Mostrando entradas con la etiqueta presentación. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta presentación. Mostrar todas las entradas

lunes, noviembre 04, 2019

boris a. novak / poemad



Boris Novak leyendo en el Auditorio del Centro Cultural Conde Duque,
Madrid, 27 de octubre de 2019, dentro del festival PoeMAD


La escritura del poeta esloveno Boris A. Novak, de la que hemos tenido noticia en España gracias a la antología El jardinero del silencio y otros poemas (trad. Laura Repovš y Andrés Sánchez Robayna, Galaxia Gutenberg, 2018), obedece a dos impulsos de distinta naturaleza que, sin embargo, se complementan con maestría: por un lado, una intensa preocupación formal, o mejor dicho, una voluntad de experimentación y hasta de juego que trata de incorporar a la tradición poética eslovena, relativamente joven –apenas tiene dos siglos–, todo el repertorio formal de la gran lírica europea, que amplía y enriquece con sus propios hallazgos; por otro, una tensión moral y hasta política que no ha dejado de indagar, a lo largo de los años, en los vínculos entre lo personal y lo colectivo, memoria y presente, imaginación y conciencia.

Hablar de los Balcanes, como sabemos, es hablar de un territorio que ha estado en primera línea de fuego de la historia europea reciente –desde hace por lo menos un siglo– y en el que se han ejercido actos de violencia y destrucción masiva cuyo eco sigue repicando entre nosotros. Nadie que haya vivido estos sucesos, y menos alguien que ha hecho de la relación con las palabras su razón de ser, puede salir indemne de esta experiencia. Como decía T. S. Eliot en su poema «Gerontion», «después de tal saber, ¿cuál perdón?». La poesía ha sido la manera de modular y expresar este sentimiento de piedad, rastreando en la memoria personal y familiar y en la historia colectiva las claves del desastre, resucitando lugares y destinos humanos, inyectando en la escritura lírica algo del aliento épico y narrativo que está en los orígenes de nuestra poesía. Pero no adelantemos acontecimientos.

Nacido en 1953 en Belgrado, Novak fue un niño bilingüe –como recuerda su traductora Laura Repovš, «el serbio era la lengua de su primer entorno y el esloveno la lengua de casa»–, pero al regresar con su familia a Liubliana en la adolescencia y descubrir su vocación literaria, decidió que el esloveno sería «su única lengua poética». Hasta mediados de la década de 1980, su trayectoria es la de un joven poeta con intereses en la filología comparada, la dramaturgia, la traducción y el trabajo editorial. En 1987, entra a formar parte del consejo de redacción de Nova revija, revista de literatura y pensamiento que tuvo una enorme influencia en los años finales del régimen comunista y en el proceso de democratización de Eslovenia. Con la independencia, que se logró a principios de julio de 1991, Novak se vinculó al PEN Club de su país, desde donde organizó, entre otras labores, una celebrada acción humanitaria en favor de las víctimas del sitio de Sarajevo.

Su compromiso político, sin embargo, no ha restado un ápice de firmeza a su compromiso literario, que se traduce desde hace cuarenta años en numerosos libros de poemas y ensayo, trabajos de traducción y una continua actividad docente. Novak ha tocado casi todos los temas –el amor en sus libros Alba y Fulguración, el desastre de la guerra en Cataclismo y Maestro del insomnio, la memoria personal y familiar en Eco y Ritos de despedida, la historia en Pequeña Mitología Personal–, y lo ha hecho en las formas más diversas, desde el poema breve de inspiración oriental o cercano a la greguería ramoniana hasta el poema extenso de tonos épicos –escrito en una revisión personal del terceto encadenado de Dante–, pasando por el soneto, la canción, el epitafio, la enumeración anafórica o la albada provenzal. Aquí caben desde el monólogo dramático a los ejercicios de écfrasis o los poemas en prosa con voluntad narrativa y vagamente surreal. También el humor, un humor tierno como el de «Trapología», el poema que abrirá su lectura de hoy. Es difícil que un simple recital pueda hacer justicia a la amplitud y la variedad de esta escritura, pero su rigor formal, aprendido muy pronto en la poesía clásica europea, hace que su trasvase a nuestro idioma sea más fácil, más persuasivo. Con ustedes, el poeta Boris Novak.


Algunos de los poemas que Boris Novak leerá en la segunda parte de su lectura son sonetos o modulaciones personales de esta forma clásica, capaz de renovarse y escapar a la acusación de irrelevancia que parecía haber caído sobre ella. Estas variaciones consisten a veces en estrambotes que expresan la pasión numerológica de su autor; o, mejor dicho, su gusto por el juego. Por ejemplo, añadiendo dos pareados después de los tercetos finales, o incluso dos versos sueltos después de esos pareados, de tal forma que el poema se va adelgazando visiblemente conforme desciende por la página. El soneto, lejos de ser la antigualla que cierta modernidad superficial ha denunciado, se vuelve aquí flexible y apto para expresar los infinitos matices del sentimiento amoroso, o bien el laberinto de claroscuros de la conciencia moderna… Detrás de estas decisiones está el convencimiento firme de Novak de que la poesía es una cadena de maestros y modelos que no reconoce el paso del tiempo y nos hermana más allá de fronteras lingüísticas y culturales. Por ahí cabe entender la reivindicación que nuestro autor hace de la rima –que ha definido como «beso de palabras»–, capaz de juntar dos términos cuya semejanza sonora hace más visible aún más la distancia, la discrepancia, entre sus significados. Esa es la tensión poética que hace más real la realidad, que añade nuevos cuartos y pasillos a la casa del vivir, que ilumina lo que ni siquiera sospechábamos que estaba ahí. Ese es el modo en que la poesía, y Novak lo sabe muy bien, nos instala en el centro de nuestra propia vida.


