Mostrando entradas con la etiqueta charles tomlinson. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta charles tomlinson. Mostrar todas las entradas

jueves, diciembre 06, 2018

tomlinson revisited





Una de mis últimas alegrías en un tiempo no muy propicio para ellas ha sido la publicación en la colección de clásicos de la editorial Carcanet de una nueva antología poética de Charles Tomlinson (1927-2015). Se titula Swimming Chenango Lake, como uno de los poemas emblemáticos de Charles (incluido en el libro The Way of a World, de 1969), y su responsable es el poeta y ecólogo David Morley (1964), que ocupa la cátedra de escritura creativa en la Universidad de Warwick.

Tengo la sensación, nada caprichosa, de que este libro aparece en un momento idóneo, cuando se corría el riesgo de que la obra de Charles quedara arrumbada por los cambios de viento estético o las nuevas modas literarias. La selección es impecable y pone el énfasis en sus libros más enérgicos y arriesgados, más o menos hasta finales de la década de 1980, esto es, la zona de su escritura más influida por la vanguardia, el ejemplo de los objetivistas americanos (empezando por William Carlos Williams) o su diálogo con estrictos contemporáneos como Octavio Paz o Philippe Jaccottet, entre otros.

La selección de Morley quiere llamar la atención de las nuevas generaciones de lectores y reivindicar la pertinencia y la vitalidad de una poesía que abominó por igual de la miopía provinciana, el lugar común y la falacia sentimental. Lo consigue sobradamente, y me alegra en particular que incluya poemas que testimonian la intensa relación que tuvo con la poesía española: su hermoso tributo a Ángel Crespo, o la divertida carta en verso que escribió a Juan Malpartida sobre los placeres de la «jubilación». Solo echo en falta alguna de las muchas variaciones sobre tema mexicano que escribió al final de su vida, pero no se puede tener todo...

La cubierta, por cierto, me parece un acierto: moderna, luminosa, pero a la vez con cierto aire retro. Y nos recuerda que hubo un tiempo en que Charles (que a veces firmaba sus cartas, en broma, como «su humilde sirviente, el escritor chino tom-lin-son») era el poeta más alerta y cosmopolita de su generación, como lo demuestran estos dos poemas de juventud. En realidad, lo sigue siendo.




El arte de la poesía

Al principio, la mente siente un golpe.
La luz abre agujeros blancos en el follaje negro.
O la neblina esconde cuanto no es ella misma.

Pero esto ¿cómo decirlo?
El hecho es que si la verdad no basta
exageramos. Las proporciones

importan. Es difícil calcularlas bien.
No tiene que haber nada
superfluo, nada que no sea elegante
ni nada que lo sea si solo es eso.

Este atardecer verde tiene bordes violetas.

Mariposas amarillas
que transitan nerviosas
de flores escarlata a flores color bronce
desaparecen cuando la noche aparece.




Más ciudades extranjeras

Nadie quiere más poemas sobre ciudades extranjeras...
       (De una reciente disertación sobre poética)

Sin olvidar Ko-jen,
esa ciudad musical (tiene
pocos edificios y junta espacio
combatiendo el silencio),
ni Fiordiligi, cuyos cambios de sol
contra muros de piedra transparente
confunden toda preconcepción: una ciudad
para arquitectos, que se instruyen
arrojando sus redes
a esos bajíos movedizos; ni
Kairouan, cuyo espacio iluminado
se desliza y encaja de tal modo
en las masas de piedra, duda uno
qué puede ser más sólido
a menos que, al abrir
los dorados segmentos del lechoso
globo de una naranja cuarteada,
uno aprenda, tal vez,
a leer tales perspectivas. Luna
alberga una ciudad de puentes, donde
incluso sus vecinos son conscientes
de un privilegio compartido: un puente
no existe por sí mismo.
Rige el vacío.


el original, aquí.

trad. J.D.

domingo, febrero 05, 2017

tanto depende / w.c. williams


  
Casa de William Carlos Williams, Rutherford, N.J.


