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lunes, diciembre 16, 2019

anáfora / 2





Me llegan algunos comentarios de amigos sobre la entrevista que me hizo el poeta Carlos Iglesias Díaz para la revista Anáfora (Carlos, por cierto, acaba de obtener el Premio de la Crítica que concede la asociación de escritores asturianos; toda una alegría para él y sus lectores). Entre las parejas de pregunta-respuesta que han quedado fuera de la versión final o editada, quisiera rescatar estas dos, que parten de Seamus Heaney y Geoffrey Hill para hablar un poco de escritura, en general, y de la mía en particular. Y son palabras que, en última instancia, se ajustan como un guante a muchas entradas de esta bitácora.


Al abordar el estudio conjunto y comparativo de los poemas en prosa de Seamus Heaney y Geoffrey Hill, opones la transparencia y el afán de verosimilitud propios del género frente a la retórica más artificiosa del poema en sí mismo. Por otro lado, tú eres un asiduo cultivador del poema en prosa, bien en diarios –La vibración del hielo (2008)– como en libros misceláneos –Perros en la playa (2011)–. ¿Qué te atrae del poema en prosa, en tu doble vertiente de lector y autor, y qué retos específicos te plantea a la hora de traducirlo?

Tengo la impresión de que el poema en prosa es una de las formas que toma la pelea constante de la modernidad entre el verso (más rítmico, más artificioso, más sutil y contrapuntístico) y la prosa. Dice Charles Simic que «El poema en prosa es una bestia mítica como la esfinge. Un monstruo hecho de prosa y poesía», pero no estoy muy de acuerdo. El problema reside en esa equivalencia falsa entre «verso» y «poesía». Lo contrario de la prosa es el verso, no la poesía, que puede aparecer donde quiera. Faltaría más. Yo creo que este tipo de debates formales deberían estar superados a estas alturas: poema en prosa, verso libre, serialidad, fragmentación, etcétera. Otra cosa es que se quieran superar en falso, sin tener una idea clara de lo que es o lo que supone la forma poética. Pero esa es otra cuestión.

Yo creo que todos, como poetas, hemos envidiado esa espaciosidad de la prosa, ese don para meter mundo y decirlo sin afectación, sin artificio aparente. Por cada gran poema que hemos leído podríamos invocar un pasaje en prosa igualmente memorable que persiste en la memoria como un talismán. Quizá no lo recordemos palabra por palabra, pero sabemos que está ahí, que existe, y podemos volver a él.

Sé que otros lectores pueden no estar de acuerdo, pero yo siento que Perros en la playa es un libro esencialmente de poesía. De hecho, es la poesía que quise hacer después de la decepción que me produjo, casi al momento de publicarse, Gran angular. Siento que hay menos poesía ahí que en Perros…, que es un cuaderno de notas, de reflexiones y mini ensayos, de aforismos… No veo cesura ni distancia entre esos dos modos de escritura. Hay una continuidad.


Siguiendo en la estela de Heaney y, en concreto, de su célebre poema «Digging» (Cavando), ¿crees que la tarea del traductor consiste justamente en cavar y horadar el lenguaje en busca de nuevos matices de los que antes carecía?

Yo creo que la imagen del «cavar» ha sido muy importante para mí como descripción del proceso de escritura. La idea de que uno empieza escarbando, apartando maleza y piedrecillas hasta que tropieza con algo. Algo de lo que tirar. Y la escritura entonces se parece a coger una pala y profundizar en los alrededores de ese algo, hasta que lo tienes delante de los ojos en forma de poema. Otra imagen posible es la del ovillo: uno encuentra un cabo suelto y tira de él hasta desplegarlo. Me gustó mucho el modo en que lo describió Martín López-Vega al reseñar Nada se pierde. Decía que los poemas, «que a menudo parten de un detalle, siempre dibujan, a partir de ese detalle, un mundo complejo, como una secuencia de adn». Martín entendió, me parece, la naturaleza obsesiva y hasta machacona de esa búsqueda. Pero la imagen del «cavar» también me atrae porque supone un esfuerzo físico, una cosa de porfía y de empeño. Bueno, todo eso está en un poema temprano como «Laurel», bastante explícito al respecto. En general, toda poética que incluya una visita a la tierra, a la oscuridad o al lado de sombra del mundo, tiene mi asentimiento.

