Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

ODETTE

ODETTE
De Por la parte de Swan, p. 228 (Lumen)

«Odette, es Sagan, que está saludándote», indicaba Swann a su mujer. Y, en efecto, el príncipe, haciendo girar su caballo, como en un apoteosis de teatro o de circo o en un cuadro antiguo, estaba dirigiendo a Odette un gran saludo teatral o como alegórico, en el que se amplificaba toda la caballeresca cortesía del gran señor que se inclinaba, respetuoso, ante la Mujer, aun encarnada en una a quien su madre o su hermana no podrían frecuentar. Por lo demás, en todo momento la Sra. Swann —reconocida en el fondo de la transparencia líquida y del barniz luminoso de la sombra que derramaba sobre ella su sombrilla— era saludada por los últimos jinetes rezagados, como cinematografiados al galope sobre la blanca insolación de la avenida, hombres de un círculo, cuyos nombres, célebres para el público —Antoine de Castellane, Adalbert de Montmorency y tantos otros—, eran para la Sra. Swann familiares, de amigos. Y, como la duración media de la vida —la longevidad relativa— es mucho mayor para los recuerdos de las sensaciones poéticas que para los de los sufrimientos del corazón, pese a que hace tanto tiempo que se esfumaron las penas que sentía yo entonces por Gilberte, les ha sobrevivido el placer que experimento, siempre que quiero leer, como en una esfera solar, los minutos comprendidos entre las doce y cuarto del mediodía y la una, en el mes de mayo, al volver a yerme charlando así con la Sra. Swann, bajo su sombrilla, como bajo el reflejo de un cenador de glicinas.

DE CUANDO VILA-MATAS HABLO DE GRACQ

Desde la ciudad nerviosa de Vila-Matas, p. 179
Y 97 años cumplió este pasado julio Julien Gracq, que sigue viviendo en su casa natal de St. Florent-le-Vieil, a orillas del Loira, ajeno al mundanal ruido. El mar de las Sirtes sigue siendo su gran novela sobre la espera. El vagabundeo libre y a veces anticipatorio de Nerval, la configuración psíquica tormentosa de Rimbaud, los signos exteriores procesados por una mente sesgadamente surrealista, todo eso forma parte de la configuración de ese inolvidable libro publicado hace ya más de medio siglo.

SNOPES

Varela: "La política lingüística es la del pasado"
EL PAÍS - Santiago - 29/11/2009
El conselleiro de Cultura, Roberto Varela, subrayó ayer su intención de "priorizar y proteger" la lengua gallega y "seguir en la misma línea", como respuesta al informe de la agencia europea que critica el tratamiento del Gobierno gallego al idioma. Además, Varela recalcó que la política lingüística de la Xunta "no tiene ninguna diferencia con el pasado", a excepción de la encuesta entre los padres.

FRASE DE LA SEMANA

Te voy a decir lo que haré y lo que no haré. No servirá por más tiempo a aquello en lo que no creo, llámese mi hogar, mi patria o mi religión. Y trataré de expresarme de algún
modo en vida y en arte, tan libremente como me sea posible, usando para mi defensa las solas armas que me permito usar: silencio, destierro y astucia.
JJ

HENRY JAMES Y VIRGINIA WOOLF

De Blomsboory, de Leon Edel, p. 186-187
Virginia era maliciosa, se burlaba; su sarcasmo estaba envuelto en fantasías elisabetianas. Aparte de las cartas, podemos leer la descripción que hizo de un jueves «casero» valiéndose del disfraz de la ficción. En Noche y día asiste a una reunión de «una sociedad para la libre discusión de todo [...]. Todos eran jóvenes y algunos parecían querer mostrar su disconformidad por medio de sus cabellos y vestidos y algo sombrío y truculento en la expresión de sus caras». La charla se confina en grupos; es espasmódica, «y murmurada en tonos bajos, como si los oradores sospecharan de sus compañeros-invitados». Se reparte un papel lleno de anotaciones, «las perlas supremas de la literatura». Se origina una discusión. Uno intenta «como con un hacha mal equilibrada [...] dar forma un poco más claramente a su concepción del arte». Escribió Vanessa: «Eramos un grupo de jóvenes, todos libres, todos al comienzo de una vida en un ambiente nuevo, sin personas mayores a las que tuviéramos que dar cuenta de lo que hacíamos o de nuestro comportamiento, y eso no era frecuente en aquel tiem po en un grupo mixto como el nuestro.»
Viejos amigos de la familia oyeron que Thoby y sus hermanas tenían reuniones «mixtas» informales en su casa. «Era verdad —preguntaron- que las muchachas realmente charlaban con hombres jóvenes hastas altas horas de la noche?» ¿De qué hablaban? Habría sido difícil explicar a aquella severa sociedad que toda su
charla giraba alrededor de «la Bondad» y «la Belleza», la Verdad y la filosofía de G. E. Moorc, con largos intervalos de meditación. Les alcanzaron los ecos de su desaprobación. «Deplorab1e, deplorable!», decía Henry James a la buena Fanny Prothero, vecina suya en Rye, que vivía en Bedford Square cuando estaba en la ciudad. Con el recuerdo de Vanessa y Virginia que atendían a su anciano padre como vírgenes vestales, añadió James: «¿Cómo han podido Vanessa y Virginia encontrar esos
amigos? ¿Cómo han podido, las hijas de Leslie, aceptar a jóvenes como ésos?» Cuando conoció a algunos de los jóvenes, no le gustaron. En particular el charlatán Clive le resultó profundamente antipático y lo describió como una «pequeña imagen» desagradable. “Decid a Virginia –decídselo- cuánto siento que las cosas inevitables de la vida hayan hecho posible, aun por un momento, que yo permita a alguna de las hijas de su padre alejarse fuera de mi vista.» No había manera de salvar el espacio generacional.