Exilio

Ninguna estrella puede ya ayudarme.
Miro cómo se hiela el cielo norte,
el sur se esconde. Las ciudades blancas
en que crecí se van desvaneciendo
tras el muro estrellado del horizonte sur.
Una corteza cada vez más dura
crece entre yo y mí mismo. Sólo veo
tras la niebla la sombra de la muerta
mitad de mí: como sin fondo,
palpo a tientas mi rostro oscuro y tiemblo.
Mi hogar está ya sólo en mi garganta.


trad. Laura Repovš y Andrés Sánchez Robayna


lunes, octubre 28, 2019

ana blandiana / poemad



Ana Blandiana leyendo en el Auditorio del Centro Cultural Conde Duque,
Madrid, 27 de octubre de 2019, dentro del festival PoeMAD


En los poemas de Ana Blandiana, por lo común breves, suceden muchas cosas y se imaginan otras tantas. O, mejor dicho, cada elemento baila con los demás en una coreografía incesante de causas y consecuencias, de mutaciones vertiginosas que señalan el camino de la extrañeza y el asombro: los párpados caen «como la cuchilla de una guillotina / sobre el cuello del mundo exterior»; «las iglesias / se deslizan sobre el asfalto / como navíos / cargados de terror»; o, en fin, «el horizonte se parece a / una bola de ámbar / en la que / fosilizados dioses / y proyectos inconclusos de ángeles / se transparentan / con asombrosa exactitud / y casi se mueven». Si, como quería Elias Canetti, el poema «es el custodio o garante de la metamorfosis», esto es, el modo en que el mundo se reinventa y se recrea sin cesar para eludir la cárcel de nuestras definiciones conceptuales, de nuestros dogmas, la escritura de Ana Blandiana es un ejemplo supremo de esta energía transformadora, de esta fuerza de la imaginación que establece relaciones y analogías y revela el modo en que las cosas, para persistir en su ser, se convierten en otras y aceptan –sin reproches, con una paciencia que ha sido puesta a prueba cientos de veces– lo que les toca en suerte.

Lo dice su traductora Viorica Patea en un texto reciente: «Antes de ser un nombre conocido, Ana Blandiana fue un nombre prohibido». Nacida en 1942 en la ciudad de Timisoara, muy cerca de la frontera occidental de Rumanía con Serbia y con Hungría, la poeta fue objeto constante de represalias por parte del régimen comunista, que prohibió su obra hasta en tres ocasiones. Hija de un sacerdote ortodoxo que había sido preso político –y «enemigo del pueblo», nada menos–, la poeta fue castigada a los diecisiete años por publicar su primer poema en una revista. Esta primera prohibición fue quizá la más dura, la más determinante: no solo duró cuatro años, sino que supuso «la privación del derecho de cursar estudios universitarios» y la obligó a trabajar por un tiempo como peón de la construcción.

Su regreso como poeta en 1964, con la publicación de La primera persona del plural, supuso su confirmación como parte del grupo de jóvenes poetas que traían la renovación estética a la poesía rumana: una poesía que oscilaba entre un tono intimista y el vuelo imaginativo, el impulso subjetivo y la tensión órfica, y que conectaba con la escritura vanguardista de entreguerras. De estos años data Octubre, noviembre, diciembre (1972), libro editado por Pre-Textos en 2017, en el que el sentimiento amoroso –teñido de panteísmo y hasta de misticismo– encarna en una escritura llena de plasticidad, de imágenes sugerentes y oblicuas, de viveza.

Con los años, y conforme el régimen de Ceacescu fue estrechando su cerco represor, la poesía de Ana Blandiana fue haciéndose más limpia y reflexiva, también más irónica. Lo resume muy bien Viorica Patea: «Sus temas recurrentes son el compromiso ético, el sentido de culpa y la confrontación de la pureza con los registros simbólicos de la degradación». Libros como Estrella predadora (1985) y La arquitectura de las olas (1990) dan cuenta de ese esfuerzo ingente del individuo por mantener su dignidad y una imagen ecuánime de sí mismo en la atmósfera sofocante de una sociedad manchada por la mentira, la sospecha y la vergüenza. Con la caída del régimen en 1989, la poeta participó –entre otras iniciativas– en la fundación de la Alianza Cívica, organización no partidista que luchó por mitigar las secuelas de la dictadura comunista. Libros como Mi patria A4, El sol del más allá o El reloj sin horas testimonian el viaje de esta poesía hacia una mayor sencillez o depuración verbal. El resultado es una escritura sabia y crepuscular, llena de preguntas sin respuesta y de respuestas provisionales. Una escritura perpleja, obsesionada por el estatuto de la verdad en un tiempo de imposturas y sucedáneos, de reclamos mendaces.


Se podría hacer un pequeño compendio con las reflexiones, llenas de lucidez, que Ana Blandiana ha hecho sobre poesía. Quizá la más importante sea su defensa de la inspiración y su retrato del poeta como un servidor atento: «La poesía –dice– no se puede inventar, hay que descubrirla. La poesía depende sólo en cierta medida del que la compone. […] Esta dependencia de una voz que a veces puede permanecer callada mucho tiempo […], me hace sentir feliz como ante un milagro que me sucede, a la vez que humillada por esta dependencia de la que no puedo librarme».

