Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel
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EL CUARTO DE LA CRIADA

La catedral y el niño, Eduardo Blanco Amor, p. 378
Raspé una cerilla y encendí el velón del cuarto de Blandina. Todavía se consideraba como lujo superfluo el llevar la luz eléctrica al cuarto de las criadas. Era una amplia habitación en el ante desván, con una ventana aguardillada. Los muebles eran desiguales, pero de muy buena factura, pues habían ido a parar allí, desde otras habitaciones de la casa, llevados por el reflujo de circunstancias y modas. Lo más sorprendente de la habitación era la cama monumental en que dormía Blandina: un armatoste régence, de interpretación portuguesa, con la laca del testero chamuscada, y quemada en otras partes. Provenía de un incendio en casa de mis abuelos, del que yo había oído hablar cuando chico. También estaba allí un gran retrato de mi abuela paterna, de muy buen pincel. Aparecía en él un tanto excesiva de carnes, con un mirar provocativo, de mujer de rompe y rasga, y mucho abultamiento de senos asomados al escote; razones por las cuales, sin duda, había ido a parar al desván de donde lo rescató Blandina para ornato de su habitación, junto con aquel monstruoso barómetro de bronce, coronado por una Fama trompetaria, de varios kilos de peso, procedente de una Exposición de París, y un álbum enorme de fotografías europeas, del mismo origen, forrado en peluche verde, con cantoneras de nácar calado, que, cuando se abría, dejaba oír una tanda de valses. Contrastando con  aquellos lujosos enseres, la pared de aliado de la cama aparecía cubierta de cromos devotos: Sagrados Corazones, Purísimas y Vírgenes de toda denominación, presididas por Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, llena de brinquillos, como un icono, y una gran cantidad de papelería, fijada con engrudo, conteniendo bulas de Cruzada y de Abstinencia y rescriptos de san Antonio de Padua, con su tipografía entrecruzada y misteriosa, como documentos cabalísticos. Las ropas de la cama no correspondían a aquella especie de palestra matrimonial y quedaban cortas, por la cual se veía, debajo de ella, un solemne bacín, como para servicios episcopales, inmensísimo, con algunas desportilladuras en su decoración aguirnaldada de rosas de gamas vivas. Colgada sobre la cabecera había una pila de agua bendita con lamparilla de mariposa, encendida, y una rama de olivo, también bendita, metida en el líquido.

Al otro extremo de la habitación, estaba el camastro que habían armado para mí: un antiguo catre de viaje sobre el que echaron dos grandes colchones que derretían su exceso colgando a ambos lados. Frente a él, impúdico, lucía su loza blanca un pequeño orinal, de niño.

LA TIA PEPITA

La catedral y el niño, Eduardo Blanco Amor, p. 50
El avispero de las tías estaba siniestramente alborotado. Después del réspice de mi padre, Pepita adoptó una actitud de silencioso encono. Su flato habitual vino a aguzarse en tremolados gases que la tenían sacudida horas enteras, sin decir palabra, aderezándose tisanas de tila y manzanilla, y bizmándose las sienes con rodajas de patata o con lunarones de hule negro, untados en diaquilón.
La tía Pepita era un extraño ser que, en la mocedad, había disfrutado de una belleza de rostro, un tanto provocativa, y de una abundante disposición de las carnes que gustaba a los varones. Mas, a pesar de su apariencia maciza, había denotado, desde joven, cierta flojera de salud, de no muy claro origen, que daba, además, de sí, temporadas de ocena de muy fastidiosa conllevancia. Esto la fue haciendo recelosa e insegura de sus reales valores como hembra, que veía diezmados por aquellas penosas y emanantes molestias que, aun cuando temporarias, la alejaban de toda relación consecuente, capaz de llegar a términos definitivos por los caminos del estado civil. Con todo ello, se había ido recociendo en su cálida morenez, privada de hombre, aunque bien pudo haberlos tenido; pero su austera honestidad provincial y su intransigente moral religiosa la habían hecho soslayar aquellos internos repelones de la carne hacia los derivativos del culto, de los novelones, de los fugaces noviazgos de balcón o de las calcinantes ensoñaciones solitarias a cuenta de las intrigas de alcoba que escuchaba, como quien no quiere la cosa, pero, en el fondo, ardiendo de curiosidad, de labios de las cinteras, corredoras y modistas que todo lo sabían y que, en cierto modo, la tenían por involuntaria confidente e indirecta consejera para sus tratos y discretísimas tercerías.
-¿Y usted, que haría en tal caso, doña Pepita?
-Una es quien es y haría lo que haría. Pero tratándose de esa perdidona, ¿qué importa uno más?
-¡Dios bendiga ese discernimiento!
-Expedí una opinión, no di un consejo ...