SOBRE FAULKNER

De Aquella mitad de mi tiempo de Javier Marías, p. 388
S. F.: Las oraciones de sus novelas son largas y sinuosas, llenas de paréntesis, cláusulas y subordinadas. Hacen que las frases de Faulkner parezcan cortas. ¿Es consciente de ello al escribir?
J. M.: En ese sentido, tanto Faulkner como Henry James han tenido una gran influencia en mí. La diferencia entre James y Faulkner es que éste a veces parece perder de vista dónde ha empezado. No encuentra dónde poner el punto y seguido. Lo cual no está mal:
desde un punto de vista literario, resulta muy enérgico, muy intenso, como un géiser. Mientras que James nunca olvida el punto de partida, y siempre cierra las oraciones. Siempre encuentra dónde poner el punto. Juan Benet y sir Thomas Browne también han sido grandes influencias.
Mis oraciones son a menudo muy largas, con muchas cláusulas subordinadas, pero mi prosa debería leerse deprisa, no ponderosamente, estableciendo un vínculo entre las oraciones. Se habrá dado cuenta de que a veces uso la coma de forma peculiar, pero no es como si no usara nunca el punto y seguido; es más, lo hago. De hecho, detesto los libros que prescinden de ellos. A mi modo de ver, hay un tipo de encabalgamiento que se produce a raíz del empleo de comas en lugar de puntos o, incluso, de paréntesis. Puede que esos encabalgamientos recuerden algo más a Faulkner. Lo que espero es que ayuden a hacer más ágil el texto.

HENRY HABLA DE VIRGINIA

De Bloomsbury, de Leon Edel, p.106-107
«Aquella casa, que encerraba tantas muertes, pobre de mí», exclamó Henry James que conocía a Leslie Stephen desde los años sesenta. A «la hermosa Julia, pálida, trágica», ¿cómo olvidarla? «Era hermosamente bella —escribió—, y su belleza junto con su condición eran elementos activos, prácticos, que producían los mejores resultados para todos. El no verla más supone un placer de menos en la vida.» El novelista americano, con su estilo elegíaco, dijo de Julia que había sido cuna fuerza absolutamente preciosa a favor del bien. No sabía qué pensar de un mundo que «no pudo hacer nada con ella... más que suprimirla». La bella Julia había sido el centro de la casa; daba clase a sus hijos en la habitación de arriba y mantenía unida aquella gran familia doble cuando, de repente, cogió la gripe y murió al cabo de una semana, probablemente a causa de tantos embarazos. Quizá por el esfuerzo agotador de mantener su hermosa compostura. ¿Quién podría decirlo? Fue descrita como «una mezcla de madonna y mujer de mundco. Will Rothenstein había dicho de las hijas: “Con lo hermosas que eran, no lo eran más que su madre”.
Cuando James habló de «la casa de todas las muertes» aludía a la súbita muerte de la hermanastra de las niñas Stephen, Stella HilIs, muerte que ocurrió dos años después de la de Julia durante un embarazo, y a la agonía prolongada de Sir Leslie a causa del cáncer (dos años más tarde, inesperadamente, murió el joven Thoby en Bloomsbury). El número 22 era la casa de la desolación, una casa de espíritus. Leslie Stephen estuvo al borde de una depresión nerviosa durante meses, se apoyó en sus hijas como se había apoyado en Julia y tomó la actitud de la madre ausente en vez de la del padre estructurador. Hizo a sus hijas partícipes de su pesar de tal forma que sus amigos le advirtieron que el luto perpetuo era pernicioso para las jóvenes, a las que se les debía permitir vivir. Las adolescentes se asfixiaban cuando su padre se sentaba en la antigua habitación de los niños, con su larga barba, su rostro lúgubre, su pesar patente, sus lágrimas. Era Job en Kensington. La vida continuaba obstinadamente en la vieja casa a pesar del luto. Vanesa se ocupaba de la despensa, la ropa y los criados; las hermanas competían con las inseguras personalidades masculinas de sus hermanastros Duckworth que impregnaban de un erotismo desconcertante las habitaciones oscuras.

