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viernes, noviembre 18, 2022

en el bosque de los caminos que se cruzan

 
 

 

Transversal. Poesía alemana del siglo XXI, selección y edición de Cecilia Dreymüller, traducción de Teresa Ruiz Rosas y Cecilia Dreymüller, Barcelona, Tres Molins, 480 págs.

 

 

La publicación de esta amplia y reveladora antología bilingüe –171 poemas de veintisiete autores– viene a llenar uno de esos vacíos tan abundantes en nuestro mundo editorial. Más allá de un par de viejos títulos de Durs Grünbein y un cuaderno de Michael Krüger (y sin contar las aportaciones de los nobeles Handke, Grass, Herta Müller y Elfriede Jelinek), es muy poco lo que sabemos de la poesía que se escribe ahora mismo en los territorios de habla alemana. El subtítulo del volumen merece una aclaración: Poesía alemana del siglo XXI. No se trata de una muestra solo de poetas novísimos, sino de la poesía que en este siglo han escrito autores de todas las edades, desde la vienesa Friederike Mayröcker (1924-2021) hasta las jóvenes Nora Bossong (1982) y Ronya Othmann (1993). La selección y edición del material corre a cargo de Cecilia Dreymüller, quien traduce un tercio de los poemas. Los dos tercios restantes son responsabilidad de Teresa Ruiz Rosas, quien también colabora en la redacción de las breves notas de presentación de los poetas antologados.

 

El resultado es una cornucopia de propuestas que nos permite apreciar con claridad las divergencias entre creadores de generaciones y ámbitos geopolíticos distintos. La coherencia del conjunto está asegurada por el gusto experto y riguroso de Dreymüller, a quien debemos (entre otras joyas) la reciente edición de la poesía completa de Ingeborg Bachmann. Suya es, por ejemplo, la decisión de dejar fuera a Grünbein y a Hans Magnus Enzensberger, por ser «tan afamados [que] a sus obras no les hace falta este tipo de difusión». No sé si exagera la fama de Grünbein entre nosotros o el acceso a la lírica de Enzensberger más allá de sus libros divulgativos. Suyo es también un esfuerzo deliberado por incorporar nombres que solían estar fuera de los recuentos al uso o de colectivos célebres como el «Grupo 47». También relevante, por último, es el foco que la editora pone sobre los poetas que se educaron y empezaron a publicar, casi siempre con problemas, en la antigua RDA.

 

Resulta aleccionador comprobar una vez más hasta qué punto el aire de cada época, su tejido de valores y expectativas, condiciona el esfuerzo de sus hijos más aventajados. Si los autores nacidos antes de la segunda guerra mundial siguen bebiendo de las lecciones de la vanguardia, en especial de un expresionismo áspero y manchado de ironía trágica que incorpora el collage, las transiciones rápidas del cine y una actitud de sequedad y desmarque propia del arte conceptual, el paso de los años añade mesura y un tono más reflexivo y narrativo, cercano a la figuración. Es la distancia que separa, pongamos, a Volker Braun (Dresde, 1939) de Michael Krüger, nacido solo siete años más tarde. Poemas como «Lagerfeld» y «Catarrsis» –escrito en plena pandemia– son lecturas feroces y vitalistas que certifican a Braun como un gran satírico de las contradicciones de la modernidad. Krüger, por su parte, es más sutil y también más clásico, pero no menos feroz, capaz de asumir sus propios errores y construir una reflexión compleja sobre las ideas de verdad o de sentido.

 

Presentar el trabajo de veintisiete poetas en pocas líneas es tarea imposible. Puedo decir que he disfrutado enormemente con la mirada quirúrgica y de hondo calado de Ursula Krechel (1947), capaz de dar la vuelta sin despeinarse al verso más conocido de Celan; la revitalización del sublime romántico en Michael Donhauser (1956); la reticencia persuasiva de Marion Poschmann (1969), que vivifica la poesía de la naturaleza; las ficciones distópicas de Silke Scheuermann (1973), en las que las imágenes rompen las costuras de la alegoría; o el vigor de Kerstin Preiwuß (1980), con palabras que parecen brotar a flor de piel, como una emanación más del cuerpo. En «Estudio de la ruina», soneto inverso de tono solo en apariencia descriptivo, Nora Bossong (1982) capta con maestría la atmósfera opresiva de los suburbios: «Aquí nada jamás estará a favor de los áster, / crecen solo trastos por la casa de atrás…». Es también, o así lo parece, una estampa tristemente irónica de la sociedad alemana de posguerra, como si dijera: después de todo, las cosas no han cambiado tanto.

