Leyendo un viejo ensayo de George
Steiner, caigo sobre un verso del escritor isabelino Thomas Nashe: «Brightness falls from the air». El verso
–sin duda el más citado de su autor– despierta un eco inmediato en español:
«Siempre la claridad viene del cielo». Un eco que es una inversión, pues el
poema de Nashe («In Time of Pestilence») es un canto fúnebre por las víctimas
de la peste, una elegía a los jóvenes que han muerto antes de tiempo a causa de
la plaga: la claridad, en su poema, no «viene» del cielo, sino que «cae»,
«desaparece» o se «desprende» de él, dejando una sombra donde antes había luz.
Sin embargo, el eco persiste. Siendo
como es un verso célebre –Eliot y Joyce le dedicaron largos comentarios, y hasta dio título en 1985 a una conocida novela de ciencia-ficción de Alice B. Sheldon–,
¿es posible que Claudio Rodríguez lo leyera de muchacho en alguna vieja
antología de poesía inglesa? ¿Que lo leyera y, tal vez, equivocara su sentido, usándolo
como resorte para llegar a su propia formulación?
En todo caso, sería un misreading que viene de lejos, un
malentendido irónico, pues casi todos los expertos coinciden en que el verso de
Nashe es fruto de una errata y que su autor se refería más bien al «hair», el «cabello» de esos jóvenes
dorados que se mueren literalmente ante sus ojos. La errata convierte una simple descripción
física en una imagen memorable de la ruina del mundo, de su caída en desgracia.
Una imagen que ha pervivido a lo largo de los siglos y que reaparece, extrañamente
–por azar o a sabiendas–, en el verso inicial de Don de la ebriedad, confirmando así las viejas jerarquías, la certeza de que nada puede ocurrir en este mundo sublunar sin permiso del cielo.