DE LA CRITICA LITERARIA

De Por la parte de Swan, de Marcel Proust, p. 51-52
«Sí, allí estaba Bergotte», respondió el Sr. de Norpois, al tiempo que inclinaba la cabeza hacia mí con cortesía, como si, con su deseo de ser amable para con mi padre, atribuyese a todo lo que se refería a él verdadera importancia e incluso a las preguntas de un muchacho como yo, a quien resultaba inusitado recibir trato tan educado de personas de la edad del embajador. «Lo conoce usted?», añadió, al tiempo que clavaba en mí esa mirada clara cuya penetración admiraba Bismarck.
«Mi hijo no lo conoce, pero lo admira mucho», dijo mi madre.
«Huy, Dios mío!», dijo el Sr. de Norpois (quien, cuando vi que lo que yo colocaba miles y miles de veces por encima de mí, lo que me parecía más elevado del mundo, estaba para él en lo más bajo de la escala de sus admiraciones, me inspiró dudas más graves sobre mi propia inteligencia que las que me desgarraban habitualmente). «Yo no comparto ese modo de ver. Bergotte es lo que yo llamo un flautista; por lo demás, toca su instrumento admirablemente —hay que reconocerlo—, aunque con mucho manierismo, afectación. Pero, a fin de cuentas, tan sólo es eso, lo que no es gran cosa. Nunca encontramos en sus obras sin garra lo que podríamos llamar el armazón. Carecen de acción —o es muy poca—, pero sobre todo de fuerza. Sus libros fallan por la base o,
mejor dicho, carecen de la menor base. En una época como la nuestra en la que la complejidad cada vez mayor de la vida apenas deja tiempo para leer, en la que el mapa de Europa ha sufrido modificaciones profundas y está en vísperas de sufrir otras aún mayores tal vez, en la que se plantean por doquier tantos problemas amenazadores y nuevos, convendrán ustedes conmigo en que tenemos derecho a pedir a un escritor que no sea simplemente un hombre culto capaz de hacemos olvidar con consideraciones ociosas y bizantinas sobre méritos puramente formales la posibilidad de vernos invadidos de un instante a otro por una doble ola de bárbaros: los de fuera y los de dentro. Ya sé que eso es blasfemar contra la sacrosanta escuela de lo que esos señores llaman el Arte por el Arte, pero en nuestra época hay tareas más urgentes que la de disponer palabras de forma armoniosa. La de Bergotte es a veces —no lo niego— bastante seductora, pero en conjunto todo eso es muy escaso, pobre y poco viril. Ahora comprendo mejor, remitiéndome a su admiración totalmente exagerada de Bergotte, las líneas que me ha enseñado usted antes y que sería muy impropio por mi parte no pasar por alto, puesto que, según ha dicho usted mismo con toda sencillez, eran simples garabateos de niño» (lo había dicho, en efecto, pero no creía ni palabra). «Todo pecado es digno de misericordia y sobre todo los de juventud. Al fin y al cabo, otros, además de usted, cargan con otros semejantes en su conciencia y no es usted el único que se haya creído poeta en su momento. Pero en lo que me ha enseñado usted se ve la mala influencia de Bergotte. Evidentemente, no le extrañará si le digo que todas sus cualidades estaban ausentes de ese texto, puesto que él ha adquirido maestría en el arte —totalmente superficial, por lo demás— de cierto estilo del que a su edad no puede usted contar ni siquiera con un rudimento. Pero se trata ya del mismo defecto: ese contrasentido de alinear palabras muy sonoras y sólo en segundo término preocuparse del fondo. Es como colocar la carreta delante de los bueyes. Incluso en los libros de Bergotte todas esas pejigueras formales, todas esas sutilezas de mandarín delicuescente me parecen muy vanas.

O AFUNDIMENTO DO DORIA


O AFUNDIMENTO DO DORIA
Nós, os mariñeiros, sempre saímos coa Virxe para celebrarlle a Misa no mar. Fíxose desde fai moitos anos, recórdoo xa de cando eu era moi pequeno, de cativo, co meu pai; así foi sempre, excepto unha tempada que se deixou de levar a imaxe ao mar por culpa dun accidente. Foi fai moito tempo, ti terías cinco ou seis anos.
Ese 16 de xullo, a festa do Carmen, tivemos un día precioso de verán, co mar como un prato, e menos mal. A barca da Virxe mecíase arrimada ao murallón, agardando. Víala xa de lonxe, desde os almacéns, moi engalanada, chea de acios de flores, globos de papel de seda, bandeiras de cores –verdes, roxas e amarelas- colocadas dende babor a estribor, coroas de rosas na amura e guirnaldas de mirto indo da proa á popa, ata catleyas había. A figura da nosa Señora puxérona enriba dunha tarima, cun friso de margaridas amarelas, columnas de calas de San Xosé nas catro esquinas e mais un círculo de pasionarias e xasmíns ao redor da estatua.
Facía moito sol, estaba todo cheo dunha luz especial, un domo de festa e marabilla. A cuberta branca do Doria resplandecía e o seu reflexo brillaba na auga con todas as cores da celebración. A Virxe miraba para nós con ese sorriso seu de bondade protectora, o neno Xesús bendicíanos coa bóla do mundo na man e co seu dediño sinalando ás alturas. Todos mirabámolos con devoción, e ao redor estaban, moi circunspectas, as forzas vivas: o señor alcalde cos concelleiros, a garda civil, os de sindicatos e a sección feminina, o párroco e outros curas máis, e tamén unha chea de monxiñas do asilo co par de vellos que levan de mostra. Todos apretados, xusto detrás da cabina de mando do vello Lameiro, o armador do buque.
Toda a familia estaba na lancha de papá, pero eu quixen ir aparte, no barco coa Virxe. Mamá controlábame moito e eu sempre aproveitaba calquera ocasión para escapar dela: tiña case trinta anos e aínda me trataba coma se fose unha rapariga. E esa foi a razón pola que estiven a piques de afogar, se non chega a ser polo meu irmán Suso quedo morta no fondo da ría.
Naqueles tempos a misa facíase sempre pola mañá, á unha ou así. Non como agora, que é ao mediodía ou pola tarde segundo manden as mareas. Naqueles anos podían entrar e saír do peirao barcos de gran calado, cruceiros como quen di. Despois, ao cambiarlle a canle ao río e ademais deixar de recoller area as gabarras, o porto foi cambiando, a barra subiu, queda pouco calado e agora case non hai fondo para as embarcacións. Ata algúns días ao chegar da marea de madrugada, teñen que atracar na Pena do Soldado, lonxe de terra, e volver cos caiucos.

