Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel
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1.182. KLARA Y EL SOL / KAZUO ISHIGURO


Cuando Rosa y yo éramos nuevas, nos colocaron en la parte central de la tienda, en el lado de la mesa de las revistas, y eso nos permitía tener vistas a través de algo más de la mitad del escaparate. De modo que veíamos el exterior: los empleados de las oficinas siempre con prisas, los taxis, los corredores, los turistas, Mendigo y su perro, la parte inferior del Edificio RPO. Cuando ya llevábamos cierto tiempo en la tienda, Gerente nos permitía acercarnos a la parte delantera, justo detrás del escaparate, y desde allí podíamos ver lo alto que era el Edificio RPO. Y si estábamos allí en el momento adecuado, podíamos ver cómo se desplazaba el Sol desde los tejados de los edificios de nuestro lado de la calle hacia la acera del Edificio RPO.

Cuando tenía la suerte de poder verlo así, echaba la cara hacia delante para absorber toda la energía posible, y si Rosa estaba a mi lado, le decía que hiciera lo mismo. Pasados uno o dos minutos, teníamos que regresar a nuestros puestos, y en la época en que éramos nuevas eso nos inquietaba, porque desde la parte central de la tienda a menudo no alcanzábamos a ver el Sol y eso significaba que cada vez estaríamos más débiles.


PLATA

Los restos del día, Kazuo Ishiguro, p. 141
Si bien recuerdo, Giffen's apareció a principios de los años veinte, y no soy la única persona para la que el auge de este producto y el cambio de tendencia que experimentó nuestra profesión estuvieron estrechamente relacionados. Un cambio que hizo de la limpieza de la plata la tarea trascendental que, en general, sigue siendo hoy. Supongo que, como otros muchos cambios relevantes de aquel período, éste fue una cuestión generacional. Durante aquellos años nuestra generación de mayordomos “alcanzó su mayoría de edad”, y personajes como mister Marshall, sobre todo, fueron los principales causantes de que la limpieza de la plata llegara a alcanzar una trascendencia semejante. No quiero decir con ello que sacar brillo a la plata, concretamente a los objetos empleados en la mesa, no se considerara desde siempre una tarea seria. Sin embargo, es justo decir que muchos mayordomos de, digamos, la generación de mi padre, no pensaban que se tratase de un asunto fundamental. Prueba de ello es el hecho de que en aquellos días el mayordomo de una casa no supervisaba personalmente la limpieza de la plata. En realidad, se contentaba con dejar esta tarea a la propia iniciativa del segundo mayordomo, limitándose a echar una ojeada de vez en cuando. Se dice que mister Marshall fue el primero en hacer ver la gran importancia de la plata, al subrayar que no había otro objeto en la casa que un invitado examinase tan a fondo como la plata durante la comidas. Se trataba, por lo tanto, de un indicador público del nivel de una casa. Y fue mister Marshall el primero que dejó estupefactos a las damas y caballeros que visitaban Charleville House con una plata limpia y brillante como nunca se había visto antes. Naturalmente, todos los mayordomos del país, acuciados por sus patronos, empezaron a obsesionarse por el tema de la plata, y enseguida hubo varios mayordomos, lo recuerdo muy bien, que presumían de haber descubierto métodos de limpieza que superaban los empleados por mister Marshall, métodos que mantenían celosamente secretos, como hacen los chefs franceses con sus recetas. No obstante, tengo la certeza, la misma certeza que tenía entonces, de que, por misteriosos y complejos que fuesen los métodos aplicados por alguien como mister Jack Neighbours, el resultado final era nulo o, en cualquier caso, apenas perceptible. Por lo que a mí respectaba, el problema no tenía mayores complicaciones: bastaba con emplear un buen producto y supervisar la tarea muy de cerca. Giffen's era el producto que aconsejaban los más expertos mayordomos de la época, y si se empleaba correctamente, no había por qué temer que la plata ajena fuese mejor que la propia.