lunes, julio 11, 2016

hill, capítulo tercero


Doy por cerrada la semana dedicada a Geoffrey Hill. Y lo hago con una pequeña selección de su obra que me encargó la semana pasada la gran revista virtual peruana Vallejo & Co., o mejor dicho su editor Bruno Pólack: empieza con «Génesis», el poema que lo hizo célebre, sigue con «Canción de septiembre» y los poemas en prosa de Himnos de Mercia (1971), y termina con un par de piezas de Sin título (2006), uno de sus (muchos) libros recientes. El resultado es como examinar Marte con una sonda espacial, pero al menos da una idea del tono y las obsesiones del poeta. Buena lectura.

viernes, julio 08, 2016

lunes, julio 04, 2016

in memoriam geoffrey hill




clemátide silvestre en invierno

i.m. William Cookson

La vieja dicha del viajero aparece, desnuda, como una flor de espino
mientras el coche enfila la ciudad entre borrosos pormenores…
clemátide silvestre derramando la falsa simiente de las vainas,
la tierra eyaculada, el sol y su mortaja blanquecina,
helechos húmedos raídos sin piedad, prensados como raspas de pescado,
y la hierba del terraplén hachada y emplumada por la escarcha,
por todas partes desperdicios, vertidos bien visibles
en esta aparición palidecida.


trad. J.D. / el original, aquí



La semana pasada fue aciaga para la poesía. A la muerte el viernes 1 de julio de Yves Bonnefoy, no por anunciada menos triste (llevaba meses muy delicado), hubo que sumarle, justo un día antes, la de Geoffrey Hill, el último superviviente de la gran generación de poetas británicos que saltó a la palestra durante la década de 1950 y que incluye a Philip Larkin, Ted Hughes, Charles Tomlinson y Peter Redgrove. Hill es un viejo conocido de los lectores de esta bitácora: aquí he publicado de vez en cuando algún poema suyo; aquí anuncié, allá por 2006, la edición española de Himnos de Mercia que preparamos Julián Jiménez Heffernan y un servidor y que Sergio Gaspar tuvo la generosidad de acoger en DVD Ediciones.

Quiero escribir más por extenso sobre Bonnefoy y Hill, unidos más acá de la muerte por indudables afinidades, pero de momento me contento con evocar, a modo de ofrenda, este breve poema de su libro Without Title (Sin título, 2006): una miniatura que nunca ha dejado de conmoverme, pero que he tardado casi diez años en atreverme a traducir. Dedicado a la memoria de William Cookson, fundador y espíritu vital de la legendaria revista Agenda, con quien tuve la fortuna de colaborar allá por 1997-1999, «Clemátide silvestre en invierno» es un modelo de brevedad epigramática que exhibe el talento de Hill para recrear con pulso expresionista su fascinación por el feísmo urbano y el milagro persistente del mundo natural. El lenguaje no ha perdido un ápice de su vieja densidad alusiva, pero ahora la imaginación ha dejado el mundo mítico y algo medievalista de sus primeros libros para levantar un escenario digno de una portada de música punk.

miércoles, diciembre 21, 2011

gil o gila

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Cosas del espacio virtual. Como un personaje de cuento de navidad de Dickens, un momento sentí que viajaba al DF, a la casa de mi admirado Zaidenwerg, para dejarle un poema de Geoffrey Hill (esa maravilla que abre su Poesía completa con el oportuno título de «Génesis»), y al siguiente que Marcos Canteli, director de la revista 7 de 7, picaba en la puerta y me dejaba un sobre con la lúcida reseña que Pilar Martín Gila ha escrito sobre Perros en la playa. A todos, gracias. Estos gestos de complicidad son como faroles que van iluminando el camino del final de año.