Sempre se escollía o barco máis grande, o Doria, a tarrafa que podía levar máis carga. Ese día estaba cheo a rebordar, porque toda a xente do pobo que non tiña bote montábase coa Virxe, e ademais, moitos outros, como as túas irmás maiores, preferían saír no Doria, dizque para oír misa máis preto da Virxe, pero era para perder de vista á túa nai.
Nós estabamos detrás, no noso caiuco, co teu irmán Suso ao temón, a túa nai e os pequenos, dispostos a pornos a navegar en canto o barco da nosa Señora saíse ao terminar a cerimonia, e as bombas de palenque enchesen o azul do ceo con manchas brancas moi difuminadas e idas. Arracimados no noso barquiño, con toda a pouca forza do noso motor, preparados para ir acompañando á Virxe ata a boca da ría no seu rito anual de honrar as augas. Ao chegar a Redes, na boca da ría, atopabámonos coa procesión que de alí saíra, os curas de ambalas dúas parroquias tiraban ao mar os ramos e todos os pequenos barcos, os de aquí e os da banda á ponte, faciamos o mesmo. O mar enchíase de flores como nun cadro prerrafaelista, ese naufraxio floral supuña a indicación de que xa se podía un bañar no mar; bendicir as augas, dicíase.
Tampouco é que no pobo fósemos moi afeccionados a nadar, nin sequera os mariñeiros sabiamos, aínda hoxe é o día que moitos non aprendemos a nadar na vida, e por iso mórrense tantos nos naufraxios, pois maila que un barco naufrague á beira da costa, máis da metade da tripulación non nadou na vida e non poden chegar a terra por moi preto que estea. Quen nada de marabilla é o teu irmán, deslízase pola auga coma un golfiño. Ben, pois o barco da Virxe estaba a rebordar, con xente que subía e subía para estar máis cerca do pequeno altar que montara o coadjutor con caixas do peixe, unha casulla e redes verdes noviñas. O patrón intentou que non entrara ninguén máis, pero non lle fixeron caso e seguían saltando desde o peirao á cuberta. Nós estabamos detrás, xusto pegados ás escaleiras do murallón, e todo o porto estaba cheo de barcos: ao redor da Virxe, polas ramplas, ancorados nas Croas, entre os arcos da ponte de pedra e cabe as cepas do de ferro. Todo o pobo enteiro, e tamén moita xente de fóra, os convidados ás festas, esperando que rematara a misa para poder saír ao mar.
A imaxe traíana catro mariñeiros de branco, cunha cinta vermella, boina e unha especie de bastón como de capitáns antigos. Detrás, o párroco cos seis curas das aldeas rodeados de monaguillos, e enseguida unhas vellas beatas, de negro, a miña nai a primeira. Sempre de negro, de loito por algún parente; toda a vida recordo a mamá vestida de roupa escura ou como moito con algo malva ou branco. Ela non é que fose moi relixiosa, pero eu creo que lle gustaba a actividade da igrexa e disfrazarse, que andou co hábito do narazeno anos.
Meteron á Virxe no Doria e celebraron misa. Unha cousa rápida pero moi bonita, con cancións mariñeiras ao principio e moitas bombas e ristras de petardos ao final. Despois saímos cara a Redes, o barco da Señora ía diante, marcando o paso, e detrás todos os botes do pobo cheos cheos de xente.
Ao finalizar o oficio, item missa est, dixo o cura, con aquel magno poder valleinclanesco das divinas palabras, o Doria enfilou cara á praia, para dirixirse mar dentro; pero nada máis saír, o patrón deuse conta de que o barco non avanzaba ben, a máquina non conseguía potencia dabondo para mover todo aquel arsenal. Por efecto da forza do motor e do peso de tanta xente como había, e mal repartida aínda por riba, pois a maioría ía sentada atrás, o barco comezou a afundirse pola popa. As ondas saltaban na borda e comezaban a invadir a ponte, e aínda que os mariñeiros intentaban achicar, non daban feito, e o barco íase enchendo de auga. A pasaxe púxose toda na proa e o barco nivelouse un pouco. Pero o perigo aínda continuaba, a xente moi asustada, os pequenos berrando e as nais chorando.
Todos os botes que estabamos cerca puxémonos ao redor do Doria e empezamos a desaloxar á xente. O patrón do barco cambiou o rumbo, achegándoo a terra e conseguiu que case se varase no areal. Do impacto houbo xente que caeu no auga; pero aos máis pequenos recollémolos, os máis grandes facían pé e algúns ata sabían nadar pois entre a mocidade xa estaba aparecendo algunha afección á natación, sobre todo por mergullar. Eu vía que a túa irmá continuaba alí, en cuberta, agarrada ao aparello, morta de medo, pois non podía facer nada por non saber nadar.
Chegando á praia eu empecei a notar cousas raras, como que o barco non daba avanzado e o motor soltaba chasquidos, e non o ruído rítmico co que navega sempre. A popa empezou a encaixarse na auga e parecíanos que se ía a afundir, todo o mundo púxose a berrar e moverse. Era peor, pois co trafego o patrón non podía gobernar a nave. Aínda así o fixo ben e achegouse ao areal, deixou que encallase o barco e parecía aquilo arranxado. A xente acougouse, os botes pequenos arrimáronse á tarrafa e algúns puideron saltar desde dentro ás cubertas e outros tirarse ao mar.
Eu quedeime petrificada, sen saber que facer, agarrada á chea de redes que tiña diante. Cando xa quedabamos pouca xente unha onda levou o barco mar dentro e o Doria afundiuse de lado. Todos caemos ao auga menos os que seguiron agarrados á cuberta escorada do Doria, o cura e os garda civís. Eu vinme de súpeto no medio do mar, como atada ás redes coas que me fora agarrando e sen poder nadar. Intentaba flotar pero as ondas tragábanme, morta de medo non sabía como reaccionar, e tampouco conseguía desfacerme da lea de cordas que me amarraba.

