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viernes, abril 09, 2010

ian hamilton / la tormenta

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Pasan los días y esta bitácora no se actualiza, para mi bochorno. En parte es cansancio y en parte, esa desidia que suele atenazarme cuando arranca la primavera. Parece que este buen tiempo invita a cualquier cosa menos a pensar o escribir con fluidez, y los días se suceden sin que pueda oponerles más resistencia que unas pocas líneas ocasionales.

Entre los trabajos que se han ido dejando hacer de forma casi inconsciente se encuentra la traducción de este viejo poema de Ian Hamilton (1938-2001), uno de los últimos grandes hombres de letras que ha dado Inglaterra. Poeta parco y puntilloso, crítico feroz y biógrafo no menos feroz y penetrante de Robert Lowell y J. D. Salinger, Hamilton fue uno de los ejes del periodismo literario londinense en los años sesenta y setenta, cuando fundó las revistas The Review (1962-1972) y The New Review (1974-1979), donde publicaron sus primeros trabajos escritores ahora célebres como Ian McEwan, Julian Barnes o James Fenton. Fue, como he dicho, un crítico implacable, capaz de realizar genuinos trabajos de demolición que ahora, pasados los años, se leen con una sonrisa por su ingenio y mala baba. Una de sus bestias negras fue mi admirado Ted Hughes; recuerdo, en particular, una reseña de Cuervo en la que demostraba no haber entendido nada del libro pero al mismo tiempo decía cosas muy pertinentes y necesarias sobre su autor. Sólo los grandes críticos son capaces de acertar hasta cuando yerran, y Hamilton pertenecía sin duda a esa especie.

Para ser justos, Hughes estaba en las antípodas de su gusto literario. Intransigente con cualquier forma de exceso retórico, su poesía completa se reduce a poco más de sesenta poemas publicados en vida; piezas breves, apretadas como puños, donde la elipsis es la ropa del pudor y todo se dice con velada y extraña oblicuidad. Fue tan exigente y riguroso consigo mismo como con los demás, y una prueba de ello es este poema, «The Storm» [La tormenta], incluido en su primer libro, un cuaderno de catorce poemas titulado Pretending Not To Sleep (Fingiendo no dormir, 1964). Un poema que siempre me ha fascinado desde que lo leí por vez primera allá por el 92, en la antología de George MacBeth que ya he citado otras veces. Una miniatura, un momento aislado en el tiempo, y al mismo tiempo una lente que magnifica con aire amenazador cada gesto, cada mínimo detalle. Hamilton definía sus propios poemas como «pequeñas apariciones milagrosas», y la frase no puede ser más precisa. Estos versos inquietantes lo dejan bien claro.


La tormenta

Lejos, estalla una tormenta. Rueda hasta nuestro cuarto.
Miras hacia la luz de modo que ilumina un lado
de tu rostro, tu boca rígida, tu mirar aprensivo.
Te vuelves hacia mí y al decir yo tu nombre
te me acercas y te arrodillas, pidiéndome que tome
tu cabeza en mis manos como si fuera un frágil
cuenco que la tormenta podría hacer añicos.
Quieres que te resguarde del estruendo bestial.
Al posarse en tu carne mis grandes manos se despiertan,
laten en ti y entonces, preguntándose cómo hacerlo, aprietan.
La tormenta me alcanza mientras tu boca se abre.


Trad. J. D.

El original, aquí.