Ah, el original (memorable, deslumbrante) del poema de Hill se puede leer aquí.
.

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martes, junio 23, 2009

geoffrey hill / poema



Christopher Wood, Boy Jumping a Stream, 1929


El muchacho saltarín
1.
He aquí el muchacho saltarín, el muchacho
que salta mientras hablo.

Está a sus anchas en el camino real,
a oídos de la casa alta, su ciego
alero, los árboles; conozco este lugar.

La senda, en gruesas líneas fuera del campo de visión,
se acaba en cualquier parte pero no en Lyonnesse,
aunque es de Lyonnesse de donde he de traerte,

por huertos tenebrosos, a través de las lomas
de tojo de la antigua tierra comunal
devuelta en todas partes al futuro de la memoria.

2.
Brinca porque siente una seria
alegría al brincar. Los ojos de la chica

tienen vedado el paso, o bien ella
está a un paso, a cubierto, y nosotros,
sin saber cómo, debemos saberlo.

Apuesto que idolatra su cabeza plebeya
de balín, sus aladas zapatillas de lona
de nuevo Hermes, su abollado casco de juguete

sujeto con elásticos. Está ganando
una guerra justa y trascendental
contra la gravedad.

3.
Tal vez sea un caso de levitación. Yo
podría hacerlo. Dar a su nuevo cuerpo
mi remembranza. Tales incidentes ocurren.

4.
Sigue saltando, saltarín; el muchacho que fui
grita vamos.

Trad. J. D.


Este poema pertenece a Without Title (2006), uno de los libros últimos de Geoffrey Hill (1932). Más accesible de lo que es habitual en su autor, es también uno de los pocos, por no decir el único, que nace de una imagen, de un estímulo visual: un cuadro del pintor inglés Christopher Wood (1901-1930), Boy Jumping a Stream, que cuelga en el Museo de las Artes de Sheffield y que, según Hill, le hizo pensar en el niño que era en 1940 (una época que también comparece con fuerza en Himnos de Mercia). En una entrevista que concedió a la BBC en enero de 2006, Hill comentó que sus poemas «no suelen comenzar con imágenes, sino con grupos de palabras», por lo que «El muchacho saltarín» era «una anomalía por la que siento gran afecto». La verdad es que es el cuadro de Wood es sólo un punto de partida; el poema no tarda en dejarse llevar por la imaginación y postular nuevos elementos que sin duda («conozco este lugar») remiten a la biografía de Hill: los huertos temerosos, las lomas de tojo, la muchacha escondida… Y ese casco de juguete que hace pensar en algunos de los poemas «bélicos» de Himnos de Mercia. Las cuatro secciones del poema se van adelgazando hasta culminar en ese grito («¡vamos!») con que su autor parece animar al niño que fue, que es aún, al niño que persiste en la escritura sin importarle los años o la experiencia acumulada. En este sentido, estos versos son casi un emblema de la actitud de Hill en sus últimos libros: un poeta mucho más suelto y despreocupado, ansioso por jugar, que mezcla mundos y referencias con espíritu irreverente y gusto por lo grotesco. Aunque aquí la música de fondo es más elegíaca y también más tierna.

Traduje este poema al poco de recibir el libro y se lo envié a Julián Jiménez Heffernan, quien propuso un par de alternativas que no tardé en incorporar. Lo mismo hizo mi amigo Jaime Priede, que me ayudó a despojar a esta versión de una solemnidad excesiva. Al fin y al cabo, si su protagonista está saltando, el poema no puede hacer menos.
   

miércoles, diciembre 27, 2006

tiempo de offa

Llevo casi tres semanas sin añadir nada a esta bitácora. En parte, se debe al exceso de trabajo (un libro que debo entregar sin falta estos días y que me tiene amarrado al duro banco). Pero también a la dichosa actualización de Internet Explorer que descargué a mediados de este mes y que me ha descompuesto el sistema. Supongo que es algo sin importancia, pero no he logrado solucionarlo. Y la falta de tiempo no ayuda, precisamente.