Todo eran berros e pánico. As nais salvaban aos seus fillos e os maridos agarraban ás súas esposas. Cando xa estaba case todo o barco desaloxado, e como a manobra fíxose polo lado dereito, que quedaba máis preto de terra, o barco desequilibrouse, volveu flotar, soltándose da area, meteuse cara ao mar empuxado pola resaca e empezou a afundirse por babor. Menos mal que entón xa só quedaba xente maior, que tiveron sangue frío e non perderon a calma. Agarráronse como lapas ao casco do barco, aos saíntes da ponte e aos paus; todo o tranquilos que puideron, alí esperaron a que os fósemos recollendo. Lasa quedou pegada ao barco, atada á chea de redes que enseguida se afundiría. Morta de medo, nin miraba para nada nin facía ningún xesto, afundía a cabeza nas cordas coma se escondéndose fose atopar protección.
Entón o teu irmán tirouse ao mar. Estabamos algo lonxe, como a douscentos metros, se cadra máis, porque o Doria afastábase moi rápido, pero nun momentiño Suso estaba á beira da túa irmá. Soltouna das redes que case a envolvían xa por completo, púxose debaixo dela e empezou a nadar cara atrás, de costas. Lasa sempre foi gordiña, pero o teu irmán estaba como un roble e nadaba de medo. Era un campión da División Azul e decíanlle o Galán porque chamaba a atención, alto e forte e louro.
Nun momento estaban os dous agarrados ao noso bote e subímolos. Lasa gritaba como unha tola e o teu irmán estaba moi asustado; pero ao momento volveuse a tirar ao auga e foi dos que salvou a máis xente.
Case sen respiración notei que alguén me desataba; entre a auga non podía ver quen era e agarrábame sen saber nada. Moi de cerca vin a cara do meu irmán, que me ceibaba das redes que, cada vez máis, tiraban para o fondo. Suso era un gran nadador, cruzaba desde Zopazos ata a praia mergullando, alto e forte, no mar non había ninguén que lle gañase.
Levoume desmaiada, sen sentido, ata a barca de papá e alí subíronme. Sacáronme a auga de dentro pero non tragara case nada, máis ben o que fixen foi como vomitar. Esperteime e vin como papá choraba do susto, pero me pareceu que mamá miraba para min ata con mala cara. Os pequenos abrazábanse a min, tirados ao redor do meu corpo na parte de atrás do bote.
Enseguida chegamos ao peirao. Eu tumbeime alí, ao sol, recuperando forzas, e entre as cepas da ponte vin de súpeto como subía a Virxe do Carmen do medio do mar. Era como un milagre, coma se A Nosa Señora estivese connosco, vixiando, pendente de que non pasase nada, e que despois percorrese o fondo das augas para comprobar que non había ninguén afogándose. O mar reflectíase nela e a auga facía brillar os seus dourados e o seu manto, todo bordado en prata.
De milagre non morreu ninguén. Ao final salvamos á garda civil e ao cura. O alcalde xa escapara o primeiro, pero o señor párroco quedou pegado á imaxe da nosa Señora, atado á súa base como Ulises fronte ás sereas; mentres que o sarxento e a parella non perderon o sangue frío, conservando o seu aire marcial ata o último momento, non como os da falanxe, que escaparon como ratas, antes que os nenos e as mulleres. Ao final deixouse coller o tozudo do sacerdote, e pasado todo vimos como o barco afundíase debaixo da ponte e logo dun intre subía do fondo do mar a imaxe da Virxe do Carmen. Foi como un cadro surrealista de Lugrís, aos poucos emerxía, coma se regresase dunha viaxe polo fondo do mar. A sua peana facía o efecto dunha balsa, e como a marea estaba subindo, foise achegando, aos poucos, debido ao suave empuxe das ondas, ata a rampla.
Alí desembarcou, toda tranquila, co Neno Xesús nos seus brazos, algunhas algas polos remates da capa e a coroa de raíña dos mares enganchada na articulación do ombreiro. Nós non o sabiamos, pero A Nosa Señora por dentro era un maniquí, e coa auga e o peso da roupa notábase a estrutura de madeira que daba forma á efixie que tanto venerabamos. Máis que unha virxe parecía un deses bonecos articulados que se ven nas consultas dos médicos ou nos estudos dos poucos artistas figurativos que quedan nestes tempos da arte conceptual.
Despois vin como, a modiño, a imaxe achegábase á rampla e desembarcaba nas escaleiras. Parecía cousa de bruxas ou algo así, máxico. Unha ondada súbita levantouna da auga e deixouna de pé no medio do peirao. A xente estaba asombrada, era como un milagre, e como non pasara nada grazas a deus, a alegría era grande.
Todo eran asubíos e sirenazos, o mar encheuse da música dos barcos e o estrondo asustaba bastante. O peirao alagouse de xente, todos moi nerviosos polo que pasara. Os máis serenos animaban aos demais, dicíndolles que non fora nada, e en verdade ao que puido ser foi unha cousa da Virxe que non ocorrese unha traxedia.
O párroco e os curas que o acompañaban empezaron a cantarlle un himno moi bonito, todo o pobo achegouse a bicarlle o manto e fíxose unha misa preciosa, coa banda municipal tocando o Salve Regina, un oficio digno daquel milagre que A Nosa Señora fíxonos no día da Virxe do Carmen.
A xente da procesión cruzou a ponte e foise achegando cara á rampla, e moitos gritaban ¡Milagre¡ ¡Milagre¡. A pesar do nerviosismo e de todo o que pasara, o cura organizou aquilo e nuns minutos todo o pobo estaba cantando o Stabat Mater de Rossini.

