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martes, diciembre 20, 2022

ted hughes / el zorro del pensamiento

 

 

Imagino este momento en el bosque, a medianoche:

algo más está con vida

junto a la soledad del reloj

y esta página en blanco que mis dedos recorren.

 

No hay lucero en la ventana:

algo más cercano

pero más sumido en la negrura

se adentra en la soledad:

 

con el frescor, con la delicadeza de la nieve sombría,

el hocico de un zorro tienta ramitas, hojas;

dos ojos sirven a un andar

que ahora mismo, y ahora, y de nuevo ahora

 

imprime huellas nítidas en la nieve

junto a los árboles, y cautelosa una débil

sombra se rezaga entre tocón y el vacío

de un cuerpo que osa deslizarse

 

de claro en claro, un ojo,

un verdor que se abisma y se dilata

brillante, concentradamente,

avanzando a su aire

 

y entonces, con un brusco, intenso, cálido tufo a zorro,

ingresa en el oscuro hoyo de la cabeza.

En la ventana no hay estrellas; late el reloj,

la página está impresa.

 

 

trad. J. D. / el original, aquí


martes, mayo 24, 2022

ep

 

Ezra Pound (1885-1972) / foto de Paolo di Paolo

 

 

 

Que de mi tumba se levante tal llama de amor

que quien pase a su vera se sienta confortado;

            que gatos vagabundos se enrosquen aquí

                                   donde no hay lápida

& chispeen los ojos de las muchachas, en el lugar anónimo

que mengüen los rencores

& un lento adormecer de paz invada a quien pase.

 

 

trad. J.D.

 

martes, marzo 16, 2021

fiona sampson / el golem de frankenstein

 

 

¿Quién es este

moviéndose ágilmente

en la oscuridad

por un paisaje

al que la luz del día

aún no ha moldeado

deslizándose informe

como una sombra

en la negrura

y en lugares ignotos

llevando noche

junto a su piel

portando pieles

de pino y piedras

quién es este

átomos que hormiguean

en su piel

quién atraviesa

la negrura

en donde fue enterrado

y de la que

le extrajeron

no por amor

por poder únicamente

echado de la muerte

y forzado de nuevo

a atravesar

su propio

morir quién

se aleja deslizándose

entre las rocas (mientras

los saltos de agua

electrifican

la penumbra) quién es este

en la montaña

donde los despertares

despuntan en la piedra

naranja rosa

terracota

la luz nueva

tiernamente forjada?

 

 

el original, entre otros poemas, aquí.


 

 

En nuestro país se conoce a Fiona Sampson (Londres, 1963) como la autora de En busca de Mary Shelley, que Galaxia Gutenberg editó a finales de 2018. Pero Fiona Sampson es sobre todo y ante todo poeta, y como poeta publicó el año pasado Come Down (Corsair), un libro espléndido del que he traducido nueve poemas para el último número, el 32, de la revista Nayagua de la Fundación Centro de Poesía José Hierro (y que se puede descargar aquí).

 

Entre esos nueve poemas no podía faltar uno sobre el monstruo del doctor Frankenstein, ese golem romántico al que Sampson dedica páginas llenas de lucidez en su biografía de Mary Shelley. El tono tentativo y hasta indagatorio de la pieza –que es, toda ella, una larga interrogación– me hace pensar en «Wodwo», aquel viejo poema (de 1967) que Ted Hughes dedicó a una suerte de «hombre de los bosques» mitológico, un hombre salvaje que descubre su propia naturaleza conforme explora el mundo natural con sus cinco sentidos y su inteligencia intuitiva. Solo que este nuevo hombre del poema de Sampson, este golem de la alquimia moderna, es cualquier cosa menos natural, y lo que descubre justamente es que fue forzado a nacer «echado de la muerte». Con todo, la imagen que cierra el poema, una imagen luminosa, es un atisbo de esperanza, también para él.

 

 


jueves, junio 25, 2020

auden / cuarenta poemas




Después del parón repentino al que nos vimos forzados por la pandemia, el mundo editorial parece estar recobrando su ritmo habitual. Y estos días, entre otras muchas novedades, llega a las librerías este volumen de pequeño formato que recoge una selección de los poemas de W. H. Auden (1907-1973) que traduje en su día para Galaxia Gutenberg con el título de Los señores del límite. Selección de poemas y ensayos (1927-1973). Un título en el que había, por cierto, un guiño al poeta Geoffrey Hill, que tomó esa expresión de Auden para bautizar uno de sus libros de ensayos.

