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miércoles, noviembre 30, 2022

para vivir aquí

 

 

En un poema de la escritora estadounidense Linda Pastan (1932), dos voces debaten sobre un precepto rabínico que prohíbe tocar a un moribundo, pero aclara (es una salvedad que no esperamos) que si su casa se incendia debe ser sacado de ella. La primera voz pregunta: «¿A quién podría tocar yo entonces, / no estamos todos / moribundos?». A lo que la segunda responde con «vieja sonrisa de conciliador»: «¿Pero no están todas nuestras casas / quemándose?».

 

Tengo la sensación de que la poesía de Olvido García Valdés es de las pocas entre nosotros que sostiene, como una balanza de dos platillos, la conciencia de esa doble amenaza, que en realidad es nuestro estado natural, la raíz patente de nuestra fraternidad: somos seres caducos, hechos para la muerte, pero entretanto vivimos, estamos vivos; y reconocemos ese mismo destino en todo aquello que nos rodea y comparte nuestro existir. Ese reconocimiento, ese sabernos fraternalmente entre las cosas, es lo que llamamos belleza en un sentido profundo (y es belleza porque es verdad, como dice Keats): «la hermosura, el sufrimiento, lo / que nos hace pertenecer siendo otros».

 

Este es el punto de partida. Y, a partir de ahí, se trata de acercar los ojos, los oídos, de estar alerta y mirar y escuchar con la perpetua curiosidad de quien sabe que la existencia se juega en este instante, ahora, sin lamentos ni elegías regresivas ni vagos futuribles. Se trata, en suma, de ensanchar el cauce de la vida –la propia, la de todos– y acoger, dar cobijo: «No puede / la carencia ser reparada mas no impide vivir, mide / cielos vuelos pulmonar ansia, dibuja / ramificaciones nerviosas…». La poesía de Olvido se juega en ese campo y con esas reglas: es una medición o inspección de los tiempos y espacios donde a pesar de todo podemos vivir, hallar briznas de asombro o de sentido, llenarnos los pulmones.

 

Es lo que ella misma, en su último libro, define como «gracia» y que tiene que ver con una cierta disposición de ánimo, una forma de estar en el mundo («voy por el mundo como en un sueño»), una confianza innata en la naturaleza misma de esas presencias que no dejan de estar con nosotros y acompañarnos: su variedad incesante, sus rasgos peculiares, el modo que tienen de hablar y de moverse, el detalle llamativo o incongruente… Pueden ser los animales, tan importantes aquí («todo lo que tiene alas es ángel, mosca / golondrina mirlo cucaracha –puede / volar–»), el mundo vegetal, las voces que se oyen por la calle («¿comiste ho?»), o un obrero que cojea bajo la luz lavada de Lisboa y que despierta intriga, curiosidad: «¿Por qué lo miras así, por qué / lo sientes cerca si está allá abajo?, ¿por qué cojea?».

 

La mayoría de los poetas nos dan una foto fija, una imagen estática. A veces esa imagen va acompañada de una sensación, una atmósfera que envuelve al lector y lo conduce a otro plano de lo real. Pero Olvido hace algo más: nos muestra una pequeña película, descompone la escena en planos minuciosos, a menudo abruptos, sin solución de continuidad, en los que parpadean dudas, apartes, preguntas. Aquí lo importante es la sintaxis, la estructura casi analítica del decir, que le permite deslindar con infinito miramiento cada detalle («ramificaciones nerviosas»), dosificando a su gusto las observaciones, el fluir de la emoción, jugando con la velocidad de la transiciones, que a veces son yuxtaposiciones violentas, como si jugara con piedrecitas y las hiciera entrechocar en su mano para crear un efecto de disonancia, de pensada cacofonía.

 

«El poema es en sí mismo soledad / tiene contacto con lo vivo», dicen dos versos de su libro más reciente, Confía en la gracia. Es una soledad fraternal, pero también sanadora, porque el poema –la creación– le ofrece a la humanidad un conocimiento de sí, le dice cosas de sí misma, que no tendría de otra forma. Me parece que eso mismo es lo que Olvido quiere decirnos al final de tantas palabras: «recibe este objeto en tu corazón, mira / en él algo que ames, mira de nuevo».

 

Publicado en La Nueva España, 27 de noviembre de 2022

 

 


viernes, noviembre 18, 2022

en el bosque de los caminos que se cruzan

 
 

 

Transversal. Poesía alemana del siglo XXI, selección y edición de Cecilia Dreymüller, traducción de Teresa Ruiz Rosas y Cecilia Dreymüller, Barcelona, Tres Molins, 480 págs.

 

 

La publicación de esta amplia y reveladora antología bilingüe –171 poemas de veintisiete autores– viene a llenar uno de esos vacíos tan abundantes en nuestro mundo editorial. Más allá de un par de viejos títulos de Durs Grünbein y un cuaderno de Michael Krüger (y sin contar las aportaciones de los nobeles Handke, Grass, Herta Müller y Elfriede Jelinek), es muy poco lo que sabemos de la poesía que se escribe ahora mismo en los territorios de habla alemana. El subtítulo del volumen merece una aclaración: Poesía alemana del siglo XXI. No se trata de una muestra solo de poetas novísimos, sino de la poesía que en este siglo han escrito autores de todas las edades, desde la vienesa Friederike Mayröcker (1924-2021) hasta las jóvenes Nora Bossong (1982) y Ronya Othmann (1993). La selección y edición del material corre a cargo de Cecilia Dreymüller, quien traduce un tercio de los poemas. Los dos tercios restantes son responsabilidad de Teresa Ruiz Rosas, quien también colabora en la redacción de las breves notas de presentación de los poetas antologados.

