Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel
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GARCIA MARQUEZ


Los lenguajes de la verdad, Salman Rushdie, p. 178

Abrí el libro allí mismo, en la librería, esperando, sinceramente, encontrarme con un tedio insufrible, y por primera vez leí, y me pareció escuchar, esas palabras ya mundialmente famosas:

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macando era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.

En la primera página, debajo de los datos biográficos del autor, escribí la fecha en que compré el libro, y por eso estoy seguro de que fue el 13 de marzo de 1975, el mismo mes en que se publicó mi novela. Todavía conservo ese ejemplar, aunque desde entonces he comprado otros muchos, para mí y para regalar, porque lo que me ocurrió a mí aquel día les sucedió a millones de personas al leer esas palabras. Me enamoré perdidamente, y ese amor ya hace más de cuarenta años que dura, sin mengua. Aquellos campesinos eran todo menos miserables, y el título de la sobrecubierta, que al principio me había parecido tan inhóspito, ahora era como una promesa de prolongados deleites, promesa que las páginas siguientes cumplirían ampliamente.

Yo no sabía casi nada del mundo literario latinoamericano en el que acababa de entrar, ni de la realidad de la que surgía. En el momento de nuestro primer encuentro, no me importó. Reaccioné con la simple franqueza, la feliz inocencia del lector abrumado e iluminado por la belleza y la comicidad del texto:

Los niños habían de recordar por el resto de su vida la augusta solemnidad con que su padre se sentó a la cabecera de la mesa, temblando de fiebre, devastado por la prolongada vigilia y por el encono de su imaginación, y les reveló su descubrimiento:

-La tierra es redonda como una naranja.

Úrsula perdió la paciencia.

-¡Si has de volverte loco, vuélvete tú solo! -gritó-. Pero no trates de inculcar a los niños tus ideas de gitano.


DE MACONDO


Gabriel García Márquez: Historia de un deicidio, Mario Vargas Llosa, p. 203

Del mismo modo que su vida personal y la vida de su comunidad, la vida cultural de su país ejerce sobre él un cierto condicionamiento -una invisible presión para que oriente su vocación en un sentido dado-, que podrá serle muy útil, si es capaz de utilizar esa tradición como un punto de partida, para ir más adelante, vitalizando o renovando las estructuras ideológicas, míticas y lingüísticas de su mundo, o que, al contrario, podrá ser para él un lastre, un freno que lo reducirá al papel del repetidor o del epígono si no tiene el genio necesario (la energía, la paciencia, la terquedad) para romper la coacción cultural del propio medio. En este último caso, pertenecer a un mundo civilizado es una grave desventaja: la rica tradición cultural propia es, también, una mole que sofoca la originalidad, que modera la ambición, que amortigua y mata lo esencial de la vocación de un deicida: la rebeldía contra la realidad. Una rica tradición literaria puede canalizar esta rebeldía, enrumbándola por las formas ya establecidas en el pasado, en las que se mecanizará y desvanecerá. Para el suplantador del Dios bárbaro, al principio, la falta de tradición cultural traerá sólo desventajas. Tener que inventarse, librado a sus propias fuerzas, una cantera de la cual extraer los materiales literarios e ideológicos útiles para su vocación es una empresa difícil y penosa, en la que, a cada paso, corre el riesgo de extraviarse. Sin una tradición propia, el bárbaro no tiene más remedio que sentirse dueño de la cultura universal. A muchos, esta infinita posibilidad los reduce a caricaturas. Es decir a mimos, a ventrílocuos de ideas y de formas heterogéneas, no integradas a las experiencias personales e históricas que nutren su vocación, y, por lo tanto, no funcionales como material de trabajo. De ahí esas ficciones en las que escritura, estructura y asunto son forzadas yuxtaposiciones, elementos alérgicos uno al otro, amalgamas absurdas en las que, en vez de una visión integradora, existen varias, desintegradoras de la unidad de la ficción. El deicida bárbaro corre el riesgo -como los hombres de Macondo- de descubrir a cada rato la pólvora. Sin el soporte de una tradición viviente y universal, sus ficciones pueden ser vehículos de mistificaciones, falsificaciones o errores que la inteligencia y el conocimiento humano ya superaron, o meros anacronismos. Si el peso de una sólida tradición cultural puede reducir al civilizado a la condición de epígono, una tradición pobre o nula fomenta la improvisación, la indisciplina mental, la estúpida arrogancia que da la semicultura, la chabacanería y el espíritu provinciano.


