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domingo, mayo 29, 2016

charlotte brontë, entre dos mundos





Lo dijo Virginia Woolf en uno de sus primeros artículos, publicado en The Manchester Guardian en 1904: «Haworth y las Brontë están inextricablemente unidos como un caracol a su concha. Haworth expresa a las Brontë; las Brontë expresan a Haworth». Pocas veces el carácter del lugar ha influido de tal modo en la sensibilidad de sus creadores. Con el agravante, es un decir, de que esos creadores surgieron de una vez, de forma excepcional, entre los muros de una remota parroquia provinciana. Basta visitar Haworth –da igual si es en verano– para empezar a entender la imaginación algo febril de las tres hermanas Brontë, Emily, Anne y Charlotte. Encaramado a las laderas del valle casi homónimo de Worth, el pueblo se asoma tímidamente a la extensión de páramo y tundra que configura la espina dorsal del norte de Inglaterra: montes pelados, colinas de brezo y helecho barridas por el viento marino que cruza la isla de costa a costa. La piedra negra de la que están hechas sus casas y adoquines se alza en grandes formaciones rocosas que parecen el fósil de un animal mítico.

Allí, en lo alto del pueblo, en la linde que lo separa del páramo, estaba y sigue estando la casa parroquial donde el pastor Patrick Brontë presidía sobre su rebaño. Y fue allí donde sus hijas, sin dejar de explorar ocasionalmente el mundo que las rodeaba, idearon sus mundos privados. Mundos que fueron primero fantasías adolescentes, historias de reinos en pugna y galantes oficiales de aire byroniano que recreaban los avatares de las guerras napoleónicas, pero que terminaron abriéndose a la exploración simbólica de su experiencia personal: relatos de internados odiosos, de institutrices injuriadas y hombres misteriosos o echados a perder, como su hermano Branwell. Los tratos con el mundo de las tres hermanas fueron siempre traumáticos, y cada nueva incursión era seguida de un regreso a la casa del padre para recobrar fuerzas por medio de la escritura. Asombra la intensidad de su empeño, la firmeza con que cada cual, en el estrecho espacio de que disponía –escribiendo en la cocina, a deshora, en medio de tareas domésticas–, hizo frente a sus demonios y los amarró con palabras.

De las tres, fue Emily quien más y mejor guardó su distancia de Haworth. Como escribió Ted Hughes en un hermoso poema, «el viento en Crow Hill era su amante. / Su fiera pleamar en el oído era su secreto. / Pero su beso fue fatídico». Su universo era el páramo, ese lugar donde todo es más intenso y a la vez más simple, donde el clima es un dios voluble y la atmósfera, como escribió su hermana Charlotte de Cumbres borrascosas, «es tan eléctrica y tormentosa que a veces parece que respiremos relámpagos». Heathcliff y Catherine son menos personajes que encarnaciones de fuerzas elementales, hechos de la savia que alimenta el brezal o sostiene la roca. En Jane Eyre, sin embargo, el páramo se muestra como lo que es: un espacio inclemente, cerrado al ser humano, que sólo sirve como frontera y lugar de paso. Charlotte es menos vivaz pero, tal vez por eso mismo, más completa que su hermana. Sabe más del mundo, de sus grises y claroscuros; conoce la dialéctica del compromiso, las medias tintas de la vida social, y hace lo posible por adaptarse a ella, aunque no sin condiciones.



La muerte temprana de sus hermanas dejó a Charlotte en la posición de portavoz y custodio de una fama quizá inesperada pero que supo administrar con gran astucia crítica, hasta el punto de que tanto su prefacio a la segunda edición de Cumbres borrascosas como la nota biográfica donde reveló la identidad de sus hermanas siguen determinando, no siempre para bien, el sesgo de nuestras lecturas. Lejos del tópico que las pinta como provincianas asilvestradas, las tres Brontë fueron artífices conscientes del valor y el alcance de su obra, como prueba el prólogo que Anne antepuso a la reedición de The Tenant of Wildfell Hall y donde, desmintiendo la imagen de mujer insulsa que da de ella Charlotte, no duda en plantar cara a sus críticos con una defensa rigurosa de la novela como herramienta de conocimiento y representación imaginativa de una verdad personal.

Sus contemporáneos describieron a Charlotte como una mujer menuda, tímida y poco desenvuelta socialmente. Las cenas y recepciones a las que la invitaron sus editores en Londres le permitieron conocer a sus ídolos, empezando por Thackeray –a quien dedicó la segunda edición de Jane Eyre–, y trabar amistad con mujeres sobresalientes como Harriet Martineau y Elizabeth Gaskell, a quienes impresionó por su mezcla de tenacidad, paciencia y orgullo. Tuvo tiempo para escribir dos novelas más, quizá no tan redondas ni emblemáticas como el relato de la huérfana Jane, pero que confirmaron su raro talento. A espaldas del páramo, pero consciente de su poder –el mismo que había fulminado a Emily–, Charlotte Brontë tuvo el sabio atrevimiento de bajar al mundo y sumergirse en sus rigores, su complicación. De ahí se trajo menas de palabras que aún nos iluminan.


(Este artículo vio la luz ayer, sábado 28 de mayo, en La sombra del ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, dentro de un pequeño dossier de homenaje a Charlotte Bronté editado con motivo del segundo centenario de su nacimiento).