 

Transversal es un mosaico de forzosa lectura para quien se interese por los hallazgos y desarrollos de la nueva poesía –los nuevos caminos del bosque– en Europa.

 

 

Publicado en La Lectura de El Mundo, 21 de octubre de 2022.

 

 

 


 

lunes, septiembre 05, 2022

el canto de los ríos esta mañana

 

 

 

Raúl Zurita, Mi dios no ve, edición de Héctor Hernández Montesinos, Madrid, Vaso Roto, 2022, 300 páginas.

 

 

Una idea se reitera a lo largo de este libro de Raúl Zurita (Santiago de Chile, 1950), y es que la existencia de un solo desaparecido, uno solo, nos condena a todos a ser supervivientes. Esa «sobrevivencia» puede tener dos acepciones, una –inmediata– como perduración y resto doliente de una catástrofe anterior, y la segunda como ese «exceso» de vida que, según se explica en los fragmentos de entrevistas que integran Un mar de piedras (2018), toma la forma del amor y el arte: «La poesía siempre está sobrepasada en su intento descomunal por preservar a los humanos de toda esa violencia, de todo ese daño, pero persiste en la apuesta por la fraternidad». Esa es la apuesta que ha guiado –no sin torsiones ni violencias explícitas– la obra del escritor chileno desde Purgatorio (1979), donde arrancan con pasmosa rotundidad las líneas maestras de un decir que es un personaje que es un paisaje: Chile, los Andes («lejos, en esas perdidas cordilleras de Chile»), el océano, el desierto de Atacama…

 

El 11 de septiembre de 1973 es un parteaguas en la vida de Zurita, como lo fue para tantos. Los años de aprendizaje coinciden con los años de la represión y el genocidio, los más feroces de la dictadura, y esto le lleva a un estado de tensión casi histérica que se plasma en las acciones que realiza sobre su cuerpo (la quemadura en la mejilla cuya cicatriz protagoniza la cubierta de Purgatorio, el intento por suerte fallido de cegarse con amoníaco). Es como si la desaparición de los cuerpos de los represaliados hubiera despertado en el poeta la necesidad compensatoria de volver sobre su propio cuerpo y escribir sobre él, vulnerarlo. Pero el cuerpo no basta: poco después tiene lugar su célebre intervención sobre el cielo de Queens, en Nueva York, en la que cinco aviones trazan con humo blanco las quince frases de «Escrito en el cielo». Un impulso que madura en la frase («ni pena ni miedo») tallada en 1993 en el Desierto de Atacama: mezcla emocionante de memorial y nuevas líneas de Nazca.

 

Detrás de todos estos proyectos está el deseo manifiesto de Zurita de restituir la vida a la poesía, esto es, de crear «una obra que desde la literatura se cumpla en la vida y no en la literatura, o no allí solamente». Frente a la imagen mallarmeana de la página del libro como «anverso del cielo estrellado», lo que hace nuestro poeta es literalmente «escribir en el cielo» bajo «la maravillosa exaltación de las estrellas de luz, de las estrellas verdaderas». Su linaje es el de los grandes épicos, de Whitman, Neruda o Saint-John Perse para atrás, hasta la semilla fecunda de la Ilíada y ciertos libros de la Biblia (Job, Ezequiel, los Evangelios). El tono puede ser burlón o teñirse de oralidad, pero todo sucede contra un fondo mítico, un paisaje de cordilleras y desiertos y cielos que se rajan y mares que se elevan. No hay cortes entre la dicción impetuosa de sus grandes libros (La vida nueva, Zurita) y el sabio minimalismo de sus intervenciones: todo forma parte de un mismo aliento, el deseo de cantar con el diafragma, desde el centro mismo del cuerpo, sin fingimientos ni peajes retóricos.

 

Entre los materiales que articulan esta selección destacan por derecho propio sus versiones de tres monólogos de Hamlet (incluyendo el célebre «To be or not to be»…) y del canto V del Infierno, que culmina con la trágica historia de Paolo y Francesca: un nuevo homenaje a Dante que se remonta a la niñez («no sé si aprendí a hablar primero el italiano o el español») y a los cuentos germinales de la abuela.

