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lunes, junio 02, 2014

ruskin / sobre el trabajo





Sabemos a ciencia cierta que entre los planes de Dios no está el que los hombres vivan en este mundo sin trabajar; pero me parece no menos evidente que Su intención es que los hombres sean felices en su trabajo. Está escrito que «con el sudor de tu frente» comerás pan, pero no «con el dolor de tu corazón»; y descubro que, si por un lado, ríos infinitos de miseria nacen de la existencia de gente ociosa que no hace lo que debe y que despierta toda clase de conflictos en asuntos que no son de su incumbencia, por otro, un río no menor de miseria nace de gente infeliz y abrumada por el trabajo, por la sombría idea de trabajo que se forjan y que inoculan en los demás. Incluso si esto no fuera cierto, creo que el hecho de que sean infelices es por sí solo una violación de la ley divina, un síntoma de locura o de pecado en su forma de vida. Ahora bien, para que alguien sea feliz en su trabajo se precisan tres cosas: debe estar cualificado para su tarea; esta no debe ser excesiva; y ese alguien debe sentir que la ha culminado con éxito; no una percepción dudosa que necesite del testimonio o la confirmación de otras personas, sino la certeza, o más bien el conocimiento, de que ha cumplido bien y de manera productiva con su tarea, sin importar lo que piense o diga el mundo. Así pues, para que una persona sea feliz no solo hace falta que sea competente, sino también que sepa enjuiciar su propio trabajo.


domingo, marzo 23, 2014

john ruskin / el sueño imperativo





Una tarde de invierno de hace ocho o nueve años recibí la llamada de un editor de cierto renombre, director de una venerable colección de clásicos. Yo le había enviado una propuesta de traducción de la obra poética de Coleridge y él me llamaba para comentarme que declinaba mi propuesta («ya hemos sacado hace poco una edición de Baladas líricas...») pero que se le había ocurrido una alternativa: una antología de la poesía victoriana inglesa, de Tennyson y Browning en adelante. La oferta era intimidatoria por monumental (sólo El libro Penguin del verso victoriano suma casi ochocientas páginas de poesía a texto corrido), pero también atrayente, con ese imán que tienen los desafíos para llevarnos a su terreno. Además, no me quedaba opción; estaba en el paro, sin perspectivas de encontrar trabajo a corto plazo, y malvivía de los encargos que me iban llegando con cuentagotas y que cobraba –como siempre– mal y tarde. Así que le pedí un par de días para pensármelo y enviarle una propuesta más definida, aunque en mi fuero interno ya había aceptado. Lo que sí avancé en nuestra conversación fue la necesidad de no confinarnos solo a los poemas de los grandes, sino de incluir muestras de la prosa de John Ruskin, Walter Pater y G. M. Hopkins, cuyos ensayos, cartas y cuadernos de notas tanto habían influido en los poetas del siglo veinte, empezando por Pound. De hecho, aquella misma tarde, o a la mañana siguiente, llevado por el entusiasmo, me puse a traducir algunos fragmentos de la obra de Ruskin, breves apuntes sobre el arte y la naturaleza que podían funcionar perfectamente, o eso me parecía (y me sigue pareciendo), como poemas en prosa. Traduje, no sé, diez o quince fragmentos mientras releía viejas antologías de poesía inglesa y redactaba un índice preliminar o tentativo para mi selección.

Como era de esperar, el proyecto quedó en nada. El editor se jubilaba aquel mismo verano, según me enteré por un tercero, y con su marcha también desapareció cualquier posibilidad de colaborar con la editorial. (Lo que nunca entendí, a la luz de estas noticias, es por qué me había llamado inicialmente; quizá pensó que podía echar a rodar algunos proyectos antes de jubilarse, quizá su jubilación fue más bien un despido encubierto; no hubo forma de saberlo.) Sin embargo, mantuve la idea de seguir traduciendo a Ruskin y de hacer un librito con el resultado. Recuerdo que una de las tareas que me impuse en el verano de 2006 fue la de ir leyendo y traduciendo algunos de esos fragmentos hasta un total de cincuenta o sesenta: sobre arte y naturaleza, en especial, pero también otros de índole autobiográfica, relativos a su niñez y a su relación con Turner. Todos ellos de una intensidad lírica innegable, escritos más desde el vacío fundante de la poesía que desde el sillón o la basa de la crítica. Pasó el verano, volví a mis traducciones de Auden y de Anne Carson, encontré trabajo en el Círculo de Bellas Artes, y el proyecto Ruskin quedó arrumbado en una carpeta: uno de esos bajíos en los que de pronto encalla hasta la nave mejor equipada. Algún fragmento escapó del naufragio y vio la luz en esta bitácora, pero sin consecuencias.