William Carlos Williams (1883-1963) fue el último de los grandes modernists en obtener el reconocimiento popular, pero quizá por ello su presencia en la poesía norteamericana contemporánea ha sido más intensa y perdurable. Él mismo se quejó amargamente en sus memorias de que la publicación de La tierra baldía «aniquiló nuestro mundo como si una bomba atómica hubiera caído sobre él y nuestras valientes incursiones en lo desconocido hubieran sido reducidas a polvo […]. Sentí de inmediato que me había hecho retroceder veinte años». Lo que viene a ser otra forma de decir que el impacto de Eliot había retrasado dos décadas el encuentro con sus lectores naturales, capaces de entender el sesgo de una escritura «radicada en el lugar donde debía dar fruto». «Eliot nos empujó de vuelta al aula» cuando el designio de Williams era salir a la calle y prestar atención a la superficie del mundo, la infinita coreografía de formas, colores y texturas que compone un lugar en el mundo. De ahí esa poesía de saltos y zigzagueos, de pausas y vislumbres y rápidas transiciones, ese verso nervioso que arranca con una conciencia casi somática del espacio antes de echar a andar entre las cosas que lo rodean, cosas que le llevan y le traen sin rumbo cierto («Es la anarquía de la pobreza / lo que me encanta») y por las que siente una profunda simpatía.

Como Wallace Stevens, abogado de una compañía de seguros en Hartford, Williams llevó una doble vida, pero en su caso sin doblez ni disimulo: médico de familia y pediatra, los versos surgían durante sus rondas o en el dorso de las recetas que expedía en la consulta de su domicilio en Rutherford, en las afueras de Paterson; sus hijos recuerdan el traqueteo de la máquina de escribir hasta bien entrada la noche: «el suave y regular andante cuando estaba sereno y feliz, y el estacato discontinuo cuando las cosas se ponían feas, el estruendo del carro, y el folio arrancado, hecho una bola y lanzado a la papelera. La noche era la hora del rugido. Ahí encontraba su dicha, su amor, la poesía…». La imagen de Williams improvisando en la máquina («El ritmo era el ritmo del habla, un ritmo entusiasta porque me entusiasmaba cuando escribía») prefigura los rollos de papel continuo de Ginsberg, Kerouac o Ammons, el verso proyectivo de Olson, la cadencia jazzística de Creeley, la extroversión algo bipolar de Kenneth Koch o la frescura naif de Ron Padgett. Es también la sístole de una diástole compasiva: sus visitas a los enfermos le permitieron conocer como nadie lo que había tras las fachadas de Paterson, el corazón secreto del reloj. Y de ese conocimiento surgió su extenso poema homónimo, ese Paterson cuya escritura le ocupó media vida y que es un buceo demorado en la historia y la geografía del lugar, sí, pero también una puesta en claro retórica de ese afán tan americano de crear una épica coral siguiendo el ejemplo de Lee Masters (Antología de Spoon River) o Sherwood Anderson (Winnesburg, Ohio). Paterson es el nombre de la ciudad y a la vez del doctor que habla y deja hablar en el poema, algo que Jim Jarmusch traduce con astucia en su película al convertirlo en un conductor de autobús que escucha en secreto a sus pasajeros; y el poema junta verso y prosa, pasajes líricos, narrativos y documentales –listas, cartas, informes– en su ambición por levantar testimonio de una comunidad, como el río Passaic recoge el reflejo de quienes se asoman a él. El poema, en realidad, es el río, con sus meandros, remansos y saltos de agua –los mismos que retrata la película–, sus cambios de caudal y su avance sinuoso.

La peculiar inmediatez de esta poesía se paladea mejor en pequeños sorbos. Y una de tantas miniaturas que no se olvidan es esa «carretilla roja» que asomó relativamente pronto, en Spring and All (1923), y que nos recuerda el gusto del poeta por la energía evocadora de las descripciones: «tanto depende / de una // carretilla / roja // laqueada de / gotas de lluvia // junto a las gallinas / blancas». Pero la fineza casi oriental de esta imagen sería muy poco sin ese «tanto depende» [so much depends] que introduce una nota de anhelo romántico que no extraña, que no puede extrañarnos, en el imitador de Keats que fue de joven. ¿Qué es lo que depende tanto de esa imagen, exacta y sugestiva al mismo tiempo, de la carretilla? Tal vez que su presencia puede mostrarse en términos que sean fieles a la dignidad tácita de la cosa misma; que la imaginación puede ser educada en los rigores de la percepción; o, en fin, que la percepción puede verse a sí misma en la aparición gradual, verso a verso, de cada palabra sobre la página. El objetivismo de Williams saludó al mundo con un entusiasmo sensual que contagió a casi todos los grandes poetas norteamericanos que le siguieron. Y si alguno cree que Paterson queda fatalmente lejos, quiero recordar que el verso de Williams fue el modelo que un escritor inglés, Charles Tomlinson, empleó para traducir «Poema de un día» de Antonio Machado, otra pieza que registra el curso sincopado de la percepción y el pensamiento. No hay círculo vicioso que se resista a estas cuadraturas.