 

Mi dios no ve es lo que los editores anglosajones suelen llamar «a reader», una antología que nos invita a bucear cronológicamente en la totalidad de la obra: prosa, verso, ensayo, entrevistas… Su editor, Héctor Hernández Montesinos, ha tenido el acierto de incluir textos autobiográficos y ensayos como «Que renazca la muerta poesía» y «Walt Whitman, camarada nuestro» –lección magistral sobre el acto de leer y el malentendido trágico que entraña–, así como imágenes ilustrativas que lo convierten en un volumen de obligada consulta. Lástima que entre las «Referencias» no aparezcan las ediciones que contribuyeron, hace más de una década, a recuperar al poeta en nuestro país, como Cuadernos de guerra (Amargord) o el colosal Zurita publicado por Delirio. Pero el libro es todo él un regalo para los lectores: foto de gran angular de una obra que sigue abierta porque sigue mirando hacia el futuro.

 

 

Publicado en La Lectura de El Mundo, 2 de septiembre de 2022.

 

 

 


jueves, agosto 04, 2022

maneras de llegar por el camino más largo

 


 

 

Diane Wakoski, Esperando al Rey de España, edición bilingüe, traducción y prólogo de Eduardo Moga, Madrid, Bartleby Editores, 2022.

 

 

Aunque publicó su primer poemario en 1962 (en Hawk’s Well Press, la editorial del gran Jerome Rothenberg), la californiana Diane Wakoski (1937) es un fruto peculiar del clima de indagación y libertad que caracterizó la poesía norteamericana durante la década de 1970. Alientan en su trabajo, como poco, tres influjos simultáneos: el de la escuela confesional a lo Anne Sexton o Robert Lowell, de la que rechaza su afán por epatar y su exhibicionismo; el de la poesía de la «imagen profunda» del propio Rothenberg y el primer Robert Bly; y el de la poesía beat, con la que coincide en el tiempo y que es una lección de vitalidad y rebeldía calculada.

 

Esperando al Rey de España, publicado originalmente en 1976, es un modelo a escala de toda su obra: una poesía discursiva, incluso narrativa, de evidente vocación autobiográfica; una poesía de personajes, muchas veces ficticios –Harry Moon, el «Rey de España» del título– o históricos, como un George Washington que salta de libro en libro y es el emblema, aquí, de la autoridad arquetípica; una poesía de imágenes, regida por la lógica de la metáfora; y, en fin, una poesía amorosa que no renuncia a la ironía, el humor en defensa propia o la visión crítica de la realidad.

 

Es revelador que una de las figuras que comparecen en este libro sea Federico García Lorca, invocado como fetiche y símbolo perdurable de libertad poética y vital: «Las rosas cubrían el pecho de Lorca […] En mi boca había rosas en lugar de palabras».

 

La escritura de Wakoski en este libro suele ser divagatoria, de largo aliento, como si el merodeo constante (el vaivén entre anécdota vital, metáfora y diálogo con los personajes) fuera un principio estructural. Lo ha dicho ella misma: «la naturaleza de la música [poética] exige que escuchemos todas las digresiones». Eduardo Moga, a quien debemos el conocimiento de esta obra, la traduce con su maestría habitual: «un nombre nunca me basta, pues muy joven aprendí que los nombres lo son todo».

 

 

Publicado en La Lectura de El Mundo, 29 de julio de 2022.

 

 


 

lunes, agosto 01, 2022

incursiones en un pasado que nunca se fue

 


 

 

Ada Salas, Arqueologías, Valencia, Pre-Textos, 2022, 100 págs.

 

 

Es una fortuna ser contemporáneo de Ada Salas (Cáceres, 1965) y asistir en primera línea al desarrollo de una poesía que no deja de crecer y ramificarse y que cada poco, con puntual regularidad, nos acerca una muestra cabal de sus virtudes. Desde Esto no es el silencio (2008), y con un jalón decisivo en Limbo y otros poemas (2013), la escritura de Salas se ha movido fuera del minimalismo estricto de sus inicios para sondear el mundo y mancharse con sus texturas, sus accidentes. El poema-nudo se ha ido desovillando con los años, volviéndose más locuaz, más explícito, y ahora es un poema-filamento que se descuelga sin prisa, con una cadencia ensimismada que de pronto se resuelve en quiebro, en latigazo. El movimiento de los versos se parece al zigzag de las gotas de lluvia que bajan por el cristal de una ventana y aceleran de pronto al atrapar nuevas gotas. El rigor métrico convive con la inventiva formal –en forma de encabalgamientos, anáforas, aposiciones y elisiones sintácticas– para crear un tono, un decir propio que es uno de los placeres inmediatos de esta poesía.