EL ABUELO DE GG MARQUEZ


García Márquez: historia de un deicidio, p.34

Entre el abuelo y el nieto parece haber existido, más que afecto, una total complicidad. García Márquez lo recuerda con deslumbramiento: «Él, en alguna ocasión, tuvo que matar a un hombre, siendo muy joven. Él vivía en un pueblo y parece que había alguien que lo molestaba mucho y lo desafiaba, pero él no le hacía caso, hasta que llegó a ser tan difícil su situación que, sencillamente, le pegó un tiro. Parece que el pueblo estaba tan de acuerdo con lo que hizo que uno de los hermanos del muerto durmió atravesado, esa noche, en la puerta de la casa, ante el cuarto de mi abuelo, para evitar que la familia del difunto viniera a vengarlo. Entonces mi abuelo, que ya no podía soportar la amenaza que existía contra él en ese pueblo, se fue a otra parte; es decir, no se fue a otro pueblo: se fue lejos con su familia y fundó un pueblo». En Cien años de soledad, la fundación de Macondo es el resultado de un episodio semejante. José Arcadio Buendía, el fundador de la estirpe, mata a Prudencio Aguilar, y el cadáver de la víctima lo hostiga con sus apariciones hasta que José Arcadio cruza la Cordillera con veintiún compañeros y funda Macondo: «Sí, se fue y fundó un pueblo, y lo que yo más recuerdo de mi abuelo es que siempre me decía: "Tú no sabes lo que pesa un muerto". Hay otra cosa que no olvido jamás, que creo que tiene mucho que ver conmigo como escritor, y es que una noche que me llevó al circo y vimos un dromedario, al regreso, cuando llegamos a la casa, abrió un diccionario y me dijo: "Éste es el dromedario, ésta es la diferencia entre el dromedario y el elefante, ésta es la diferencia entre el dromedario y el camello"; en fin, me dio una clase de zoología. De esa manera ya me acostumbré a usar el diccionario». El abuelo era tuerto y hablaba incansablemente de su jefe durante la guerra de los mil días, el líder liberal Uribe Uribe. Don Nicolás y Uribe son el modelo de toda una genealogía en el mundo ficticio de García Márquez: los coroneles. El abuelo murió cuando García Márquez tenía ocho años: «Desde entonces no me ha pasado nada interesante», asegura él y, desde el punto de vista de sus demonios, ésta es, en comparación con otras, una moderada exageración.


BASILISCO


García Márquez: historia de un deicidio, p.21

García Márquez recuerda a su abuela, ordenando cada mañana a las sirvientas: «Hagan carne y pescado porque nunca se sabe qué le gusta a la gente que llega». Y había además una tía dotada de cualidades sorprendentes: «Hay otro episodio que recuerdo y que da muy bien el clima que se vivía en esta casa. Yo tenía una tía ... Era una mujer muy activa; estaba todo el día haciendo cosas en esa casa y una vez se sentó a tejer una mortaja; entonces yo le pregunté: "¿Por qué estás haciendo una mortaja?". "Hijo, porque me voy a morir", respondió. Tejió su mortaja y cuando la terminó se acostó y se murió. Y la amortajaron con su mortaja. Era una mujer muy rara. Es la protagonista de otra historia extraña: una vez estaba bordando en el corredor cuando llegó una muchacha con un huevo de gallina muy peculiar, un huevo de gallina que tenía una protuberancia. No sé por qué esta casa era una especie de consultorio de todos los misterios del pueblo. Cada vez que había algo que nadie entendía, iban a la casa y preguntaban y, generalmente, esta señora, esta tía, tenía siempre la respuesta. A mí lo que me encantaba era la naturalidad con que resolvía estas cosas. Volviendo a la muchacha del huevo le dijo: "Mire usted, ¿por qué este huevo tiene una protuberancia?". Entonces ella la miró y dijo: "Ah, porque es un huevo de basilisco. Prendan una hoguera en el patio". Prendieron la hoguera y quemaron el huevo con gran naturalidad. Esa naturalidad creo que me dio a mí la clave de Cien años de soledad, donde se cuentan las cosas más espantosas, las cosas más extraordinarias con la misma cara de palo con que esta tía dijo que quemaran en el patio un huevo de basilisco, que jamás supe lo que era».


LA PILDORITA AZUL


García Márquez: Historia de un deicidio, Vargas Llosa, p. 16

García Márquez evoca así ese episodio: «Llegó un momento en que toda esa gente empezó a tomar conciencia, conciencia gremial. Los obreros comenzaron por pedir cosas elementales porque los servicios médicos se reducían a darles una pildorita azul a todo el que llegara con cualquier enfermedad. Los ponían en fila y una enfermera les metía, a todos, una pildorita azul en la boca ... Y llegó a ser esto tan crítico y tan cotidiano, que los niños hacían cola frente al dispensario, les metían su pildorita azul, y , ellos se las sacaban y se las llevaban para marcar con ellas los números en la lotería. Llegó el momento en que por esto se pidió que se mejoraran los servicios médicos, que se pusieran letrinas en los campamentos de los trabajadores porque todo lo que tenían era un excusado portátil, por cada cincuenta personas, que cambiaban cada Navidad ... Había otra cosa también: los barcos de la compañía bananera llegaban a Santa Marta, embarcaban banano y lo llevaban a Nueva Orleans; pero al regreso venían desocupados. Entonces la compañía no encontraba cómo financiar los viajes de regreso. Lo que hicieron, sencillamente, fue traer mercancía para los comisariatos de la compañía bananera y donde sólo vendían lo que la compañía traía en sus barcos. Los trabajadores pedían que les pagaran en dinero y no en bonos para comprar en los comisariatos. Hicieron una huelga y paralizaron todo y, en vez de arreglarlo, el gobierno lo que hizo fue mandar el ejército. Los concentraron en la estación del ferrocarril, porque se suponía que iba a venir un ministro a arreglar la cosa, y lo que pasó fue que el ejército rodeó a los trabajadores en la estación y les dieron cinco minutos para retirarse. No se retiró nadie y los masacraron». La cita no sólo documenta el origen histórico de un episodio de Cien años de soledad; además, revela algo sobre la personalidad del autor: su memoria tiende a retener los hechos pintorescos de la realidad. Las anécdotas de la «pildorita azul» y de la «letrina portátil» no atenúan las implicaciones morales y políticas del drama social a que aluden, aunque seguramente hay en ellas exageración. Al contrario: lo fijan en hechos que, por su carácter inusitado y su cruel comicidad, le dan un relieve todavía mayor.