[Publicado en Babelia (El País), el 6 de enero de 2017]

jueves, noviembre 05, 2015

charles tomlinson / 1927-2015





(El poeta inglés Charles Tomlinson murió el pasado 22 de agosto. Su estado de salud se había agravado notablemente este verano, pero la noticia, con ser esperada, no fue menos triste. Cuando escribí estas líneas de homenaje, no era consciente de que se habían cumplido exactamente veinte años de mi primera visita a Brook Cottage, la casa del poeta. Fue en noviembre de 1995, y las fotos demuestran que mi memoria, la misma que ha dictado los primeros párrafos de esta nota, no me engaña demasiado.

Una versión reducida de este escrito vio la luz en el número de octubre de El Cuaderno.)


Recostada en el fondo del valle, la casa –o más bien, la vieja pareja de cobertizo y establo («con crin ligaban la argamasa: había caballos») que era su hogar desde 1958– brillaba como un lingote; una caja de cerillas abrochando la cremallera del río, rozándose con la vegetación oscura (acebos, castaños, nogales, algún roble) que crecía en la orilla. Al otro lado, una ladera con pastos: cercas de madera, un rebaño de ovejas, vacas tranquilas. Una escena inverosímil de puro idílica, a pesar de que era noviembre; el cliché de la arcadia inglesa. Pero el hombre que miraba a su alrededor con aire satisfecho, refiriéndome los accidentes del terreno mientras fruncía el ceño y se frotaba las manos heladas, llevaba un coqueto béret francés (las fotos dicen que azul marino) y no se resistía a interrumpir sus comentarios para citar en voz alta a Mallarmé: «Mon âme vers ton front où rêve, ô calme sœur, / Un automne jonché de taches de rousseur…». El acento sonaba escolar, pero el énfasis era impecable, con especial atención a las vocales largas y las rimas, entonadas sin pedantería. El aire se volvió más tibio de pronto, como si hubiera soplado directamente desde Valvins.

Poco después, sentados a la mesa de la merienda, la ingenuidad con que acepté su invitación a probar su amado gentleman’s relish (una pasta de anchoas de textura arenosa y sabor alquitranado que no puedo recordar sin estremecerme) lo puso de buen humor para el resto de la tarde. Aquel mejunje era una pervivencia de su paladar infantil, un eco del joven Tomlinson criado en la penuria de una Inglaterra proletaria que él, sin embargo, recordaba sin nostalgia pero también sin rencor. Como ha recordado su editor Michael Schmidt, «se alegraba de no haber padecido “la suave opresión de la prosperidad”». Y el mismo Charles, comentando uno de sus grandes poemas de madurez, «The Return» («El regreso»), había definido su infancia como un tiempo «de carencias, pero a la vez repleto de posibilidades insospechadas». Su estoicismo no exento de picardía, afirmado por la vitalidad y el buen humor, desdeñaba las quejas y las excusas de mal pagador. Nada de perder el tiempo lamentando lo que fue o lo que podría haber sido. «La casa se construye con lo que ahí encontramos», y así también la vida, la poesía, los espacios complementarios de la familia y la palabra, la amistad y el arte. Como escribió en otro poema célebre: «El azar de la rima es el azar de los encuentros: desde ese mismo instante / lo fortuito se vuelve, por encontrado, vinculante».


 Nuria González, 1995


Esa vida se cerró el pasado 22 de agosto, a los 88 años. La noticia no fue una sorpresa para quienes estábamos más o menos al corriente de su estado, pero no por ello fue menos triste. Poeta, traductor y crítico literario, artista gráfico, profesor universitario, viajero impenitente… la lista de sus méritos es tan extensa como la de sus amigos y lectores, pero más importante que cualquier inventario es subrayar la coherencia rigurosa que animó su itinerario vital y creativo. Una coherencia, por lo demás, que abundó en riquezas y paradojas inesperadas: el inglés casi estereotípico que habita su hogar de hobbit sin dejar de recorrer medio planeta, de Italia a Japón, de Grecia a Nuevo México; el poeta de la naturaleza capaz de leer con lúcida ferocidad las superficies de la vida urbana; el admirador del estilo neoclásico de Dryden y de Pope que dedicó gran parte de sus esfuerzos juveniles a introducir la poesía norteamericana de vanguardia (Stevens, W.C. Williams, los poetas objetivistas, el grupo Black Mountain) en la Inglaterra de su tiempo; el notario puntilloso de su tierra, obsesionado con la noción de lugar y con acotar el suyo propio en la trama intrincada de gremios y clases sociales en su Stoke-on-Trent natal, que fue también el poeta inglés más cosmopolita y volcado hacia Europa de su generación, traductor de Fiódor Tiútchev y Antonio Machado, lector de Ungaretti y Philippe Jaccottet, amigo y colaborador de Octavio Paz…

