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lunes, enero 27, 2014

circo



 foto / Paula Doce


Madrid ha cobrado estos días cierto aire cantábrico. Ver la lluvia caer copiosamente tras las ventanas me ha hecho revivir esas tardes infinitas de sábado y domingo en que el agua arruinaba planes y encuentros callejeros y uno combatía el calor malsano de los radiadores apoyando la frente en el cristal helado, mirando a lo lejos el brillo borroso de las luces de cruce de los coches, el destello naranja de farolas prematuramente iluminadas. El cielo cubierto de nubes como una carpa de circo invertida donde el ojo hacía de trapecista, colgándose de las cuerdas del agua hasta posarse con cuidado –con reverencia casi– entre las cosas: el asfalto mojado, los coches sucios de hojas y ramas caídas, la fecundidad del parque donde las gotas repicaban hasta abrir surcos y charcos efímeros en los caminos de tierra. Y al fondo, los días de partido, el clamor casi sísmico con que la multitud celebraba en el estadio las jugadas peligrosas, los goles domésticos. El ojo adquirió destreza en este colgarse de la lluvia, este paseo controlado por unas alturas de las que, en realidad, nunca he logrado apearme del todo. Estar en las nubes es lo que tiene. Hasta el punto de, que ahora, casi cuarenta años después, me veo de nuevo practicando el mismo arte, estudiando los infinitos planos de la ciudad –sus sombras, sus claroscuros– como desde una tirolina.

Ver caer la lluvia tiene un efecto hipnótico, la capacidad de frenar el tiempo a la vez que lo acelera bruscamente, como una rueda que de tanto girar parece inmóvil. La lluvia es una cosa / Que sin duda sucede en el pasado. Así es, en efecto: en Gijón, en Sheffield, ahora mismo… La tarde como el cielo menudo de un circo donde la infancia recrea o ejercita sus viejos vicios, sus intentos de fuga. Y todo para decir: gris en lo gris, me admira tu vaivén, melancolía.

(18/1/2014)

sábado, diciembre 31, 2011

in between days

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Desvelado, camina de madrugada por el pasillo a oscuras. En el salón, envuelto aún por la bruma del sueño, sorprende la luz azulada de la luna en la mesa, los libros, las fotografías. Es una claridad que dibuja hoyuelos, nervios incipientes, como si las figuras del mundo estuvieran cobrando forma o hubieran empezado a perderla. Un estadio intermedio, una duda entre dos certezas. Fuera, el frío detiene el tiempo y se aprieta con violencia contra las ventanas: un pie en el cuello de las horas, un ojo insolente tras el cristal. Qué haces, qué vas a hacer. Y la espera llenándose de noche y del fin de la noche, la pregunta como un cuerpo que ocupa y le conduce tercamente hacia la luz, las figuras lunares borrándose de nuevo para crear el día, su lugar en el día.
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viernes, enero 14, 2011

madrigal

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Anselm Kiefer, Sternenfall [Lluvia de estrellas], 2007


Volver a casa oliendo el aire dulzón, irrespirable, de la tierra empapada, los grumos opulentos de la fermentación. Volver mientras las hojas descosidas liberan sus metales y el agua del estanque es un bozal de plomo que nos sigue con la mirada. Esto es lo que insiste, lo que existe en nosotros. Ácido y frío. El ascua silenciosa del invierno. La hoja que penetra y adormece la piel. La cara y cruz del hielo. Y todo por vivir aún, y la promesa torva de otro día, y un cielo de nevada donde la luz entrechoca sus huesos con un hilo de sangre. Es la noche rapaz, que viene a someternos. Es la noche rapaz, que está en nosotros.
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martes, noviembre 23, 2010

invernal

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Ahora que el invierno está próximo, el cuerpo rehúye las calles pero la mente las busca con alivio, feliz de haber dejado atrás el embotamiento del verano. Las ideas se estiran y prosperan, el sol no las oprime, hay como una amplitud en el aire que resiste incluso a las contracciones del frío. Más todavía si el cielo, como ayer a media tarde, aparece despejado: un azul denso, impenetrable, reverso del negro casi gótico que vino a sucederle. Cuerpo y mente prefieren estaciones distintas, sí. Y uno debe aprovechar la fuerza que le es dada, venga de donde venga. El invierno es para él, desde hace mucho, el espacio para el juego del pensamiento.
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viernes, marzo 19, 2010

ted hughes / campanilla de invierno

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Ahora que el globo se ha encogido hasta ceñirse
al lento corazón del roedor que hiberna,
cuervo y comadreja, como fraguados en metal,
vagan por las tinieblas exteriores
con el juicio perdido,
entre las demás muertes. También ella
persigue su propósito,
brutal como los astros de este mes,
su pálida cabeza pesada como acero.


Trad. J. D.

