. Sol y sombra, una vez más. Y así toda la tarde. La primavera la sangre altera, sí, pero empezando por la suya propia.


La luz dura un poco más cada día, y ahora los vencejos llegan al patio cuando la ronda de aplausos ha acabado. Casi parece que son los aplausos los que hacen de reclamo, convocándolos. Aplausos, por cierto, que han estado bajo sospecha estos días, primero por quienes preferían aporrear cacerolas en señal de protesta y luego por los que dudaron o se retrajeron al ver que el homenaje de los primeros días se había convertido en otra cosa, tampoco estaba claro qué. Yo mismo, después de ver las cifras diarias de muertos, me sentía incómodo al ver grupos de vecinos bailando al son de la música y profiriendo vivas (me temo que mi natural misántropo o poco gregario ha vuelto por sus fueros). Está bien, supongo, que las oraciones de otro tiempo se hayan convertido en ovaciones, pero empiezo a echar de menos un recuerdo específico a los muertos, algo que los evoque o los haga presentes. Un reconocimiento del dolor colectivo, en fin. Todo indica que el viejo minuto de silencio ha caído en desgracia, pero a nadie se le ocurren alternativas. Así que los vencejos se han convertido en mi forma personal de recordarlos. Ese vuelo voraz que limpia el aire y lo prepara para la noche es mi celebración particular, como si en ellos se mantuviera el espíritu de los ausentes. Una tontería, lo sé. Pero más discreta y quizá más fértil, si se me permite el atrevimiento, que radiar «Resistiré» o «Que viva España» al alto la lleva.


Otra tontería, esta vez en forma de confesión: pocas cosas he echado más de menos esta cuarentena que ir a Correos para enviar o recoger libros. Pasados los envíos que llegaron con retraso la primera semana, el buzón casi no ha tenido visitas. Y mi vieja costumbre de enviar ejemplares duplicados o números antiguos de revistas a los amigos se vio frustrada desde el primer día. Es verdad que la oficina de Martín de los Heros abre unas pocas horas cada mañana, pero la cola dilatada que se forma ante su puerta es disuasoria. Además, no recibo nada, así que nada puedo reenviar. La cadena se ha roto. Y recomponerla nos va a llevar al menos tanto tiempo como el que necesitó Miguel Strogoff para plantarse en Irkoutsk.


Charlan en voz alta a la distancia estipulada de dos metros. Sudaderas con capucha, mascarillas con válvula, zapatillas deportivas, piernas abiertas y mentón en ristre. Llevan a los perros atados muy corto: un bull terrier inmaculado y otro que no reconozco, pero que parece también una variedad de pitbull. Perros chatos, robustos, que esperan aburridos sobre la acera. Uno de los dueños me es familiar: creo que es el mismo que hace días, el sábado, me bufó con desdén por llevar un ejemplar de El País bajo el brazo. La charla crece en decibelios y calor chulesco: algo con la policía que no termino de captar. Como Layla tiene miedo de los pitbulls, damos un pequeño rodeo para evitarlos, pero así también las voces me llegan mejor, más claras. Hablan de los gitanos que están acampados más abajo, en el cruce de San Vicente con Bailén (ahora en obras), y de la negativa de los agentes a intervenir. El dueño del bull terrier está ofendido y hasta agraviado por la indiferencia policial y exige mano dura. Hay que sacarlos de ahí a hostias. El otro, más cauto, le da la razón, pero trata de pensar bien y exculpar a la autoridad. No debe ser fácil. A ver luego qué haces con ellos, dónde los metes. Conversación, ya se ve, de buenos vecinos que pasan el rato antes de volver a casa. Pero yo de ellos tendría paciencia: si la tribu de gitanos sigue instalada junto al polvo y el estruendo de unas obras que muchas veces oigo desde casa –y así está el asunto desde el otoño pasado, salvo por el parón de principios de abril–, es que nada ni nadie los sacará de ahí.