El poeta, en fin, que hizo del mirar un arte, empeñado en aunar las lecciones del empirismo y de la imaginación recreadora, tan fiel a los datos de la percepción como a la memoria que ahonda y sintetiza, pero que a la vez, en sus collages y decalcomanías, plasmó paisajes interiores que observan las leyes del deseo y la metamorfosis, un edén de formas que juegan, charlan y se niegan a estar quietas. Su entusiasmo juvenil por la obra visionaria de Blake (a quien emuló en un libro –Nightbook– que duerme felizmente en su archivo) lo vacunó para siempre contra la tentación de la verbosidad y el subjetivismo miope, pero fue ese mismo aliento onírico el que dio vida a su trabajo visual. En poesía, sin embargo, halló modelos en la reticencia elegante y rococó de Wallace Stevens, la sobriedad sincopada de W.C. Williams o el diálogo a tres bandas entre percepción, imaginación y memoria que alimenta el otro romanticismo, el de los poemas conversacionales de Wordsworth y Coleridge. Su verso tiene la claridad del cristal o del diamante, pero es un cristal que mira y piensa, que camina de la mano del mundo y registra sensaciones con la precisión de un sismógrafo que luego, en la página, dibujara terrarios y jardines.



Brook Cottage, Richard Swigg


Charles halló muy pronto residencia en la tierra de nuestro idioma gracias a la amistad cómplice y admirativa de Octavio Paz. La mayoría de sus amigos españoles y mexicanos lo fueron porque, a su vez, eran amigos y colaboradores de Paz. Su vínculo con México y, más tarde, con España, fue íntimo y profundo. Sus poemas sobre México, extensión de los que dedicó en la década de 1960 al sur de Estados Unidos, se leen como un diario intermitente de sus viajes por el país: la frescura y la perspicacia de sus sondeos están hechas de cercanía y extrañeza, asombro y admiración; parece tener un sexto sentido para el dato significativo, el detalle humorístico, la distorsión que su propia presencia introduce en la escena.

Por contraste, sus viajes a España fueron pocos y tardíos. Como muchos ingleses de su generación, se negó a visitar el país durante la dictadura de Franco. Quien solía definirse como anarquista tory sintió toda su vida una repugnancia visceral por cualquier forma de autoritarismo. Pero aquí halló, durante la década de 1990, lectores cercanos y atentos que le consolaron de algunas decepciones domésticas. Uno de ellos, Juan Malpartida, coordinó una antología de título significativo (La insistencia de las cosas, 1994) que tomaba como germen o cimiento las versiones que Octavio Paz había hecho más de veinte años atrás. Serían el punto de partida de otras muchas, en México y en España.

Parece claro que con sus versiones Paz no quiso únicamente saldar la deuda contraída desde que Tomlinson, a la vuelta de su primera visita a México, tradujera algunas piezas breves de Días hábiles («Madrugada», «Aquí», «Paisaje»…); fue también el modo de expresar su admiración por una poesía que, sin renunciar a la imagen luminosa y la palabra medida, salía una y otra vez al encuentro del mundo. En su amigo inglés Paz halló al vástago improbable de Wordsworth y Valéry: la herencia del romanticismo pasada por el tamiz de la modernidad constructivista. Rigor, sí, ma non troppo. La mezcla era seductora para un Paz que venía cansado de las vetas más lenguaraces de la vanguardia, sobre todo la hispanoamericana. El trato con Tomlinson le llevó a Wordsworth (El preludio) y de ahí a concebir el plan de un poema autobiográfico, lo que ahora conocemos como Pasado en claro. Diría incluso que en la lección de equilibrio y claridad analítica de esta escritura, en su respeto escrupuloso por el mundo sensible, llegó a ver una virtud moral: el pudor o la reticencia como una forma suprema de higiene; y sin la obsesión francesa de cortar pelos en tres que confundió incluso a un poeta como Ponge.