Claro que estamos ante una poeta que descree de las definiciones y las cajitas conceptuales, menos aún cuando se habla de algo tan misterioso como la poesía: «Decía Lao-Tse, refiriéndose a la realidad suprema, que quien no la ha conocido no habla de ella, y que quien lo hace es porque no la ha conocido. Así es. Una vez di una definición algo cómica, pero veraz: dije que la poesía es como un halo, una aureola que, para ser entendida y aceptada, intenta tomar la forma de un sombrero».

Y, por último: «Siempre he soñado con un texto que tiene varios planos, perfectamente inteligibles, cada uno autónomo y distinto, parecido a los murales de los monasterios medievales en cuyos paisajes se vislumbran, desde ciertos ángulos, las figuras de los santos». Así, como los frescos de las iglesias bizantinas de su país, es esta poesía: un calidoscopio de imágenes y formas, de ideas pintadas y metáforas que piensan, de extrañezas que acompañan y compañías que no dejamos de extrañar.


Tuve miedo

Tuve miedo de nacer,
Es más: hice
Todo lo que dependía de mí
Para que esta desgracia no tuviera lugar.
Sabía que tenía que gritar
Para demostrar que estoy viva.
Pero me obstiné en callar.
Entonces el médico tomó
Dos cubos llenos de agua
Fría y caliente
Y me sumergió
Varias veces
Como en un bautismo alternativo,
En nombre del ser y del no ser,
Para convencerme
Y yo grité furiosa NO
Olvidando que el grito significa vida.

Trad. Viorica Patea y Natalia Carbajosa


jueves, abril 25, 2019

ada salas / descendimiento





Hace poco más de un mes, el jueves 21 de marzo, tuve el honor y el privilegio de acompañar a Ada Salas en la presentación de su libro Descendimiento (Pre-Textos, 2018), que tuvo lugar en el Auditorio del Museo del Prado. Fue un acto memorable por muchas razones, pero en especial por la atmósfera de complicidad y de entrega que se estableció muy pronto entre la poeta y sus oyentes. Fue una celebración en toda regla de la poesía y del arte. Un acto de afirmación que nos permitió reconocernos en nuestro amor por la palabra.

En ese contexto, todo discurso crítico corre el riesgo de sonar impertinente o aguafiestas. Así que opté por tirar del ovillo de mi lectura personal y ver adónde me conducía. El resultado (que El Cuaderno ha tenido la gentileza de publicar en una versión ligeramente retocada) se puede leer aquí. Ojalá sirva para acercar a nuevos lectores a este libro excepcional.

martes, septiembre 25, 2018

igor barreto / calamidad y arrullo





Abro mi ejemplar de El muro de Mandelshtam (Bartleby Editores, 2017), el nuevo libro del poeta y profesor Igor Barreto (San Fernando de Apure, Venezuela, 1952), y me encuentro con una escritura que trata de romper o forzar por lo menos las costuras de eso que entendemos habitualmente por lírica: secciones en prosa que colindan con la narrativa y el documental, diálogos fragmentarios, pasajes oníricos, anacronismos deliberados, ramalazos de crudeza expresiva y casi expresionista, ironía trágica y piedad a raudales, todo un compuesto impuro y lleno de grumos –de extraños pliegues y repliegues– que desafía las expectativas del lector e incluso las que el libro parece crear al desplegarse. De «complejo artefacto poético» lo califica Gina Saraceni en el texto de contracubierta. Sin embargo, si la lírica es –como apunta Eliot Weinberger– «celebración y vituperio, asombro ante el mundo y furia por cómo suele ser», entonces este muro se nos aparece como un ejemplo deslumbrante del poder que tiene la lírica para contar, cantar y plantar cara al mundo. Estamos ante un libro crudo, feroz, perturbador, que invoca zonas muy concretas de la tradición literaria reciente –el ejemplo y la figura de Mandelshtam, desde luego, pero también la Antología de Spoon River de Lee Masters, la inquietud cívica del último Yeats, las iluminaciones de Rimbaud, Pavese, Éluard, etc.–, y que a la vez está intensa, exasperadamente centrado en el daño y el padecimiento humanos, que intenta forjar por todos los medios un relato plausible y poderoso de la existencia en la favela caraqueña –el gueto, se dice aquí– de Ojo de Agua.

En una reseña reciente de la Poesía reunida de nuestro autor, Martín López-Vega decía que «Barreto no es un poeta de la torre de marfil, sino del ágora, y los lenguajes que prefiere aprender y hablar a menudo no son los preferidos por el gremio de los poetas». Podríamos añadir o matizar que en este libro Barreto traslada ese ágora a un cruce de calles cualquiera, una esquina techada por árboles castigados y marañas de cables y transitada por las víctimas de la pobreza, la precariedad y la violencia arbitraria. Un mundo de talleres, colmados y cuchitriles en las lindes de Caracas, «la capital del rencor», «la ciudad quebrada», «sarcófago / de cemento gélido»… Y los sucesos que aquí se cuentan –porque este es un libro con una profunda vocación narrativa, con personajes que van y vienen sin aviso, que surgen y se esfuman dibujando un curioso mapa de calamidades– se tiñen del color de los sueños y las premoniciones, del peligro y la sospecha. Leyendo estas páginas, recuerda uno esos versos terribles de la «Canción última» de Miguel Hernández: «Pintada, no vacía: / pintada está mi casa / del color de las grandes / pasiones y desgracias». Y así son los trazos que levantan este libro. Pero lo hacen sin patetismo, sin incurrir en aspavientos ni excesos sentimentales. La distancia –una distancia en ocasiones irónica, cuando no brutal– es justamente lo que permite mirar de frente ese mundo, verlo en su integridad, capturar sin miedo a la exageración su riqueza terrible, su demasía. Vuelvo a subrayar esta dimensión documental, testimonial incluso, porque es ella la que da espesor verosímil a la lectura y permite luego el trabajo propiamente lírico de la imaginación y el sueño.