TIRANOS


El escándalo del siglo, GG Márquez, p. 285
Sin embargo, mi experiencia de escritor más difícil fue la preparación de El otoño del patriarca. Durante casi diez años leí todo lo que me fue posible sobre los dictadores de América Latina, y en especial del Caribe, con el propósito de que el libro que pensaba escribir se pareciera lo menos posible a la realidad. Cada paso era una desilusión. La intuición de Juan Vicente Gómez era mucho más penetrante que una verdadera facultad adivinatoria. El doctor Duvalier, en Haití, había hecho exterminar los perros negros en el país porque uno de sus enemigos, tratando de escapar de la persecución del tirano, se había escabullido de su condición humana y se había convertido en perro negro. El doctor Francia, cuyo prestigio de filósofo era tan extenso que mereció un estudio de Carlyle, cerró a la República del Paraguay como si fuera una casa, y sólo dejó abierta una ventana para que entrara el correo. Antonio López de Santa Anna enterró su propia pierna en funerales espléndidos. La mano cortada de Lope de Aguirre navegó río abajo durante varios días, y quienes la veían pasar se estremecían de horror, pensando que aun en aquel estado aquella mano asesina podía blandir un puñal. Anastasia Somoza García, en Nicaragua, tenía en el patio de su casa un jardín zoológico con jaulas de dos compartimientos: en uno, estaban las fieras, y en el otro, separado apenas por una reja de hierro, estaban encerrados sus enemigos políticos. Martínez, el dictador teósofo de El Salvador, hizo forrar con papel rojo todo el alumbrado público del país, para combatir una epidemia de sarampión, y había inventado un péndulo que ponía sobre los alimentos antes de comer, para averiguar si no estaban envenenados. La estatua de Morazán que aún existe en Tegucigalpa es en realidad del mariscal Ney: la comisión oficial que viajó a Londres a buscarla resolvió que era más barato comprar esa estatua olvidada en un depósito, que mandar hacer una auténtica de Morazán.
En síntesis, los escritores de América Latina y el Caribe tenemos que reconocer, con la mano en el corazón, que la realidad es mejor escritor que nosotros. Nuestro destino, y tal vez nuestra gloria, es tratar de imitarla con humildad, y lo mejor que nos sea posible.

DE LA REALIDAD


El escándalo del siglo, GG Márquez, p. 282
ALGO MÁS SOBRE LITERATURA Y REALIDAD
Un problema muy serio que nuestra realidad desmesurada plantea a la literatura es el de la insuficiencia de las palabras. Cuando nosotros hablamos de un río, lo más lejos que puede llegar un lector europeo es a imaginarse algo tan grande como el Danubio, que tiene 2. 790 kilómetros. Es dificil que se imagine, si no se le describe, la realidad del Amazonas, que tiene 5.500 kilómetros de longitud. Frente a Belén del Pará no se alcanza a ver la otra orilla, y es más ancho que el mar Báltico. Cuando nosotros escribimos la palabra «tempestad», los europeos piensan en relámpagos y truenos, pero no es facil que estén concibiendo el mismo fenómeno que nosotros queremos representar. Lo mismo ocurre, por ejemplo, con la palabra «lluvia”. En la cordillera de los Andes, según la descripción que hizo para los franceses otro francés llamado Javier Marimier, hay tempestades que pueden durar hasta cinco meses. “Quienes no  hayan visto esas tormentas -dice-, no podrán formarse una idea de la violencia con que se desarrollan. Durante horas enteras los relámpagos se suceden rápidamente a manera de cascadas de sangre y la atmósfera tiembla bajo la sacudida continua de los truenos, cuyos estampidos repercuten en la inmensidad de la montaña.” La descripción está muy lejos de ser una obra maestra, pero bastaría para estremecer de horror al europeo menos crédulo.
De modo que sería necesario crear todo un sistema de palabras nuevas para el tamaño de nuestra realidad. Los ejemplos de esa necesidad son interminables. E W. Up de Graff, un explorador holandés que recorrió el alto Amazonas a principios de siglo, dice que encontró un arroyo de agua hirviendo donde se hacían huevos duros en cinco minutos, y que había pasado por una región donde no se podia hablar en voz alta porque se desataban aguaceros torrenciales. En algún lugar de la costa caribe de Colombia, yo vi a un hombre rezar una oración secreta frente a una vaca que tenía gusanos en la oreja, y vi caer los gusanos muertos mientras transcurría la oración. Aquel hombre aseguraba que podia hacer la misma cura a distancia, siempre que le hicieran la descripción del animal y le indicaran el lugar en que se encontraba. El 8 de mayo de 1902, el volcán Mont Pelée, en la isla Martinica, destruyó en pocos minutos el puerto de Saint-Pierre y mató y sepultó en lava a la totalidad de sus 30.000 habitantes. Salvo uno: Ludger Sylvaris, el único preso de la población, que fue protegido por la estructura invulnerable de la celda individual que le habían construido para que no pudiera escapar.