 

Buena parte de Arqueologías se escribió antes o a la par que Descendimiento (2018), su predecesor, que dialogaba con el cuadro homónimo de Rogier van der Weyden para sanar una mente y un corazón trastornados. Las piezas de este nuevo libro insisten en la idea de descenso, de catábasis, de ingreso en «lo oscuro» (la frase reaparece una y otra vez), pero ahora el correlato es el ámbito de los yacimientos arqueológicos y sus hallazgos, sus tesoros, que protagonizan o dan título a muchos poemas: «Cuenco», «Diadema», «Vasija», «Sortija», etc. Dividido en dos secciones más o menos simétricas, «Antiquarium» y «Civitas», con un poema suelto a modo de introducción, este libro está obsesionado con lo oculto, lo que vive bajo tierra, lo que es exhumado y vuelve a la luz. Pero esta realidad material lo es también temporal: se trata de restos y objetos del pasado, presencias («instantes») que hablan de un tiempo que ya no es pero que sigue existiendo a través de ellos; y nos interpela.

 

Toda la escritura última de Ada Salas toma la forma del soliloquio, de un diálogo con ese «tú» –aprendido en Cernuda y en Valente, entre otros– que es uno mismo, pero que engloba al lector y lo vuelve oyente privilegiado de lo que ahí se dice. La naturaleza forzosamente teatral del soliloquio incluye apartes, momentos de duda o vacilación, acotaciones de orden ensayístico («La arqueología habla de los siglos como si fueran / tiempo. Como si hubiera en ellos / sucesión. Pero esos huesos eran un instante») y también, cada cierto tiempo, la exhalación del verso rotundo, sentencioso: «es preciso cantar / como si el mundo // comenzara de nuevo»; «No hay tumba más profunda que el propio / corazón»; «sólo es puro el silencio». Propio del soliloquio es también el fraseo insistente, la indagación tentativa, como si el poema fuera un rodeo, un merodeo, sin dejar de ser también el camino más corto.

 

Arqueologías se abre con el verbo «Acceder» y se cierra con la frase «un azul / que nunca has conocido». El viaje de este libro es, en última instancia, un viaje sanador, que salva la atracción por «lo oscuro» (una negrura magnética como en la cacería de Uccello) para llegar a ver la claridad celeste. Por el camino, la quema de rastrojos, las moras dulces de septiembre, el tacto del trébol: formas de la reconciliación.

 

Muchos de los poemas de Arqueologías son meditaciones sobre el objeto: su don prodigioso para evocar el pasado y así alterar el presente. Otros, como «Moras», «Tiempo» o los trípticos «Pájaros», «La espina» y «Orión» (hermosa elegía al padre), son epifanías, escenas del pasado que exploran el vínculo con la naturaleza y buscan, una vez más, curar la herida del tiempo. Pero Salas deja lo mejor para el final, esto es, los poemas que cierran cada una de las dos secciones del libro y que son la cara y cruz de una misma moneda. Si «Tuffatore» vuelve a dar voz, después de Montale y Valente, al saltador pintado en una tumba de Paestum, «Bañista» es la evocación de un momento íntimo: un baño al amanecer. El primer poema es la cruz mítica y acaba con la muerte de su protagonista («creo / que no quise / despertar de esa noche»); el segundo, más personal, es su reverso afirmativo: el baño como trance purgativo y oportunidad de recomienzo. Tal vez la salvación no esté tan lejos, después de todo.

 

 

Publicado en La Lectura de El Mundo, 22 de julio de 2022.

 

 

 


 

Aljibe

 

En medio de la tierra algo se abre.

Una rama en el mármol te recibe

viajero. Una rama. La gracia.

El brillo

de algún pez.

 

El reflejo más puro.

 

Un agua densa inmóvil un cuerpo

transparencia.