MATRIMONIO JAPONES


Pálida luz de las colinas, Kazuo Ishiguro, p. 35
-Es increíble -dijo al final- lo que contaba tu amigo.
-¿Cómo? ¿El qué? -preguntó Jiro sin levantar la mirada del periódico.
-Lo de que él y su mujer han votado a partidos diferentes. Hace unos años habría sido impensable.
-De eso no cabe duda.
-Es increíble las cosas que pasan hoy en día. Pero supongo que eso es lo que llamamos democracia. -Ogata-San dio un suspiro-. Todas estas cosas que hemos aprendido con tanto afán de los americanos, no resultan siempre tan buenas.
-No, ciertamente no lo son.
-Mira lo que ocurre. Matrimonios que no votan lo mismo. Cuando uno ya no puede confiar en su esposa para ese tipo de asuntos, el panorama resulta muy triste.
Jiro siguió leyendo el periódico.
-Sí, es lamentable -dijo.
-Las esposas de hoy en día ya no sienten ningún apego por su familia. Hacen lo que les da la gana y si se les antoja votan a otro partido. Es un ejemplo de cómo van las cosas en Japón. La gente deja a un lado sus obligaciones en nombre de la democracia.
Jiro se quedó mirando a su padre durante un instante, después bajó otra vez la mirada y siguió leyendo el periódico.
-No hay duda de que tienes toda la razón -dijo-. Pero los americanos no trajeron sólo cosas malas.

-Los americanos nunca comprendieron nuestra cultura. No la comprendieron lo más mínimo. Sus costumbres pueden ser buenas para ellos, pero aquí en Japón, las cosas son diferentes, muy diferentes. -Ogata-San volvió a suspirar-. Cosas como la disciplina y la lealtad, mantuvieron firme al Japón. Quizá lo que digo parezca exagerado, pero es la verdad. El sentido del deber unía a la gente. Frente a la familia, a los superiores, al país. Pero ahora, en lugar de eso, no se habla más que de democracia. Y oyes esa palabra cada vez que la gente quiere ser egoísta, cada vez que quieren olvidar sus obligaciones.

DE LOS MAYORDOMOS

Los restos del día, Kazuo Ishiguro, p. 89
De hecho, si comparásemos la definición que yo daría de la expresión “una casa distinguida”  y la que daba la Hayes Society, quedarian claramente explicados, a mi juicio, los aspectos fundamentales que distinguen los valores de nuestra generación de mayordomos de los que tuvo la generación anterior.
Al decir esto, no me refiero únicamente al hecho de que nuestra generación ya no tenia la actitud esnob que colocaba a los señores que pertenecían a la aristocracia rural por delante de los que procedían del mundo de los “negocios”. Quiero decir, en definitiva, y no creo que mi comentario sea infundado, que nuestra generación era mucho más idealista. Mientras que la que nos precedió se preocupaba por saber si el patrón era noble, nosotros nos sentíamos mucho más interesados por conocer su rango moral. No es que nos importase su vida privada, sino que nuestra mayor ambición, ambición que en la generación anterior pocos habrian compartido, era servir a caballeros que, por decirlo de algún modo, contribuyeran al progreso de la humanidad. Por poner un ejemplo, desde un punto de vista profesional habria sido considerado mucho más interesante servir a un caballero como mister George Ketteridge, quien a pesar de sus humildes orígenes contribuyó de forma innegable al futuro bienestar del Imperio, que a cualquier personaje de noble cuna que malgastara su tiempo en clubes o campos de golf.
Ciertamente, son muchos los caballeros procedentes de las más nobles familias que se han dedicado a paliar los grandes problemas de su época, de modo que, en la práctica, podría decirse que las ambiciones de nuestra generación se distinguían muy poco de las de la anterior. Puedo asegurar, sin embargo, que había una diferencia fundamental en la actitud mental, que se reflejaba en los comentarios de los profesionales más destacados y en los criterios que seguían los mayordomos más conscientes de nuestra generación para cambiar de colocación. No. eran decisiones basadas en cuestiones como el sueldo, el número de criados a su cargo o el brillo del apellido familiar. Creo que es justo decir que, para nuestra generación, el prestigio profesional residía ante todo en el valor moral del patrón.
Tal vez pueda explicar mejor la diferencia entre ambas generaciones hablando de mí mismo. Digamos que los mayordomos de la generación de mi padre velan el mundo como una escalera. Las casas de la realeza, los duques y los lores de las familias más antiguas ocupaban el peldaño más alto, seguían los “nuevos ricos”, y así sucesivamente hasta llegar al peldaño más bajo, en el que la jerarquía se basaba simplemente en la fortuna familiar. El mayordomo ambicioso hacía lo posible por subir al peldaño más alto, y en general, cuanto más arriba se situaba, de mayor prestigio gozaba. Estos eran, justamente, los valores que plasmaba la Hayes Society en su exigencia de una “casa distinguida”; el hecho de que todavía se formulasen, con plena conciencia, semejantes afirmaciones en 1929 muestra a las claras por qué era inevitable, por mucho que se intentara retrasarlo, que aquella asociación desapareciera, pues por aquel entonces esta forma de pensar contrastaba con la de hombres excelentes que constituían la vanguardia de nuestra profesión. Considero acertado señalar que nuestra generación percibía el mundo no como una escalera, sino como una rueda. Quizá convenga que explique mejor esta idea.