Hay una expresión inglesa, the writing is on the wall –literalmente: la escritura está en el muro–, que parece hecha a propósito para este libro. Se refiere a ese momento fatídico en el que ya no hay vuelta atrás, cuando los signos de que algo malo o al menos desfavorable va a ocurrir son evidentes. Y así la escritura que aparece en este muro particular: sus personajes ya no esperan ningún remedio, ningún alivio, han abandonado toda esperanza y se limitan a sobrevivir… y a veces ni eso, porque «total, en el gueto de Ojo de Agua / el inocente es un ser invisible», sujeto a «la cólera sin razón» («La fiesta de Jaiker»). Ese es el tono resignado, inapelable, que impregna muchos poemas, y aun cuando estoy con López-Vega cuando menciona la «ironía tierna y triste, siempre inteligente» de Barreto, «cuya mordacidad nunca es mayor que su ternura», tengo la sensación de que aquí la mordacidad le ha ganado la partida a la ternura; y de que la tristeza, lejos de ser un condimento de la inteligencia, se ha convertido en un veneno que amarga el corazón. No puede ser de otra manera cuando se entiende –se asume– que la precariedad y la violencia son condiciones propias de la vida en el barrio. Hay momentos de solidaridad, sí, de rara tregua (ese partido de fútbol con el que los bravos de Boca de la Virgen y los guardianes de El Estanque resuelven sus agravios y en el que nadie anima demasiado «a fin de no comprometerse con parcialidades que pudieran derivar en otras consecuencias», anota Barreto con humor), pero todo parece colgar de un hilo muy frágil y hasta cuando la belleza de los fenómenos naturales visita el barrio –esa repentina nevada que no sabe uno si sucedió en sueños– lo hace para congelar a los gatos y fulminar a los perros, que «mueren como esculturas acurrucadas / contra el dorso de los escalones en las veredas».

En este infierno del gueto, en esta espiral de callejas y veredas que trepa por las montañas de la ciudad, el guía del poeta, su Virgilio, es un «hombre alto, muy melancólico, que decía llamarse: Osip Mandelhstam». El protagonista no se hace demasiadas ilusiones sobre la identidad de su interlocutor («el rostro verdadero de Mandelhstam, el que había conocido a través de tantas fotografías, su cara ancha de ojos agrisados y juntos, con labios delgadamente rectos, ese rostro se disolvió con nostalgia sobre otro de cabello entrecano que tenía una ligera cicatriz en su boca como la marca de alguna operación de origen leporino ocurrida quizás en su primera infancia»), pero prefiere seguirle la corriente y entrar así en un estado de extrañamiento del que va brotando, casi a su pesar, como quien no quiere la cosa, la totalidad del libro: «Así que me dije: por qué este señor no podría querer llamarse y ser el desterrado poeta que recitaba mirando al cielo colocándose la mano derecha tras la nuca. Era posible, y yo debía abstenerme de ponerlo en duda a riesgo de pronunciar un llamado a las furias que deambulaban por los callejones del barrio con violenta firmeza».

Este texto inicial en prosa, «Rayas sobre el muro», que hace las veces de pórtico, es como la chistera de la que va emergiendo la ristra de pañuelos multicolores (pero en última instancia armónicos) que conforman los poemas de la sección siguiente y central del libro. Mandelshtam va y viene por estas páginas como una figura espectral, a veces actor protagonista, otras interlocutor, otras narrador, otras sombra invisible, pero dotado siempre de una astucia traviesa que le permite leer como nadie las claves de la vida en el gueto. Más que un Virgilio, el Mandelshtam ideado por Barreto es una variante del trickster o pícaro divino definido por Jung, un embaucador que no para de hacer trucos, desobedecer normas de comportamiento y entorpecer o desbaratar los actos del hombre. Entre sus funciones principales está justamente la de abrirnos los ojos a la paradoja y el absurdo del vivir, y esto es algo que sucede una y otra vez, generalmente con carácter trágico, en estos poemas.

Un eco de Spoon River resuena en los epitafios en prosa –también hay alguno en verso, como el estremecedor «Trascendencia»– donde un puñado de difuntos cuenta su peripecia vital y la razón de su muerte. Lo trágico, aquí, deviene a veces tragicómico, pero la piedad y la compasión nunca están lejos y permiten a Barreto contar con sabiduría la historial plural y colectiva del gueto. En esto sigue el ejemplo de esas golondrinas a las que él mismo describe sobrevolando el paisaje y que son capaces, como pequeños diablos cojuelos, de seguir la vida de los habitantes a través de tejados y azoteas.




