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martes, diciembre 20, 2022

ted hughes / el zorro del pensamiento

 

 

Imagino este momento en el bosque, a medianoche:

algo más está con vida

junto a la soledad del reloj

y esta página en blanco que mis dedos recorren.

 

No hay lucero en la ventana:

algo más cercano

pero más sumido en la negrura

se adentra en la soledad:

 

con el frescor, con la delicadeza de la nieve sombría,

el hocico de un zorro tienta ramitas, hojas;

dos ojos sirven a un andar

que ahora mismo, y ahora, y de nuevo ahora

 

imprime huellas nítidas en la nieve

junto a los árboles, y cautelosa una débil

sombra se rezaga entre tocón y el vacío

de un cuerpo que osa deslizarse

 

de claro en claro, un ojo,

un verdor que se abisma y se dilata

brillante, concentradamente,

avanzando a su aire

 

y entonces, con un brusco, intenso, cálido tufo a zorro,

ingresa en el oscuro hoyo de la cabeza.

En la ventana no hay estrellas; late el reloj,

la página está impresa.

 

 

trad. J. D. / el original, aquí


domingo, mayo 29, 2016

charlotte brontë, entre dos mundos





Lo dijo Virginia Woolf en uno de sus primeros artículos, publicado en The Manchester Guardian en 1904: «Haworth y las Brontë están inextricablemente unidos como un caracol a su concha. Haworth expresa a las Brontë; las Brontë expresan a Haworth». Pocas veces el carácter del lugar ha influido de tal modo en la sensibilidad de sus creadores. Con el agravante, es un decir, de que esos creadores surgieron de una vez, de forma excepcional, entre los muros de una remota parroquia provinciana. Basta visitar Haworth –da igual si es en verano– para empezar a entender la imaginación algo febril de las tres hermanas Brontë, Emily, Anne y Charlotte. Encaramado a las laderas del valle casi homónimo de Worth, el pueblo se asoma tímidamente a la extensión de páramo y tundra que configura la espina dorsal del norte de Inglaterra: montes pelados, colinas de brezo y helecho barridas por el viento marino que cruza la isla de costa a costa. La piedra negra de la que están hechas sus casas y adoquines se alza en grandes formaciones rocosas que parecen el fósil de un animal mítico.

Allí, en lo alto del pueblo, en la linde que lo separa del páramo, estaba y sigue estando la casa parroquial donde el pastor Patrick Brontë presidía sobre su rebaño. Y fue allí donde sus hijas, sin dejar de explorar ocasionalmente el mundo que las rodeaba, idearon sus mundos privados. Mundos que fueron primero fantasías adolescentes, historias de reinos en pugna y galantes oficiales de aire byroniano que recreaban los avatares de las guerras napoleónicas, pero que terminaron abriéndose a la exploración simbólica de su experiencia personal: relatos de internados odiosos, de institutrices injuriadas y hombres misteriosos o echados a perder, como su hermano Branwell. Los tratos con el mundo de las tres hermanas fueron siempre traumáticos, y cada nueva incursión era seguida de un regreso a la casa del padre para recobrar fuerzas por medio de la escritura. Asombra la intensidad de su empeño, la firmeza con que cada cual, en el estrecho espacio de que disponía –escribiendo en la cocina, a deshora, en medio de tareas domésticas–, hizo frente a sus demonios y los amarró con palabras.

De las tres, fue Emily quien más y mejor guardó su distancia de Haworth. Como escribió Ted Hughes en un hermoso poema, «el viento en Crow Hill era su amante. / Su fiera pleamar en el oído era su secreto. / Pero su beso fue fatídico». Su universo era el páramo, ese lugar donde todo es más intenso y a la vez más simple, donde el clima es un dios voluble y la atmósfera, como escribió su hermana Charlotte de Cumbres borrascosas, «es tan eléctrica y tormentosa que a veces parece que respiremos relámpagos». Heathcliff y Catherine son menos personajes que encarnaciones de fuerzas elementales, hechos de la savia que alimenta el brezal o sostiene la roca. En Jane Eyre, sin embargo, el páramo se muestra como lo que es: un espacio inclemente, cerrado al ser humano, que sólo sirve como frontera y lugar de paso. Charlotte es menos vivaz pero, tal vez por eso mismo, más completa que su hermana. Sabe más del mundo, de sus grises y claroscuros; conoce la dialéctica del compromiso, las medias tintas de la vida social, y hace lo posible por adaptarse a ella, aunque no sin condiciones.