DE LA GUERRA CIVIL


El escándalo del sigo, GG Márquez, p. 281
La historia que más me ha impresionado en mi vida, la más brutal y al mismo tiempo la más humana, se la contaron a Ricardo Muñoz Suay en 1947, cuando estaba preso en la cárcel de Ocaña, provincia de Toledo, España. Es la historia real de un prisionero republicano que fue fusilado en los primeros días de la guerra civil en la prisión de Ávila. El pelotón de fusilamiento lo sacó de su celda en un amanecer glacial, y todos tuvieron que atravesar a pie un campo nevado para llegar al sitio de la ejecución. Los guardias civiles estaban bien protegidos del frío con capas, guantes y tricornios, pero aun así tiritaban a través del yermo helado. El pobre prisionero, que sólo llevaba una chaqueta de lana deshilachada, no hacía más que frotarse el cuerpo casi petrificado, mientras se lamentaba en voz alta del frío mortal. A un cierto momento, el comandante del pelotón, exasperado con los lamentos, le gritó:
-Coño, acaba ya de hacerte el mártir con el cabrón frío. Piensa en nosotros, que tenemos que regresar.

AGUA


El escándalo del sigo, GG Márquez, p. 211
COMO ÁNIMAS EN PENA
Hace ya muchos años que oí contar por primera vez la historia del viejo jardinero que se suicidó en Finca Vigía, la hermosa casa entre grandes árboles, en un suburbio de La Habana, donde pasaba la mayor parte de su tiempo el escritor Ernest Hemingway. Desde entonces la seguí oyendo muchas veces en numerosas versiones. Según la más corriente, el jardinero tomó la determinación extrema después de que el escritor decidió licenciarlo, porque se empeñaba en podar los árboles contra su voluntad. Se esperaba que en sus memorias, si las escribía, o en uno cualquiera de sus escritos póstumos, Hemingway contara la versión real. Pero, al parecer, no lo hizo.
Todas las variaciones coinciden en que el jardinero, que lo había sido desde antes de que el escritor comprara la casa, desapareció de pronto sin explicación alguna. Al cabo de cuatro días, por las señales inequívocas de las aves de rapiña, descubrieron el cadáver en el fondo de un pozo artificial que abastecía de agua potable a Hemingway y a su esposa de entonces, la bella Martha Gelhorm. Sin embargo, el escritor cubano Norberto Fuentes, que ha hecho un escrutinio minucioso de la vida de Hemingway en La Habana, publicó hace poco otra versión diferente y tal vez mejor fundada de aquella muerte tan controvertida. Se la contó el antiguo mayordomo de la casa, y de acuerdo con ella, el pozo del muerto no suministraba agua para beber, sino para nadar en la piscina. Y a ésta, según contó el mayordomo, le echaban con frecuencia pastillas desinfectantes, aunque tal vez no tantas para desinfectarla de un muerto entero. En todo caso, la última versión desmiente la más antigua, que era también la más literaria, y según la cual los esposos Hemingway habían tomado el agua del ahogado durante tres días. Dicen que el escritor había dicho: “La única diferencia que notamos era que el agua se había vuelto más dulce”.

CUBA


El escándalo del sigo, GG Márquez, p. 211
Antes del mediodía aterrizamos entre las mansiones babilónicas de los ricos más ricos de La Habana: en el aeropuerto de Campo Columbia, luego bautizado con el nombre de Ciudad Libertad, la antigua fortaleza batistiana donde pocos días antes había acampado Camilo Cienfuegos con su columna de guajiros atónitos. La primera impresión fue más bien de comedia, pues salieron a recibirnos los miembros de la antigua aviación militar que a última hora se habían pasado a la Revolución y estaban concentrados en sus cuarteles mientras la barba les crecía bastante para parecer revolucionarios antiguos.
Para quienes habíamos vivido en Caracas todo el año anterior, no era una novedad la atmósfera febril y el desorden creador de La Habana a principios de 1959. Pero había una diferencia: en Venezuela una insurrección urbana promovida por una alianza de partidos antagónicos, y con el apoyo de un sector amplio de las Fuerzas Armadas, había derribado a una camarilla despótica, mientras en Cuba había sido una avalancha rural la que había derrotado, en una guerra larga y difícil, a unas Fuerzas Armadas a sueldo que cumplían las funciones de un ejército de ocupación. Era una distinción de fondo, que tal vez contribuyó a definir el futuro divergente de los dos países, y que en aquel espléndido mediodía de enero se notaba a primera vista.

