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lunes, noviembre 17, 2014

un verano con mónica





Releo Casetas de baño, recuperada con esmero y elegancia por Ediciones el Taller del Libro en Madrid –atrás quedan la edición pionera de Seix Barral en 1983 y la reedición de Galaxia Gutenberg en 1997–, con la sensación fascinante, algo incómoda también, de estar espiando una conversación íntima, la charla ante el espejo de alguien a quien no conocí en persona pero que, a fuerza de cruzarse conmigo –en sus propios libros, en libros ajenos–, a fuerza de responder a mi saludo en las calles de la literatura, se ha incorporado a ese diálogo interminable que todo lector lleva consigo. Es el coloquio de la complicidad, de los espíritus afines, que revive o cobra fuerza con cada encuentro.

Si hace apenas medio año me sumergía sin reservas en la biografía que Monique Lange (1926-1996) dedicó en 1989 a uno de sus ídolos, el escritor y artista total Jean Cocteau, este regreso en odre nuevo a la que Juan Goytisolo considera su mejor novela no ha hecho sino restaurar, intacta, la seducción inicial. El relato de la mujer, aún joven, que trueca los añorados veranos mediterráneos por una estancia solitaria en el pueblo bretón de Roscoff vuelve a conmoverme –a hechizarme– con sus frases breves, sus párrafos desenvueltos, su tono acerado y a la vez impresionista, la verdad hiriente de sus ensoñaciones y sus nostalgias. Hay novelas que se ocupan del momento decisivo, ese punto de inflexión en que algo cambia fatalmente para su protagonista. Otras, por el contrario, lidian con las secuelas, la herida que no termina de sanar o que deja una marca visible en la piel. Casetas de baño pertenece a esta segunda categoría. Su verdad pertenece al orden de ese proceso de recuperación y remembranza verbal que, según el poeta T. S. Eliot, sigue al momento de la entrega. Por supuesto, añade Eliot con astucia y también con dolor, «el ser que se recupera nunca es igual al ser que se entrega».

Así, el médico que aparece en la primera línea del libro y que receta a la mujer, aún joven, una cura de aguas en un pueblo de la Bretaña, lejos del sol meridional de sus mejores veranos, no es más que una excusa para empezar a hablar, a contar. El médico dice lo que la mujer, tal vez sin saberlo, quiere oír: una confirmación de su dolencia, una salida plausible. Y la mujer, según vamos descubriendo, es alguien que sólo entiende el amor como entrega, como rendición voluntaria –y paradójicamente orgullosa– de esos espacios de sí misma donde han de habitar sus seres queridos. Si ello implica que sus seres queridos –su hija, su compañero vital– se alejen de ella, buscando espacios que les son propios, siguiendo un impulso que los constituye pero que ella no puede asumir sin aflicción, que hiere incluso su pequeña reserva de vanidad, sea. El amor no espera nada, no asegura nada. El amor, para esta mujer aún joven, debe quedar fuera de los circuitos de interés y cálculo egoísta de la sensibilidad burguesa. Libertad, libertad sobre todas las cosas, aun si la libertad de los demás conlleva mi esclavitud.

A ese primer gesto de entrega le acompaña, desde luego, un sentimiento de pérdida. Y el libro detalla el largo esfuerzo de la mujer por ganarse, por recobrarse, que es también el esfuerzo por recobrar el habla, la palabra: evocar los paisajes familiares del Sentier, rememorar un viaje compartido por Egipto, rendir homenaje a las figuras tutelares de su juventud… Aparece entonces el símbolo de las casetas de baño, ese espacio real que un personaje imaginario, «un señor mayor y descarnado [que] se parece a Clemenceau», le ofrece con anticuada y hasta sospechosa galantería. Es ahí, en esas casetas de baño que son una extensión o un reflejo de su cuarto de hotel, donde la mujer, aún joven, se refugia para rehacerse o gestar un nuevo yo, más libre y ecuánime. En resumen: más capaz de volver al mundo y encarar sus aristas, sus asperezas.

Si tuviera que definir este libro, diría que es el diario de una convalecencia, pero no nos equivoquemos: su tono, la frescura y ligereza de su prosa, tallada por los buriles complementarios de la elipsis y la lucidez –que se traduce en la búsqueda de los fetiches de una vida, de los detalles significativos–, arrancan de cuajo cualquier tentación autocompasiva. No hay lugar aquí para desfogues sentimentales ni quejas infundadas. Se mira a la existencia de frente y se lee el pasado, como apunta Goytisolo en el bello prólogo que ha escrito para esta reedición, con un propósito moral innegable: lo importante es saber vivir, saber vivirse. Por el camino, pinceladas de humor, de ironía, de una tristeza que justamente por eludir las trampas del patetismo se vuelve soportable.