La muerte temprana de sus hermanas dejó a Charlotte en la posición de portavoz y custodio de una fama quizá inesperada pero que supo administrar con gran astucia crítica, hasta el punto de que tanto su prefacio a la segunda edición de Cumbres borrascosas como la nota biográfica donde reveló la identidad de sus hermanas siguen determinando, no siempre para bien, el sesgo de nuestras lecturas. Lejos del tópico que las pinta como provincianas asilvestradas, las tres Brontë fueron artífices conscientes del valor y el alcance de su obra, como prueba el prólogo que Anne antepuso a la reedición de The Tenant of Wildfell Hall y donde, desmintiendo la imagen de mujer insulsa que da de ella Charlotte, no duda en plantar cara a sus críticos con una defensa rigurosa de la novela como herramienta de conocimiento y representación imaginativa de una verdad personal.

Sus contemporáneos describieron a Charlotte como una mujer menuda, tímida y poco desenvuelta socialmente. Las cenas y recepciones a las que la invitaron sus editores en Londres le permitieron conocer a sus ídolos, empezando por Thackeray –a quien dedicó la segunda edición de Jane Eyre–, y trabar amistad con mujeres sobresalientes como Harriet Martineau y Elizabeth Gaskell, a quienes impresionó por su mezcla de tenacidad, paciencia y orgullo. Tuvo tiempo para escribir dos novelas más, quizá no tan redondas ni emblemáticas como el relato de la huérfana Jane, pero que confirmaron su raro talento. A espaldas del páramo, pero consciente de su poder –el mismo que había fulminado a Emily–, Charlotte Brontë tuvo el sabio atrevimiento de bajar al mundo y sumergirse en sus rigores, su complicación. De ahí se trajo menas de palabras que aún nos iluminan.


(Este artículo vio la luz ayer, sábado 28 de mayo, en La sombra del ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, dentro de un pequeño dossier de homenaje a Charlotte Bronté editado con motivo del segundo centenario de su nacimiento).



martes, mayo 10, 2016

wired





Releyendo una de las últimas entrevistas que Ted Hughes concedió en vida –en The Paris Review, número de primavera de 1995–, vuelvo a detenerme en una apreciación que ya en su momento despertó mi curiosidad, y a la que no he dejado de dar vueltas desde entonces. Dice así (el habla de Hughes es tan elocuente y distintiva que mi traducción es algo así como un arreglo para piano de una pieza orquestal):

Lo que sucede es que los instrumentos que llevan las palabras a la página se han externalizado, volviéndose más flexibles: el escritor puede plasmar casi cada pensamiento o cada vuelta y revuelta del pensamiento. Eso debería ser una ventaja. Sin embargo, en todos estos casos, lo que hace es estirar en exceso el resultado. Cada frase es un poco demasiado larga. Todo se lleva un poco demasiado lejos, se aligera demasiado. Siempre hay un exceso de material, pero es un material muy tenue. Mientras que cuando escribes a mano te encuentras con esa terrible resistencia que sentías al principio, cuando no sabías escribir… cuando aprendías a trazar cada signo uno a uno. Esos viejos sentimientos siguen ahí, queriendo expresarse. Cuando te sientas con tu pluma, todos los años de tu vida siguen conectados, cableados a la comunicación entre tu cerebro y la mano que escribe. Hay una resistencia natural y característica que produce un tipo de resultado análogo a tu caligrafía personal. Conforme te fuerzas a expresarte contra esa resistencia incorporada en ti mismo, las cosas automáticamente se vuelven más comprimidas, más resumidas y quizá psicológicamente más densas.