SOBRE EL REINO DE REDONDA

De Aquella mitad de mi tiempo, de Javier Marías, p.364-365
SARAH FAY: Aparte de ser ciudadano español, es usted Rey de la isla de Redonda, una micronación de las Antillas. Creo que es la primera vez que The Paris Review entrevista a un soberano. ¿Cómo adquirió la corona?
JAVIER MARÍAS: Érase una vez, en el siglo XIX, un magnate naviero llamado Shiel que vivía en el Caribe, y que tenía ocho o nueve hijas, pero ningún hijo. Por fin acabó por tener un hijo varón, Matthew Phipps Shiel, que llegaría a ser escritor. En 1880, para celebrar el decimoquinto aniversario de su hijo, Shiel tomó posesión de la isla deshabitada de Redonda, que está cerca de Montserrat, y no muy lejos de Antigua. Organizó una ceremonia de coronación con un pastor metodista de Antigua, y así es como M. P. Shiel fue coronado rey de la isla. Hace poco me he enterado de que Redonda viene a ser el equivalente de Transilvania en Europa, lo que para una leyenda literaria resulta de lo más apropiado. Es un sitio muy rocoso y de difícil acceso. En tiempos, lo usaban de refugio los contrabandistas, y había leyendas que hablaban de la
presencia de bestias terribles, y de sucesos espantosos que allí habían tenido lugar. Poco después de ser coronado Shiel, al haberse encontrado en la isla yacimientos de fosfatos, Gran Bretaña decidió anexionarla. Supuestamente, los Shiel pleitearon con el gobierno británico durante años, hasta que por último, el Ministerio de las Colonias anunció que no se le iba a devolver la soberanía de la isla a nadie, y con mayor razón a un naviero perturbado o a un escritor, pero que no pondrían reparo a que Shiel usara el título de Rey de Redonda mientras éste, según especificaron, siguiera carente de contenido.
Con el tiempo, Shiel se instaló en Gran Bretaña, donde en su ancianidad tuvo ocasión de ayudarle otro escritor, el joven John Gawsworth. En 1947, a la muerte de Shiel, Gawsworth se convirtió en su albacea literario y heredero de sus derechos de autor. Gawsworth desarrolló una aristocracia intelectual, como fue llamada, nombrando duques y duquesas, entre los que se contaron Lawrence Durrell, Henry Miller y Dylan Thomas. Gawsworth fue una figura muy prometedora en su momento, empezó a publicar libros a los diecinueve años. Durante la guerra, combatió en la India, en Argelia y en Egipto, y de forma asombrosa, publicó libritos de poemas en todas partes, hasta en Calcuta. No alcanzo a entender cómo pudo hacerlo en plena guerra. Fue uno de los miembros más jóvenes de la Royal Society of Literature, y estaba en relación con la mayoría de las eminencias literarias de la época, desde Thomas Hardy a T. E. Lawrence. Pero Gawsworth cayó en la bebida, y pronto se quedó sin un penique. Tenía muchas deudas, con su casero y con taberneros, y empezó a venderle títulos a esa gente. Llegó a insertar un anuncio en The Times ofreciendo a la venta el título de Rey de Redonda.

DEL AMOR, AGAIN

De Por la parte de Swan, de Marcel Proust, p. 410 (Lumen)
Pero, mientras que, una hora después, daba indicaciones al peluquero para que no se le deshiciera el peinado en el tren, volvió a pensar en su sueño, volvió a ver —como las había sentido muy cerca de él— la pálida tez de Odette, las mejillas demasiado delgadas, las facciones descompuestas, las ojeras, todo lo que —alo largo de las ternuras sucesivas que habían convertido su duradero amor a Odettc en un largo olvido de la primera imagen recibida de ella— había dejado de notar desde los primeros tiempos de su relación, a los que seguramente, mientras dormía, había ido su memoria a buscar la sensación exacta. Y con aquella grosería intermiten te que reaparecía en él, en cuanto dejaba de sentirse desdichado, y al tiempo rebajaba el nivel de su moralidad, exclamó para sus adentros: «;Y pensar que he desperdiciado años de mi vida, he querido morir y he sentido mi mayor amor por una mujer que no me gustaba, que no era mi tipo!».

