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miércoles, diciembre 30, 2009

poesía en gaia

© Roger Dean


Cuando James Lovelock, el creador del concepto de Gaia, comenzó a desarrollar su hipótesis, uno de los primeros retos teóricos que encaró fue tratar de definir la vida, o al menos los rasgos universales de lo que entendemos por vida. Descubrió que no era tan fácil, y también –por resumir groseramente cinco páginas de ciudada argumentación– que las pocas definiciones existentes tendían a ser circulares o apriorísticas: vida es… aquello que hemos aprendido a considerar vida, o más concretamente: vida es aquello asociado a ciertos elementos químicos que hemos aprendido a asociar a su presencia. Lovelock, por el contrario, fue el primero en sostener que hay vida allí donde el grado de entropía es reducido y estable, es decir, donde las condiciones del sistema incumplen la predicción de la segunda ley de la termodinámica, según la cual «la cantidad de entropía de cualquier sistema aislado termodinámicamente tiende a incrementarse con el tiempo». Todo tiende al caos y al desorden y a la consiguiente pérdida de energía; todo se deshace y envejece inevitablemente; toda diferencia entre sistemas decrece gradualmente hasta que los recursos originales se agotan y los sistemas mencionados alcanzan un equilibrio estéril; por el contrario, habría vida allí donde la energía se conserva de forma activa y da lugar a los procesos de mudanza y transformación de los que somos testigos diariamente, en cualquier plano de la realidad. El asunto queda más claro, supongo, si recordamos que uno de los corolarios de esta ley es que «ningún proceso cíclico es tal que el sistema en el que ocurre y su entorno puedan volver a la vez al mismo estado del que partieron». Nada puede suceder o repetirse indefinidamente, no existe el móvil perpetuo. Salvo en el sistema que llamamos vida, claro está. La conocida hipótesis de Lovelock postula que la vida procura las condiciones para su propia conservación y mantenimiento, interviniendo de modo activo en el entorno que llamamos biosfera (por eso mismo, como quería Canetti en otro sentido, la vida es el dominio de las metamorfosis). Fuera de la vida o del orden impuesto por el ser humano –por ejemplo, en una máquina de vapor–, el caos es dueño y señor de todos los sistemas, condenándolos finalmente a un grado mínimo de energía que dificulta o impide cualquier forma de cambio, de transferencia.

Leyendo las tesis de Lovelock se me ocurre que el espinoso problema de la forma artística, o de la forma en poesía –por llevarlo a mi terreno–, podría definirse en términos muy parecidos. Mi noción de forma no remite en absoluto a formas cerradas o preconcebidas –no estoy diciendo, por ejemplo, que debamos escribir sonetos o pintar bodegones–, no depende de un repertorio sancionado por la tradición, sino que recoge la aspiración universal de todo artista de crear conjuntos regidos por pesos y contrapesos, ritmos internos, simetrías ocultas. De algún modo tratamos de generar sistemas estables de baja entropía que permitan preservar la energía, que se enfrenten o se muevan en dirección contraria al caos y el desorden progresivo que parece envolverlo y dirigirlo todo. La tarea artística es por definición un hacer, un dar forma: hasta cuando aislamos un objeto cotidiano y lo sometemos al escrutinio o la extrañeza de terceros le estamos dando una forma distinta a la suya habitual, cambiamos su entorno, los vínculos que lo ligan a él. Y buscamos arrancarlo del flujo caótico del día a día para conservar la energía que percibimos en su interior. Si yo escribo un poema, trato de generar un sistema estable que, lejos del caos del lenguaje y las percepciones, indiferente al paso del tiempo, la vejez corporal y el deterioro de las relaciones personales –por mencionar sólo algunas de las formas de entropía que nos asedian–, conserve la energía y el ansia de sentido que he puesto en él.

Un posible corolario de esta reflexión es que toda forma es dadora de vida o no es. Y hay forma porque hay una inversión previa de energía, una puesta en juego de fuerzas que la obra preserva a lo largo del tiempo. Cuando decimos que una obra está muerta, o que hay un exceso de formalismo, o que es una obra fría, incapaz de transmitir siquiera un poco de aliento vital, lo que estamos diciendo en realidad es que ahí dentro no hay energía, es decir, no hay vida. No se ha invertido nada en su creación, no hay nada en juego, carece de sentido porque ni siquiera tiene un sentido que guardar.

Dicho esto, se me preguntará: ¿Qué tipo de fuerzas van a parar a la obra? Sospecho que hay tantas respuestas como creadores o creaciones. Puede ser una energía psíquica, una tensión proyectada hacia el futuro, un deseo o un anhelo o una expectativa de sentido, una insatisfacción profunda, un fantasma de la imaginación, un temor reverente hacia algo o alguien… El caso es que la obra preserve estas fuerzas y las convierta en algo que el lector –o el contemplador de un cuadro o una escultura, o el oyente de una pieza musical– pueda tocar, recibir con sus sentidos. Y sólo será capaz de hacerlo si el creador les da forma, si cumple con esa necesidad de orden compositivo que organiza los materiales, los emplaza conforme a criterios de simetría y correspondencia y ritmo interno creados para la ocasión o tomados de ocasiones anteriores; si crea, en fin, una constelación donde antes sólo había vacío, nada. Hay que escribir el poema, que luego ya se encargará él, si su existencia tiene sentido, de fijar las condiciones necesarias para su conservación.

Lo que nos lleva a una conclusión que en el fondo ya sospechábamos: se escribe, en última instancia, porque sólo gracias a lo escrito nos hacemos la ilusión de sustraernos por un tiempo a la infinita decadencia de cuanto nos rodea, de cuanto somos.