BORGES


El escándalo del siglo, GGMárquez
Todos los años, por estos días, un fantasma inquieta a los escritores grandes: el Premio Nobel de Literatura. Jorge Luis Borges, que es uno de los más grandes y también uno de los candídatos más asiduos, protestó alguna vez en una entrevista de prensa por los dos meses de ansiedad a que lo someten los augures. Es inevitable: Borges es el escritor de más altos  méritos artísticos en lengua castellana, y no pueden pretender que lo excluyan, sólo por piedad, de los pronósticos anuales. Lo malo es que el resultado final no depende del derecho propio del candidato, y ni siquiera de la justicia de los dioses, sino de la voluntad inescrutable de los miembros de la Academia Sueca.
La versión más corriente entre escritores y críticos es que los académicos suecos se ponen de acuerdo en mayo, cuando se empieza a fundir la nieve, y estudian la obra de los pocos finalistas durante el calor del verano. En octubre, todavía tostados por los soles del sur, emiten su veredicto. Otra versión pretende que Jorge Luis Borges era ya el elegido en mayo de 197 6, pero no lo fue en la votación final de noviembre. En realidad, el premiado de aquel año fue el magnífico y deprimente Saul Bellow, elegido deprisa a última hora, a pesar de que los otros premiados en las dístintas materias eran también norteamericanos.
Lo cierto es que el22 de septiembre de aquel año -un mes antes de la votación-, Borges había hecho algo que no tenía nada que ver con su literatura magistral: visitó en audiencia solemne al general Augusto Pinochet. «Es un honor inmerecido ser recibido por usted, señor presidente», dijo en su desdichado discurso. “En Argentina, Chile y Uruguay se están salvando la libertad y el orden”, prosiguió, sin que nadie se lo preguntara. Y concluyó impasible: “Ello ocurre en un continente anarquizado y socavado por el comunismo”. Era fácil pensar que tantas barbaridades sucesivas sólo eran posibles para tomarle el pelo a Pinochet. Pero los suecos no entienden el sentido del humor porteño. Desde entonces, el nombre de Borges había desaparecido de los pronósticos. Ahora, al cabo de una penitencia injusta, ha vuelto a aparecer, y nada nos gustaría tanto a quienes somos al mismo tiempo sus lectores insaciables y sus adversarios políticos que saberlo por fin liberado de su ansiedad anual.

CARACAS 1958


El escándalo del siglo, GGMárquez, p. 206
La única consigna que se impartió a la población fue que a las doce del día del 23 de enero de 1958 se hiciera sonar el claxon de los automóviles, que se interrumpiera el trabajo y se saliera a la calle a derribar la dictadura. Aun desde la redacción de una revista bien informada, muchos de cuyos miembros estaban comprometidos en la conspiración, aquélla parecía una consigna infantil. Sin embargo, a la hora solicitada, estalló un inmenso clamor de bocinas unánimes, se hizo un embotellamiento descomunal en una ciudad donde ya entonces los embotellamientos del tránsito eran legendarios, y numerosos grupos de universitarios y obreros se echaron a las calles para enfrentarse con piedras y botellas contra las fuerzas del régimen. De los cerros vecinos, tapizados de ranchos de colores que parecían pesebres de Navidad, descendió una arrasadora marabunta de pobres que convirtió a la ciudad entera en un campo de batalla. Al anochecer, en medio de los tiroteos dispersos y los aullidos de las ambulancias, circuló un rumor de alivio por la redacción de los periódicos: la familia de Pérez Jiménez escondida en tanques de guerra se había asilado en una embajada. Poco antes del amanecer se hizo un silencio abrupto en el cielo, y luego estalló un grito de muchedumbres desaforadas y se desataron las campanas de las iglesias y las sirenas de las fabricas y las bocinas de los automóviles, y por todas las ventanas salió un chorro de canciones criollas que se prolongó casi sin pausas durante dos años de falsas ilusiones. Pérez Jiménez se había fugado de su trono de rapiña con sus cómplices más cercanos, y volaba en un avión militar hacia Santo Domingo. El avión había estado desde el mediodía con los motores calientes en el aeropuerto de La Carlota, a pocos kilómetros del palacio presidencial de Miraflores, pero a nadie se le había ocurrido arrimarle una escalerilla cuando llegó el dictador fugitivo acosado de cerca por una patrulla de taxis que no lo alcanzaron por muy pocos minutos. Pérez Jiménez, que parecía un nene grandote con lentes de carey, fue izado a duras penas con una cuerda hasta la cabina del avión, y en la dispendiosa maniobra olvidó en tierra su maletín de mano. Era un maletín ordinario, de cuero negro, donde llevaba el dinero que había ocultado para sus gastos de bolsillo: trece millones de dólares en billetes.
Desde entonces y durante todo el año de 1958, Venezuela fue el país más libre de todo el mundo.