Entretanto, ha habido algunas novedades de las que no he dado cuenta aquí. Una de ellas, la estupenda reseña de Himnos de Mercia que el crítico asturiano Luis Muñiz publicó la semana pasada en Culturas, el suplemento literario de La Nueva España. Es una reseña modélica, muy superior a lo que estamos acostumbrados a leer en Babelia, por ejemplo (con excepción de Antonio Ortega). ¿Por qué gente como Luis o Jaime Priede no están haciendo crítica en los suplementos de los grandes periódicos nacionales? No espero que nadie responda a esa pregunta, pero ahí queda, por si algún redactor jefe se cansa de su actual cuadrilla.


Tiempo de Offa

Poeta prácticamente desconocido en España, el británico Geoffrey Hill (1932) blande por igual en su obra las armas de la parodia y la mirada visionaria, y en su tercer libro, Himnos de Mercia (1971), se sirve de ambas para erigir un monumento al reino del mismo nombre (integrante de la llamada heptarquía anglosajona) y su monarca legendario, Offa, que lo gobernó en la segunda mitad del siglo VIII. Monumento, a veces, en sentido literal, pues muchos de los treinta poemas en prosa que componen el volumen parecen tallados en piedra, como las Estelas de Víctor Segalen; pero monumento, también, devastado por la ironía y el sarcasmo, porque la hímnica de Hill, su calculado artificio lingüístico, que juega deliberadamente al cultismo y la adición de fragmentos, es asediada de continuo por la intromisión de un tiempo mucho más próximo al nuestro (el de la infancia del propio autor), que se filtra al marco temporal de partida y permite inocular el veneno del presente en el relato de un pasado que, ya de por sí, se nos aparece envuelto en brumas, cuando no en el aura de violencia y duras consonantes del viejo anglosajón, la lengua que se hablaba en la isla antes de la conquista normanda.

De la influencia rítmica y aliterativa que ejerce en los Himnos aquel antiguo inglés (cuyo sustrato aflora de vez en cuando en las obras de, entre otros, Ted Hughes o el primer Auden), así como de la genealogía del poema (Pound, Eliot, Bunting, Saint-John Perse, el citado Segalen, añadimos nosotros), dan cumplida cuenta la introducción de Julián Jiménez Heffernan y el epílogo del gijonés Jordi Doce, quienes, además, firman conjuntamente una estupenda traducción; una de ésas que hacen posible leer en español a un poeta inglés sin que parezca que su lengua materna es la de Cervantes. Lo contrario, tratándose de Hill, hubiese sido estúpido, ya que su escritura no encuentra parientes próximos ni lejanos en nuestra tradición, excepción hecha, quizás, del Antonio Gamoneda de Lápidas, cuyas concomitancias con Hill son señaladas por Jiménez Heffernan con su proverbial olfato para la literatura comparada. Es cierto que las viñetas en prosa del libro del asturleonés ofrecen un similar entrecruzamiento de tiempos (el infantil de posguerra y el León medieval de los mercados), pero los respectivos talantes son tan distintos (el último premio «Cervantes» no acostumbra a vestir la tragedia con los ropajes del sarcasmo) que la invitación a una lectura en paralelo resultará más placentera por el contrapunto que por la semejanza.