Y así siguió todo hasta el verano pasado. Siete años después, en agosto de 2013, y en un Madrid de calores africanos muy lejano del Gijón que lo vio arrancar, retomé por fin aquel viejo proyecto y lo completé con un sesgo sensiblemente distinto al inicial: a las entradas sobre arte, arquitectura y naturaleza se sumaron de modo natural toda una serie de fragmentos sobre sociedad y economía que daban fe de las preocupaciones sociales de Ruskin y que parecían comentar, con más de cien años de adelanto, nuestro presente castigado por la codicia de los bancos y la irresponsabilidad de financieros y políticos. Ruskin, que fue un crítico feroz del capitalismo victoriano y denunció las infames condiciones a las que estaba sometida gran parte de la sociedad inglesa, me hablaba en diferido (permítaseme la broma) y de modo indirecto de lo que pasaba aquí y ahora, en esta Europa exasperada por el miedo, la protesta y la incertidumbre. Así fue creciendo y cerrándose El sueño imperativo, un libro de apenas cien páginas que acaba de publicar Vaso Roto Ediciones y en el que se reúnen 111 fragmentos (los que me conocen saben de mi afición por la numerología) que tocan o reflejan todos los temas que interesaron a su autor. Es un libro de pequeño tamaño pero de grandes horizontes, porque todo lo que dice Ruskin sigue siendo relevante a estas alturas del nuevo siglo; basta con hacer un pequeño ejercicio de traducción, de transposición a las claves de nuestro tiempo. Esto es cierto incluso en el caso de sus notas sobre estética, en las que siempre se desliza un matiz, un aparte o un juicio que iluminan nuestra visión del arte y la literatura. Por no hablar de su noción de la obra de arte como algo vivo, como forma orgánica cuya totalidad es siempre mayor que la suma aritmética de las partes que contribuyen («coadyuvan») a su existencia.

El libro llega a las librerías la semana que viene en un formato casi de bolsillo, y eso es lo que pretende: ser llevado en el bolsillo, leído a ratos, picoteado en las horas perdidas del tren o el autobús; convertirse en un compañero de trayecto que haga pensar y, si es posible, sonreír. De momento, ahí va como adelanto uno de esos 111 fragmentos del libro que pertenece originalmente a uno de sus libros de madurez, El nido del águila (1872), en el que se reúnen algunas de sus conferencias en Oxford; un fragmento donde la fuerza de la sintaxis aparece tamizada por esa mezcla de escepticismo y admonición que es marca de la casa, y que es su manera de saludar de lejos a la muerte sin reconocer su autoridad:


¿A qué debemos atribuir el que todos los hombres rememoren el tiempo de su niñez con tanto pesar (si su niñez ha sido razonablemente saludable o pacífica)? Ese delicioso encanto que hasta la posesión más nimia tenía a nuestros ojos era la consecuencia de la pobreza de nuestros tesoros. Esa apariencia milagrosa con que la naturaleza nos rodeaba se debía a que habíamos visto poco y sabíamos menos. Cada nueva posesión supone una nueva carga de cansancio; cada nuevo fragmento de saber reduce la facultad de admiración; y la Muerte acude finalmente a su cita para echarnos de un escenario en el que, si nos quedáramos más tiempo, ningún obsequio podría satisfacernos y ningún milagro sorprendernos.