CUBA


El escándalo del siglo, GGMárquez, p. 232
En La Habana, la fiesta estaba en su apogeo. Había mujeres espléndidas que cantaban en los balcones, pájaros luminosos en el mar, música por todas partes, pero en el fondo del júbilo se sentía el conflicto creador de un modo de vivir ya condenado para siempre, que pugnaba por prevalecer contra otro modo de vivir distinto, todavía ingenuo, pero inspirado y demoledor. La ciudad seguía siendo un santuario de placer, con máquinas de lotería hasta en las farmacias y automóviles de aluminio demasiado grandes para las esquinas coloniales, pero el aspecto y la conducta de la gente estaba cambiando de un modo brutal. Todos los sedimentos del subsuelo social habían salido a flote, y una erupción de lava humana, densa y humeante, se esparcía sin control por los vericuetos de la ciudad liberada, y contaminaba de un vértigo multitudinario hasta sus últimos resquicios. Lo más notable era la naturalidad con que los pobres se habían sentado en las sillas de los ricos en los lugares públicos. Habían invadido los vestíbulos de los hoteles de lujo, comían con los dedos en las terrazas de las cafeterías del Vedado, y se cocinaban al sol en las piscinas de aguas de colores luminosos de los antiguos clubes exclusivos de Siboney. El cancerbero rubio del Hotel Habana Hilton, que empezaba a llamarse Habana Libre, había sido reemplazado por milicianos serviciales que se pasaban el dia convenciendo a los campesinos de que podían entrar sin temor, enseñándoles que había una puerta de ingreso y otra de salida, y que no se corría ningún riesgo de tisis aunque se entrara sudando en el vestíbulo refrigerado. Un chévere legítimo del Luyanó, retinto y esbelto, con una camisa de mariposas pintadas y zapatos de charol con tacones de bailarín andaluz, había tratado de entrar al revés por la puerta de vidrios giratorios del Hotel Riviera, justo cuando trataba de salir la esposa suculenta y emperifollada de un diplomático europeo. En una ráfaga de pánico instantáneo, el marido que la seguía trató de forzar la puerta en un sentido mientras los milicianos azorados trataban de forzarla desde el exterior en el sentido contrario. La blanca y el negro se quedaron atrapados por una fracción de segundo en la trampa de cristal, comprimidos en el espacio previsto para una sola persona, hasta que la puerta volvió a girar y la mujer corrió confundida y ruborizada, sin esperar siquiera al marido, y se metió en la limusina que la esperaba con la puerta abierta y que arrancó al instante. El negro, sin saber muy bien lo que había pasado, se quedó confundido y trémulo.
-¡Coño! -suspiró-. ¡Olía a flores!

TRANQUILINA IGUARAN, ABUELA DE GARCIA MARQUEZ


El escándalo del siglo, GGMárquez, p. 248
Hablo de esto con tanta propiedad porque mi abuela materna fue el sabio más lúcido que conocí jamás en la ciencia de los presagios. Era una católica de las de antes, de modo que repudiaba como artificios de malas artes todo lo que pretendiera ser adivinación metódica del porvenir. Así fueran las barajas, las líneas de la mano o la evocación de los espíritus. Pero era maestra de sus presagios. La recuerdo en la cocina de nuestra casa grande de Aracataca, vigilando los signos secretos de los panes perfumados que sacaba del horno.
Una vez vio el 09 escrito en los restos de la harina, y removió cielo y tierra hasta encontrar un billete de la lotería con ese número. Perdió. Sin embargo, la semana siguiente se ganó una cafetera de vapor en una rifa, con un boleto que mi abuelo había comprado y olvidado en el bolsillo del saco de la semana anterior. Era el número 09. Mi abuelo tenía diecisiete hijos de los que entonces se llamaban naturales –como si los del matrimonio fueran artificiales-, y mi abuela los tenia como suyos. Estaban dispersos por toda la costa, pero ella hablaba de todos a la hora del desayuno, y daba cuenta de la salud de cada uno y del estado de sus negocios como si mantuviera una correspondencia inmediata y secreta. Era la época tremenda de los telegramas que llegaban a la hora menos pensada y se metían como un viento de pánico en la casa. Pasaba de mano en mano sin que nadie se atreviera a abrirlo, hasta que a alguien se le ocurría la idea providencial de hacerlo abrir por un niño menor, como si la inocencia tuviera la virtud de cambiar la maldad de las malas noticias.
Esto ocurrió una vez en nuestra casa, y los ofuscados adultos decidieron poner el telegrama al rescoldo, sin abrirlo, hasta que llegara mi abuelo. Mi abuela no se inmutó. «Es de Prudencia Iguarán para avisar que viene -dijo-. Anoche soñé que ya estaba en camino.” Cuando mi abuelo volvió a casa no tuvo ni siquiera que abrir el telegrama. Volvió con Prudencia Iguarán, a quien había encontrado por casualidad en la estación del tren, con un traje de pájaros pintados y un enorme ramo de flores, y convencida de que mi abuelo estaba allí por la magia infalible de su telegrama.
La abuela murió de casi cien años sin ganarse la lotería. Se había quedado ciega y en los últimos tiempos desvariaba de tal modo que era imposible seguir el hilo de su razón. Se negaba a desvestirse para dormir mientras la radio estuviera encendida, a pesar de que le explicábamos todas las noches que el locutor no estaba dentro de la casa. Pensó que la engañábamos, porque nunca pudo creer en una máquina diabólica que permitía oír a alguien que estaba hablando en otra ciudad distante.