lunes, abril 27, 2020

cuaderno del encierro / 31

lunes, 27 de abril

Ayer fue el gran día, por fin. Ayer salían los niños, y hasta Layla se dio cuenta y paseó con más cautela, si cabe. Íbamos atentos y buscábamos zonas donde no pudiéramos molestar. La mañana tenía sus protagonistas y había que dejar que disfrutaran sin inquietud. Algún pequeño quiso acercarse a la perra para acariciarla, pero Layla es miedosa y se aparta con rapidez de galgo. No vi policía esta vez, pero en las crónicas de los periódicos se dice que algunos andaban de paisano, disimulados entre la gente. Cualquiera sabe. Vi patinetes, bicicletas y mucha ropa de colores vivos, como quiere el tópico. Y vi padres con cara de alivio, más risueños incluso que sus hijos. Vi también una cámara de televisión y a un padre veinteañero, muy deportista, sentando cátedra con dos niños de la mano. Luego pensé que hacía bien, que para eso están los micrófonos. Eran las diez de la mañana, pero algunas de las cintas que precintaban la zona del Templo desde mediados de marzo estaban rotas y había familias paseándose con tranquilidad por el paseo empedrado. Prolongué la salida sin darme cuenta porque quería empaparme del buen ánimo reinante y escuchar algo distinto al canto de los pájaros. Me acordé de ellos, por cierto. ¿Cuánto tardarán en retraerse y volver a su vieja timidez? De vez en cuando se oía, allá por Paseo del Rey, quizá más lejos, una voz hablando confusamente por megafonía. Como esos domingos de carreras populares en los que un locutor ameniza los preparativos con música festiva y el volumen disparado. Aquí no había música, pero creo que todos entendimos que la llevábamos puesta.


Yo también aproveché el domingo para volver a la infancia. Por unas horas estuve en Mercaplana, navidad del 76 o 77, viendo películas de artes marciales y spaghetti westerns, ese mundo de cintas de acción y sucedáneos orientales al que accedíamos sin control –colarnos era nuestra forma de parecer mayores– y que dictaba luego las fantasías violentas de nuestros recreos. Pasé media tarde teletransportado a mis nueve o diez años, y todo gracias a ese flautista de Hamelín que es Tarantino en Érase una vez en Hollywood.


En relación con esos agentes de paisano: imagino que la consigna era no imponer o dar miedo con el uniforme; a cambio, los niños van teniendo, por el mismo precio, una educación en desconfianza y astucia. Hay que prepararlos para el futuro. Pienso en mis sobrinos, que pidieron volver a casa poco antes de cumplirse la hora. Eso se llama tener instinto. Su modo de interiorizar la ley y la aprensión.


Hace justo un mes escribí una lista de buenos deseos con las cosas que haría después del encierro. Era una broma, desde luego, un juego literario basado en mi gusto por las enumeraciones. Pero fue también un síntoma de ingenuidad. Está claro –se han encargado de repetírnoslo hasta el tedio– que la célebre «desescalada» será lenta, progresiva. Un viaje en modo condicional que podría ser corregido o revocado en cualquier instante si las cosas se tuercen. La vida de diario no tiene interruptores, las luces no se encienden ni apagan en un instante, como se desprendía de mi lista. Ayer fue la salida de los niños, el fin de semana que viene será la del resto, es decir, todos nosotros, jóvenes, ancianos y adultos de diverso pelaje. No conocemos todavía las condiciones, pero parece que al menos la hora de paseo se mantiene (¡aunque sin juntarnos unos con otros ni mucho menos ver a los amigos!). Nos espera, pues, una temporada de incertidumbre y negociación constante en la que habrá ejercer la paciencia, la comprensión, cierta fluidez de comportamientos. Pasar del negro de la cuarentena al blanco de la nueva normalidad nos obligará a conocer todas las gamas del gris. Pero tengo mis dudas. A los españoles, por regla general, el gris se nos indigesta. No se nos dan bien los matices, la medida. Nuestro mundo mental es el sol y sombra del ruedo, la luz oblicua de la tarde cortando en dos los tendidos. Lo dice Max Estrella con su despecho de profeta ciego: «¿Qué sería de este corral nublado? ¿Qué seríamos los españoles? Acaso más tristes y menos coléricos… Quizá un poco más tontos… Aunque no lo creo».


Me escribe José Luis Zerón a propósito de ese sueño de hace una semana en el que aparecía mi padre con aire de reproche. Su nota es digna de un viejo herbario o libro de remedios naturales: «En la Vega Baja del Segura se conoce por “matafiebres” a una planta no muy abundante que crece en los huertos, bancales y cunetas. En la huerta se utilizaba para combatir los cólicos y hacer cataplasmas analgésicas. Su flor es de color azul violáceo tirando a malva».