Por lo demás, las afinidades no pueden ocultar las diferencias. Las cartas nos dicen que la fase más intensa de su diálogo tuvo lugar durante los años que siguieron a la escritura y montaje de Renga, cuando Paz halló en nuestro poeta un interlocutor fiable y eficaz que compensaba esa desidia latina a la que nunca terminó de resignarse. Pero Charles estaba lejos de la pasión política de Paz. Sin llegar a lamentarla, la vio como un estorbo, una interferencia que ponía en entredicho el impulso creativo. Los escasos poemas de corte político de Tomlinson (como el justamente famoso «Asesino», puesto en boca de Ramón Mercader) son más bien retratos psicológicos, denuncias de la ceguera o el embotamiento emocional que induce la fe revolucionaria. Mercader es literalmente incapaz de ver a su víctima. Nada en su adiestramiento ideológico le ha preparado para el caudal de sangre que mancha la mesa, los libros, su propia ropa. La materialidad grosera de la sangre es la venganza que la vida concreta, el cuerpo irreducible de la vida, inflige en la mente ofuscada por el fanatismo.

La obra de Charles Tomlinson se cumplió, a todos los efectos, con la publicación de sus New Selected Poems (Carcanet, 2009). Desde entonces, ingresó en un mutismo que la muerte no ha hecho sino confirmar. Quedan sus poemas y traducciones. Quedan sus ensayos, impecables, pegados a la letra de la obra y sin embargo capaces de iluminarla desde ángulos insospechados. Queda su voz, recogida en las grabaciones que Richard Swigg fue haciendo durante años y que abarcan no sólo sus propios libros sino textos centrales en su formación como La tierra baldía, sin duda la mejor lectura del poema de Eliot que he leído nunca (algunas de estas grabaciones se pueden escuchar en PennSound, portal de la Universidad de Pennsylvania). Que nada habría posible sin la compañía, el apoyo y la complicidad de su esposa Brenda, como él mismo se encargaba de repetir cuando tenía ocasión («Le doy a leer todo. And damn it, she’s always right!»), no es sino otra forma de llamar la atención sobre esa continuidad fundamental que, por debajo de las paradojas aparentes, define su vida y su obra; una fidelidad ejemplar al arte como educación de los sentidos y lección de vida que todo lo imagina o anticipa, hasta su propio final: «Mariposas amarillas / que transitan nerviosas / de flores escarlatas a flores de bronce / desaparecen cuando la noche aparece».


Nuria González, 1995

sábado, mayo 24, 2014

charles tomlinson / la puerta



Brook Cottage, hogar de Brenda y Charles Tomlinson,
en Gloucestershire (foto de Richard Swigg)


Muy poco
se ha dicho
de la puerta, una de
sus hojas vuelta hacia el aguacero
de la noche, y la otra
hacia el temblor y el brillo de la lumbre.

El aire, encerrado
tras esta cubierta
en el libro del cuarto,
se llena con las páginas
sucesivas de oscuridad y fuego
mientras el viento empuja los paneles o revuelve la llama.

No solo
el rompeolas
de la tormenta, sino la repentina
frontera de nuestros encuentros, apariciones,
y dueña de tanto espacio
como la vista a través de un dolmen.

Pues las puertas
son a la vez marco y monumento
al tiempo consumido,
y muy poco
se ha dicho
de nuestras idas y venidas a través de ellas.


Trad. J.D. / el original, aquí.



Regreso a Charles Tomlinson, una vez más. Lo hago porque me acaba de escribir Richard Swigg, sin duda la persona que más y mejor ha estudiado su poesía y cuidado su obra, hasta el punto de haberse ocupado durante años de grabar al poeta leyendo todos y cada de sus poemas. Convencido de que la dimensión aural o auditiva es indisociable de la experiencia poética (es decir, que leer un poema debe ser, ante todo, escucharlo), Swigg ha analizado como nadie las grabaciones de los grandes poetas angloamericanos del siglo pasado Eliot y Williams, en especial y ha incorporado sus conclusiones al estudio crítico de la poesía: el modo en que el autor lee un poema, o cómo cambia de estrategia al leerlo en distintos momentos de su vida (así Eliot y La tierra baldía), puede ser tan importante para el trabajo interpretativo como el close reading practicado habitualmente por los críticos.