 

Tú quieres estar viva en esa nada.

 

 

jueves, julio 28, 2022

paseos por la cara oculta de la imaginación

 

 

Carlos Edmundo de Ory, Aerolitos completos, edición de Carmen Sánchez y Laure Lachéroy, prólogo de Ignacio F. Garmendia, Cádiz, Firmamento, 2022.

 

 

El muy recomendable Práctica de la emoción, tomo que recoge la correspondencia entre los poetas Rafael Pérez Estrada y José Ángel Cilleruelo, se abre con una carta del malagueño que apostilla, refiriéndose a Carlos Edmundo de Ory: «Es increíble la estupidez de un país que se permite el desperdicio de tener a uno de sus locos más lúcidos en el exilio». La nota de Pérez Estrada está fechada en febrero de 1986, así que el exilio al que se refiere es más bien espiritual, la incapacidad testaruda de nuestra poesía reciente para orientarse en torno a sus mejores voces. Casi cuatro décadas después, la situación es más propicia, pero sin exagerar. De Ory murió en 2010 sin uno solo de los reconocimientos oficiales que tanto nos gustan en España. Con todo, tres libros publicados sucesivamente al final de su vida ayudaron a reparar años de desdén: la generosa antología poética Música de lobo (2003), los tres tomos de su diario (2004) y el volumen con todos sus aforismos, Los aerolitos (2005).

 

Digo la palabra «aforismo» y me doy cuenta de su inexactitud en este caso. Los «aerolitos» de Ory desbordan el perímetro natural de un género ya impreciso por definición para desplegar el ideario o manifiesto personal de su autor. Aquí, como en botica, hay de todo: en palabras del prologuista de este volumen, Ignacio F. Garmendia, «imágenes, paradojas, requiebros líricos, analogías, formulaciones irónicas o a veces crípticas»… A lo que cabe añadir: citas ilustrativas, desplantes, juegos de palabras, bromas privadas y obsesiones (como, por ejemplo, anotar el modo en que ciertas figuras del pasado hallaron la muerte). Lo que importa aquí es la rapidez del trazo, su fulguración, que lo libera de todo engolamiento o tentación de solemnidad. En de Ory y hay siempre un trasfondo de humor, la ligereza del niño que juega y al hacerlo aligera la carga del vivir. Lo que no quita para que el poeta nos hable muy en serio: «Hay días que parecen noches»; «¿De qué color es el vacío?».

 

El poeta José Ramón Ripoll nos recuerda la doble filiación de la palabra «aerolito», en la que confluyen dos voces griegas: aer, «aire, pero también oscuridad», y litos, «piedra arrojadiza, y al tiempo, piedra preciosa». Para Garmendia, es un término afortunado por «su doble connotación material y celeste, su implícita referencia a la velocidad y el vértigo, a la procedencia remota y el impacto impredecible».

 

El linaje del poeta, más que en la vanguardia (que también), está en la gran tradición romántica y visionaria europea, a la que inocula un gusto muy suyo por el disparate y la greguería ramoniana. Él mismo definió estos fragmentos como «perlas del cráneo llenas de corazón». Y una emoción cordial las recorre de principio a fin y le permite soslayar el peligro letal de la abstracción. Como su admirado Blake, de Ory es una paradoja andante, un materialista inconfeso que responde a los dictados de la imaginación y sabe ver el mundo en un grano de arena. Como a Blake, a de Ory no le interesa demostrar, sino mostrar. Algunas de estas entradas son meros asertos, sintagmas que limitan con el enigma o el desplante: «Estornuda una hormiga»; «La mosca es el diablo»; «La abeja descarriada»… Otras, más personales, nos permiten entrever algo de la intimidad de su creador: «Los árboles negros de mi espíritu». Otras, en fin, son migas de pan de su poética: «No digo palabras, hago palabras».