De cualquier manera, y sea mucha o poca la vecindad que haya entre Hill y Gamoneda, toda la obra del británico (y los Himnos, dentro de ella, más que ningún otro libro) se inscribe en una tradición netamente anglófona, la del poema que se construye a base de fragmentos, de ruinas lingüísticas; en este caso, de las ruinas enterradas del viejo anglosajón, sobre las que han ido superponiéndose sucesivas capas de inglés afrancesado. Como, además, la perspectiva del poemario es histórica, tenemos que hablar necesariamente de épica y, más en concreto, de épica poundiana, esta vez propulsada por versículos de aparente salutación a un gran monarca. No obstante, la mofa y el chiste de bar acechan en cada esquina del texto, como ocurre en el tercero de los himnos, donde un chef y «un rey con su sombrero recién erguido» (Offa en pleno siglo XX) se funden en un mismo, cómico, personaje, que ofrece mostaza a sus compañeros de farra; una escena que, según Heffernan, habría que situar en 1936, año de la coronación de dos reyes ingleses, Eduardo VIII y Jorge VI. El solapamiento de tiempos es deudor de Eliot y Pound, pero Hill no viaja hasta la alta Edad Media para poner orden en el presente, tal como hicieron sus maestros con la cultura grecolatina, el Renacimiento y, también, el medievo; busca, como el Joyce de Ulises con Homero, el contrapunto irónico que le proporciona la yuxtaposición de su época y la de Offa; aunque, de paso que se hace eco de los hechos del rey, permite que el anglosajón que hay en él emerja a la superficie del poema (no en vano su región natal, Worcestershire, era parte de Mercia en el momento de mayor esplendor del reino). Y es aquí donde su apuesta diluye las fronteras temporales y crea, mediante el lenguaje, un tiempo, el de los Himnos, que es a la vez las dos épocas y ninguna; porque, al dejarse contagiar por el viejo inglés germánico, por sus ritmos entrecortados y sus chasquidos consonánticos, el poeta se contagia, asimismo, de su cultura trágica y violenta, lo que le lleva a incrustar en una recreación de viejas crónicas medievales escenas de su propia infancia, marcada por la posguerra de la segunda gran conflagración mundial.

Luis Muñiz

La Nueva España, 21 de diciembre de 2006

domingo, noviembre 12, 2006

reseña / himnos de mercia

Musa de la historia

La poesía de Geoffrey Hill (1932) provoca tanta admiración en Steiner y Bloom como en otros, menos eruditos y cultos, decidido rechazo o reticencia. Esta división de pareceres es fácil de comprender, como Ángel Rupérez explicó muy bien en su excelente Antología esencial de la poesía inglesa. Antes de él, los anglistas españoles Bernd Dietz y Francisco García Tortosa habían hecho interesantes aportaciones al conocimiento de esta obra que, por un lado, enlaza con las más atrevidas propuestas de Pound y, por otro, desarrolla las posibilidades entrevistas por Auden en las aliteraciones de la primitiva poesía nórdica.

Hill es un poeta doctus en grado mayor aún que Eliot y conocedor, como pocos, del sentido y las formas de la tradición . Himnos de Mercia es uno de sus textos más complejos no sólo por su investigación del poema en prosa –cuyos rasgos describió con detalle Jordi Doce– sino también –y tal vez sobre todo– por la combinación en él de dos tipos de dificultad: la derivada de un determinado uso de la lengua, en la que abundan la enumeración evocativa y los paralelismos de la himnodia; y la que dimana de un planteamiento poético de la historiografía y la intrahistoria, que conlleva una visión moralmente comprometida de la realidad. La primera dificultad es de índole lingüística o filológica, y con notas al pie de página, como el propio autor hace, se puede subsanar; la segunda, en cambio, exige un riguroso análisis de la filosofía de los géneros y se presta mucho a la polémica en la medida en que requiere una lectura en profundidad.

Hill parece, pues, transgredir la frontera que Aristóteles establecía entre poesía e historiografía, aunque, como Cicerón, asigna a ésta un valor retórico, que es el que este libro retoma y que podría explicar la razón por la que prima en él el poema en prosa. Seamus Heaney así lo entendió cuando en Stations, gustosamente, se vio sometido a su influencia. Pero hay un punto en todo este libro que todavía está por resolver y al que me gustaría añadir una humilde sugerencia hermenéutica: me refiero no sólo a su clara dimensión política sino también a su misma condición y constitución estética. Mi impresión es que Hill combina aquí dos planos (el de la Historia con mayúscula y el de la historia con minúscula, que se imbrican en la experiencia de la infancia, el sentimiento del paisaje y la mixtura del espacio y del tiempo) pero que lo hace de un modo trágico –y, en ocasiones, lírico– que recuerda a algunos de los procedimientos shakespeareanos y, en concreto, a aquellos que tienen como tema la meditación sobre el poder y, para ser exactos, el hipotema de la violencia fundacional del Estado.