El caso es que Swigg me da tres noticias. La primera es feliz: la Universidad de Pennsylvania ofrece la posibilidad de escuchar en su página web, en formato mp3, todos los poemas de Tomlinson así como sus conversaciones con Hugh Kenner y Octavio Paz y sus traducciones del poeta ruso Fyodor Tyutchev y de nuestro Antonio Machado, de las que ya hablé hace un par de meses. La página en cuestión, PennSound, es un inmenso archivo sonoro en el que pueden encontrarse grabaciones de toda clase de autores; el índice es prodigioso. (No voy a entrar en comparaciones que solo pueden inducir a la melancolía. Hablamos de la iniciativa de una sola universidad; otras muchas en aquel país acogen programas igualmente valiosos. ¿Qué hacen entretanto los departamentos de humanidades de nuestras universidades?)

La segunda noticia es un poco más especializada, pero estoy seguro de que algunos lectores de esta bitácora la recibirán con curiosidad: la revista virtual Jacket 2 incluye en portada la correspondencia completa entre Charles Tomlinson y el poeta objetivista George Oppen, el autor de The Materials, uno de los grandes libros de la post-vanguardia norteamericana. Charles descubrió su poesía en 1963, durante su estancia como profesor visitante en Albuquerque, Nuevo México, y la carta inicial, de abril de ese año, inauguró una correspondencia llena de afecto y admiración por ambas partes que se prolongó durante cerca de veinte años. Para quien sepa inglés, es una lectura llena de interés, de pequeñas curiosidades; y el retrato en tiempo real de un diálogo entre poetas unidos por el idioma y su admiración por los maestros de la vanguardia Pound y Williams, sobre todo, pero separados por su origen y su ideología (Oppen llegó a ser miembro del partido comunista americano en los años treinta; Charles siempre ha sido un hombre más bien conservador, aunque enemigo cordial de las políticas destructivas y avariciosas de Thatcher).

Por desgracia (y ahora llegamos a la tercera noticia), Swigg me aclara que el estado mental de Tomlinson le impide tener conciencia de estas novedades editoriales. A sus 87 años –como Oppen al final de su vida, por cierto–, ya no sabe o recuerda quién es. Pero sus lectores sí lo sabemos, y me apetece compartir en esta página, a modo de homenaje, uno de los poemas suyos que más me gustan, «La puerta», incluido originalmente en American Scenes and Other Poems (1966). Un poema que recuerda todas las puertas que Tomlinson abrió para la poesía y que él mismo se encargó de franquear con determinación y alegría. Que su declive, esa densa marea de olvido que le envuelve, le sea leve.

sábado, abril 05, 2014

el genio y la caverna


 
Charles Tomlinson, Sea Cave, 1975


Uno de los gestos más habituales al sostener un libro entre las manos, al recibirlo de alguien o prepararnos para leerlo, es acariciar sus tapas, pasar los dedos por los lomos, frotar –si estamos sentados– la cubierta contra las rodillas. Son gestos inconscientes, automáticos, semejantes al balanceo de un niño mientras espera o la mirada fugaz que echamos al espejo, pero que nos recuerdan, por si hiciera falta, la naturaleza profundamente material del acto de leer, la necesidad que tenemos de tocar, de palpar incluso, ese objeto misterioso cuyas hojas nos reclaman como movidas por un viento no menos misterioso: el viento del deseo, de la expectativa.

Esa necesidad de tocar, esas caricias involuntarias que prodigamos al libro, hacen pensar en el frotamiento que requiere otro objeto de leyenda: la lámpara de Aladino, la lámpara del genio. Como el libro, también la lámpara exige que las manos –nuestras manos– la sostengan y agasajen; sólo así es posible despertar al genio, convocarlo, hablar con él. Hay que frotar sus curvas metálicas como se acaricia el lomo de un animal no del todo manso; con precaución, preparado para una reacción imprevista o peligrosa, sin saber bien qué puede salir de entre el humo. Por otra parte, como ha dicho el poeta Richard Wilbur (se lo escuché hace poco al escritor cubano Orlando González Esteva): «La fuerza del genio proviene justamente de su estar confinado en una lámpara». El genio comparece y esgrime su poder en forma de servicio. Dice la leyenda que nos concede tres deseos, pero esa misma leyenda –o el cúmulo de interpretaciones que ha generado con el tiempo– sugiere que debemos elegir bien, que en esa elección nos va la vida, que no podemos abusar de la paciencia ni del poder del genio. Y que tan pronto hayamos pedido nuestros deseos, él volverá a su lámpara. No puede estar mucho tiempo fuera. El aire de este mundo le hace palidecer. Lo abierto –lo ilimitado– es sinónimo de distensión, de des-aliento: el genio literalmente se esfuma y pierde su fuerza, su hálito vital.