«Snowdrop», el original, aquí.

sábado, marzo 13, 2010

armitage / el chiste de la nevada

Como el invierno sigue trayendo frío y días desabridos, se me ocurre que una forma de combatirlo sea recordar un viejo poema de Simon Armitage, «Snow Joke» («El chiste de la nevada», 1989). Un poema de humor negro (el típico humor del condado de Yorkshire) en el que la risa no anda muy lejos de la tragedia y que pertenece a esa veta de poesía narrativa y de comentario social que tanto gusta en Inglaterra. Como Larkin, pero más irónico y malicioso, sin la melancolía y amargura del autor de Ventanas altas. Es verdad que la obra de Armitage se ha vuelto más compleja y ambiciosa con el curso de los años, pero a mí, no sé si por razones sentimentales, me siguen gustando más sus primeros libros, los que leí al llegar a Sheffield en el 92: tienen la frescura, la insolencia juvenil de quien acaba de llegar y no se resigna a pasar desapercibido.


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El chiste de la nevada

¿Te sabes el del tipo aquel de Heaton Mersey?
Mujer en casa, amante en Hyde, querida
en Newton-le-Willows y dos hijas encantadoras
en Werneth, en tercero de secundaria. Bueno,

pues como iba con retraso y tenía un buen coche
no hizo caso a los avisos de tráfico y trató de salvar
las últimas seis millas de ventisca en el páramo;
y en cosa de minutos, dicen, quedó atrapado.

Se entretuvo pensando en la vida y en cosas así;
sobre lo que hace el perro al morderse la cola
y sobre la serpiente que se comió a sí misma.
Y vio la nieve cubrir el parabrisas

y se sintió a gusto; y el whisky en la petaca
era cálido y suave, y aunque no tiene gracia
el chiste acaba más o menos así.
Lo hallaron inclinado sobre el volante

con la palabra VOLVO grabada del revés
en la frente helada. Y más tarde, en el pub,
empezaron a discutir alrededor de un ponche
sobre quién de ellos tenía más mérito.

¿El que confundió la antena con una rama de espino,
el que reconoció la silueta del coche
o el que dijo que oyó la bocina, quejándose
suavemente como un despertador bajo el edredón?


Trad. J. D.

El original, aquí.

lunes, diciembre 28, 2009

diciembre

Ese momento de la tarde de invierno cuando los coches ya han encendido sus faros pero no arde aún la llama del alumbrado, ese momento entre el gris llovido de las aceras y las luces de los escaparates cuando regresa, ése es su momento. Cuando nadie le espera en casa, sólo recuerdos de otros inviernos, fantasmas familiares. Cuando nada le espera sino su propio aliento, la voz entre los ojos.

lunes, diciembre 21, 2009

tomlinson / fragmento de invierno



Te despiertas con las persianas bajas: almenada lluvia
incrustada en los vidrios medievales.
Las verjas chasquean como disparos
cuando las mueves: frágil cargador
que espanta a quince grajos
volando silenciosos y voraces
sobre este fragmento de invierno
que no ha de alimentarles. Se posan a lo lejos,
hurgando en la basura: nada encuentran
sino el filo del aire, la resistencia blanca.
El hierro de las bridas abre surcos
en este áspero abandono
donde vuelves a ver hojas de roble
junto al espino, pues la escarcha
afila sus contornos. En una tela intacta,
de círculos y radios blanqueados
como una rueda hilada,
cuelga una araña, firme, siempre atenta,
ovillada en la máscara mortal del frío.
Y, al regreso, ves destellar la casa
tras su aguanieve rota, traspasada:
las frondas de la escarcha fluyen.


Trad. J. D.


Retomo un viejo poema (de 1963-66, creo recordar) de mi admirado Charles Tomlinson como emblema de este día intensamente invernal, que en Madrid al menos ha traído nieve, cielo gris y un frío húmedo que se cuela entre las ropas y enrojece la piel. Un poema que debería leerse con el crujido de unos pasos en la nieve como ruido de fondo, o bien mirando (admirando) la blancura indiferente de los tejados.


Hoy he visto la cara y la cruz de una misma moneda: la nieve cayendo sobre el agua plomiza del estanque; la lluvia abriendo agujeros diminutos en la nieve, como huellas de pájaros ligeros, casi imperceptibles. Vivimos por unas horas entre dos formas del gris.
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domingo, diciembre 20, 2009

invernal

La pared que da a la calle despide un frío intenso, mineral. No es el alivio, el frescor reconfortante del verano, sino una placa de hielo inhóspito, como entrañado en piedra: ladrillo y cemento, arena y yeso, el blanco rugoso de la pintura. Fuera, las acacias extienden sus largas ramas, cada vez más finas, como una red de nervios que atravesara la carne del aire. La mañana de invierno es esta luz afilada que todo lo recorta, lo adelgaza, lo perfila. Cada cosa encuentra su refugio, el latido secreto en el que se recuesta. La lucidez de estar a la intemperie.