Ese, y no otro, me parece la clave que rige estos Himnos de Mercia, en los que se alude a las leyendas monetales del rey Offa y a los títulos latinos que acompañaron su acción o la de otros reyes en los oscuros tiempos del medievo que se mezclan con los, no menos oscuros, de la memoria personal aquí. De manera que estos Himnos son de carácter político, como se puede ver en la cita de C. H. Sisson que, en la primera edición (1971), los introducía y que, como las acotaciones explicativas que acompañaban a cada uno de los poemas, luego se suprimió. Lo que ha tenido graves consecuencias para la recta comprensión del texto, aunque haya contribuido –y mucho– a aumentar el carácter abierto de la literariedad de esta escritura, porque –como observa Jordi Doce en su fundamentado epílogo– «el sentido aparece incorporado en la configuración misma de la imagen que genera y articula el poema». Y ello no hace sino añadir opacidad. Ahora bien, la opacidad también es un criterio estético, que estudió Fuhrmann y ejemplificó Montale y que, desde la Antigüedad clásica y su reformulación en el Barroco, no ha dejado de ser nunca uno de los rasgos distintivos de la estética de la modernidad.

La poesía de Hill no es oscura porque sea opaca, sino porque opone una expresa resistencia hecha de ironía y compasión, envueltas en la prosa rítmica que sostiene su lengua y en la que un teónimo celta como Cernunnos, documentado también en Numancia, entra en el mismo sistema referencial que Boecio, encerrado en una mazmorra de Pavía o que los recuerdos, en el poema XXII, de las cortinas corridas y las noticias de la radio durante la Segunda Guerra Mundial. Hill había demostrado desde siempre una predilección por el poema histórico, como en el dedicado a Ovidio o a Miguel Hernández, que le sirven no tanto para una profesión de fe culturalista como de solidaridad con las víctimas del dolor. Y eso es lo que este libro contiene: una teoría de la Historia no como progreso sino como dolor.

Jaime Siles

De ABCD las Artes y las Letras, ABC (4 de noviembre de 2006).

domingo, noviembre 05, 2006

geoffrey hill / himnos de mercia

Imagino que los más avisados habréis visto el libro en las mesas de novedades de poesía. Por alguna razón, he tardado más de la cuenta en avisar de su publicación en esta bitácora, pero la cabeza se deja imantar por demasiadas cosas a la vez y no es fácil mantener un ritmo regular de entradas. Me refiero a Himnos de Mercia, el libro del poeta inglés Geoffrey Hill (1932) que acaba de ver la luz en el sello DVD en edición de Julián Jiménez Heffernan y quien esto firma. Es un volumen que nos ha llevado casi tres años de trabajo discontinuo desde que Julián me enviara un primer ensayo de traducción que luego hemos afinado y refinado hasta el hartazgo. En realidad, la existencia de este libro se debe en un principio al entusiasmo de Julián y a ese primer borrador que aterrizó sin aviso sobre mi mesa. Himnos de Mercia pertenece a ese género de libros que uno asedia durante años sin atreverse a traducirlos: Hill entraña en cada palabra tal cantidad de matices y sugerencias que no hay traducción capaz de replicar la potencia del original. Sí, tal vez, de hacerla imaginable o concebible para el lector español, que es lo que hemos intentado en este libro. En cualquier caso, fue Julián quien rompió el hielo. A ese primer momento le siguieron varias sesiones durante las cuales peleamos cada sintagma y cada frase de los treinta poemas en prosa que componen la obra. Y, finalmente, a principios de este año redactamos los dos textos críticos que escoltan los poemas, así como las notas y la bibliografía correspondiente. Un trabajo obsesivo, en ocasiones, pero también lleno de buenos momentos.