CIEN AÑOS DE SOLEDAD

El escándalo del sigo, GG Márquez, p. 266
LA POESÍA, AL ALCANCE DE LOS NIÑOS
Un maestro de literatura le advirtió el año pasado a la hija menor de un gran amigo mío que su examen final versaría sobre Cien años de soledad. La chica se asustó, con toda la razón, no sólo porque no había leído el libro, sino porque estaba pendiente de otras materias más graves. Por fortuna, su padre tiene una formación literaria muy seria y un instinto poético como pocos, y la sometió a una preparación tan intensa que, sin duda, llegó al examen mejor armada que su maestro. Sin embargo, éste le hizo una pregunta imprevista: ¿qué significa la letra al revés en el título de Cien años de soledad? Se refería a la edición de Buenos Aires, cuya portada fue hecha por el pintor Vicente Rojo con una letra invertida, porque así se lo indicó su absoluta y soberana inspiración. La chica, por supuesto, no supo qué contestar. Vicente Rojo me dijo cuando se lo conté que tampoco él lo hubiera sabido.
Ese mismo año, mi hijo Gonzalo tuvo que contestar un cuestionario de literatura elaborado en Londres para un examen de admisión. Una de las preguntas pretendía establecer cuál era el símbolo del gallo en El coronel no tiene quien le escriba. Gonzalo, que conoce muy bien el estilo de su casa, no pudo resistir la tentación de tomarle el pelo a aquel sabio remoto, y contestó: «Es el gallo de los huevos de oro». Más tarde supimos que quien obtuvo la mejor nota fue el alumno que contestó, como se lo había enseñado el maestro, que el gallo del coronel era el símbolo de la fuerza popular reprimida. Cuando lo supe me alegré una vez más de mi buena estrella política, pues el final que yo había pensado para ese libro, y que cambié a última hora, era que el coronel le torciera el pescuezo al gallo e hiciera con él una sopa de protesta.
Desde hace años colecciono estas perlas con que los malos maestros de literatura pervierten a los niños. Conozco uno de muy buena fe para quien la abuela desalmada, gorda y voraz, que explota a la cándida Eréndira para cobrarse una deuda es el símbolo del capitalismo insaciable. Un maestro católico enseñaba que la subida al cielo de Remedios la Bella era una transposición poética de la ascensión en cuerpo y alma de la Virgen María. Otro dictó una clase completa sobre Herbert, un personaje de algún cuento mio que le resuelve problemas a todo el mundo y reparte dinero a manos llenas. «Es una hermosa metáfora de Dios», dijo el maestro. Dos críticos de Barcelona me sorprendieron con el descubrimiento de que El otoño del patriarca tenía la misma estructura del tercer concierto de piano de Béla Bartók. Esto me causó una gran alegría por la admiración que le tengo a Béla Bartók, y en especial a ese concierto, pero todavía no he podido entender las analogías de aquellos dos críticos. Un profesor de literatura de la Escuela de Letras de La Habana destinaba muchas horas al análisis de Cien años de soledad y llegaba a la conclusión -halagadora y deprimente al mismo tiempo- de que no ofrecía nínguna solución. Lo cual terminó de convencerme de que la manía interpretativa termina por ser a la larga una nueva forma de ficción que a veces encalla en el disparate.

TIRANOS Y BANDERAS


El escándalo del siglo, Gabriel García Márquez, p. 285
Sin embargo, mi experiencia de escritor más difícil fue la preparación de El otoño del patriarca. Durante casi diez años leí todo lo que me fue posible sobre los dictadores de América Latina, y en especial del Caribe, con el propósito de que el libro que pensaba escribir se pareciera lo menos posible a la realidad. Cada paso era una desilusión. La intuición de Juan Vicente Gómez era mucho más penetrante que una verdadera facultad adivinatoria. El doctor Duvalier, en Haití, había hecho exterminar los perros negros en el país porque uno de sus enemigos, tratando de escapar de la persecución del tirano, se había escabullido de su condición humana y se había convertido en perro negro. El doctor Francia, cuyo prestigio de filósofo era tan extenso que mereció un estudío de Carlyle, cerró a la República del Paraguay como si fuera una casa, y sólo dejó abierta una ventana para que entrara el correo. Antonio López de Santa Anna enterró su propia pierna en funerales espléndidos. La mano cortada de Lope de Aguirre navegó río abajo durante varios días, y quienes la veían pasar se estremecían de horror, pensando que aun en aquel estado aquella mano asesina podía blandir un puñal. Anastasia Somoza García, en Nicaragua, tenía en el patio de su casa un jardín zoológico con jaulas de dos compartimientos: en uno, estaban las fieras, y en el otro, separado apenas por una reja de hierro, estaban encerrados sus enemigos políticos.
Martínez, el dictador teósofo de El Salvador, hizo forrar con papel rojo todo el alumbrado público del país, para combatir una epidemia de sarampión, y había inventado un péndulo que ponía sobre los alimentos antes de comer, para averiguar si no estaban envenenados. La estatua de Morazán que aún existe en Tegucigalpa es en realidad del mariscal Ney: la comisión oficial que viajó a Londres a buscarla resolvió que era más barato comprar esa estatua olvidada en un depósito, que mandar hacer una auténtica de Morazán.
En síntesis, los escritores de América Latina y el Caribe tenemos que reconocer, con la mano en el corazón, que la realidad es mejor escritor que nosotros. Nuestro destino, y tal vez nuestra gloria, es tratar de imitarla con humildad, y lo mejor que nos sea posible.
1 de julio de 1981, El Pals, Madrid