The Eagle’s Nest, capítulo V, § 82



viernes, marzo 21, 2014

john ruskin, la poesía



Francisco León Jun


Hay en su poema [Idilios del rey] tesoros de sabiduría y una concentración única, sin parangón, de pintura verbal; me parece, no obstante, que un poder tan intenso no debería gastarse en visiones del pasado sino en el presente vivo. Creo que por cada oyente capaz de percibir la hondura de este poema habría diez que sentirían la misma hondura si la corriente fluyera entre elementos más cercanos a ellos. Y solo en las realidades de la vida moderna –no la vida formal de los salones, sino el crecer lejano y en gran medida desconocido de almas que sufren toda clase de angustias o servidumbres– hay infinidad de cosas que deberían ser contadas y que solo un poeta puede contar. Pienso que la transcripción intensa, certera y experta de un hecho actual, y el relato de una vida real tal y como puede verla y estudiarla un poeta, harían que todo el mundo, al percibir el obrar inmediato de Vida y Destino, percibiera más o menos qué es la poesía.

Esta se me antoja la verdadera tarea del poeta moderno. Y creo que he visto rostros y oído voces, por el camino y en la calle, que conferían o exigían tanto como las más hermosas o tristes de Camelot. Las observo, y algo pesa en mi ánimo día tras día, el sentimiento de que el asombro ante el mundo no está en la tristeza del mismo sino en su pérdida. Veo criaturas llenas de poder y belleza, y nadie que las comprenda o las instruya o las salve. Suceden en ellas milagros, y todos naufragan, perdidos para siempre hasta donde se nos alcanza. Y sin ningún in memoriam.

De una carta a Tennyson, septiembre de 1859

martes, diciembre 10, 2013

entonces, ruskin


Sí, créanme, a pesar de nuestra amplitud de miras política y nuestra filantropía poética; a pesar de nuestras casas de beneficencia, hospitales y escuelas dominicales; a pesar de nuestros empeños misioneros en predicar fuera lo que no logramos hacer creer en casa; y a pesar de nuestras guerras contra la esclavitud, enmendadas por la presentación de ingeniosos proyectos de ley... se nos recordará en el curso de la historia como la generación más cruel, y por lo tanto más insensata, que jamás asoló la tierra: la más cruel en relación a su sensibilidad y la más insensata en relación a sus conocimientos científicos. Ningún pueblo, comprendiendo el dolor, infligió tanto; ningún pueblo, conociendo los hechos, actuó menos conforme a ellos.

John Ruskin, The Eagle’s Nest (1872), lección II, § 35

miércoles, febrero 24, 2010

ruskin / dibujando la hiedra

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John Ruskin, Studio de una hiedra. Acuarela con guache sobre lápiz, 1870
(bosquejo hecho cerca de la casa del artista en Brantwood, Coniston Water,
en el distrito de los Lagos; cortesía del Museo Británico).


Mientras consideraba estos asuntos, un día, en la carretera de Norwood, reparé en un poco de hiedra en torno a un tallo de espino, que se me antojó, incluso a la luz de mi juicio crítico, bastante bien «compuesto»; y procedí a hacer un dibujo a lápiz y carboncillo en las páginas grises de mi cuaderno, con cuidado, como si hubiera sido un trozo de escultura, y a medida que lo dibujaba más me iba gustando. Cuando lo terminé, vi que había perdido virtualmente el tiempo desde mis doce años, porque nadie me había enseñado a dibujar lo que tenía ante los ojos. Quiero decir que se me había ido el tiempo entregado al dibujo como una de las bellas artes; por supuesto, guardaba un registro de lugares concretos, pero jamás había visto la belleza de nada, ni siquiera de una piedra, ¡y qué decir de una hoja!


[A menudo, cuando alguien me pregunta por qué insisto en traducir ciertos poemas, aun a sabiendas de que la traducción nunca estará medianamente a la altura del original, quisiera citarle entero este fragmento de John Ruskin. La correspondencia es obvia. Ese Ruskin que dibuja un poco de hiedra sobre un tallo de espino mientras discurre que «nadie [le] había enseñado a dibujar lo que tenía ante los ojos» es el espejo donde se miran quienes -yo entre ellos- piensan o intuyen que sólo empezaron de verdad a leer poesía cuando arrancaron a traducirla.]
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domingo, junio 14, 2009

Ruskin en Fonte Branda


Las luciérnagas de Fonte Branda

Vi Fonte Branda por última vez con Charles Norton, bajo los mismos arcos desde donde la vio Dante. Juntos bebimos de ella, y juntos caminamos aquel atardecer por las colinas, donde las luciérnagas brillaban caprichosamente en el aire aún no oscurecido, entre los matorrales aromáticos. ¡Cómo brillaban!, moviéndose como luz de estrellas finamente astillada entre las hojas purpúreas. ¡Cómo brillaban! por el ocaso que tres días antes, mientras entraba en Siena, se desvaneciera en una noche tormentosa, los blancos bordes de las nubes montañosas aún encendidos desde poniente, y el cielo abiertamente dorado en calma tras la Puerta del corazón de Siena, con sus palabras aún doradas, «Cor magis tibi Sena pandit», y las luciérnagas por doquier, en cielo y nubes, levantándose y cayendo, mezcladas con los relámpagos, y más intensas que las estrellas.