 

El resultado es una cornucopia de propuestas que nos permite apreciar con claridad las divergencias entre creadores de generaciones y ámbitos geopolíticos distintos. La coherencia del conjunto está asegurada por el gusto experto y riguroso de Dreymüller, a quien debemos (entre otras joyas) la reciente edición de la poesía completa de Ingeborg Bachmann. Suya es, por ejemplo, la decisión de dejar fuera a Grünbein y a Hans Magnus Enzensberger, por ser «tan afamados [que] a sus obras no les hace falta este tipo de difusión». No sé si exagera la fama de Grünbein entre nosotros o el acceso a la lírica de Enzensberger más allá de sus libros divulgativos. Suyo es también un esfuerzo deliberado por incorporar nombres que solían estar fuera de los recuentos al uso o de colectivos célebres como el «Grupo 47». También relevante, por último, es el foco que la editora pone sobre los poetas que se educaron y empezaron a publicar, casi siempre con problemas, en la antigua RDA.

 

Resulta aleccionador comprobar una vez más hasta qué punto el aire de cada época, su tejido de valores y expectativas, condiciona el esfuerzo de sus hijos más aventajados. Si los autores nacidos antes de la segunda guerra mundial siguen bebiendo de las lecciones de la vanguardia, en especial de un expresionismo áspero y manchado de ironía trágica que incorpora el collage, las transiciones rápidas del cine y una actitud de sequedad y desmarque propia del arte conceptual, el paso de los años añade mesura y un tono más reflexivo y narrativo, cercano a la figuración. Es la distancia que separa, pongamos, a Volker Braun (Dresde, 1939) de Michael Krüger, nacido solo siete años más tarde. Poemas como «Lagerfeld» y «Catarrsis» –escrito en plena pandemia– son lecturas feroces y vitalistas que certifican a Braun como un gran satírico de las contradicciones de la modernidad. Krüger, por su parte, es más sutil y también más clásico, pero no menos feroz, capaz de asumir sus propios errores y construir una reflexión compleja sobre las ideas de verdad o de sentido.

 

Presentar el trabajo de veintisiete poetas en pocas líneas es tarea imposible. Puedo decir que he disfrutado enormemente con la mirada quirúrgica y de hondo calado de Ursula Krechel (1947), capaz de dar la vuelta sin despeinarse al verso más conocido de Celan; la revitalización del sublime romántico en Michael Donhauser (1956); la reticencia persuasiva de Marion Poschmann (1969), que vivifica la poesía de la naturaleza; las ficciones distópicas de Silke Scheuermann (1973), en las que las imágenes rompen las costuras de la alegoría; o el vigor de Kerstin Preiwuß (1980), con palabras que parecen brotar a flor de piel, como una emanación más del cuerpo. En «Estudio de la ruina», soneto inverso de tono solo en apariencia descriptivo, Nora Bossong (1982) capta con maestría la atmósfera opresiva de los suburbios: «Aquí nada jamás estará a favor de los áster, / crecen solo trastos por la casa de atrás…». Es también, o así lo parece, una estampa tristemente irónica de la sociedad alemana de posguerra, como si dijera: después de todo, las cosas no han cambiado tanto.

 

Transversal es un mosaico de forzosa lectura para quien se interese por los hallazgos y desarrollos de la nueva poesía –los nuevos caminos del bosque– en Europa.

 

 

Publicado en La Lectura de El Mundo, 21 de octubre de 2022.

 

 

 


 

lunes, junio 29, 2020

primavera escamoteada




Van saliendo reseñas de La vida en suspenso y un servidor se siente muy agradecido. Parece mentira tanta actividad. Es como si todos quisiéramos pasar cuanto antes la página de estos meses, y el hecho mismo de leer y pasar las páginas de un libro ayudara a recuperar la normalidad: la vieja, la de antes; la imperfecta (porque era nuestra), la insustituible (porque era nuestra).

Voy colgando los enlaces oportunos en la columna izquierda de esta bitácora, debajo de la cubierta del libro. Pero algunas reseñas no son accesibles en la red ni están al alcance de los buscadores. Es el caso de la lectura cómplice que firma el escritor extremeño Enrique García Fuentes en el suplemento «Trazos» del diario Hoy. Se titula «Primavera escamoteada» y para leerla basta con pulsar en la imagen superior. Como dicen al otro lado de la raya, «muito obrigado».

lunes, junio 22, 2020

anne carson / el espacio entre idiomas





Traducir la escritura –poesía y ensayo, porque los dos géneros conviven en sus libros– de Anne Carson ha sido uno de los grandes desafíos a los que he tenido la suerte de enfrentarme a lo largo de los años. Un desafío y un juego inmensamente placentero, pues Carson es una lectora voraz y desprejuiciada, que toma toda clase de materiales y los echa a andar por el campo de maniobras de la página. Adepta al pastiche, el fragmento, la serialidad, el collage de citas y voces, el fragmento, el anacronismo y un largo etcétera, Carson ensaya una forma de intertextualidad que añade subtítulos irónicos o evasivos a la película de sus poemas.