En realidad, no hay gran cosa que añadir a lo que dice Hughes. Creo que tiene razón, o al menos la experiencia me dice que así es: cuando escribo directamente en el ordenador, debo imprimir el texto y podarlo a conciencia, cortar, reducir o resumir frases, sintagmas, adjetivación. Aun así, sospecho que el resultado sería distinto si hubiera recurrido desde el principio al papel y la tinta. La labor de poda no corrige o redime del todo el error primero. Hughes da un motivo plausible: hay una resistencia física, un cansancio acumulado, la tendencia de la mano –el antebrazo, la muñeca, los dedos– a no hacer más esfuerzo que el estrictamente indispensable. Pero la escritura manual supone también la obligación de hilvanar de una vez grupos de signos o palabras enteras, de enlazar una letra con otra en un solo trazo. Ese dibujo agrupa y armoniza como no lo hace la acometida de las manos en el teclado. Hay en él una tendencia implícita a unificar, a resumir… hasta el punto, en el peor de los casos, de volver la letra ilegible. Lo otro, el tran tran de locomotora de la mecanografía, el golpeteo regular y sucesivo de los dedos, se limita a sumar unidades discretas: por rápido que uno vaya, no hay forma de engarzarlas.

¿Qué papel juega el pensar en todo esto? No lo sé, ni tengo datos para saberlo. Pero sospecho que la lentitud de la mano, su condición de carro de bueyes que avanza a trompicones, obliga al pensamiento a tascar el freno y a pensárselo dos veces –valga la redundancia– antes de tomar cualquier desvío o echar a correr con la primera liebre que se cruza en su trayecto. (Aunque no todo va a ser lentitud en esta vida… Y agradezco todas las veces en que el baile de los dedos sobre las teclas despierta otra clase de baile en la imaginación. ¿Que el resultado es tenue, como reprocha Hughes? Ya habrá tiempo de replegar velas. Entretanto, ya has conseguido lo que querías, que era salir de ti mismo, estar en dos sitios a la vez).

jueves, diciembre 03, 2015

ted hughes / el grito



Leonard Baskin, 1974 



Estaba el sol en la pared, que era el cuadro
de mi cuarto infantil. Y ahí también mi lápida,
que compartía mis sueños, y comía y bebía conmigo alegremente.

Todo el día el halcón afinaba su arte
y noche adentro persistía el milagro.

Los montes vagueaban en su campamento humeante.
Los gusanos bajo tierra hacían bien su trabajo.

Carne de bronce, incitada por una sed de bronce,
dormía en la piedad del sol
como un recién nacido sobre el pecho.

Y las inanes pesas de hierro
que caen de la nada sobre gentes desprevenidas
sólo hacían que me sintiera valiente y en mi ser.

Cuando vi conejillos con el cráneo partido en el asfalto
supe que iba montado en la noria de la galaxia.

Cabezas de terneros asperjadas de sangre sobre los mostradores
hacían muecas igual que máscaras, y el sol y la luna bailaban.

Y mi amigo con la cara cosida
después de que le abrieran para extraerle algo
alzó una mano…

y sonrió, medio en coma,
una sonrisa de bajorrelieve.

También yo, luego, abrí mi boca en son de elogio…

pero un silencio hundió su cuña en mi garganta.

Como una daga de obsidiana, seca, erizada de púas,
un bulto silencioso de vidrio volcánico,

el grito
se vomitó a sí mismo.



trad. J.D. / el original, aquí 




Ted Hughes entró en la década de 1970 de la mano de un Virgilio muy particular: su libro Cuervo. Un Virgilio burlón y oscuro que lo condujo por los túneles y galerías de una poesía expresionista, descarnada, algo hermética incluso, que sorprendió a los lectores de sus primeros trabajos. No hace falta incurrir en la falacia biográfica para ver en esta evolución la sombra que arrojaron los turbulentos años sesenta y las muertes sucesivas de Sylvia Plath y Assia Wevill. El intento casi desesperado de Hughes para dar sentido a lo que carecía de él fue el detonante de una poesía que se adhería a viejas plantillas míticas o tomaba prestados elementos de las nociones de Jung para bucear en las profundidades de la psique.

El primer itinerario en este viaje abisal fue Cave Birds: An Alchemical Cave Drama (1975), fruto de una intensa colaboración con el pintor y dibujante norteamericano Leonard Baskin, cuyas figuras de aves antropomorfas habían estado en el origen de la escritura de Cuervo. Como explica mi viejo profesor Neil Roberts, «si bien Baskin influyó muy poco en la composición de Cuervo una vez pasado el primer impulso, la mayoría de los poemas de Cave Birds se inspiran directamente en sus imágenes. No es simplemente un libro de poemas ilustrados, sino una obra conjunta en la que la contribución de Baskin es tan importante como la de Hughes», hasta el punto de que algún poema se vuelve incomprensible si se lo separa del dibujo correspondiente.