Aquel viejo volumen se publicó a comienzos de 2007 y hace tiempo que está descatalogado, así que parecía oportuno recuperar una parte al menos de ese material y darle nueva vida. El resultado es este librito, titulado Cuarenta poemas, en el que se incluyen las piezas más célebres de Auden: «El agente secreto», «Considéralo», «Musée des Beaux Arts», «Gare du Midi», «En memoria de W.B. Yeats», «España, 1937», «Elogio de la caliza» y tantas otras.

Dada la naturaleza de la colección –creada explícitamente para ofrecer «selecciones portátiles que recojan lo mejor y más significativo de cada poeta» y hacer de introducción a su obra–, el libro solo incluye la traducción española. De todos modos, casi todos los grandes poemas de Auden se pueden encontrar en internet, de forma que es fácil tomar la traducción como punto de partida para viajar al original inglés.

Doy seguidamente la ficha del libro y mi versión de uno de sus poemas cantarines de madurez, «Law Like Love», que más de una vez estuve tentado de compartir –con ánimo más irónico que otra cosa– durante las semanas de estado de alarma. Es un botón de muestra que da una idea del tono entre mundano y cómplice de su autor, pero también de las dificultades (formales, sobre todo) que plantea traducirlo:

W. H. Auden, Cuarenta poemas
Traducción y prólogo de Jordi Doce
Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2020
112 páginas
ISBN: 978-8417971618
PVP: 11 €



La Ley como el amor

La Ley, dicen los jardineros, es el sol,
y la Ley es aquel
a quien los jardineros obedecen
mañana, hoy y ayer.

La Ley es la sabiduría de los ancianos,
abuelos impotentes que riñen sin aliento;
sacan su lengua bífida los nietos:
la Ley son los sentidos de los jóvenes.

La Ley, afirma el clérigo con ojos clericales,
echando su sermón a los seglares,
la Ley son las palabras en el libro sagrado
y la Ley es mi altar y mi espadaña;
la Ley, afirma el juez ajustando sus lentes,
hablando clara y muy severamente,
la Ley es como ya les dije,
la Ley es como saben que supongo,
la Ley es pero déjenme explicarlo,
pues la Ley es La Ley.

Pero escriben doctores legalistas:
la Ley no es lo correcto ni lo erróneo,
la Ley son solo crímenes
castigados en ciertos momentos y lugares,
la Ley son los ropajes que viste el ser humano
aquí y ahora,
la Ley es Buenos días y Hasta luego.

Otros dicen, la Ley es el Destino;
otros dicen, la Ley es el Estado;
otros dicen y dicen
que la Ley ya no existe,
que la Ley se ha esfumado.

Y siempre la ruidosa y airada multitud,
muy airada y muy ruidosa:
la Ley somos Nosotros,
y siempre el necio Yo que insiste débilmente.

Si nosotros, querido, no sabemos
más que ellos de la Ley y lo sabemos,
si tú, al igual que yo,
no sabes bien qué hacer o qué no,
salvo aceptar con todos
alegre o tristemente
que la Ley es y existe
y que todos lo saben,
si absurdo me parece, por lo tanto,
equiparar la Ley a otra palabra,
a diferencia de otros hombres
no sabría decir la Ley es Esto,
igual que no podemos cancelar
el deseo global de adivinar
o escurrirnos de nuestra posición
hacia una condición despreocupada.

Aunque al menos haré
que nuestra vanidad
declare con tibieza
un tibio parecido
del que luego jactarnos:
como el amor, sentencio.

Como el amor no sabemos ni dónde ni por qué,
como el amor no podemos forzarla ni ignorarla,
como el amor lloramos a menudo,
como el amor rara vez la guardamos.


trad. J. D. / el original, aquí

lunes, junio 22, 2020

anne carson / el espacio entre idiomas





Traducir la escritura –poesía y ensayo, porque los dos géneros conviven en sus libros– de Anne Carson ha sido uno de los grandes desafíos a los que he tenido la suerte de enfrentarme a lo largo de los años. Un desafío y un juego inmensamente placentero, pues Carson es una lectora voraz y desprejuiciada, que toma toda clase de materiales y los echa a andar por el campo de maniobras de la página. Adepta al pastiche, el fragmento, la serialidad, el collage de citas y voces, el fragmento, el anacronismo y un largo etcétera, Carson ensaya una forma de intertextualidad que añade subtítulos irónicos o evasivos a la película de sus poemas.