El lector sale del libro con la impresión de que podría haber sido mucho más extenso, de que el material publicado es sólo una parte de una totalidad que, en rigor, no tiene fin. Y quizá sea cierto. Los títulos de algunos poemas hacen pensar que faltan piezas, que hay lagunas en la transcripción o que el poeta ha preferido pasar por alto ciertas historias. Con todo, el final cobra un cierto aire elegíaco, como si se quisiera suavizar y tal vez redimir la crudeza del conjunto. Si Eliot, en «Los hombres huecos», decía que el mundo acaba «no con una explosión, sino con un sollozo», Barreto nos dice que la ciudad, al llegar la noche, se cierra y se resume en «un arrullo», un habla seductora o un cantar monótono, en voz muy queda, como el que hace dormir a los niños. ¿Pero es realmente así? En ese mismo poema final se dice lo siguiente:

La ciudad
con sus autopistas
y el celaje de sus taxis,
y la tiniebla de una montaña
al fondo
para que Caracas se refleje y brille
en la verdad de su violencia.

Pero ese zumbido de la ciudad
y su atareado caracoleo,
luego…
¿nos dejará dormir?

Da la impresión de que ese arrullo, lejos de dormir al poeta Barreto, lo mantuvo insomne durante un largo periodo de escritura frenética, enajenada. Un arrullo que fue arroyo sonoro y que vertió en sus oídos las cadencias febriles de la ciudad y sus pobladores. Este libro, surgido del molino de la mirada y la conciencia, es su traducción en palabras.


Igor Barreto, El muro de Mandelshtam, Madrid, Bartleby Editores, 2017.


[El muro de Mandelshtam de Igor Barreto es uno de los libros que más me han impresionado de un tiempo a esta parte. Tuve el honor de presentarlo junto a Marina Gasparini, Manuel Rico y su autor en Casa de América, en Madrid, donde leí una primera versión de este texto. Y, puesto que Igor ha sido una de las personas que más me han animado a retomar esta bitácora, parece oportuno que él sea el protagonista de una de las primeras entradas de mi rentrée.]

martes, mayo 17, 2016

azahara alonso / bajas presiones






Este es el texto que redacté para la presentación del libro Bajas presiones (prólogo de Marta Agudo, Trea, 2016), de Azahara Alonso, que tuvo lugar el sábado 7 de mayo en la Librería Los Editores. Finalmente no lo leí, o no del todo, pero me vino bien tener los folios en las manos como «seguro de habla». Lo comparto ahora, agradeciendo una vez más a Azahara su confianza en mi lectura.


Permítanme que comience con esta confesión. No es fácil abordar críticamente un libro de aforismos, como no lo es hablar de ninguno de los géneros breves. Cuando el discurso es más extenso y sintácticamente elaborado que la materia de que trata, se corre el riesgo de decir más y peor, o de volver a decir de manera trivial y redundante, lo que otro ha dicho con precisión memorable. Es verdad que no estoy hablando de un aforismo, sino de un conjunto de ellos –de todo un libro, en realidad–, pero ustedes me entienden. El aforismo es un alfiler que se inventa la mariposa clavada en él, y explicarlo puede ser tan ridículo como aclarar un chiste o tan mezquino como desvelar un truco de magia.

Bajas presiones es un libro peculiar por varias razones. Ante todo, porque es el primer libro de su autora, y el hecho de que el libro inicial de un escritor lo sea de aforismos ni es habitual ni es lo esperable. Resulta, de hecho, más bien insólito. Así de mano, sólo recuerdo el caso de José Bergamín, que se estrenó en 1923 con El cohete y la estrella. Pero la escritura juvenil de Bergamín tenía mucho que ver con la doble imantación literaria de Juan Ramón Jiménez, que fue un poco su padrino –al que luego traicionó, como es preceptivo–, y de las greguerías de Ramón Gómez de la Serna. Los libros de aforismos suelen ser productos laterales, o licores destilados de una cierta experiencia vital y literaria. Lo diré con un juego de palabras: más que cantos de la experiencia a la manera de Blake, son notas aisladas, compases sacados fuera de contexto pero que iluminan ese contexto desde fuera.

Pero la extrañeza es doble cuando se repara en que Bajas presiones no es una colección de ocurrencias ni de juegos de palabras ni de greguerías ni de agudezas irónicas tan al uso, sino el fruto de un ejercicio continuo y refinado de pensamiento, de una visión muy determinada de la vida y la literatura, es decir, y en resumidas cuentas, de una actitud moral. En sus páginas puede haber –y de hecho hay– golpes de ironía, chispas de ingenio y la imagen más o menos sugerente o extravagante, pero el conjunto está imantado por la mirada pasional y escéptica de una moralista. Dicho de otro modo: es el libro de alguien que debe recurrir a la literatura para denunciar las carencias y las limitaciones de la palabra; una palabra que, por lo pronto, nos sirve para sobrellevar la vida. Se abre así el círculo vicioso perfecto: porque vivir es también enfrentarse una y vez a las carencias y limitaciones de la existencia. Y para ello recurrimos a todo tipo de maniobras de distracción, empezando por la literatura.