El primero de los libros que traduje para Pre-Textos fue Hombres en sus horas libres (2007), que es un catálogo de (casi) todas las maneras en que podemos leer nuestro pasado cultural y darle nueva vida: una tertulia televisiva entre Tucídides y Virginia Woolf, descripciones de cuadros de Hopper en diálogo con citas de las Confesiones de San Agustín, revisiones biográficas de Safo, Artaud, Tolstoi o Ana Ajmátova… Recuerdo largas sesiones en la Biblioteca Nacional consultando ediciones de los clásicos que Carson citaba, casi siempre manipulando o adaptando el texto para sus intereses. El libro es un muestrario de todas las formas en que un poema sigue siendo un poema… aunque se vista con las sedas del documental, el ensayo o la prosa de diario. Un prodigio de inteligencia crítica y de sensibilidad para encontrar la puerta de entrada a las obras más diversas sin dejar de descubrir –o subrayar– parecidos y continuidades.

Ha escrito Carson que «me gusta el espacio entre idiomas porque es el lugar del error o la equivocación, el ámbito donde se dicen cosas no tan buenas como uno quisiera, o donde no se puede decir nada. Y esto me parece útil a la hora de escribir, porque siempre es bueno perder el equilibrio, desplazarse de esa posición de autocomplacencia con la que tendemos a mirar el mundo y decir lo que percibimos». Esa es en gran medida la experiencia de su traductor, enfrentado a una escritura seca, equívoca, que parece desdeñar los atributos tradicionales de la poesía –ritmo, metro, una prosodia más o menos amable– para construir el poema desde fuera, martilleando las palabras hasta encajarlas con violencia, forzando sus junturas. El resultado es un poliedro con superficies engañosas que pueden parecer frías, pero que basta girar lentamente para que brillen.

Traductora ella misma, Anne Carson ha dedicado una parte importante de su trabajo creativo a actualizar la escritura de Esquilo, Safo o Catulo en versiones que liberan toda la energía latente en los textos originales o que establecen analogías con ciertos poetas contemporáneos. La filóloga experta convive con la creadora instintiva que sabe que la poesía es siempre presente (como decía Ezra Pound, «buenas nuevas que se mantienen nuevas») y que lo interesante de la escritura es justamente su capacidad para escenificar el yerro, el errar, la errancia, el desacuerdo constante entre el mundo y nuestro afán por decirlo. Pese a todo, desde hace años sus libros no han dejado de cruzar la frontera del idioma y acompañarnos, y somos nosotros los que salimos ganando con el trato.


[Publicado originalmente en El País, 19 de junio de 2020]

sábado, junio 20, 2020

anne carson / la poesía desde fuera




Se suele olvidar que Anne Carson se dio a conocer relativamente tarde, y que lo hizo además como ensayista, con la publicación en 1986, mediada la treintena, de Eros the Bittersweet [Eros el agridulce], una lúcida y sugestiva exploración del concepto de «eros» en la filosofía y la literatura clásicas. Ahí comparecía la helenista, la filológa experta que ha dedicado gran parte de sus esfuerzos a los textos de Safo, de Tucídides, de Simónides de Ceos, capaz de analizar hasta el más pequeño detalle de un poema lírico y darnos una imagen fiel, por veraz, del universo intelectual y emocional que lo produjo. Pero descubríamos también a una lectora activa, curiosa, que ponía a dialogar a Simónides con Paul Celan, o a Tucídides con Virginia Woolf, y extraía de esa yuxtaposición, a veces violenta, un motivo para seguir leyendo. A Carson no le interesa tanto demostrar cuanto mostrar, hacer visible. Los corolarios posibles de su pensar quedan apuntados, entrevistos, pero nunca se explicitan. Así ocurre, por ejemplo, en «Desprecios», uno de los cuadernos de su último libro, Flota, subtitulado «Un estudio del lucro y la ausencia de lucro en Homero, Moravia y Godard», que pone en contiguidad pasajes muy concretos de sus obras respectivas. No es que ella no saque sus propias conclusiones, pero lo hace sin énfasis, como quien no quiere la cosa. Y el lector es empujado así a hacer suyo el descubrimiento, participar de él.

El ensayismo es una veta sustancial de todos sus poemarios desde aquel primer libro de poemas en prosa que fue Short Talks (1992). Y el hilo conductor de una escritura que oscila sin trauma entre el impulso lírico y la pasión académica. Ella misma ha declarado que nunca ha tenido un problema con esa frontera, «porque en mi escritorio los proyectos académicos y los, digamos, creativos comparten espacio, y me muevo o traslado frases de unos a otros, y así hago que se impregnen mutuamente. De modo que las ideas en ambos casos no son tan distintas». Carson concibe la poesía desde fuera, como una forma de jugar o combinar el lenguaje para llegar así a la realidad o a los libros que la dicen. Ese espíritu lúdico y perverso a la vez la lleva a recurrir a todo tipo de formas, géneros y materiales: el poema serial, el fragmento, el pastiche, el collage de citas y voces, la entrevista imaginaria, el anacronismo, etcétera. O la ficción narrativa, que es la matriz de Autobiografía de rojo, uno de sus libros centrales y el que cimentó muy pronto su reputación: una «novela en verso» de 47 poemas o «capítulos» que nos cuenta la vida y milagros de un joven llamado Gerión, que es y no es el monstruo de alas rojas y tres torsos que protagoniza el décimo de los doce trabajos de Hércules. Pero que es, sobre todo, y así lo relata el libro, un niño enmadrado, consciente de su diferencia, que sufre el acoso sexual y psicológico de su hermano y halla refugio en la fotografía y el amor de un Heracles presentado como un émulo de James Dean. Carson deforma el mito y cultiva el anacronismo con la seguridad que da conocer ese mito sin fisuras. Lo hace por ese afán suyo de yuxtaponer lecturas, etimologías o referencias culturales. Leer a Carson remozando a Safo o reescribiendo a Catulo como poeta beat es una experiencia mágica, y lo es porque permite redescubrir todo lo que guarda nuestro pasado, toda la energía latente o reprimida por una idea demasiado estrecha de la tradición.