Tomamos el libro entre las manos y lo frotamos levemente –lo acariciamos– como si quisiéramos despertar al espíritu que lleva dentro. Y, en realidad, eso mismo es la lectura: un poner los oídos a trabajar, un envolver con nuestra atención el libro y frotarlo con los tentáculos de la expectativa, de la curiosidad. Sólo entonces, en el paréntesis de tiempo que abren sus páginas, el espíritu comparece, y su visión conlleva un breve diálogo con él, un diálogo que sin embargo puede y debe prolongarse luego en forma de reflexión solitaria, de paseo circular sobre las huellas de lo leído. Y ese diálogo es breve porque, como el genio de la lámpara, también el espíritu del libro –eso que podemos leer pero no, en última instancia, explicar; eso que es legible y a la vez impenetrable– debe su fuerza a su confinamiento. Desplegarlo por entero, mostrarlo de pies a cabeza, elucidarlo, supone su ruina. Todo lo que pensemos luego sobre lo leído, todas nuestras reflexiones y cavilaciones, dependen fatalmente de ese diálogo en tiempo real que establecemos con el magma oscuro que bulle en las estrechas paredes del libro y que, liberado unos instantes, se nos revela entre una nube de humo para desvanecerse poco después. Y en ese diálogo tan importante es lo que escuchamos, lo que se nos dice, como lo que atinamos a decir y preguntar.

El sentido del libro –aquí termina la comparación– no nos pide tres deseos. Pero sí nos empuja a interpelarlo. Y de la pertinencia y la oportunidad de nuestras preguntas dependen en gran medida la intensidad y el valor de la lectura. ¿Preguntas? ¿Pero no era el acto de leer una experiencia de escucha, un acto de atención y espera? Un buen libro lleva en sí las claves de su interpretación, tiene algo de acertijo que espera ser resuelto y que además nos muestra sutilmente la forma en que debe resolverse. Pero los grandes acertijos siempre dependieron de la calidad de las preguntas, de la sutileza del suplicante que interroga al oráculo. El mismo libro no dice las mismas cosas a distintos lectores ni mantiene su sentido indemne a lo largo del tiempo. Pensar lo contrario sería suponer –absurdamente– que el genio de la lámpara es un robot programado de antemano que actúa igual con los distintos Aladinos que lo despiertan de su sopor de siglos. Si la lectura no es diálogo, si no comporta preguntas, si esas preguntas no surgen en el curso mismo del leer, si no son decisivas e incluso irrevocables…, entonces la lectura no es nada; o es algo que pasa por la conciencia como el agua por un paraguas impermeable: sin filtrarse ni dejar huella.

Porque esa labor de filtro, ese gotear lento que horada la piedra y esculpe extrañas formas allí por donde pasa, es justamente lo que hace de la conciencia del lector una caverna, un espacio abierto con raíces en la oscuridad, en lo no dicho ni manifiesto; un espacio análogo al del libro que, de nuevo, deriva su fuerza de su confinamiento, de su estar ahí encerrado –enterrado– bajo la superficie de los sentidos, sujeto a los vaivenes de luz y oscuridad que va marcando el tiempo, nuestro estar en el tiempo. Nunca seremos un libro abierto para nadie, y menos para nosotros mismos. Y cada nuevo diálogo real, cada nuevo juego de escucha y de preguntas, de espera y de búsqueda, no hace sino complicar más las cosas.

jueves, marzo 06, 2014

tomlinson / machado


Campos de Castilla
i. m. Antonio Machado

Las cigüeñas, de nuevo en estos campanarios,
nos dicen que el invierno se termina. Este año
se quedaron, pero el sol de diciembre,
que es reflejo de su blancura, no puede hacer
que los meses se esfumen, suspensos entre
las ceras de esta escarcha, su deshielo brumoso,
y el regreso del verde a lo que ahora
se nos muestra desierto. Las encinas,
como las cepas, crían presencias color pardo;
los campos, que parecen en barbecho, yacen tranquilos
y arados sobre el grano que pronto ha de inundarlos…
pronto, esto es, para las estaciones giratorias
y las altas cigüeñas, con su longevidad por delante,
que ocupan ciudadelas de ramas apiladas sobre Castilla.