Lejos de ser una simple colección de fragmentos, Bajas presiones está ordenado y estructurado de manera cuidadosa, deliberada, con algo parecido a estribillos que lo pautan de principio a fin. Con imágenes que recurren y obsesiones (el insomnio de las cinco de la mañana, el paraíso, los aviones, las estrellas, los libros, los días sin sol, Sísifo) que van y vienen en forma de variaciones sobre un mismo tema. Y con un tono personal –esto es importante– que lo unifica y le da nervio, intensidad. Un tono que oscila entre el orgullo y el desengaño, la fiereza y el autocastigo, que puede ser desafiante («Uno no puede hacer literatura si no aprendió antes a deletrear Faulkner») y a la vez desencantado. Como buena moralista, su autora piensa sobre todo a la contra, sin concesiones ni coquetería, con picos de ironía y hasta de sarcasmo que es la primera en aplicarse a sí misma. Como bien dice: «Moralista es quien se ríe de su tragedia». Es una buena definición del libro, que podría combinarse con estas otras: «Mi espacio está en el recorrido de la frase»; «Escribimos porque no tenemos respuesta». Y, como ejemplo de ese pensar agonista o antagonista ya señalado: «La predilección por ciertos autores nace del deseo de asociarse contra algo».

Hay, desde luego, frases de carácter puramente sentencioso, como hay también pequeñas fugas hacia la ocurrencia o la frase desnuda y enigmática («Un libro abierto es un cuervo»), pero son variaciones, breves excursiones que lejos de difuminar el efecto global del libro lo hacen más intenso y perentorio. Son breves remansos que permiten cambiar de ritmo, o mejor dicho, reactivar el principio de picoteo que es consustancial al trato con un libro de aforismos.

Dije antes que el libro está recorrido –suturado, en realidad– por una serie de presencias recurrentes que le confieren unidad: esos «días sin sol» con los que se abre –días de «bajas presiones», en efecto– se van repitiendo cada ciertas páginas y están, creo yo, asociadas a ese deseo infantil de aviones, de estrellas, de aquellos elementos que pueden comparecer en un cielo despejado. Señales, me parece entrever, de un paraíso perdido que no sé si es el de la infancia, pero que en todo caso comparece con nombre propio a lo largo del libro y que da al conjunto intensidad emocional, que es como decir que alienta al fondo de sus renuncias y negaciones, como esa –rotunda, inequívoca– de la sílaba en que se cierra: «No».

Se trata, en fin, de un paraíso de cielos despejados que se nubló pronto y que ya es irrecuperable, porque en parte era falso. Como decía uno de los barrocos hermanos Argensola: «Ni es cielo ni es azul». Un verso que Azahara, no menos barroca y abrumada por el paso del tiempo, no menos consciente de la vanidad de vanidades que es la existencia humana, viene a glosar así: «La convivencia con las nubes educa en la aceptación de las amenazas del cielo». Y es que algún momento, muy pronto, cae una sombra eliotiana que lo desbarata todo. De igual modo que las terribles cinco de la madrugada «son el agujero negro de los días» y por eso, en otro momento, «le caen a Sísifo a los pies. Una a una», una conciencia temprana de la vida nos la arruina para siempre. Y estos aforismos son el modo en que uno va construyendo respuestas que por definición son parciales, sucesivas, pero también complementarias.

Bajas presiones pertenece a esa clase de libros que no se eligen escribir, sino que se imponen, que nacen dictados por la fatalidad. Como dice su autora: «Un escritor que elige sus temas no es más que un cronista»; y más adelante: «Un escritor que elige sus temas es como una puerta sin bisagra», que yo entiendo como que no lleva a ningún sitio, no nos permite salir de la celda de una subjetividad que, mal encauzada, puede devenir en solipsismo. En este sentido, es un libro de aprendizaje, lo que no quiere decir que sea el libro de una aprendiz. Aquí hay madurez vital y literaria, conciencia plena de hasta qué punto el aforismo exige sencillez, elegancia y precisión. Como escribió el poeta inglés Charles Tomlinson en unos versos que no me canso de citar: «No tiene que haber nada / superfluo, nada que no sea elegante / ni nada que lo sea si sólo es eso». Este libro cumple del todo con esta condición, y lo hace con aplomo y ecuanimidad, asumiendo sin quejas ni caídas su cuota de desengaño y violencia tácita. Abrir este libro, como quiere su autora, es convertirlo en un cuervo impasible que nos dice al oído: Nevermore. Y disfrutar con todos los matices que es capaz de dar a las palabras no, nada, nunca.




miércoles, noviembre 21, 2012

la bicicleta del panadero





El pasado viernes 16 de noviembre se presentó en el Ateneo de Madrid La bicicleta del panadero (Calambur, 2012), el más reciente libro de Juan Carlos Mestre: un acto multitudinario, lleno de emoción y de intensidad, que se cerró con la interpretación de algunos viejos poemas de Mestre en la voz y la guitarra de Amancio Prada.

A mí me tocaba decir unas palabras preliminares sobre el libro, y opté por leer un resumen improvisado de los cuatro folios que había escrito para la ocasión. Algunos amigos me han escrito para pedirme copia del texto, así que he decidido compartirlo en esta bitácora como un recuerdo de aquella noche y un homenaje, desde la cercanía y la complicidad, al autor de La tumba de Keats.