El resultado es una poesía que puede resultar dura o áspera en primera instancia, que carece tal vez de la sensualidad de sus contemporáneos (Ashbery, Strand o Jorie Graham), pero que sin embargo se ampara en su rudeza, diría casi que su primitivismo, para construir artefactos fascinantes por la calidad de su pensamiento, la intensidad de su lectura y el coraje de su estilo. La escritura de Carson puede parecer neutra, incluso fría a veces, pero alienta en ella un trazo feroz, expresionista, que ilumina la página desde dentro.

Carson dijo una vez que «cuando viajas por las palabras griegas, tienes la impresión de estar entre las raíces de los significados, no arriba en la copa del árbol». Y eso es lo que ocurre en sus libros: su poesía no se va nunca por las ramas; toda ella es raíz.


[Publicado originalmente en El Cultural, 18 de junio de 2020]

lunes, noviembre 04, 2019

boris a. novak / poemad



Boris Novak leyendo en el Auditorio del Centro Cultural Conde Duque,
Madrid, 27 de octubre de 2019, dentro del festival PoeMAD


La escritura del poeta esloveno Boris A. Novak, de la que hemos tenido noticia en España gracias a la antología El jardinero del silencio y otros poemas (trad. Laura Repovš y Andrés Sánchez Robayna, Galaxia Gutenberg, 2018), obedece a dos impulsos de distinta naturaleza que, sin embargo, se complementan con maestría: por un lado, una intensa preocupación formal, o mejor dicho, una voluntad de experimentación y hasta de juego que trata de incorporar a la tradición poética eslovena, relativamente joven –apenas tiene dos siglos–, todo el repertorio formal de la gran lírica europea, que amplía y enriquece con sus propios hallazgos; por otro, una tensión moral y hasta política que no ha dejado de indagar, a lo largo de los años, en los vínculos entre lo personal y lo colectivo, memoria y presente, imaginación y conciencia.

Hablar de los Balcanes, como sabemos, es hablar de un territorio que ha estado en primera línea de fuego de la historia europea reciente –desde hace por lo menos un siglo– y en el que se han ejercido actos de violencia y destrucción masiva cuyo eco sigue repicando entre nosotros. Nadie que haya vivido estos sucesos, y menos alguien que ha hecho de la relación con las palabras su razón de ser, puede salir indemne de esta experiencia. Como decía T. S. Eliot en su poema «Gerontion», «después de tal saber, ¿cuál perdón?». La poesía ha sido la manera de modular y expresar este sentimiento de piedad, rastreando en la memoria personal y familiar y en la historia colectiva las claves del desastre, resucitando lugares y destinos humanos, inyectando en la escritura lírica algo del aliento épico y narrativo que está en los orígenes de nuestra poesía. Pero no adelantemos acontecimientos.

Nacido en 1953 en Belgrado, Novak fue un niño bilingüe –como recuerda su traductora Laura Repovš, «el serbio era la lengua de su primer entorno y el esloveno la lengua de casa»–, pero al regresar con su familia a Liubliana en la adolescencia y descubrir su vocación literaria, decidió que el esloveno sería «su única lengua poética». Hasta mediados de la década de 1980, su trayectoria es la de un joven poeta con intereses en la filología comparada, la dramaturgia, la traducción y el trabajo editorial. En 1987, entra a formar parte del consejo de redacción de Nova revija, revista de literatura y pensamiento que tuvo una enorme influencia en los años finales del régimen comunista y en el proceso de democratización de Eslovenia. Con la independencia, que se logró a principios de julio de 1991, Novak se vinculó al PEN Club de su país, desde donde organizó, entre otras labores, una celebrada acción humanitaria en favor de las víctimas del sitio de Sarajevo.

Su compromiso político, sin embargo, no ha restado un ápice de firmeza a su compromiso literario, que se traduce desde hace cuarenta años en numerosos libros de poemas y ensayo, trabajos de traducción y una continua actividad docente. Novak ha tocado casi todos los temas –el amor en sus libros Alba y Fulguración, el desastre de la guerra en Cataclismo y Maestro del insomnio, la memoria personal y familiar en Eco y Ritos de despedida, la historia en Pequeña Mitología Personal–, y lo ha hecho en las formas más diversas, desde el poema breve de inspiración oriental o cercano a la greguería ramoniana hasta el poema extenso de tonos épicos –escrito en una revisión personal del terceto encadenado de Dante–, pasando por el soneto, la canción, el epitafio, la enumeración anafórica o la albada provenzal. Aquí caben desde el monólogo dramático a los ejercicios de écfrasis o los poemas en prosa con voluntad narrativa y vagamente surreal. También el humor, un humor tierno como el de «Trapología», el poema que abrirá su lectura de hoy. Es difícil que un simple recital pueda hacer justicia a la amplitud y la variedad de esta escritura, pero su rigor formal, aprendido muy pronto en la poesía clásica europea, hace que su trasvase a nuestro idioma sea más fácil, más persuasivo. Con ustedes, el poeta Boris Novak.