 

Esta edición definitiva de sus Aerolitos completos es una ocasión inmejorable para volver al centro emocional de su escritura. Preparada con esmero por Carmen Sánchez y Laure Lácheroy (viuda y compañera cómplice del poeta) con el respaldo expreso de la fundación gaditana que lleva su nombre, recoge un total de 2.450 textos, «254 de los cuales no habían visto la luz hasta ahora». La labor de cotejo y fijación textual no ha debido ser fácil, pero el resultado vale la pena. No hay página de la que el lector no salga con una sonrisa, pensativo o maravillado ante el don oryano para el relámpago verbal y la sorpresa feliz. Es como si nuestro poeta fuera capaz de convertir en «aerolito» todo lo que toca y piensa y escribe. Leyéndolo, he recordado a otro gran raro, el francés Julien Gracq, cuando anota (en Nudos de vida): «Nadie comulga de verdad con la literatura si no tiene la sensación de que, en literatura, el todo está presente en la más pequeña parte». Así es, justamente.

 

 

Publicado en La Lectura de El Mundo, 8 de julio de 2022.

 

 


 

 

Yo soy poeta, o sea, nada que sirva para nada que tenga nada que ver con el dinero y la mierda del mundo.

 

 

 

Los camiones en la noche llenos de personalidad.

 

 

 

Sueño palabra que sueña.

 

 

 

Cuando el cartero me trae una carta yo quiero al cartero por su generosidad anónima más que a la persona que me escribe.

 

 

 

La sangre fría de las puertas.

 

 

 

Inventa tu familia.

 

 

 

La inspiración es recordarle a Dios que existe.

 

 

 

lunes, julio 25, 2022

en los dominios del sueño lúcido

 



Esther Ramón, Semilla, epílogo de José Luis Gómez Toré, Madrid, Bala Perdida, 144 págs.; Los naipes de Delphine, epílogo de Lina Maruane, Madrid, Fórcola, 200 págs.

 

 

Hace años, al comentar grisú (2009), señalé un rasgo primordial de la escritura de Esther Ramón (Madrid, 1970), y es que, más que una creadora de poemas, lo es de libros, conjuntos textuales que acotan un fragmento de mundo y permiten habitarlo. Pero estos libros, lejos de seguir un orden cronológico, se configuran en forma de constelación y dialogan o se ubican sin jerarquías, reordenándose levemente con cada nueva aparición, como un puzle que no acaba nunca de cerrarse y que a la vez recibe el impacto de cada nueva pieza. Nada se rebasa, todo se integra. Y el orden de aparición de los libros, a la larga, no modifica de manera sustancial nuestra lectura del conjunto. Pienso en Tundra (2002), primer elemento del puzle: libro de madurez en el que comparecen muchos de los rasgos de estilo y las obsesiones de su autora y que podría haber visto la luz hace tres años, o ayer mismo. Lo mismo cabe decir de Semilla, libro de largo alcance que ha tardado más de una década en cobrar forma.

 


 

 

Como los poemas de En flecha (2017), Semilla surge de un diálogo deliberado con artistas cuya labor, como explica Gómez Toré en su inteligente epílogo, «evoca una materialidad que [esta] poesía, evitando lo puramente abstracto, no deja de confirmar». Las nueve suites que componen el libro son ensayos de aproximación a obras de otros tantos artistas –instalaciones, series fotográficas, esculturas, videos, cuadernos– en los que Esther Ramón adopta el papel de ayudante o de observadora, como un testigo que estuviera a la vez dentro y fuera de la acción. Y lo que aquí se cuenta, lo que sucede, es la forma en que cada obra interviene en el mundo natural y revela sus ritmos insistentes, circulares, su inagotable capacidad de resistencia y renovación; también la fragilidad de un entorno que la actividad humana no deja de poner en riesgo: «En el borde lanceolado de la desaparición».

 

Semilla está escrito con una mezcla deslumbrante y enigmática de precisión, delicadeza y onirismo. La atención casi quirúrgica a los detalles –la frialdad aparente con que se describe cada escena, su desarrollo, sus ramificaciones– convive con una predisposición innata a explorar cada resquicio del relato y dejarse llevar por su haz de sugerencias. Estamos en el reino elástico del sueño lúcido, en un espacio/tiempo alternativo que brota de la conciencia embebida en las cosas del mundo y cuyo rasgo primero es la sinestesia, la percepción simultánea de los sentidos (olores y sabores, colores, texturas…): «También huelen sus pensamientos, un dolor suyo».

