Mostrando entradas con la etiqueta nota. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta nota. Mostrar todas las entradas

martes, julio 12, 2022

saña

 

 

No hace falta adentrarse mucho en El Quijote para encontrar una de las muestras de crueldad más sombrías de nuestra literatura. Es el capítulo IIII, más conocido como el de la «Aventura de Andrés», lo que delata las simpatías del propio Cervantes, pues Andrés, al que llama casi siempre por su nombre, es un pobre muchacho de quince años al que descubrimos atado a una encina mientras un labrador, que lo acusa de descuidar el rebaño, le propina «muchos azotes» con un cinturón de cuero. Don Quijote, recién ordenado caballero, no pierde ocasión de intervenir y se encara con el «medroso villano» para pedirle explicaciones. Descubrimos entonces que el labrador no solo es «medroso», sino «ruin», pues le debe al muchacho la soldada de nueve meses. Don Quijote resuelve el incidente con admirable sentido de la justicia, pero también con su ingenuidad de viejo loco, y se contenta con las falsas promesas de reparación del verdugo. No bien el caballero reanuda su marcha, el labrador se vuelve hacia Andrés y le dice estas palabras terribles: «Venid acá, hijo mío, que os quiero pagar lo que os debo, como aquel desfacedor de agravios me dejó mandado […]. Por lo mucho que os quiero, quiero acrecentar la deuda, por acrecentar la paga» (mi cursiva). Tras lo cual, añade Cervantes, «asiéndole del brazo, le tornó a atar a la encina, donde le dio tantos azotes, que lo dejó por muerto».

 

Aquí la crueldad del labrador solo es comparable a su cinismo, su desvergüenza homicida. La frase final rezuma satisfacción por todos sus poros: la satisfacción del que tiene en sus manos la justicia y puede hacerla desaparecer a golpes de cinto. Él es la ley, y lo sabe: se siente impune y sin obligación de responder ante nada, ni siquiera su propia conciencia. Este labrador, de nombre Juan Haldudo, es uno de los grandes canallas de nuestra literatura. Nada que ver con el ciego del Lazarillo, digamos; al ciego, por lo menos, le anima cierto impulso didáctico: el duro aprendizaje de la vida. Aquí solo hay saña y violencia gratuita. Una crueldad viciosa que dice más de la falta de calidad moral de aquella sociedad que muchos libros de historia. Bien es cierto que no haría falta rascar mucho para encontrar entre nosotros –cada uno con su variante distintiva de crueldad– a los mil y un descendientes del labrador Haldudo.

 

lunes, junio 13, 2022

extramuros

  

Tomioka Soichiro, Trees, 1961



 

Según Edward Said, que distingue con gracia entre «filiación» y «afiliación» (el juego de palabras es por una vez iluminador, tiene sentido), la relación filial pertenece a los dominios de la naturaleza y de la vida –pues suyos son los lazos y formas de autoridad naturales como la obediencia, el temor, el amor, el respeto y el conflicto de instintos–, mientras que la afiliación pertenece exclusivamente a la cultura y la sociedad, donde imperan formas transpersonales como «la conciencia de gremio, el consenso, la colegialidad, el respeto profesional, la clase y la hegemonía de una cultura dominante». Y no hay duda. A pesar de todos mis déficits como hijo y de los suyos como padre, de los conflictos y turbulencias que oscurecieron nuestra relación y terminaron por separarnos, me reconozco fatalmente del lado de la filiación. Sé bien que los gremios y el espíritu colegial son estribos del orden social, pero nunca he sabido considerarlos sin recelo y hasta sin aversión. Y ahora comprendo que esta incapacidad mía es la raíz de los defectos que más me reprocho. Lejos, lejos, extramuros de la ciudad, por los caminos de la vega, ahí me veréis muchas tardes. Los viejos con los que me encuentro no se parecen en nada a mi padre, pero no será por falta de intentarlo.

 

 

sábado, mayo 21, 2022

alguien

 

Las distopías del nuevo siglo tienen un aire inequívocamente altomedieval: una mezcla de feudalismo y tecnología punta, con ese acento apocalíptico propio de los credos milenaristas. Y no es extraño: nuestros señores feudales tienen más poder que los reinos donde ubican sus castillos, que son mansiones más o menos fortificadas en las afueras de la ciudad; son ellos, los señores de las tecnológicas y las grandes financieras y las empresas de armas (llamadas «de seguridad» con desparpajo eufemístico), los que establecen alianzas transnacionales para eludir el pago de impuestos y esquilmar a sus vasallos, que ojean la pantalla con el mismo pasmo bobalicón con que los campesinos miraban los frescos de las iglesias. La analogía está ahí, y basta con tirar de la madeja. Es lo que hacen los creadores de ficciones, los guionistas de series y películas con aroma a devastación. Solo unos pocos nos atrevemos, tal vez ingenuamente, a añadir una imagen al puzle: alguien, en algún lugar, alguien que no conocemos y que no levanta sospechas, ha decidido construir su propio monasterio y hace de monje copista en el scriptorium.

 

domingo, abril 17, 2022

magia terrestre

 

Los que desdeñan –con perfecta legitimidad, por cierto– un libro como El señor de los anillos no se han dado cuenta de que una parte fundamental de su magia no tiene nada que ver con todo ese mundo fantástico de campanillas que luego ha tenido tanta descendencia, sino con el hecho palmario de que se trata de un libro caminado… Es decir, un libro en el que casi todos sus personajes van de un lado a otro a pie (con la única salvedad de los guerreros, a lomos de sus caballos). Y este ir a pie por bosques, cañadas, llanuras, riberas de río o pasos montañosos hace que estén atentos –alertas– a cada mínimo detalle del paisaje: el modo en que la vegetación del bosque se oscurece, amenazante, o la luz del sol no entra en ciertos pliegues de la ladera, o en la margen opuesta del río sentimos un silencio impropio, que nos hace sospechar. Las formas que tiene la tierra de cerrarse en banda son muchas, pero todas acaban igual: lo que parecía un terreno invitador se vuelve de repente hostil. Y esto solo se percibe andando, caminando; la tierra solo cobra vida si la recorremos a pie. No hay en todo el libro una lección de magia más importante. Tolkien sabía, o al menos intuyó mejor que nadie en el siglo de los grandes viajes mecanizados, que no es posible ser animista a la distancia veloz de un coche o la ventanilla del tren. Y quiso dar a sus héroes y protagonistas la experiencia horizontal, inmediata, de una naturaleza vivificada que no tarda en ser un personaje más; y que nos envuelve una y otra vez en sus atmósferas para que habitemos el mundo, el nuestro, con la sangre convertida en otro órgano de visión.