Este libro prodigioso de Juan Carlos Mestre (Villafranca del Bierzo, 1957) se abre con dos sencillas palabras: «le dije». Dos palabras que son a la vez el gong inicial y el estribillo de un poema en prosa, el muy justamente titulado «Poema uno», en el que dos voces (o la cara y la cruz de una sola) dialogan intercambiando perplejidades y juicios, órdenes y quejas: le dije, me dijo, me dijo él, me respondió, eso es verdad respondí… La acotación remite no sólo a una puesta en escena, la de los operarios –quizá los cómicos mismos– que preparan la sala antes o después de la función, sino también a una música: la música de la oralidad, de la palabra que pesa y pasa por la boca, del fluir hipnótico de las imágenes con que la conciencia trata de hacer justicia a la vida, de hacerla vivir. Esa voz –esa música– es la que sostiene La bicicleta del panadero de un lado a otro de los 298 poemas que componen el conjunto: una voz omnívora y exaltada a la vez que burlona, irónica, adepta al disfraz y el despiste, poseída por el demonio de una risa en la que se advierte, al fondo, la sombra magnética del absurdo. Una voz, en fin, que colinda con el charco negro de la pena pero también, de otro lado, con el ritmo febril, incitante, de las analogías y su juego de espejos encendidos.

Habla una voz, en efecto, pero quién la dice y desde dónde es algo que no está claro, que cambia o muta en cada página. La voz es la misma pero los personajes, las bocas y lenguas que hablan, los protagonistas, se transforman sin descanso hasta dibujar una constelación que abarca, en realidad, el mundo entero. «El poeta es un buzo en traje de luces», se lee en «Otra oportunidad», cuyo arranque es todo un lema o carta de creencia:

Hermoso como los caracoles que se juntan en el agua caliente se levanta el árbitro de las abejas en la plantación inagotable de los nuevos errores.
Poesía pudo ser un cerebro que bailoteaba fox-trox en el túnel de los átomos pesimistas y poesía la liebre del rey escaqueándose por la ventanilla invernal de las secretarias eclécticas.
Amó al pájaro que florece y al cerrajero incunable hervido por los profetas.

Es como si Mestre quisiera borrar una y otra vez sus propias huellas, el surco de esa bicicleta que culebrea por los caminos de tierra de la página, pero en vez de emplear una goma de silencio cubre su rastro con una profusión de palabras y de imágenes que se llaman unas a otras como los zarcillos de una enredadera. Este jugar suyo al despiste –y es un juego, aunque surja del horror vacui–, esta afición compulsiva al quiebro y la metamorfosis deja un hueco que al instante se llena de figuras, de formas que se convocan y transforman mutuamente:

No hay, hermano, ninguna versión definitiva sobre la noche, solo peces, camarones, lluvias y relámpagos que caen desde la iluminación sobre la rareza del mundo.




El libro entero está dictado por este afán de totalidad, de no dejar un solo palmo de lo real por escrutar o interpelar: no soy yo, nos dice, yo soy este y aquel, yo soy todos, la voz es la misma pero sólo es posible, sólo es decible y audible si la decimos entre todos. ¿Quiénes somos todos? Me parece que en este libro Mestre ha concebido su propio Juicio Final, una especie de segundo advenimiento al que la comunidad entera de vivos y muertos ha sido invitada para mirarse y descubrirse –revelarse– a la clara luz desde la imaginación. Si Antífona del otoño en el valle del Bierzo convocaba a las figuras del presente y los espectros del pasado para construir el mito de un lugar, aquí es todo el tiempo, todo el espacio, lo que es llamado a juicio antes de esfumarse casi en el último suspiro. El término «juicio» es inexacto y hasta injusto porque aquí no hay condena, no puede haberla. ¿Quién podría arrogarse ese derecho? La misma idea de condena es ajena o extraña al espíritu que anima el libro. Pero sí hay sentencias, resoluciones ocasionales en forma de invectiva o apunte burlón, ironías y desdenes compensatorios que reivindican, como bien dice el poeta Eduardo Moga, «a las víctimas frente a los victimarios, a los humildes frente a los engreídos, a los callados frente a los que mienten». Porque este juicio final que propone Mestre no viene sino dictado por la necesidad utópica, la urgencia de reparar los agravios de la historia y redimir a los desfavorecidos, los arrumbados, los que están al otro lado de la vara de medir y golpear del poder. Lo ha consignado hace muy poco Santiago Auserón con palabras que evocan, a mi oído, los ritmos y tonalidades de esta poesía:

Echamos de menos la verdad callada [de la utopía], la necesidad de donde mana el deseo de otro horizonte. La verdad de toda vieja utopía reside en eso que Deleuze y Guattari llamaban «le peuple à venir»: una comunidad que sólo admite desterrados, nómadas del vasto desierto interior, guerreros que huyen del bando de la avaricia, ciudadanos de un planeta devastado cuyas ruinas esconden un pozo de agua mítica, cuya frescura imaginaria es comparable tan sólo con el sinsabor de su perpetua dilación. (El ritmo perdido)

Sabemos ya que todo juicio final es, en realidad, la oportunidad de un nuevo comienzo, la tabla rasa que permite remprender la marcha en plenitud, sin viejos lastres ni adherencias: un envite hacia el futuro que abreva y repone fuerzas en un pasado mítico, quizá inexistente salvo en el espacio de una imaginación sin la cual no podríamos comprender nuestra propia vida. Sabemos también que en la idea de utopía alienta siempre una pulsión apocalíptica, el deseo de romper con todo, de romperlo todo para ver qué subsiste, qué sigue siendo válido. Pero en la utopía de este hijo de panadero no hay lugar para la explosión destructiva: el fuego purificador es más bien, aquí, un fuego de artificio que alumbra y hace brillar todo aquello que nombra, que lo exalta y lo celebra dándole nueva vida. La risa liberadora y hasta carnavalesca de Mestre sólo tiene un destinatario: la arrogancia del poderoso, la seriedad impostada del pedante, el podio no menos impostado de la autoridad y sus secuaces… Cumple con creces aquella irreverencia, aquel espíritu libertario y heterodoxo que Valente invocaba con sorna en «Bajemos a cantar lo no cantable», uno de sus mejores poemas tempranos:

propongamos (…)
un trompo al justiciero general de a caballo,
una falsa nariz al inocente,
pan al avaro,
risa al cejijunto,
al astado burócrata una enjuta ventana
con vistas al crepúsculo,
al rígido bisagras,
llanto al frívolo,
gladiolos al menguado,
tenues velos al firme,
un ángel mutilado al siempre obsceno,
falos de purpurina a las dulces señoras…