El final del libro son dos simples palabras, una exclamación en sordina: «Cuánta dulzura». Y la prueba del nueve de su verdad –de vida y de palabra– es que el lector no espera otro.


[Revista Quimera, núm. 372, noviembre 2014, p. 65]

lunes, junio 16, 2014

haya paz





Siempre me ha parecido que en el trabajo crítico de Octavio Paz tuvo mucho peso la idea del «Museo imaginario» de Malraux, ese colección subjetiva, hecha a medida, que mezcla épocas y estéticas y cuyo hilo conductor es el afecto, la simpatía natural que uno siente por ciertas obras, las relaciones de contraste y semejanza que las sostienen en el aire como extremos de un imán invisible. Paz se convirtió, por carácter o destino, en un curador experto de su propio «Museo imaginario», capaz de escribir con autoridad sobre los escritores, artistas e intelectuales más variados, de ponerse en su piel y entender sus motivos, sus impulsos secretos, hasta sus desatinos. Digo entender, no justificar las faltas morales ni comulgar con ruedas de molino ideológicas; pero el reproche, cuando surgía de un trasfondo de admiración, se enmarcaba en un contexto argumental que intentaba desvelar la raíz de la obra, su horizonte posible. En este ejercicio desplegó –él, que siempre quiso escribir una novela y que sintió esa limitación como una herida– la empatía de un narrador clásico, el don para desdoblarse en distintas sensibilidades, para verlas desde dentro y deducir sus motivaciones. Empatía de narrador y también, por qué no decirlo, del gran traductor que fue. Sabemos que el otro nombre del traductor es «intérprete», y Paz fue, en efecto, un intérprete espléndido, un actor de singular temperamento dramático capaz de desdoblarse en muchos yoes sin dejar de ser él mismo. Quizá de ahí, en primera instancia, su interés temprano por Pessoa y el juego de los heterónimos; o su reconciliación tardía con Antonio Machado, al que volvió por el lado de sus apócrifos, el cancionero de Abel Martín y los apuntes de Juan de Mairena.

Paz lo mismo era capaz de hablar de Eliot que de Ginsberg, de Cernuda que de D. H. Lawrence, de los Vedas que de un haiku de Bashô, y a todos dedicó páginas que cabría llamar deslumbrantes si no fueran a la vez iluminadoras: en ellas la luz no ciega los ojos sino que permite ver más allá, más adentro. Esta facilidad para pensar lo más diverso, para disfrutar de la poesía y el arte más formalistas y a la vez aplaudir los desarrollos más tensionados por la vanguardia –para admirar, por ejemplo, la conciencia escindida de Baudelaire y emocionarse con el versículo de exaltación democrática de Whitman o el vitalismo nietzscheano de Yeats–, está en Paz desde siempre y anima la escritura de El arco y la lira, uno de sus libros centrales y a la vez más enigmáticos, pues es un intento exuberante y hasta desmedido de abarcarlo todo, de no dejar un palmo del reino de la poesía por explorar, y en el curso de ese empeño parece que la poesía, a fuerza de serlo todo, no fuera nada en concreto, perdiera definición, los límites que hacen de algo lo que es. El ensayista posterior, más sereno y maduro –el autor de Cuadrivio o Los hijos del limo–, aprende a limitar el campo de actuación y ceñirse a su argumento, dosificando las digresiones y apartes ilustrativos.

Sospecho que esta facilidad suya para ponerse en la piel de creadores que solo podían congeniar en las salas de su «museo imaginario» perjudicó la recepción de su poesía, cuyo desarrollo va incorporando muchos de los acentos y sensibilidades que él mismo explora en la obra de otros, hasta llegar a ese libro de libros que es Árbol adentro, donde conviven el versículo y el haiku, el instante lírico y el epigrama irónico, la meditación extensa y el apotegma sentencioso, el diamante de Mallarmé y la pulsión narrativa de Wordsworth… La variedad de tonos y registros de esta poesía, lejos de verse como una riqueza, se ha recibido en ocasiones con desconfianza, como si surgiera del manantial de la inteligencia crítica más que de la emoción, y como si la inteligencia, a su vez, no pudiera ser emocionante o estar cargada de emoción; o como si esta facilidad para ser muchos o ser en muchos no fuera el resultado de largos años de esfuerzo, el fruto de una destreza que no excluye, ni mucho menos, el talento, la aptitud natural. Paz no dominó la poesía, no la vio desde arriba, sino que trató de ser su sirviente, un oficiante a la espera de esa llamada sin la cual no hay poema que valga (ni salga). Otra cosa es que, entretanto, fuera uno de sus grandes misioneros, alguien capaz de dar voz y aliento a los santos de su breviario.