Alcalá de Henares – Toledo
 




Vuelvo a Charles Tomlinson, una vez más: un breve poema –de su libro The Door in the Wall, de 1992– que recrea o recoge en pocas pinceladas la atmósfera de los poemas castellanos de Antonio Machado, pero actualizada por la mirada analítica, casi de pintor, del poeta inglés.

El caso es que un buen amigo, el poeta y crítico José Luis Gómez Toré, me preguntó hace poco si conocía algún texto de homenaje a Machado entre los poetas de habla inglesa. Lo primero que me vino a la mente fue este poema, que por alguna razón no había traducido hasta ahora. A veces se olvida que Tomlinson es el autor (junto con Henry Gifford) de un hermoso y tempranero volumen de versiones de Machado que se publicó en 1963 con el título de Castilian Ilexes y que sigue siendo uno de los grandes ejemplos de recreación o traducción creativa del siglo veinte: un libro en el que Tomlinson reescribe muchas de las elegías y los poemas de paisajes de Machado con la tríada o verso escalonado de William Carlos Williams, ese metro saltarín que aligera el poema de barnices retóricos y hasta anticuados y lo vuelve cristal pulido, lente con la que mirar más de cerca –a placer– el mundo. Un ejemplo es el inicio de «A José María Palacio»:


Palacio,
good friend,
is spring
already clothing
the branches of the poplar trees
on road and river?
In the plain
of the upper Duero
spring
comes so slowly
but when she comes
she is all sweetness! […]


La estrategia de Tomlinson es arriesgada pero funciona, sobre todo en esa proeza que es «Poema de un día»: la rima desaparece y permite desliar los versos, desanudarlos sobre la página en forma de peldaños que van y vienen imitando el ir y venir del pensamiento, sus vueltas y revueltas obsesivas. Se preserva así la cordialidad de la poesía, su naturaleza «siempre viva, / fugitiva», de agua de «buen manantial» que brinca y fluye en el tiempo. Machado en esas viejas versiones de Tomlinson, publicadas hace cincuenta y un años, es el mismo y distinto, y la distinción lo engrandece, porque es capaz de respirar, de hablarnos, en un metro que no era el suyo y que ni siquiera hubiera concebido.

Treinta años después, a la altura de sus primeras visitas a España, el tono de la poesía de Tomlinson había cambiado: más reposado, más clásico. Un ejemplo son estos versos, apenas una viñeta, donde Machado está sin hacerse notar, como una pátina que enriquece la paleta del escritor inglés, un sesgo de la luz que nos acerca la escena y la vuelve más íntima.

El original, aquí.



miércoles, octubre 31, 2012

charles tomlinson / montes ute





 «Cuando me haya marchado
–dijo el anciano jefe–,
si alguna vez me necesitan, llámenme»;
luego se tendió, vuelto piedra.

Ésos eran gigantes
(como se puede ver)
y nosotros
no somos ni sombra de tales hombres.

Tras la cabeza pétrea
su larga cabellera india
se esparció, enmarañada,
en ingles y barrancos

y se extravió por Colorado
sobre el llano desértico,
transmitiendo energía
en una única línea ondulante

del cabello a los pies; allá,
perfilado, inclinado en la distancia,
se levanta el escorzo de sus rasgos y el alto
promontorio del pómulo.

Al repasarla, el ojo
ciñe por entero la horquilla
gigante de su masa,
incluyendo codos, rodillas, pies.

«Si alguna vez me necesitan, llámenme.»
Su singularidad domina el llano
al pedir que su imagen nos ayude:
así los hombres hacen montañas.





El Sleeping Ute [Ute dormido] se llama así por parecerse a un jefe Ute tendido de espaldas con los brazos doblados sobre el pecho. La tribu Ute Weeminuche consideraba estos montes como un lugar sagrado. Lo sigue siendo para sus descendientes, la tribu Ute de los Montes Ute, y aún juega un papel en sus ceremonias, como lo indica la existencia de un Terreno de la Danza del Sol en algunos mapas topográficos, localizado entre las Rodillas y la Cumbre del Caballo (la caja torácica). (de wikipedia)

Trad. J. D.

El original, aquí.