 

Esa misma lógica del sueño domina Los naipes de Delphine, que toma como punto de partida el personaje homónimo de El rayo verde, la película de Éric Rohmer (en concreto, las dos escenas en que Delphine encuentra un naipe), para crear un juego delicioso que es también muchas otras cosas: un libro de relatos sugestivos, una poética, una declaración de amor al arte, una autobiografía velada…

 

La Delphine de Esther Ramón sale de la película de Rohmer para encontrarse naipes a cada paso (hasta 54), que son como puertas que le permiten ingresar en las distintas estancias de su memoria y su imaginación. Estamos quizá ante el libro más accesible y luminoso de su autora, también el más explícito, y que nos acerca –por si fuera poco– a una gran prosista. Aquí se citan muchas de las obsesiones y referencias habituales de Esther Ramón: los símbolos y los relatos míticos, la cábala, los sueños, el mundo animal, Roland Barthes, París… El resultado es un paseo por la mente de una poeta tocada por el don de la analogía, capaz de tender lazos entre realidades muy lejanas entre sí. Un paseo, también, en el que asoma una veta de humor y de ligereza ausente en su poesía, y que hace de esta lectura una vivencia risueña, llena de sorpresas: «Cuando ves de nuevo una película que amas, los nuevos detalles que descubres son como los naipes que ella encuentra: regalos de apertura».

 

A lo largo de más de veinte años, Esther Ramón ha ido desplegando con admirable tenacidad una poética del sueño y el deseo, de la imaginación fértil, capaz de vivificar la realidad. Nadie entre nosotros ha ido tan lejos por ese camino, a riesgo incluso de quedarse sola en el intento. Parece evidente que buena parte de nuestra crítica no ha sabido ponerse a la altura de esta propuesta.

 

 

Publicado en La Lectura de El Mundo, 24 de junio de 2022.

 

 


miércoles, julio 20, 2022

la escritura como gabinete de curiosidades

 

 

Ana Luísa Amaral, Mundo, edición bilingüe, traducción de Paula Abramo, Ciudad de México/Madrid, Sexto Piso, 2022, 192 págs.

 

 

Buena conocedora de la tradición poética angloamericana, a la que ha dedicado no pocos esfuerzos como traductora y profesora en la Universidad de Oporto, Ana Luísa Amaral (Lisboa, 1956) ha hecho suyo el célebre lema de William Blake: «Ver un mundo en un grano de arena / y un cielo en una flor silvestre». Así, Mundo, se titula justamente su último libro, pero con la humildad ambiciosa de quien sabe que solo mediante lo pequeño, lo que podría pasar desapercibido si no tomamos la decisión consciente de mirar bien, podremos tener un vínculo saludable con nuestro entorno.

 

A lo largo de las cinco secciones del libro, Amaral hace inventario de las cosas del mundo y despliega un catálogo de las muchas formas en que se las puede cantar o contar. Por aquí desfilan, literalmente, hormigas, ciempiés, una urraca, una abeja… O el pavorreal, símbolo de la belleza cuya cola desplegada es «otra manera de volar / sin alas // colmo de la pasión». Este bestiario es un ejemplo de un modo alegórico que toca también a los objetos cotidianos: si «la mesa» es «mi patria», lo es porque –finalmente– «los átomos que me forman y me hicieron / pudieron ser los suyos».

 

A Amaral le gusta fabular, y así «La lucha»: un cuento de niños en el que los libros (El Principito, Frankenstein…) pelean por su vida cuando sienten que un «ajuar de tontas sábanas» les amenaza. Humor blanco, sí, pero con un dejo de amargura.

 

En «Intervalo», la sección central, la escritura se vuelve más lúdica y hasta juega con el pastiche («Oda al cigarrillo»), con resultados que no tienen la intensidad certera de sus poemas breves o sus evocaciones históricas («Tren a Cracovia»). Bien servida por la poeta mexicana Paula Abramo, Amaral se muestra dueña y segura de su oficio en las piezas finales, más largas y reflexivas, en las que se dan cita un café de Praga, su admirada Emily Dickinson, versos de Thomas Gray y un amor juvenil. Así hasta llegar a un final que es un recomienzo: «un cuerpo amado / y vivo».

 

 

Publicado en La Lectura de El Mundo, 17 de junio de 2022.

 

 


viernes, julio 15, 2022

un homenaje necesario y luminoso

 

 

Guadalupe Grande, Esa llave ya nieve, Pamplona, Alkibla, 2022, 172 págs.