Todas estas idas y vueltas del carácter, las contradicciones entre los fuegos del temperamento y lo frígido de las apariencias; las ansias frustradas, las ternuras sin destino, las pobladas  soledades y las sofocadas pasiones del ánimo, habíanla llevado a aquellos términos de flatulencia y nerviosidad; y no pudiendo desenfrenar aquella carne por los cauces normales, la puerilizaba en una artificiosa inmadurez, con lo cual vino a quedarse, entre abobada del cuerpo y aniñada del alma, en esa zona donde lo cursi se realiza como una falsa imagen de la vida que el cursi va creándose para no sucumbir ante los bárbaros embates y los rudos mandatos del mundo y del deseo.

CURAS DE COLEGIO

La catedral y el niño, Eduardo Blanco Amor, p. 290
En medio del bloque de tedio y desazón en que viví los cuatro años que siguieron, quietos, transparentes, iguales, como enormes masas de cristal, asoman aquí y allá, como moviéndose con vida propia en la aplastante rutina de la vida escolar, unos cuantos sucesos y figuras luchando por sobrevivir en el recuerdo. El padre Galiano, por ejemplo, muy joven, pálido como la cera, con sus ojos negrísimos, cuyo hermoso mirar alternaba entre la violencia y el miedo, que permanecía largos ratos improvisando en el armonio del oratorio chico u observando, muy detenidamente, una flor o un insecto. Los otros frailes no le querían bien, a pesar de que era el mejor de ellos. Sus clases de historia natural parecían hermosos relatos poéticos, y sus ejecuciones en el armonio nos hacían rezar con verdadera unción. Pero los frailes no le querían. Le hablaban con una frialdad distante y no se permitían con él las chanzas, mamolas y arrimones que los más jóvenes cambiaban entre sí, con aquel casto exceso de fuerzas que andaba siempre rezumándole por los rosados cachetes y cosquilleándole en los músculos. El padre Galiano era el único que nos acariciaba las mejillas. A veces tenía desvanecimientos que nos asustaban mucho. Casi siempre le daban al estar tocando el órgano, en la iglesia. Se dejaba caer suavemente, con la frente apoyada en el tablero de los registros. Cuando estábamos allí los cantores, ensayando con él misas, motetes y villancicos, lo auxiliábamos en seguida sin dar cuenta a nadie, pues sus desmayos solían ser muy pasajeros, volviendo pronto en sí y mirándonos sonriente y dulce, como pidiéndonos perdón por haberse dormido. Mas alguna vez le sobrevenían en medio de la función religiosa; y desde el coro de la capilla o desde abajo, cuando tocaba solo, advertíamos el accidente por un acorde, prolongado más de la cuenta, que se iba extinguiendo hasta cesar, terminando en un par de notas desafinadas o en una sola, como una queja ridícula o como un balido. Cuando tal sucedía, un relámpago de ceños pasaba por la comunidad y el organista sustituto, un hombrón montañés, gran jugador de pelota, saltaba, como un mono, sobre teclado y empezaba a alborotar con una de aquellas melopeas amazurcadas, escritas para las comunidades industriales por otros clérigos igualmente horros de gusto y de fe. Luego veíamos cómo se llevaban al padre Galiano dos legos, algunas veces apoyado en ellos, por su pie, y otras en vilo, con los ojos cerrados y los brazos bamboleantes, como un herido mortal. Mas esto le sucedía muy pocas veces y estaba sobradamente compensado por las infinitas que nos hacía gozar, soñar y creer con sus serenas melodías. 