El título completo del libro se podría traducir quizá como Pájaros de caverna: un drama cavernario alquímico (lo de «cavernario» no me convence demasiado, pero «rupestre» se me antoja incluso peor). Y, en efecto, cada pareja de poema-imagen se articula como una escena o capítulo de una ficción narrativa en la que un protagonista masculino es acusado, juzgado ante un tribunal y ejecutado por un crimen contra una víctima femenina para luego, al final, ser resucitado y encontrar algo parecido a la redención.

«El grito» es la pieza que abre el libro y puede leerse como una especie de prólogo. De hecho, es uno de los últimos poemas que Hughes escribió para la serie y de los que menos sufren si se lo desgaja del conjunto. Estamos lejos de los apuntes del natural y las fábulas silvestres de sus primeros libros. El impulso narrativo sigue estando muy presente, pero ahora se muestra sólo a medias y se envuelve en las ropas del sueño y la imagen elocuente. La moraleja escondida del poema parece relacionarse oscuramente con aquellos versos de Luis Rosales según los cuales «jamás me he equivocado en nada, / sino en las cosas que yo más quería». El protagonista del poema es alguien en quien se venga todo aquello que él mismo no ha sabido cuidar. Ya sabemos que «la ignorancia no exime del cumplimiento de la ley». Y en el «El grito» es justamente la incuria o la ceguera del protagonista lo que provoca los desastres que le sobrevienen. No hay excusa posible. Uno paga con creces sus propios errores, entre los cuales la ignorancia, lejos de ser un atenuante, es de los más graves. Uno cruza la vida tambaleándose, haciendo las cosas a tientas y provocando todo tipo de daños en los demás. Y la excusa infantil de «lo hice sin querer» no sirve de nada. Quien lo probó lo sabe, y Hughes tuvo el dudoso privilegio de adquirir esa sabiduría muy pronto.


domingo, abril 15, 2012

con ted hughes



  douglas white | elephant totem song

  
No me gusta saltarme una regla no escrita de esta bitácora según la cual tiene que haber algo de variación en las entradas, pero esta vez, dadas las circunstancias, creo que voy a darme el gusto de colgar dos traducciones seguidas. Si ayer fue Dorothea Tanning, hoy le toca el turno a Ted Hughes y un poema, «Crow’s Elephant Totem Song», que traduje en su día para Cuervo (Hiperión, 1999) y que ahora reaparece ligeramente revisado (los años no pasan en balde) como lectura oblicua y hasta melancólica de lo real.



canción totémica del elefante, por cuervo

Hace mucho tiempo
Dios creó a un elefante
Y era tierno y delicado
Nada estrafalario
Nada melancólico

En la maleza las Hienas cantaban: Eres hermoso…
Exhibían sus muecas y hocicos calcinados
Como muñones descompuestos
Envidiamos tu gracia
Al bailar entre los espinos
Oh llévanos contigo al Reino de la Paz
Oh mirada inmortal de inocencia y bondad
Líbranos de los hornos y la furia
De nuestros rostros renegridos
Estos infiernos nos consumen
Nuestros dientes son rejas
La muerte un constante enemigo
Grande como la tierra
Fuerte como la tierra.

Y las Hienas corrieron a esconderse en la cola del Elefante
Como en un paraguas de goma
Y él caminaba alegre por el mundo
Pero no era Dios no ni estaba en su poder
Corregir a los condenados
Cegados por la ira la locura
Encendieron sus bocas le abrieron las entrañas
Lo partieron en múltiples infiernos
Para gritar sus muchas partes
Devoradas, hinchadas
En una procesión de risas infernales.

En la Resurrección
El Elefante corrigió sus piezas
Ensambló patas como planchas
Y un cuerpo a prueba de colmillos
Huesos blindados, un cerebro irreconocible
Y ojos de anciano, sabios y traviesos.