 

 

La muerte inesperada de Guadalupe Grande (Madrid, 1965) en los primeros días del año pasado truncó de manera prematura una existencia cuyo centro magnético fue siempre la poesía, en todas sus expresiones. Hija de los escritores Francisca Aguirre y Félix Grande, militó de forma activa en el género como docente, editora y gestora cultural dentro de la Universidad Popular José Hierro en San Sebastián de los Reyes. Hasta 1996, con la aparición de El libro de Lilit, no se dio a conocer como poeta, lo que fue en un sentido profundo que rebasa lo puramente verbal, como veremos.

 

Esa llave ya nieve, que juega con el título de su segundo libro, La llave de niebla (2004), es un hermoso libro de homenaje a la creadora y amiga que recoge una breve muestra de sus poemas, algunos de ellos inéditos, y textos en prosa que giran en torno a sus preocupaciones más íntimas: la vieja dignidad de la cultura del libro, la memoria histórica, los fantasmas familiares y domésticos… Hay también páginas del inédito Cuaderno de Roma, escrito durante su estancia en la Academia de España en la ciudad, y que ofrecen el lado más introspectivo, incluso onírico, de su producción.

 

A la espera de la publicación del libro que Grande dejó inédito, Jarrón y tempestad, este volumen nos permite volver sobre una obra que se propuso, explícitamente, «abolir el olvido», en la certeza de que «el tiempo es una estación de ida y vuelta».

 

El resultado es mucho más que una antología al uso. No solo por el cúmulo de fotografías que ilustra el volumen, sino por su afán de mostrar y hacer justicia al brillante trabajo gráfico de Grande. Sus collages y fotomontajes dominan la puesta en página y nos acercan un universo entre lúdico, alucinado y melancólico que se prolonga en los videopoemas que la autora realizó hacia el final de su vida. Imágenes de película muda y coloreada que sondean el tiempo de los antepasados para hacer de la extrañeza virtud, esto es, una puerta hacia la piedad y la comprensión.

 

 

Publicado en La Lectura de El Mundo, 17 de junio de 2022.

 

 


jueves, julio 07, 2022

todo lo que la tierra esconde

 

 

Lucian Blaga, La luz que siento. Antología poética, edición bilingüe, traducción de Corina Oproae, Valencia, Editorial Pre-Textos, 2022, 316 págs.

 

 

Cuando fue apartado de su cátedra en 1948 por negarse a apoyar el nuevo régimen comunista, el poeta y filósofo rumano Lucian Blaga (1895-1961) decidió traducir el Fausto de Goethe. El dato no es casual. Si el poema que abre esta antología, «Yo no aplasto la corola de milagros del mundo», parece una glosa nada velada de la célebre frase de Mefistófeles –«Gris es toda teoría y verde es el árbol dorado de la vida»–, su evolución dibuja un arco muy goethiano, desde el expresionismo neorromántico de sus comienzos hasta el tono más clásico y contenido de los libros que escribió en el exilio interior (y que vieron la luz en 1962, un año después de su muerte).

 

Como muchos, Blaga se vio envuelto en el torbellino ideológico de la Europa de entreguerras, pero siempre a distancia de unos y otros, como dejó zanjado Marta Petreu en su libro de 2021, donde desmiente el viejo mito de su filiación fascista.

 

La obra de Blaga se postula desde un inicio como una celebración amorosa del «misterio del mundo»: «no mato / con la mente los secretos que encuentro / en mi camino». Un misterio recorrido por la conciencia de la muerte, que encarna en la naturaleza, en los árboles (por ejemplo, en ese roble «en la linde del bosque» del que «tallarán / un día mi ataúd») y en la tierra misma, símbolo también de la fuerza vital y del amor. Y este sentimiento oceánico no tarda en mezclarse, en fin, con el acento nocturno y gótico propio del expresionismo de entreguerras.

 

Con los años, el tono se vuelve más sobrio y la escritura se vierte en toda clase de formas, desde la canción popular al verso meditativo («El cementerio romano», «La milagrosa semilla») pasando por el poema breve, donde su peculiar lirismo se tiñe de acentos epigramáticos. Esta muestra, seleccionada y traducida de manera ejemplar por la poeta Corina Oproae, nos permite subir de nuevo a una de las cimas de la poesía europea moderna: «tan sólo el amor me edificó, afable».

 

 

Publicado en La Lectura de El Mundo, 3 de junio de 2022.