CURRILLEIRAS

La catedral y el niño, Eduardo Blanco Amor, p. 62
Volvió Joaquina, esta vez con un espanto real abriéndole las enmohecidas fauces, para anunciarnos que acababan de entrar nada menos que las Fuchicas. Mamá frunció el ceño con severidad. Eran las Fuchicas dos hermanas beatísimas, sin edad reconocible, con manto negro en toda época, que vivían de la dulcería privada y de corretear secretamente prendas y alhajas de las viejas familias de Auria venidas a menos. Estas prendas iban a engrosar los ajuares y galas domésticas de los soberbios tenderos maragatos que formaran una asoladora emigración interior hacia los mediados del siglo anterior, invadiendo las provincias limítrofes, y que habían acabado por constituir la nueva «aristocracia» con dineros cazados en las trampas de las escrituras de hipoteca, en los pellejos de aceite, o en los productos del país, acaparados por ellos para la exportación.

Estas Fuchicas, a quienes los rapaces llamaban «castellanas rabudas», pertenecían al escasísimo maragatería pobre y habían llegado a la sombra de un hermano, cabo de carabineros, destinado a Auria, hacía más de treinta años. Murió el tal hermano y ellas quedaron allí, tal como vinieran, aferradas a su dura prosodia y a sus hábitos de pueblo estepario y cigüeñero, sin que la ternura y el humor del medio adoptivo las hubiese calado en lo más mínimo. Eran, cada una por su estilo, físicamente pavorosas, tanto la flaca con su abrujado perfil de cuento de niños, su pelo ralo y polvoriento asomando bajo el peluquín, colocado en los altos de la cabeza con una flojedad de toca, y sus largos miembros lentos de araña; como la gorda, con su abacial belfo pendiente y violeta, como un pedazo de hígado puesto al sereno, su gran seno fofo y sus ojos bociudos y saltones. Eran las correveidile de la ciudad, y el extremoso ensañamiento con que declaraban sus chismorrerías participaba de la exageración caricaturesca de sus facciones. La flaca daba sus nuevas con un ríspido asco hacia la humanidad condenada, perdida, sin remedio posible, y la gorda con una compunción aconsejadora y resabiadísima, más peligrosa en sus ungüentos verbales que la otra con sus bíblicos aspavientos. Tan a lo serio tomaban su misión que cuando alguien se les anticipaba en el conocimiento y difusión de una intriga -por ejemplo, la Vendolla, famosa alcahueta, o Andrea, la partera de las madres que no querían serlo- caían enfermas: la flaca con fiebres y la gorda con disnea. Y, además, como represalia, tomaban la defensa de los ofendidos por el rumor. Y esto, que parece tan inverosímil como sus caras, es tan verdad como su horrible contraste en un mundo soñado de meigas y adefesios. Su celo insomne las tenía noches enteras colgadas e inmóviles, como murciélagos, bajo el alero de su tabuco, en el más alto saledizo de una casa de paja barro, de paredes abarrigadas y ruinosas, allá en la plazuela de los Cueros, espiando, entre postigos, la vida de los nuevos vecinos o adivinando, al pasar por los círculos de luz mugrienta de los farolones de petróleo, la silueta de los hombres que venían del lado de la Herrería, de las casas de perdición, irreconocibles para quien no fuese ellas, bajo las capas o tras el alzado cuello y espeso guateado de las zamarras; y era fama que habían comprado en el chamaril de la Filleira un viejo catalejo de la Marina, capaz de meter las ventanas más distantes en su guardilla.

INCIPIT 924. LA CATEDRAL Y EL NIÑO / EDUARDO BLANCO AMOR

La catedral, como casi todas, estaba en medio de la ciudad, y era, también como las demás, un inmenso navío entre pequeñas embarcaciones movedizas, un gran señor entre vasallos oscuros, un príncipe de la Iglesia entre la turba polvorienta de los fieles arrodillados ...
Su cuerpo subía propagándose en el aire, sin una duda, tan seguro en su vertical soberbia, con los contrafuertes tan adheridos a su tronco de granito, como si en vez de apoyarse en ellos fuesen excrecencias rezumadas de su inmenso poder. No era una catedral cuajada en el gesto primario de una expresión unánime, naciendo y muriendo en el suelo del mundo,  después de haberse consentido apenas una aérea evasión de bóvedas y arcos de medio punto, destinados a probar la energía ascensional de la idea divina para humillarse de nuevo sobre la osamenta del planeta.

Ni era divagatoria y silogística, afirmando la fe por lo absurdo con una dialéctica de ojivas, empeñada en alcanzar a Dios mediante el rítmico escalonamiento de unas razones de piedra.

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