Algunos de los poemas que Boris Novak leerá en la segunda parte de su lectura son sonetos o modulaciones personales de esta forma clásica, capaz de renovarse y escapar a la acusación de irrelevancia que parecía haber caído sobre ella. Estas variaciones consisten a veces en estrambotes que expresan la pasión numerológica de su autor; o, mejor dicho, su gusto por el juego. Por ejemplo, añadiendo dos pareados después de los tercetos finales, o incluso dos versos sueltos después de esos pareados, de tal forma que el poema se va adelgazando visiblemente conforme desciende por la página. El soneto, lejos de ser la antigualla que cierta modernidad superficial ha denunciado, se vuelve aquí flexible y apto para expresar los infinitos matices del sentimiento amoroso, o bien el laberinto de claroscuros de la conciencia moderna… Detrás de estas decisiones está el convencimiento firme de Novak de que la poesía es una cadena de maestros y modelos que no reconoce el paso del tiempo y nos hermana más allá de fronteras lingüísticas y culturales. Por ahí cabe entender la reivindicación que nuestro autor hace de la rima –que ha definido como «beso de palabras»–, capaz de juntar dos términos cuya semejanza sonora hace más visible aún más la distancia, la discrepancia, entre sus significados. Esa es la tensión poética que hace más real la realidad, que añade nuevos cuartos y pasillos a la casa del vivir, que ilumina lo que ni siquiera sospechábamos que estaba ahí. Ese es el modo en que la poesía, y Novak lo sabe muy bien, nos instala en el centro de nuestra propia vida.


Exilio

Ninguna estrella puede ya ayudarme.
Miro cómo se hiela el cielo norte,
el sur se esconde. Las ciudades blancas
en que crecí se van desvaneciendo
tras el muro estrellado del horizonte sur.
Una corteza cada vez más dura
crece entre yo y mí mismo. Sólo veo
tras la niebla la sombra de la muerta
mitad de mí: como sin fondo,
palpo a tientas mi rostro oscuro y tiemblo.
Mi hogar está ya sólo en mi garganta.


trad. Laura Repovš y Andrés Sánchez Robayna


lunes, octubre 28, 2019

ana blandiana / poemad



Ana Blandiana leyendo en el Auditorio del Centro Cultural Conde Duque,
Madrid, 27 de octubre de 2019, dentro del festival PoeMAD


En los poemas de Ana Blandiana, por lo común breves, suceden muchas cosas y se imaginan otras tantas. O, mejor dicho, cada elemento baila con los demás en una coreografía incesante de causas y consecuencias, de mutaciones vertiginosas que señalan el camino de la extrañeza y el asombro: los párpados caen «como la cuchilla de una guillotina / sobre el cuello del mundo exterior»; «las iglesias / se deslizan sobre el asfalto / como navíos / cargados de terror»; o, en fin, «el horizonte se parece a / una bola de ámbar / en la que / fosilizados dioses / y proyectos inconclusos de ángeles / se transparentan / con asombrosa exactitud / y casi se mueven». Si, como quería Elias Canetti, el poema «es el custodio o garante de la metamorfosis», esto es, el modo en que el mundo se reinventa y se recrea sin cesar para eludir la cárcel de nuestras definiciones conceptuales, de nuestros dogmas, la escritura de Ana Blandiana es un ejemplo supremo de esta energía transformadora, de esta fuerza de la imaginación que establece relaciones y analogías y revela el modo en que las cosas, para persistir en su ser, se convierten en otras y aceptan –sin reproches, con una paciencia que ha sido puesta a prueba cientos de veces– lo que les toca en suerte.

Lo dice su traductora Viorica Patea en un texto reciente: «Antes de ser un nombre conocido, Ana Blandiana fue un nombre prohibido». Nacida en 1942 en la ciudad de Timisoara, muy cerca de la frontera occidental de Rumanía con Serbia y con Hungría, la poeta fue objeto constante de represalias por parte del régimen comunista, que prohibió su obra hasta en tres ocasiones. Hija de un sacerdote ortodoxo que había sido preso político –y «enemigo del pueblo», nada menos–, la poeta fue castigada a los diecisiete años por publicar su primer poema en una revista. Esta primera prohibición fue quizá la más dura, la más determinante: no solo duró cuatro años, sino que supuso «la privación del derecho de cursar estudios universitarios» y la obligó a trabajar por un tiempo como peón de la construcción.

Su regreso como poeta en 1964, con la publicación de La primera persona del plural, supuso su confirmación como parte del grupo de jóvenes poetas que traían la renovación estética a la poesía rumana: una poesía que oscilaba entre un tono intimista y el vuelo imaginativo, el impulso subjetivo y la tensión órfica, y que conectaba con la escritura vanguardista de entreguerras. De estos años data Octubre, noviembre, diciembre (1972), libro editado por Pre-Textos en 2017, en el que el sentimiento amoroso –teñido de panteísmo y hasta de misticismo– encarna en una escritura llena de plasticidad, de imágenes sugerentes y oblicuas, de viveza.