El responsable de una conocida editorial de textos clásicos me propuso hace años la preparación de una amplia antología de la poesía victoriana. El hombre se jubiló poco después y el proyecto cayó en el olvido, creo que por fortuna, pues habría supuesto una carga de trabajo descomunal. Sin embargo, me dio tiempo a embarcarme en una serie de lecturas y relecturas que afinaron mi conocimiento de aquel periodo; entre otros efectos benéficos, me confirmaron la fuerza lírica de la prosa de John Ruskin (1819-1900), de quien se podría hacer una hermosa selección de fragmentos que son, en realidad, algunos de los poemas en prosa más intensos y memorables de su tiempo. Poemas que andan inscritos y diseminados a lo largo y ancho de una obra copiosa, casi olvidada a excepción de dos o tres libros que salpican las estanterías de las librerías de segunda mano y que tan importantes fueron para la educación estética de la Inglaterra eduardiana (como ha recordado, entre otros, el laborista Roy Hattersley, no había ningún socialista digno de ese nombre que no tuviera un libro de Ruskin en su biblioteca). Este fragmento de 1889, el último de Praeterita, su libro de memorias, recuerda la visita que había hecho veinte años antes a Fonte Branda con su amigo el escritor y crítico norteamericano (y uno de los prohombres de la Universidad de Harvard) Charles Eliot Norton. Es lo último que escribió antes de caer postrado por la demencia senil que lo acompañó hasta su muerte, diez años más tarde. Como el gran poema de su citado y admirado Dante, termina con la palabra «estrellas».
   

domingo, febrero 18, 2007

bonifacio y un fragmento de john ruskin

Uno de los rasgos (y, en lo que se me alcanza, bastante universal) de los más grandes maestros es que nunca se esperan que veas su trabajo; parecen siempre bastante sorprendidos de que quieras verlo; y no del todo complacidos. Dígale a uno que piensa exhibir su lienzo en un lugar privilegiado de la mesa con motivo de la gran velada que tendrá lugar en su residencia en la ciudad, y que tal o cual ilustre señor le dedicará un discurso; no se inmutará lo más mínimo, ni siquiera de manera desfavorable. Lo más seguro es que le haga llegar lo más miserable que tenga en la carbonera. Pero llámelo a toda prisa y dígale que las ratas han abierto a mordiscos un feo agujero detrás de la puerta de la sala de recibo, y que desea hacer enyesar y pintar la pared; y le hará una obra maestra que el mundo entero, asomándose por detrás de su puerta, querrá admirar eternamente.

John Ruskin, Mornings in Florence


He pensado mucho en estas líneas de Ruskin a propósito de la retrospectiva de Bonifacio que alberga el Círculo de Bellas Artes de Madrid (Sala Picasso) hasta el 1 de abril. Una exposición espléndida, comisariada por Juan Manuel Bonet, y que incluye, además de sus grandes paneles, numerosos dibujos y bocetos. Bonifacio responde cabalmente al retrato del pintor esbozado por Ruskin: alguien a quien le impresionan muy poco los fastos de este mundo. Su desmarque es tan genuino como su escepticismo lleno de vitalidad y de indagación visual.

Una de las grandes satisfacciones de nuestro trabajo con la galería de Luis Burgos fue la posibilidad, dentro de la colección "El lotófago", de poner en contacto la pintura de Bonifacio con un largo poema (Himno a la vida) del norteamericano James Schuyler. Dos sensibilidades muy distintas (luciferina y agónica la de aquél, impresionista y elegíaca la del norteamericano) que, sin embargo, en el espacio de unas pocas páginas, lograron complementarse sin fisuras.