Copio seguidamente el texto que hemos enviado como parte del dossier de prensa: incluye una breve nota biográfica de Hill y también el texto de contraportada, donde se describe de manera bastante precisa la naturaleza y alcance del libro. Cuelgo, asimismo, dos poemas del libro que os pueden dar una idea aproximada de sus méritos. Ayer, por cierto, en el suplemento literario del ABC, salió publicada una reseña del libro a cargo de Jaime Siles (la podéis encontrar íntegra en la siguiente entrada de esta bitácora).

Por cierto, para quienes tengáis más curiosidad sobre la figura de Hill, os invito a visitar el Geoffrey Hill Study Center de mi buena amiga Sylvia Paul. Buen provecho.


Geoffrey Hill es autor de once libros de poemas, reunidos este mismo año en el volumen Collected Poems (Penguin, 2006). Tras licenciarse por la Universidad de Oxford, trabajó durante más de veinte años como profesor de literatura en la Universidad de Leeds. Hasta el curso pasado, en que se jubiló, Hill ocupaba la cátedra de literatura y religión en la Universidad de Boston (Massachussets). Es autor, asimismo, de tres libros de ensayos: The Lords of Limit (1984), The Enemy’s Country (1991) y Style and Faith (2003). En 1978 el National Theatre puso en escena su versión de Brand, de Ibsen.

Himnos de Mercia, publicado en 1971, constituye un notable punto de inflexión en la trayectoria poética de Geoffrey Hill. No es sólo el único de sus libros adscrito el género del poema en prosa, sino también quizá el más asimilable a un impulso autobiográfico o confesional. Después del soberbio ejercicio de escritura simbolista de libros iniciales, en los que el lenguaje aparece sometido a un grado supremo de elaboración formal, Himnos de Mercia despliega una música más serena y accesible, cercana en ocasiones a la confidencia o la evocación íntima. Esta nueva música está en consonancia con unas páginas que vinculan la memoria personal al curso de la historia y a las huellas (visibles o invisibles) que deja en el paisaje y en la vida de sus pobladores. Secuencia de treinta poemas en prosa, Himnos de Mercia es, pues, varios libros en uno: relato elíptico de una infancia durante los años treinta y cuarenta del siglo pasado, reconstrucción elegíaca de un mundo rural al que la dilatada posguerra inglesa dio la puntilla, lectura del paisaje en la historia y de la historia en el paisaje, alzado etimológico del idioma inglés, buceo en los mitos y leyendas de la memoria colectiva.


Dos poemas

VI

Los príncipes de Mercia eran tejón y cuervo. Esclavo de su libertad, yo excavaba y atesoraba. Huertos fructificados sobre grietas. Yo bebía de los panales de arenisca helada.

«Un niño inadaptado en casa, solitario entre hermanos.» Mas yo, que ninguno tenía, alentaba una extrañeza, me entregaba a juguetes inalcanzables.

Velas de resina nudosa, ramas de manzano, el muérdago pegajoso. «Mira», decían, y de nuevo, «mira». Pero yo corría despacio; el paisaje se retiraba, regresando a su fuente.

En el patio del colegio, en los baños, los niños mostraban orgullosos sus cicatrices de moco seco, muñecas y rodillas adornadas de impétigo.


VII

Gasómetros, su rojo entre los campos. Represas de molino, piscinas de marga en completo reposo. Enjambres de anguilas. Coágulos de ranas: en una ocasión, con ramas y trozos de ladrillo, golpeó una acequia llena; luego se alejó furtivamente de la quietud y el silencio.

Ceolred era su amigo y lo siguió siendo, incluso tras el día del caza perdido: un biplano, ya entonces obsoleto e irremplazable, dos pulgadas de tosca plata densa. Ceolred lo dejó caer en barrena por un hueco abierto entre los tablones del suelo del aula, suavemente, sobre excrementos de rata y monedas.

Después del colegio atrajo a Ceolred, que se reía de miedo, hasta las viejas canteras, y lo despellejó. Luego, tras dejar a Ceolred, viajó durante horas, solo y tranquilo, en su camión de arena privado, derrelicto, de nombre Albión.