Con los años, y conforme el régimen de Ceacescu fue estrechando su cerco represor, la poesía de Ana Blandiana fue haciéndose más limpia y reflexiva, también más irónica. Lo resume muy bien Viorica Patea: «Sus temas recurrentes son el compromiso ético, el sentido de culpa y la confrontación de la pureza con los registros simbólicos de la degradación». Libros como Estrella predadora (1985) y La arquitectura de las olas (1990) dan cuenta de ese esfuerzo ingente del individuo por mantener su dignidad y una imagen ecuánime de sí mismo en la atmósfera sofocante de una sociedad manchada por la mentira, la sospecha y la vergüenza. Con la caída del régimen en 1989, la poeta participó –entre otras iniciativas– en la fundación de la Alianza Cívica, organización no partidista que luchó por mitigar las secuelas de la dictadura comunista. Libros como Mi patria A4, El sol del más allá o El reloj sin horas testimonian el viaje de esta poesía hacia una mayor sencillez o depuración verbal. El resultado es una escritura sabia y crepuscular, llena de preguntas sin respuesta y de respuestas provisionales. Una escritura perpleja, obsesionada por el estatuto de la verdad en un tiempo de imposturas y sucedáneos, de reclamos mendaces.


Se podría hacer un pequeño compendio con las reflexiones, llenas de lucidez, que Ana Blandiana ha hecho sobre poesía. Quizá la más importante sea su defensa de la inspiración y su retrato del poeta como un servidor atento: «La poesía –dice– no se puede inventar, hay que descubrirla. La poesía depende sólo en cierta medida del que la compone. […] Esta dependencia de una voz que a veces puede permanecer callada mucho tiempo […], me hace sentir feliz como ante un milagro que me sucede, a la vez que humillada por esta dependencia de la que no puedo librarme».

Claro que estamos ante una poeta que descree de las definiciones y las cajitas conceptuales, menos aún cuando se habla de algo tan misterioso como la poesía: «Decía Lao-Tse, refiriéndose a la realidad suprema, que quien no la ha conocido no habla de ella, y que quien lo hace es porque no la ha conocido. Así es. Una vez di una definición algo cómica, pero veraz: dije que la poesía es como un halo, una aureola que, para ser entendida y aceptada, intenta tomar la forma de un sombrero».

Y, por último: «Siempre he soñado con un texto que tiene varios planos, perfectamente inteligibles, cada uno autónomo y distinto, parecido a los murales de los monasterios medievales en cuyos paisajes se vislumbran, desde ciertos ángulos, las figuras de los santos». Así, como los frescos de las iglesias bizantinas de su país, es esta poesía: un calidoscopio de imágenes y formas, de ideas pintadas y metáforas que piensan, de extrañezas que acompañan y compañías que no dejamos de extrañar.


Tuve miedo

Tuve miedo de nacer,
Es más: hice
Todo lo que dependía de mí
Para que esta desgracia no tuviera lugar.
Sabía que tenía que gritar
Para demostrar que estoy viva.
Pero me obstiné en callar.
Entonces el médico tomó
Dos cubos llenos de agua
Fría y caliente
Y me sumergió
Varias veces
Como en un bautismo alternativo,
En nombre del ser y del no ser,
Para convencerme
Y yo grité furiosa NO
Olvidando que el grito significa vida.

Trad. Viorica Patea y Natalia Carbajosa


viernes, agosto 30, 2019

irreducible





José Ángel Cilleruelo, Pájaros extraviados, Colección La Gruta de las Palabras, Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2019, 80 págs.


La escritura de José Ángel Cilleruelo (Barcelona, 1960) ha ido asentándose con el tiempo sobre un puñado de estrategias complementarias, o que en su mano se enriquecen mutuamente: la preocupación formal como una vía para generar o vehicular, según, el extrañamiento propio de la visión poética; la investigación de los espacios «entre», el ámbito del arrabal, las afueras, esa tierra de nadie que se extiende entre el campo y la ciudad, pero también ese lugar de nadie en que se convierte la ciudad bajo ciertas condiciones de luz, de clima, de predisposición afectiva; el énfasis en un mirar que singulariza cada objeto, cada muesca de lo real, y al mismo tiempo ralentiza e incluso detiene el tiempo; y, por último, un decir preciso, sincopado, que nos da el proceso por el que algo termina siendo lo que es; un decir, también, que gusta de la paradoja y el aforismo, pero nunca como estación término, nunca como conclusión higiénica o tranquilizadora, sino como el medio mejor para expresar la ambigüedad del mundo, nuestra dosis cotidiana de incertidumbre y, en fin, esa facilidad con que el yo proyecta su red pegajosa de sombras y quimeras.

Después de la publicación en 2017 de La mirada (FCE), «antología esencial» ordenada como libro de nueva planta por Vicente Luis Mora, estos Pájaros extraviados nos devuelven, sin grandes variaciones, al territorio de su libro anterior, Tapia con mirlo (2014). Estamos ante un libro unitario, dividido en tres secciones de catorce poemas que arrancan, en cada caso, con un poema titulado «Nocturno». Y ese preludio sombrío vuelve aún más dubitativo o sincopado el decir de Cilleruelo, que aquí opta por frases breves y encabalgamientos, una sintaxis cortante y afilada que, sin embargo, termina pareciendo impresionista por su capacidad para la evocación o la sugerencia (y aquí el uso de la anáfora juega un papel crucial). El instante se detiene y el poema bucea en él, ensanchándolo con su braceo. Es como si la escritura tomara el cabo suelto de un suceso, una percepción, un simple caer en la cuenta de algo, y tirara de él hasta desovillarlo. Así, por ejemplo, en el arranque de «Travesía por el extraño sendero», título que podría muy bien hacer de poética del conjunto: «Quizá anochezca cuando empiezo / a escribir estos versos. / Camino por el bosque. Eso lo sé. / Me guían las palabras / que aún no aparecen por aquí, / pero ya pugnan por salir […]».