[Revista Quimera, núm. 367, junio 2014, p. 66]

lunes, julio 22, 2013

beria en la corte de enrique VIII





Leo Bring Up the Bodies [Traed los cuerpos], la última novela de Hilary Mantel (Glossop, 1952). Es un error; debería estar leyendo Wolf Hall, su «precuela», pero no logro dar con ella y no quiero esperar. No importa. Sé que ambos libros pueden leerse por separado y disfruto con la idea de comenzar por la bisagra, a la espera de ese volumen que complete la trilogía y que, por lo pronto, se anuncia con un título más blando y previsible que sus predecesores: The Mirror and the Light.

Mantel, por supuesto, se ha hecho célebre por ser la primera mujer en recibir dos veces el Booker Prize y por ser el primer escritor, hombre o mujer, en ganarlo por dos libros consecutivos. Hemos aprendido a no dar demasiada importancia a estos galones, pero basta leer el arranque de la novela para intuir que aquí se dirime algo serio: «Sus hijas se descuelgan del cielo. Él observa desde su montura…; caen, las alas doradas, la mirada llena de sangre. Grace Cromwell revolotea en el aire tenue. Es silenciosa cuando atrapa su presa, silenciosa cuando se desliza en su puño». Es septiembre de 1535 y Thomas Cromwell, secretario de Enrique VIII, ha salido a cazar con el rey; erguido sobre su caballo, sigue el vuelo de los halcones, a los que ha bautizado con el nombre de la esposa y las dos hijas que perdió hace ocho años, y percibe el final del verano en su piel, en los huesos, en la sangre que fluye dentro y fuera de él cada vez que un halcón abate a su presa. La elegancia mortífera de los halcones es una inversión del orden angélico y simboliza el desorden que rige el bien común («todo el verano ha sido así, un motín de desmembramientos, piel y plumas que vuelan»): desde que Ana Bolena es reina el mundo está fuera de sus casillas y el viejo orden ha sido suplantado por la duda, la incerteza, el miedo a lo desconocido.

Todo el arranque parece una glosa de un poema de Ted Hughes: elipsis, frases cortas y ásperas, el sordo rugido de las consonantes y las aliteraciones como un trasunto de la violencia animal. Mantel deja que los ecos del viejo anglosajón campen a sus anchas desde el título mismo: bring, bodies. Cromwell cree ver en los halcones al alma de sus hijas; pronto se unirá a ellas como un cazador más.

La novela se abre con un tapiz de fuerte carga simbólica pero pronto se despliega con la precisión de un mecanismo de ruedas dentadas. Cromwell es el protagonista perfecto, el outsider que está dentro, el plebeyo que ha logrado un puesto junto al rey y hace olvidar la humildad de su origen bajo las ropas de una inteligencia paciente. Los tiempos son propicios y él lo sabe: el orden feudal se desmorona y los grandes nobles se disputan un pastel cada vez menor. Ha llegado la hora de los gerentes, de los administradores. El arte de Cromwell es influir sin ser notado en la voluntad real, haciendo que Enrique asuma como propias sus decisiones. Es un arte que exige percibir los cambios de viento, mirar a largo plazo, y ese cambio, en la novela, es el miedo que la ambición de Ana Bolena planta en el corazón del rey. Cromwell extiende su red y pronto las víctimas se debaten como insectos en la melaza del chantaje y las medias mentiras. Beria en la corte de Enrique VIII. No importa si los crímenes de los que se acusa a la reina y sus amigos son ciertos o no; en realidad son indemostrables, como el propio Cromwell admite para sus adentros. Su único delito es interponerse en el camino de los nuevos deseos del rey; mueren porque convivieron con él y saben demasiado. Las huellas de su paso por la corte serán borradas; a los halcones que simbolizan la casa de Bolena les sucederá la silueta del fénix.

La traducción española de Bring Up the Bodies se titula Una reina en el estrado. Supongo que alguien en la editorial Destino lo habrá visto oportuno, pero el sintagma, además de anodino, traiciona la potente fisicidad del original, la noción de que el poder se ejerce sobre un cuerpo social y entraña castigo, reos, sangre; también el reparto de los despojos bajo una luna que, como en el poema de Sylvia Plath que Mantel cita a conciencia, «mira todo… desde su capucha de hueso». Quizá por eso la novelista quiera, para cerrar su historia, un poco de luz, un espejo.



[Este artículo, publicado en el número de julio-agosto (356-357) de la revista Quimera, es la primera entrega de una serie de columnas que se irán publicando en la revista con periodicidad trimestral gracias a la generosa invitación de Álex Chico y sus compañeros del consejo editorial. El lema de la serie: Arenas movedizas. Su tema: lo que pida el cuerpo… o la mente. La idea, supongo, es que hasta yo mismo me sorprenda de mis asuntos.]