A mi juicio, nuestra generación fue la primera en reconocer un hecho que había pasado inadvertido hasta entonces, a saber, que las decisiones importantes que afectan al mundo no se toman, en realidad, en las cámaras parlamentarias o en los congresos internacionales que duran varios días y están abiertos al público y a la prensa. Antes bien, es en los ambientes íntimos y tranquilos de las mansiones de este país donde se discuten los problemas y se toman decisiones cruciales. La pompa y la ceremonia que presencia el público no es más que el remate final o una simple ratificación de lo que entre las paredes de estas mansiones se ha discutido durante meses o semanas. Para nosotros el mundo era, por tanto, una rueda cuyo eje lo formaban estas grandes casas de las que emanaban las decisiones relevantes, decisiones que influían en el resto

LOS MISTERIOS DE LA NATURALEZA

Los restos del día, Kazuo Ishiguro, p. 89
Stevens, sé que  lo que voy a pedirle no es algo habitual.
-¿Sí?
-Verá, ahora mismo ocupan mi mente cosas muy importantes.
-Será un placer servirle, señor.
-Siento tener que pedirle algo semejante. Sé que está usted muy ocupado, pero no sé cómo demonios resolver este asunto.
Mi señor volvió a ocuparse del Who's Who mientras yo seguía esperando. Al cabo de un rato, me dijo sin mirarme:
-Supongo que está usted al tanto de los misterios de la naturaleza.
-¿Cómo dice, señor?
-Sí, Stevens, los pájaros, las abejas... los misterios de la naturaleza, ya sabe.
-Creo que no sé a qué se refiere, señor.
-Le hablaré más claro. Sir David es un gran amigo mío, y en la organización de esta conferencia ha desempeñado un papel inapreciable. Diría incluso que, sin su ayuda, no habríamos conseguido que monsieur Dupont aceptara venir.
-Ciertamente, señor.
-Con todo, Stevens, debo decir que sir David tiene sus rarezas.  Como sabe, ha venido con su hijo Reginald, que le hará de secretario. El caso es que está a punto de casarse. Reginald, claro.
-Sí, señor.
-Durante estos últimos cinco años, sir David ha intentado contarle a su hijo cuáles son los misterios de la naturaleza. Piense que el joven tiene ahora veintitrés años.
-Así es, señor.
-En fin, iré al grano. Resulta que el padrino de este caballerete soy yo, y, por este motivo, sir David me ha pedido que le haga saber al muchacho qué son los misterios de la naturaleza.
-Sí, señor.
-Es que sir David considera que se trata de una tarea bastante penosa y teme que llegará el día de la boda y aún no habrá podido acometerla.
-Sí, señor.

-El caso es que ahora estoy enormemente ocupado. Sir David debería ser consciente de ello, sin embargo, me pide que haga esto, que no es ninguna tontería.

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