Estos versos son un ejemplo claro de la tensión metapoética de esta escritura, que en Cilleruelo siempre ha estado presente y siempre apunta al carácter medular o fundacional de la poesía, su formar parte inextricable de la vida, expresión de un eros que se busca una y otra vez en las superficies y los pliegues del mundo… y que quisiera parar el tiempo, fijarlo en sílabas contadas, para sondearlo con más empeño: «El pájaro en una rama del naranjo. / Dan ganas de quedarse / sentado ahí en el banco, / a que la primavera / lo recubra de nieve […] / Dan ganas de quedarse en este instante / por siempre, aquí sentado […]» («Machado»). Pero esta reflexión metapoética va un poco más allá y nos recuerda, como en los versos finales del que quizá sea el poema central o más significativo del libro, «Emily», que la escritura produce realidad: «Despacio escribe para que ocurra algo alrededor. / Y ocurren las palabras».

Quizá los poemas centrales de Pájaros extraviados, cuyos títulos remiten a figuras centrales de la educación sentimental y libresca de su autor (Ovidio, Manrique, Hölderlin, Monet, Emily [Dickinson], Machado, Morandi, Fonollosa…), sean los que mejor encarnan las necesidades expresivas de su autor, el sentido de su búsqueda. Son menos lecturas o correlatos objetivos –aunque alguno hay– que homenajes oblicuos, la forma que tiene Cilleruelo de traerlos de vuelta a la vida, lejos de cualquier tentación culturalista que pudiera limar sus aristas. No son iconos ni bustos parlantes, sino presencias vivas que han preservado toda su fuerza, su capacidad para interpelarnos. No en vano su decir, su melodía, como en el final del titulado «Manrique», es «un enigma, / o quizá un laberinto, / que tanto explica / de quien la escucha». Así este libro, que es un semillero de aforismos reticentes y enigmas luminosos que no cabe leer fuera de contexto, pues el contexto lo es todo, un proceso en el que vida y escritura se retroalimentan para que «la ventana […] / dé a un afuera y no dé a un adentro» («Hölderlin»). Y ese afuera, en última instancia, es lo obstinado, lo irreducible, lo que no puede masticarse ni disolverse en palabras y nos obliga (de nuevo) a seguir escribiendo.


Originalmente publicado en la revista Nayagua, Fundación Centro de Poesía José Hierro, Getafe, número 30 (verano 2019), pp. 203-205.

jueves, abril 25, 2019

ada salas / descendimiento





Hace poco más de un mes, el jueves 21 de marzo, tuve el honor y el privilegio de acompañar a Ada Salas en la presentación de su libro Descendimiento (Pre-Textos, 2018), que tuvo lugar en el Auditorio del Museo del Prado. Fue un acto memorable por muchas razones, pero en especial por la atmósfera de complicidad y de entrega que se estableció muy pronto entre la poeta y sus oyentes. Fue una celebración en toda regla de la poesía y del arte. Un acto de afirmación que nos permitió reconocernos en nuestro amor por la palabra.

En ese contexto, todo discurso crítico corre el riesgo de sonar impertinente o aguafiestas. Así que opté por tirar del ovillo de mi lectura personal y ver adónde me conducía. El resultado (que El Cuaderno ha tenido la gentileza de publicar en una versión ligeramente retocada) se puede leer aquí. Ojalá sirva para acercar a nuevos lectores a este libro excepcional.

sábado, febrero 16, 2019

zerón huguet / espacio transitorio





Conozco a José Luis Zerón Huguet (Orihuela, 1965) desde los tiempos heroicos (creo que los puedo calificar así) de la revista literaria Empireuma, que dirigió en las décadas de 1990 y 2000 con la ayuda cómplice de Ada Soriano, José María Piñeiro y José Manuel Ramón. Nuestra primera comunicación data, pues, de hace exactamente veinticinco años, cuando coincidimos en la antología Los nuevos poetas –entonces éramos «nuevos»... y jóvenes– editada por el también poeta José Luis García Herrera en 1994. Allí estaban, entre otros (cito un poco a vuelatecla), José Fernández de la Sota, Guillem Vallejo, Ilia Galán o la propia Ada Soriano.

Tendría que ir a las cartas de aquel periodo para saber cómo se estableció el contacto, pero lo cierto es que muy pronto José Luis, con su hospitalidad generosa, abrió las páginas de la revista a mis poemas y traducciones. Allí se publicó también una de las primeras reseñas de Diálogo en la sombra (1997). En aquel periodo pre-Internet (la red ya daba sus primeros pasos, pero era mayormente terra incognita), las revistas en papel cumplían un papel fundamental para cimentar vocaciones y complicidades. Aislado como estaba en Sheffield, sin apenas contactos con el medio literario español (recuerdo que entonces sólo Álvaro Valverde había respondido con gentileza al envío de mi primer libro), la posibilidad de ir publicando poemas en Empireuma era algo más que un refrendo o una toma de confianza: me hacía sentirme acompañado.