SOBRE UN ACONTECIMIENTO MUY LOCO DE BORGES

De Libros extraños, de Luis Loayza, p. 83
Londres, 19 de octubre de 19. Borges quiso probar hidromiel. la bebida que tomaban los anglosajones. El y Mr. Fleming, el otro acompañante asignado por el Consejo Británico compraron una botella y, ya en el hotel, se tomaron más de la mitad. Borges. excitado por el alcohol, al que no está acostumbrado, olvidó su natural cortesía y comenzó a reprocharle a Mr. Fleming las Invasiones Inglesas. Ante la mirada azorada del joven representante de Su Majestad Británica, terminó, casi amenazador: “Pero nosotros los echamos a puntapiés, tirándoles agua y aceite hirviendo desde las azoteas”. Mr. Fleming, que no tenía la menor idea de tales invasiones, se limitaba a asentir: “Of course, of course…”
La Nación, 30 de diciembre de 1973

LA ANSIEDAD DE VERONIKA VOSS

LA GRAN ILUSION. VIVE LA FRANCE¡¡¡

FRASE DE LA SEMANA

Porque es justo que el hombre no busque su deleite
en la selva de sangre de la mañana próxima.
El cielo tiene playas donde evitar la vida
y hay cuerpos que no deben repetirse en la aurora.
Agonía, agonía, sueño, fermento y sueño.
Este es el mundo, amigo, agonía, agonía.
FGL

LA MUSICA, APRES PROUST

De Por la parte de Swan de Marcel Proust, p. 352
Swann había avanzado, a instancias de la Sra. de Saint-Euverte, y, para escuchar un aire de Orfeo que estaba interpretando un flautista, se había colocado en un rincón en el que, por desgracia, tenía como única perspectiva a dos señoras ya maduras sentadas una junto a la otra —la marquesa de Cambremer y la vizcondesa de Franquetot—, quienes, por ser primas, se pasaban las veladas buscándose, cargadas con sus bolsos y seguidas de sus hijas, como en una estación, y no se quedaban tranquilas hasta haber señalado con su abanico o su pañuelo dos asientos contiguos: la Sra. de Cambremer, que tenía muy pocas relaciones, por sentirse tanto más feliz de tener una compañera, y la Sra. de Franquetot, que, era, en cambio, muy conocida, por considerar elegante, original, mostrar a todas sus bellas conocidas que prefería a una señora desconocida con quien tenía en común recuerdos de juventud. Swann, embargado por una ironía melancólica, las contemplaba escuchar el intermedio de piano (San Francisco hablando a las aves de Liszt), que había sucedido al aire de flauta, y seguir el vertiginoso juego del artista: la Sra. de Franquetot con ansiedad, con ojos extraviados, como si las teclas que el pianista recorría con agilidad hubieran sido una serie de trapecios a una altura de ochenta metros de los que podía caer y no sin lanzar a su vecina miradas de asombro, de denegación, que significaban: “Es increíble, nunca habría imaginado que un hombre pudiera hacer algo así”; la Sra. de Cambremer, como mujer que había recibido una sólida educación musical, marcando el compás con su cabeza transformada en balancín de metrónomo, cuyas amplitud y rapidez de oscilaciones de uno a otro hombro —con esa clase de extravío y abandono de la mirada de quien padece dolores desorbitados, que no intenta siquiera dominar y parece decir: «Qué le vamos a hacer!»— habían llegado a ser tales, que los solitarios se le enganchaban constantemente en las presillas del corpiño y se veía obligada a atusarse las uvas negras que llevaba en el pelo, sin por ello interrumpir su aceleración.

PITOL, GOMBROWICZ Y JAMES

De Soñar la realidad de Sergio Pitol, p.15
Debo a Infierno de todos el poder desasirme de un mundo caducado que no me era propio, relacionado conmigo sólo de modo tangencial, lo que me permitió abordar la literatura con mayor lealtad hacia lo real. Advertí esto con mayor claridad durante un período de tenaz lectura de Gombrowicz. Para él la literatura y la filosofía debían emanar de la realidad, pues sólo así tendrían, a su vez, la posibilidad de inferir en ella. Lo demás, insistía el escritor polaco, equivalía a un acto de onanismo, a la sustitución del lenguaje por el culto inane de la escritura por la escritura y la palabra por la palabra. Henry James, otro titán, sostuvo en su momento: «La novela en su definición más amplia no es sino una impresión personal y directa de la vida)). Al hablar de lo real y la realidad me refiero a un espacio amplísimo, diferente a lo que otros entienden por esos términos y confunden la realidad con un aspecto deficiente y parasitario de la existencia, alimentado por el conformismo, la mala prensa, los discursos políticos, los intereses creados, las telenovelas, la literatura light, la del corazón y la de superación personal.
Cuando Infierno de todos se publicó yo residía en Varsovia. Había emprendido tres años antes un viaje por Europa que al inicio imaginaba como muy breve. Viajé por los lugares imprescindibles para luego encallar en Roma durante una temporada. A partir de entonces, por razones y motivaciones varias, me quedé fuera de México, cambiando con frecuencia de destino, casi siempre por intervenciones del azar, hasta finales de 1988 en que regresé al país. Durante esos veintiocho años europeos mis relatos registraron un vaivén incesante. Son, de alguna manera, los cuadernos de bitácora de mis mudanzas terrenales, mis mutaciones y asentimientos interiores
Soltar amarras, enfrentarme sin temor al amplio mundo y quemar mis naves fueron operaciones que en sucesivas ocasiones modificaron mi vida y, por ende, mi labor literaria. En esos años de errancia se conformó el cuerpo de mi obra.