El primero de los libros que traduje para Pre-Textos fue Hombres en sus horas libres (2007), que es un catálogo de (casi) todas las maneras en que podemos leer nuestro pasado cultural y darle nueva vida: una tertulia televisiva entre Tucídides y Virginia Woolf, descripciones de cuadros de Hopper en diálogo con citas de las Confesiones de San Agustín, revisiones biográficas de Safo, Artaud, Tolstoi o Ana Ajmátova… Recuerdo largas sesiones en la Biblioteca Nacional consultando ediciones de los clásicos que Carson citaba, casi siempre manipulando o adaptando el texto para sus intereses. El libro es un muestrario de todas las formas en que un poema sigue siendo un poema… aunque se vista con las sedas del documental, el ensayo o la prosa de diario. Un prodigio de inteligencia crítica y de sensibilidad para encontrar la puerta de entrada a las obras más diversas sin dejar de descubrir –o subrayar– parecidos y continuidades.

Ha escrito Carson que «me gusta el espacio entre idiomas porque es el lugar del error o la equivocación, el ámbito donde se dicen cosas no tan buenas como uno quisiera, o donde no se puede decir nada. Y esto me parece útil a la hora de escribir, porque siempre es bueno perder el equilibrio, desplazarse de esa posición de autocomplacencia con la que tendemos a mirar el mundo y decir lo que percibimos». Esa es en gran medida la experiencia de su traductor, enfrentado a una escritura seca, equívoca, que parece desdeñar los atributos tradicionales de la poesía –ritmo, metro, una prosodia más o menos amable– para construir el poema desde fuera, martilleando las palabras hasta encajarlas con violencia, forzando sus junturas. El resultado es un poliedro con superficies engañosas que pueden parecer frías, pero que basta girar lentamente para que brillen.

Traductora ella misma, Anne Carson ha dedicado una parte importante de su trabajo creativo a actualizar la escritura de Esquilo, Safo o Catulo en versiones que liberan toda la energía latente en los textos originales o que establecen analogías con ciertos poetas contemporáneos. La filóloga experta convive con la creadora instintiva que sabe que la poesía es siempre presente (como decía Ezra Pound, «buenas nuevas que se mantienen nuevas») y que lo interesante de la escritura es justamente su capacidad para escenificar el yerro, el errar, la errancia, el desacuerdo constante entre el mundo y nuestro afán por decirlo. Pese a todo, desde hace años sus libros no han dejado de cruzar la frontera del idioma y acompañarnos, y somos nosotros los que salimos ganando con el trato.


[Publicado originalmente en El País, 19 de junio de 2020]

jueves, junio 11, 2020

jericho brown / versos como balas


No me pegaré un tiro
en la sien, ni me pegaré un tiro
por la espalda, ni me ahorcaré
con una bolsa de basura, y si lo hago,
te prometo que no será
en un coche de policía con las esposas puestas
ni en la celda de la comisaría de algún pueblo
cuyo nombre conozco solamente
por tener que atravesarlo
para volver a casa. Sí, puede que corra peligro,
pero te lo prometo, confío en que los gusanos
que viven debajo de los tablones
de mi casa harán lo que tienen que hacer
al cadáver de un animal más de lo que confío
en que un agente de la ley del país
me cierre los ojos como haría
un buen cristiano, o me cubra con una sábana
tan limpia que hasta mi madre
me arroparía con ella. Cuando me mate, lo haré
como la mayoría de los americanos,
te lo prometo: con humo de tabaco
o atragantándome con un trozo de carne
o tan arruinado que me congelaré
en uno de esos inviernos que insistimos
en llamar el peor. Te prometo que si oyes
que he muerto cerca de algún
policía, entonces es que ese policía me mató. Me arrancó
de nosotros y abandonó mi cuerpo, que es,
no importa lo que nos hayan enseñado,
más grande que la indemnización
que una ciudad ofrece para que una madre deje de llorar,
y más hermoso que la bala reluciente
extraída de los pliegues de mi cerebro.

el original, aquí.