Pasaron los años, como en los cuentos, cada cual tuvo que entrar como pudo en la adultez y perdí el contacto con José Luis. Hasta que en 2010, de veraneo en la costa de Murcia, mi hija Paula me propuso visitar la casa natal de Miguel Hernández en Orihuela. Y allá que fuimos. Y esa visita (de la que habría mucho que contar, pero será para otra vez) fue la ocasión, finalmente, de conocer en persona a José Luis y retomar el contacto. La sentí –la viví– como una forma de cerrar un círculo que llevaba demasiado tiempo abierto. Desde entonces, han pasado casi nueve años en los que, a falta de encuentros personales, hemos podido conversar por correo electrónico y seguir al corriente de nuestros trabajos respectivos.

La década de 1990 no fue fácil para poetas como José Luis, cuya escritura se movía muy lejos de las modas al uso. El ninguneo crítico y editorial estaba a la orden del día y no existía Internet para sortearlo con la astucia debida. Pero el creador que hay en él ha sabido sobreponerse a las dificultades del comienzo con cuatro libros publicados en rápida sucesión que dan cuenta del arraigo de su vocación poética y de la verdad y la fuerza de su visión: Sin lugar seguro (Germanía, 2013), De exilios y moradas (Polibea, 2016), Perplejidades y certezas (Ars poética, 2017) y Espacio transitorio (Huerga y Fierro, 2018).

Así que cuando José Luis me invitó a prologar su último libro, Espacio transitorio, no dejé pasar la oportunidad de rendir homenaje a su escritura y, de paso, saldar mi vieja deuda con él. Copio, pues, los tres párrafos iniciales de mi prólogo, que dan –me parece– una idea bastante clara de por dónde se mueven estos nuevos poemas. Aprovecho también para recomendar la entrevista que Ada Soriano le hizo en diciembre del año pasado en la revista digital «Frutos del tiempo». Leyéndola, no me parece casual que este libro sea quizá el más reseñado y mejor recibido de su autor. Como dice un viejo proverbio inglés, «toda espera tiene su recompensa». A otros nos gusta llamarlo justicia poética.
  

La obra de José Luis Zerón Huguet (Orihuela, 1965) ha sido siempre un sondeo en el misterio, el enigma. Desde la publicación hace veinticinco años de su primera entrega, Solumbre (1993), su poesía ha indagado con lúcida insistencia en los signos terrestres, los elementos primordiales –agua, fuego, tierra, aire–, para empezar a comprender lo real y obtener, quizá, un atisbo de sentido. En los poemas de nuestro autor el sentido nunca o rara vez es transcendente, sino que surge de la exploración sensorial y casi alucinada del mundo físico, de su inmanencia, el aquí y ahora de las cosas: mieses, espigas, muros, rastrojos, tallos resecos, la luz de la tarde en los árboles y los campos, el vuelo de los pájaros, el sol negro del mediodía, los cauces complementarios de los ríos y los caminos, la huella de unas botas, el brillo gastado de enseres y herramientas…

La contemplación obsesiva de este mundo conlleva un grado de extrañeza –de extrañamiento– que nos permite tomar conciencia del tejido complejísimo y a la vez coherente de la realidad, con sus luces y sus sombras, su juego de contrarios, su infinito juego de espejos. Y sólo el ser humano conocedor de esa realidad dejará de sentirse, literalmente, un desterrado, un excluido. José Luis Zerón sabe, con Keats, que «la poesía de la tierra nunca muere», y sabe también que de esa poesía, esto es, de los vínculos con la tierra que ella mantiene y preserva, depende nuestra cordura. Los títulos mismos de sus libros son explícitos a este respecto: Ante el umbral, El vuelo en la jaula y, sobre todo, De exilios y moradas, donde el peligro de la alienación –y hasta de la depresión, como veremos más adelante– convive con la certeza de un refugio al alcance de la mano, tras el velo que nubla o distorsiona nuestros sentidos. En esta misma línea se expresa el escritor José María Piñeiro cuando, sobre Perplejidades y certezas (Ars Poetica, 2017), último poemario del autor, dice que «supone al poeta como sujeto vidente, productor de imágenes densas y autónomas, captador de los movimientos secretos y transmutatorios de la naturaleza en comunión con el hombre». De ahí que la misión del poeta sea, en fin, «la de descifrar lo que ocurre ante una mirada que conjunta la multiplicidad de los fenómenos en una imagen plenaria».

Y así llegamos a esta nueva entrega, Espacio transitorio, que ocupa un lugar aparte en la obra de nuestro poeta. Ya desde sus primeros compases queda claro que estos poemas configuran una especie de libro negro, de quiebra o fractura donde la visión poética se despeña, abrumada por la sombra omnipresente del dolor y la violencia, el sufrimiento –propio y ajeno–, la angustia, la enfermedad… Los 33 poemas que lo integran –la cifra es significativa– dibujan un via crucis que hace paradas en la historia, el arte y el mito, que hace hablar a personajes bíblicos (Job, la mujer de Lot) y a grandes artistas (Van Gogh, Munch, Richard Dadd), que explora el dolor personal («Oración a San Orfidal», «No te he llamado») y colectivo (los «otros», los «excluidos»), que da voz a las víctimas de la historia («Visita al cementerio judío de Suceava», «La niña de Srebrenica») y a la vez registra la impotencia del sujeto contemporáneo, del individuo inmerso en las trampas del sistema, aguijado por la culpa pero incapaz de actuar. El resultado es un libro escrito desde la urgencia y la necesidad, una llamada de atención que es también un grito de socorro. José Luis Zerón responde así a la doble función de la poesía en tiempos difíciles: testimonio de soledad, sí, pero también manifiesto solidario, expresión depurada de nuestra hermandad fundamental. [...]