LA INDUSTRIA EDITORIAL EN ESPAÑA, SEGUN BARRAL

De Almanaque, Prueba de artista de Carlos Barral, p.179
Ya tenemos tus libros y tus nuevas aventuras editoriales. ¿ Qué decirnos de las macroeditoriales?
Me parece que han tenido una gran importancia en la vida cultural española y en realidad en la vida literaria española y latinoamericana, en el ámbito de la lengua, en los últimos años. Es lo que yo llamaría confusión y catástrofe del mercado de los derechos de autor. Y al mismo tiempo también agudización de los problemas del mercado librero.
¿Qué ha pasado?
Lo que ha ocurrido es lo siguiente: la publicación de libros literarios ha pasado de ser una gestión de la cultura escrita, hecha por editores esforzados, a convertirse en aparentemente un gran negocio desde que practican cuatro o cinco grandes centros de producción industrial que tienen, sobre todo, grandes y eficaces redes de distribución a los puntos de venta libreros, que utilizan los medios de comunicación de masas y básicamente la televisión para su publicidad. Lo cual ha convertido la publicación en una especie de carrera de lanzamiento de libros sin cuenta alguna de su calidad, de su
oportunidad, de su congruencia... De lanzamiento de eso que llaman editoriales millonarias, que son las de los premios u otras, de operaciones descaradamente comerciales. Lo cual ha favorecido a algunos autores, a una minoría de autores que han ganado mucho dinero con eso, lo que es de celebrar. Pero ha perjudicado enormemente a otros y ha hecho que nuevamente el pasar de ser inédito a ser édito sea tan difícil como en los años diez. Cuando, en cambio, era fácil y estaba lleno de garantías de seriedad por parte de loseditores en el año sesenta. Se ha producido eso que además tienerelación de causa a efecto, pero también dialéctica, con un problema concreto de la librería...
¿Cuál?
La librería se ha convertido en lo que se llama una mesa de novedades. Es decir, los libros no tienen duración ninguna, están unos meses allí, como se dice en lenguaje comercial, en oferta. Y luego desaparecen de ahí y no se vuelven a encontrar nunca más. El señor que oye hablar de una novela que se publicó hace seis meses, acude a la librería a buscarla y ya no está. El librero tampoco la busca. El editor ya no sabe si la tiene en el almacén. Ese libro muere. Y, por lo tanto, da a la literatura, en tanto que producto de la imprenta, una vida brevísima. Y la sucesión de modas, caprichos,
estupideces y errores se acumula.,.

¡¡¡ EXTRA ¡¡¡

LAS CITAS

De Dietario voluble, de Vila-Matas, p.242-243
Algunas personas creen que llevo desde hace años un cuaderno privado de citas literarias, el commonplace book al que tantos escritores anglosajones fueron aficionados. Quizás eso pueda explicar el hecho un tanto absurdo de que, en un plazo breve de un mes, tres amigos me hayan enviado —cada uno por su cuenta y riesgo— tres libros que parecen relacionados con esa idea de que colecciono citas.
El primero de los tres en llegar fue la traducción española de Sur Plusieurs Beaux Sujects, el cuaderno privado de Wallace Stevens, una especie de borrador o librillo de trabajo al que el poeta y abogado de Nueva York fue trasladando pasajes de obras ajenas relativos a sus propios intereses, y de ahí que veintidós de las citas que reunió allí acabaran pasando a sus poemas. Es un cuaderno de trabajo en una línea parecida al Hofmannsthal de El libro de los amzos o al W. H. Auden de A Certain World, una antología de citas y al mismo tiempo autobiografía sui géneris.
“La estética es una justicia superior", leemos en uno de los apuntes de Wallace Stevens. Es una sentencia magnífica de Flaubert en carta a Louise Collet. Y para mí la frase del libro. La recuerdo siempre que enciendo la televisión y entro en el feísmo desaforado de sus imágenes de los últimos tiempos. Flaubert no dejó aforismos en sus novelas, pero sí algunos en su correspondencia, donde se explayaba siempre sin límites y con desbordante inteligencia.
«La estética es una justicia superior.» Gran frase. Y qué decir de la ética? ¿Y de las relaciones, tal vez imposibles, entre ética y lenguaje? Si yo llevara un commonplace book, insertaría ahora mismo unas palabras de Wittgenstein en su Conferencia sobre ética, de 1929: “Si un hombre pudiera escribir un libro sobre ¿tica que realmente fuera un libro sobre ética, dicho libro destruiría con una explosión todos los libros del mundo.”
He dicho «si llevara un commonplace book». Pero no se da el caso. Silo llevara —creo que la fuerza del destino me está empujando a hacerlo—, añadiría ahora en mi cuaderno
otra frase de Flaubert, también rescatada de sus cartas; una frase que he hallado en el segundo de los libros que me han regalado: Jardines ajenos, de Adolfo Bioy Casares. En ese cuaderno de citas recogidas por Bioy he dado de nuevo con el oro de Flaubert —no confundir con El loro de Flaubert, de Julian Barnes— en forma de palabras memorables sobre la singularidad: «La infinita estupidez de las masas me vuelve indulgente para con las individualidades, por muy odiosas que lleguen a resultar.»
El tercer libro, Razones y osadías, contiene directamente una selección de opiniones contundentes de Flaubert, todas rescatadas de sus elocuentes cartas. La edición —como no podía ser de otra forma— es de Jordi Llovet. Por cierto, no lo había contado hasta ahora: a todos los sitios serios a los que voy digo siempre: "Vengo de parte del señor Llovet." Sólo un día advertí una expresión tan hostil en el ambiente que, antes de haberme acomodado en mi asiento, me incorporé y dije, volviendo la espalda: «Me voy de parte del señor Llovet.»

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