Y ahora el Elefante, ingrávido y enorme,
Cruza la claridad anaranjada y la penumbra azul del más allá
Como un sexto sentido andante
Y en dirección opuesta y paralela
Al pie de un horizonte deshojado que tiembla como un horno
Van las hienas, insomnes,
Galopan entre azotes
Doblan sus banderas de parias
Contra vientres hinchados de risa putrefacta
De ronchas negras y derrames
Y cantan: «Nuestra es la tierra
Encantada, y bella
Es la infecta boca del leopardo
Y las tumbas de la fiebre
Pues eso es cuanto tenemos…»
Y vomitan su risa.

Y el Elefante canta en lo más hondo de la selva
Sobre un astro de paz indolora y eterna
Pero ningún astrónomo sabe dónde encontrarla.



El original, aquí.

jueves, febrero 23, 2012

ayuda de bly



Biblia de Holkham
Noé liberando una paloma y una corneja, c. 1320-30




Dónde debemos buscar ayuda

La paloma regresa; no halló descanso en ningún sitio;
voló toda la noche sobre los mares encrespados;
bajo los aleros del Arca
la paloma engrandecerá el lecho del tigre;
dad paz a la paloma.
La golondrina de cola bifurcada deja el alféizar al amanecer;
volverán a la tarde golondrinas azules.
Al tercer día el cuervo alzará el vuelo;
el cuervo, el cuervo, el cuervo del color de la araña,
el cuervo hallará nuevo fango donde caminar.




El original, aquí.



En otra ocasión he hablado de Robert Bly (1926), el autor de uno de los mejores primeros libros de la poesía norteamericana, Silence in the Snowy Fields (1962; Silencio en los campos nevados): una curiosa mezcla de sencillez expresiva, sensibilidad oriental y esa claridad misteriosa que surge de no decirlo todo, de manejar con sabiduría las elipsis y los silencios.

Quizá no tan conocido es un ensayo de revelador título (Un desvío equivocado) que publicó al año siguiente, en 1963, y en el que atacaba la herencia de Eliot y Pound, el carácter alusivo y hasta hermético de cierta vanguardia angloamericana, para propugnar un regreso a una escritura más directa y explícita en la que las emociones no quedaran aplastadas bajo el peso de la erudición, no se perdieran en los laberintos de la ambigüedad, la cita culta y las referencias esotéricas. Aunque partía de un malentendido más o menos grosero (¿es que no hay emoción y energía a flor de piel en La tierra baldía o Cuatro Cuartetos?), la idea original no era mala, pero Bly se hizo un lío al invocar en su ayuda el ejemplo de poetas tan distintos como Rilke, Machado, Vallejo, Neruda, Juan Ramón o Tranströmer. A sus ojos (u oídos) de joven poeta americano, todos aquellos escritores venían de un mismo lugar, eran asimilables a una misma tradición que se contraponía a la suya propia y resultaban, por tanto, indistinguibles. En realidad, lo mismo nos pasa a nosotros cuando metemos en el mismo saco (o les asignamos un dorsal en el mismo equipo) a todos los poetas de habla inglesa. Cosas de los malentendidos entre culturas. Nos vemos desde orillas contrarias de un mismo mar y así nos cuesta distinguir las caras de los que importan.

Por lo demás, el propio Bly tampoco se ha librado de cultivar la alusión mítica y de hacer poemas con su punto de hermetismo. Un ejemplo es esta miniatura de su primera época que, como él mismo ha explicado en su libro A Little Book on the Human Shadow, «se refiere a la historia de Noé, aunque tomé las imágenes de una versión anterior compuesta por los babilonios, en la que tomaron parte tres pájaros». Uno de esos pájaros era una corneja, que Bly convierte en cuervo, un cuervo negro al que le complace mancharse, que desconfía de las ideas de pureza y de blancura encarnadas en el símbolo de la paloma y prefiere, como el cuervo de Ted Hughes años después, graznar y revolcarse en el fango. Para Bly, este poema tiene una lectura psicoanalítica evidente: «El poema llegó dos o tres años después de la universidad, y parece decir que si algo podía ayudarme a salir de mi sufrimiento, ese algo vendría del lado oscuro de mi personalidad…» Más allá de su circunstancia personal, me gusta pensar, en efecto, que es una invitación a asumir que somos luz y sombra, día y noche, un saco andante de contradicciones que no conviene reprimir en exceso: aceptar el barro puede ser, extrañamente, una forma superior de limpieza.
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