INCIPIT 873. NOTICIA DE UN SECUESTRO / GABRIEL GARCIA MARQUEZ


Antes de entrar en el automóvil miró por encima del hombro para estar segura de que nadie la acechaba. Eran las siete y cinco de la noche en Bogotá. Había oscurecido una hora antes, el Parque Nacional estaba mal iluminado y los árboles sin hojas tenían un perfil fantasmal contra el cielo turbio y triste, pero no había a la vista nada que temer. Maruja se sentó detrás del chofer, a pesar de su rango, porque siempre le pareció el puesto más cómodo. Beatriz subió por la otra puerta y se sentó a su derecha. Tenían casi una hora de retraso en la rutina diaria, y ambas se veían cansadas después de una tarde soporífera con tres reuniones ejecutivas. Sobre todo Maruja, que la noche anterior había tenido fiesta en su casa y no pudo dormir más de tres horas. Estiró las piernas entumecidas, cerró los ojos con la cabeza apoyada en el espaldar, y dio la orden de rutina:
-A la casa, por favor.
Regresaban como todos los días, a veces por una ruta, a veces por otra, tanto por razones de seguridad como por los nudos del tránsito. El Renault 21 era nuevo y confortable, y el chofer lo conducía con un rigor cauteloso. La mejor alternativa de aquella noche fue la avenida Circunvalar hacia el norte.

INCIPIT 872. EL ESCANDALO DEL SIGLO / GABRIEL GARCIA MARQUEZ


EL BARBERO PRESIDENCIAL
En la edición de un periódico de gobierno apareció hace algunos días el retrato del Excmo. Sr. Presidente de la República, Mariano Ospina Pérez, en el acto inaugural del servicio telefónico directo entre Bogotá y Medellín. El jefe del Ejecutivo, serio, preocupado, parece en la gráfica rodeado por diez o quince aparatos telefónicos, que parecen ser la causa de ese aire concentrado y atento del presidente. Creo que ningún objeto da una impresión más clara de hombre atareado, de funcionario entregado por entero a la solución de complicados problemas disímiles, como este rebaño de teléfonos (y pido, entre paréntesis, un aplauso para la metáfora, surrealistamente cursi) que decora la gráfica presidencial. Por el aspecto de quien hace uso de ellos, parece que cada receptor comunicara con uno distinto de los múltiples problemas de estado y que el señor presidente ;e viera precisado a estar durante las doce horas del día tratando de encauzarlos a larga distancia desde su remoto despacho de primer magistrado. Sin embargo, a pesar de esta sensación de hombre incalculablemente ocupado, el señor Ospina Pérez sigue siendo, aun en la fotografía de que me ocupo, un hombre correcto en el vestir, cuidadosamente peinados los hilos de sus nevadas cumbres, suave y liso su mentón afeitado, como un testimonio de la frecuencia con que el señor presidente acude a la íntima y eficaz complicidad del barbero. Y en realidad, es esta la pregunta que me he  formulado al contemplar la última fotografía del mandatario mejor
afeitado de América: ¿Quién es el barbero de palacio?

PLAÑIDERAS


El escándalo del siglo, García Márquez, p. 50
El teatro de las plañideras
Las plañideras no intervienen para dolerse del muerto, sino en homenaje a los visitantes notables. Cuando la concurrencia advierte la presencia de alguien que por su posición económica es considerado en la región como un ciudadano de méritos excepcionales, se notifica a la plañidera de turno. Lo que viene después es un episodio enteramente teatral: las propuestas comerciales se interrumpen, las doncellas suspenden el doblaje del tabaco y sus aspirantes la molienda de café; los hombres que juegan al 9 y las mujeres que atienden los fogones y los ventorrillos se vuelven en silencio, expectantes, hacia el centro del patio, donde la plañidera, con los brazos en alto y el rostro dramáticamente contraído se dispone a llorar. En un largo y asaetado alarido, el recién llegado oye entonces la historia; con sus instantes buenos y sus instantes malos, con sus virtudes y sus defectos, con sus alegrías y sus amarguras; la historia del muerto que se está pudriendo en el rincón, rodeado de cerdos y gallinas, boca arriba sobre dos tablas.
Lo que al atardecer era un alegre y pintoresco mercado, en la madrugada empieza a voltear hacia la tragedia. La artesa ha sido llenada varias veces y varias veces consumido su torcido aguardiente. Entonces se le forman nudos a las conversaciones, al juego y al amor. Nudos apretados, indesatables que romperían para siempre las relaciones de aquella humanidad intoxicada, si en este instante no saliera a flote, con su tremendo poderío la contrariada importancia del muerto. Antes del amanecer alguien recuerda que hay un cadáver dentro de la casa. Y es como si la noticia se divulgara por primera vez, porque entonces se suspenden todas las actividades y un grupo de hombres borrachos y de mujeres fatigadas, espantan los cerdos, las gallinas, ruedan las tablas con el muerto hacia el centro de la habitación, para que rece Pánfilo.
Pánfilo es un hombre gigantesco, arbóreo y un tanto afeminado, que ahora tiene alrededor de cincuenta años y durante treinta ha asistido a todos los velorios de La Sierpe y ha rezado el rosario a todos sus muertos. La virtud de Pánfilo, lo que lo ha hecho preferible a todos los rezadores de la región, es que el rosario que él dice, sus misterios y sus oraciones, son inventados por él mismo en un original y enrevesado aprovechamiento de la literatura católica y las supersticiones de La Sierpe. Su rosario total, bautizado por Pánfilo, se llama “Oración a nuestro Señor de todos los poderíos”.

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