Llevaba un tiempo queriendo traducir y compartir este poema de Jericho Brown (Luisiana, 1976), «Bullet Points», que leí hace semanas, justo cuando se anunció que su tercer libro, The Tradition, había ganado el premio Pulitzer de poesía en su última edición (el ganador en 2019, por cierto, fue Forrest Gander, gran traductor de nuestra poesía, por su libro Be With). Luego vino el asesinato de George Floyd a manos de la policía en Minneapolis y todo se aceleró de repente. El español –o mi español, al menos– nunca podrá recrear la frescura y la agilidad de la lengua conversacional de Brown, pero con la ayuda de mi buen amigo el escritor y traductor Lawrence Schimel creo que la cosa no anda muy descaminada. Hay un Vimeo un clip del poeta leyendo «Bullet Points» en público, y esa lectura es como un blues rapeado, con una respiración lenta y arrastrada que constrasta, en parte, con el ritmo vivo de las anáforas y la sintaxis.

El propio Brown, hablando de este poema, ha dicho que «no surgió de un impulso de protesta. Es un poema que hace de un sentimiento de desesperación que surge, a su vez, de una circunstancia de mi vida. No quiero que nadie diga que me suicidé si alguna vez soy detenido por la policía».

El título original, por cierto, es un juego de palabras bastante intraducible. Hemos mantenido la referencia a las «balas» porque es el elemento importante de la expresión original, «Bullet points», literalmente: «puntos de bala», pero en realidad «puntos de una lista, de un listado». Pero también podría traducirse, tal vez, como «Verdades como balas» o «Versos a bocajarro». El jurado sigue reunido.

sábado, abril 04, 2020

cuaderno del encierro / 16

sábado, 4 de abril

Esta frase del poeta Alejandro Krawietz. Se la leí a principios de año en un grupo de WhatsApp de escritores canarios amigos (soy el único no insular del grupo, y confieso que la distinción me enorgullece tontamente) y no he dejado de tenerla en la cabeza desde entonces: «Mejor no hacer nada que hacer nada».


Hablo por teléfono con mi madre, que está en Gijón, a casi quinientos kilómetros de aquí. Vive sola, pero siempre ha sido una mujer autónoma y con recursos, así que por ese lado estoy tranquilo. Lo que más echa de menos, me dice, es ver el mar. Y eso que el paseo marítimo, el Muro, está exactamente a dos manzanas de distancia. Acostumbrada a pasear junto a la playa todos los días –o, mejor dicho, a dar largas caminatas con paso marcial–, esa presencia tantálica la abruma. Lo comenta con una mezcla de tristeza y de resignación. Tan cerca y tan lejos. Y pienso en los vecinos de su barrio que están en la situación contraria, los que viven frente al mar y lo tienen todos los días ante su vista, subiendo y bajando, cambiando de color según la luz y la hora, respirando con sus maneras de gran cetáceo. ¿Puede alguien cansarse de ver el mar? Alguno habrá, estoy seguro. Y, sin embargo, ese horizonte dilatado es justo lo que nos hace falta en estos momentos. No perder la mirada de largo alcance. No abdicar de la profundidad de campo.


Salgo al balcón a media tarde y me sorprende un murmullo apretado, como de agua que corre entre piedras. Es el viento en los árboles.


Normalidad, sí. Normalidad y buen humor. Paciencia y disciplina. Lo que no impide que algunos amigos confiesen temores e inquietudes, malos sueños, momentos de decaimiento… No siempre podemos impedir que la mente se oville sobre mí misma o se adorne con las espinas de la culpa. Y hace días, pensando en ellos, leyendo sus mensajes de WhatsApp –pensando también en mí mismo–, me vi traduciendo este breve poema del irlandés Derek Mahon (Belfast 1941). Lleva por título «Everything Is Going to Be All Right» («Todo va a salir bien»), y parece que Mahon lo escribió en un paréntesis de su tratamiento oncológico. El poema –uno de los más accesibles de su autor– tiene ya algunos años, pero estos días, por razones obvias, ha vuelto a cobrar actualidad. Mi versión es solo un tanteo, un primer intento, y quien lea el original inglés sabrá por qué. Me gusta sobre todo esa reiteración obsesiva del cuarto verso, «There will be dying, there will be dying» –un instante de debilidad, tal vez, pero también de aceptación lúcida–, que rápidamente se acalla con un hábil: «pero no hablemos de eso ahora». Y entonces el poema da con su «manantial oculto». Mahon habla del presente, de esto que ocurre ahora, dentro o fuera de nosotros, para acabar diciendo, fuera penas, alegrémonos de ver el sol, qué más da el futuro si el futuro no existe. Son solo doce versos, pero alivian y acompañan como el mejor fármaco:

¿Por qué no va a alegrarme contemplar
las nubes despejándose detrás de la lucerna
y la marea alta reflejada en el techo?
Habrá muerte, habrá muerte,
pero no hablemos de eso ahora.
Los poemas afloran de la mano sin trabas
y el manantial oculto es el corazón atento.
El sol sigue saliendo pese a todo
y relumbran hermosas las ciudades lejanas.
Tumbado aquí, bajo el motín del sol,
veo nacer el día y las nubes perderse.
Todo va a salir bien.

domingo, marzo 29, 2020

cuaderno del encierro / 12

domingo, 29 de marzo

El escritor Ernesto Hernández Busto se hace eco –es un comentario de Facebook– «de la abundancia de los pájaros, fuera y dentro de tus diarios» y me recuerda un hermoso verso de Emily Dickinson: «‘Hope’ is the thing with feathers». Literalmente, «‘Esperanza’ es la cosa con plumas», aunque una traducción mejor o más musical sería tal vez: «‘Esperanza’ es aquello que tiene plumas». Así empieza el poema 314 según la edición de R. W. Franklin (la más reciente). Lo releo como si hablara con un viejo amigo. Y me veo traduciéndolo casi sin darme cuenta. Es una versión utilitaria, para salir del paso, pero me basta:

«Esperanza» es aquello que tiene plumas –
Y se posa en el alma –
Que entona una canción sin las palabras –
Y no cesa – jamás –

Y más dulce – en el Temporal – se oye –
Que amarga fuera la tormenta –
Capaz de acobardar al Pajarillo
Que a tantos dio calor –

Lo he oído en la tierra más glacial –
Y el más ignoto Mar –
Sin embargo – jamás – en ningún Trance
Una miga siquiera – me pidió.

«Amarga» es la tormenta, en efecto. Pero el quid del poema está en el verso final, en esa «esperanza» en forma de «Pajarillo» («little Bird») que no pide nada, que no exige alimento, que solo necesita cantar y ser oído, pues «no cesa – jamás». Tampoco es mala cosa buscar ayuda en la poesía de Emily Dickinson, que algo sabía de encierros y confinamientos. Y tengo la sensación de que estos versos se han deslizado hasta mi mesa como aquellas labores de punto que ella dejaba a la puerta de su dormitorio, en el descansillo, para que su familia o sus vecinos las recogieran.


A cada semana sus renuncias. Al principio eran los bulos, los memes idiotas, los mensajes de voz de WhatsApp que no hacían sino transmitir inquietud y tontería. Ahora son las noticias mismas, o mejor dicho su exceso, porque ni siquiera los medios «serios» son capaces de ponerse de acuerdo y enlazan artículos y reportajes y columnas de opinión en una carrera constante –y apabullante– por estar a la última. El hecho de que la pandemia se halle en etapas distintas en los países de nuestro entorno hace que las novedades se solapen o que veamos repetido en otro país lo que ya hemos vivido en el nuestro. Y sucede que el virus lo ocupa todo. Como la actividad social ha quedado reducida a su mínima expresión y la vida que llevamos en nuestros hogares carece de interés o picos de conflicto, solo se habla del virus; solo se puede hablar de él, porque hasta sus efectos –ya sean remotos o inmediatos– llevan su apellido. Solo él tiene derecho a ocurrir. Voy leyendo y tratando de concertar lo que dicen unos y otros y rara vez lo consigo: lo único seguro, al parecer, es que la «distancia social» y el confinamiento son la mejor manera de derrotar al virus, pero tampoco hay consenso sobre el grado de encierro ideal. Por no hablar de las voces, en la prensa angloamericana (siempre tan economicista, tan obscenamente pragmática), que sopesan los pros y los contras de la paralización laboral. La suma de este exceso de datos y palabras me sume en el desconcierto. Peor, en el agobio. Así que he decidido medirme y racionar la lectura on-line, el visionado de los telediarios, esa compulsión que me llevaba de un lado a otro con el hocico en la pantalla. He recuperado el placer y la calma –la cordura– de la lectura en papel: a diferencia de su versión digital, el diario impreso sigue un orden, está paginado, estructurado, es un corte en el tiempo que se mantiene estable durante veinticuatro horas. Y deja claro que en estas circunstancias la exigencia de las cabeceras de actualizarse cada poco es, o puede ser, contraproducente: obra en oposición misma a la necesidad de información, de chismorreo útil, que nos permite actuar o tomar un rumbo deseable. Aunque, bien pensado, tampoco es que tengamos mucha libertad de acción. Solo se nos pide obedecer.