«Risa al cejijunto...» Nadie como Mestre, desde una posición estética tan poco deudora de Valente, ha cumplido entre nosotros este programa casi dadaísta. Nadie tampoco ha encarnado mejor en su poesía esa definición de la alegría que dio el poeta gallego: «infatigable loro azul del aire». Esa risa disuelve también –era inevitable– ese género de pedantería que puede ser la crítica o la teoría literaria, en especial cuando se arroga condición de árbitro o de fin que ignora los medios. Mestre neutraliza una y otra vez a los críticos por el nada sencillo método de prever o adelantarse a sus objeciones y fecundar con ellas la escritura, el poema mismo:

Ustedes tienen aparato teórico me dijo un día un poeta quechua. Qué va, le respondí yo, apenas una gruesa capa de tocino con que mantenernos a flote cuando las aguas se ponen frías y los razonamientos nos llegan al cuello.




Conviene leer este libro de principio a fin. Leerlo en su despliegue, en sus desvíos y ramificaciones. Conmueve, bajo esa lectura, el sentimiento de duelo con que nace. Un duelo que va matizándose y modulándose conforme avanza hasta convertirse en una melodía de contrabajo capaz de sostener las acrobacias más sorprendentes. El duelo tiene causa biográfica –la pérdida del padre, cuya figura está detrás de las vetas más elegíacas y hasta sentimentales del libro: «la reina la Luna envejecida por la noche del padre»– y también una fuerte dimensión colectiva: surge de contemplar el paisaje en ruinas de una sociedad atravesada por la codicia y el olvido de su pasado, una sociedad que no acaba de articularse como proyecto colectivo y que deja sin atender los reclamos cada vez más perentorios de la imaginación. El paisaje de estos poemas iniciales es sombrío, crepuscular: una «Tierra de los significados» barrida por la tos del viento y poblada por cangrejos ermitaños que no saben mirar al frente sin caminar hacia atrás:

Poco antes de borrarse del todo el Sol echa un vistazo a las cabras y a los cangrejos
Luego no queda ni un alma, las madres toman la fiebre con la mano y los suicidas vuelven otra vez a la cama
En el piso de arriba los ratones hacen un ruido de novias en sandalias
No brilla tanto la timidez de las estrellas, debe de ser el cigarrillo de los filósofos sobre el océano
Es lo posible, la ceniza de las palabras que caen desde un extraño mundo como copos de nieve

Algo así parece declarar, con la fuerza misteriosa y secreta de un anagrama, la frase que dibujan al tocarse los dos extremos del libro. Si «Poema uno», como vimos, se abre con la expresión «le dije», el poema final, «Últimas palabras», concluye con un sintagma de rara sugerencia: «la muerte y sus nombres». El poema no se llama «Últimas palabras» por casualidad: su designio es mostrarnos sin velos ni embozos el desvanecimiento de ese mismo mundo que ha sido convocado a juicio poético: «La ley desaparece el mundo desaparece las chozas se desploman los diamantes se licuan (…) las prisiones desaparecen los cubos de los hospitales la muerte y sus nombres». Aquí, de nuevo, lo personal y lo colectivo se entrelazan y se dejan leer a la vez. La muerte del padre y la muerte del mundo es una; la pérdida es desaparición física y también silencio, estación término para el poeta de las imágenes locuaces y los «versículos como venas henchidas».

Sin embargo, a lo largo de los casi trescientos poemas que componen el libro el humor y la belleza saben ganar la partida y proponer figuraciones verbales que nos deslumbran por su potencia visionaria, su red ilimitada de vínculos y correspondencias, la voracidad de sus anáforas y enumeraciones, el tam-tam celebratorio de sus letanías... Figuraciones en las que hallamos, transmutada, la huella declarada de todos sus mentores, de Whitman a Rosamel del Valle, de Dylan Thomas a Antonio Gamoneda, de Jaime Sáenz a Violeta y Nicanor Parra... «Asumir nosotros el misterio de las cosas», dice con perspicacia el rey Lear refiriéndose a él y a su hija Cordelia, la callada, la que guarda silencio incluso bajo coacción. No otra cosa es lo que ha hecho Juan Carlos Mestre en todos sus libros, del primero al último: asumir el misterio de las cosas en su infinita variedad, en su riqueza imperfecta y consoladora. «Lo igual es esa niña que contesta no, lo igual es la mano que cierra la puerta», leemos en «Argonautas». Mestre no es un poeta igual, entre muchas otras razones, porque sigue siendo el muchacho que responde sí, la mano que abre la puerta.


Juan Carlos Mestre, La bicicleta del panadero, Calambur Poesía, Madrid, 2012, 480 págs.



Juan Fernández, Manu Clavijo, J. D., Juan Carlos Mestre y Amancio Prada.
Foto: Ana Agudo