Los restos del día, Kazuo Ishiguro, p. 89
De hecho, si comparásemos la
definición que yo daría de la expresión “una casa distinguida” y la que daba la Hayes Society, quedarian
claramente explicados, a mi juicio, los aspectos fundamentales que distinguen
los valores de nuestra generación de mayordomos de los que tuvo la generación
anterior.
Al decir esto, no me refiero
únicamente al hecho de que nuestra generación ya no tenia la actitud esnob que
colocaba a los señores que pertenecían a la aristocracia rural por delante de
los que procedían del mundo de los “negocios”. Quiero decir, en definitiva, y
no creo que mi comentario sea infundado, que nuestra generación era mucho más
idealista. Mientras que la que nos precedió se preocupaba por saber si el
patrón era noble, nosotros nos sentíamos mucho más interesados por conocer su
rango moral. No es que nos importase su vida privada, sino que nuestra mayor
ambición, ambición que en la generación anterior pocos habrian compartido, era servir
a caballeros que, por decirlo de algún modo, contribuyeran al progreso de la humanidad.
Por poner un ejemplo, desde un punto de vista profesional habria sido
considerado mucho más interesante servir a un caballero como mister George
Ketteridge, quien a pesar de sus humildes orígenes contribuyó de forma
innegable al futuro bienestar del Imperio, que a cualquier personaje de noble
cuna que malgastara su tiempo en clubes o campos de golf.
Ciertamente, son muchos los
caballeros procedentes de las más nobles familias que se han dedicado a paliar
los grandes problemas de su época, de modo que, en la práctica, podría decirse
que las ambiciones de nuestra generación se distinguían muy poco de las de la
anterior. Puedo asegurar, sin embargo, que había una diferencia fundamental en
la actitud mental, que se reflejaba en los comentarios de los profesionales más
destacados y en los criterios que seguían los mayordomos más conscientes de
nuestra generación para cambiar de colocación. No. eran decisiones basadas en
cuestiones como el sueldo, el número de criados a su cargo o el brillo del
apellido familiar. Creo que es justo decir que, para nuestra generación, el
prestigio profesional residía ante todo en el valor moral del patrón.
Tal vez pueda explicar mejor la
diferencia entre ambas generaciones hablando de mí mismo. Digamos que los
mayordomos de la generación de mi padre velan el mundo como una escalera. Las
casas de la realeza, los duques y los lores de las familias más antiguas
ocupaban el peldaño más alto, seguían los “nuevos ricos”, y así sucesivamente
hasta llegar al peldaño más bajo, en el que la jerarquía se basaba simplemente
en la fortuna familiar. El mayordomo ambicioso hacía lo posible por subir al
peldaño más alto, y en general, cuanto más arriba se situaba, de mayor
prestigio gozaba. Estos eran, justamente, los valores que plasmaba la Hayes
Society en su exigencia de una “casa distinguida”; el hecho de que todavía se
formulasen, con plena conciencia, semejantes afirmaciones en 1929 muestra a las
claras por qué era inevitable, por mucho que se intentara retrasarlo, que
aquella asociación desapareciera, pues por aquel entonces esta forma de pensar
contrastaba con la de hombres excelentes que constituían la vanguardia de
nuestra profesión. Considero acertado señalar que nuestra generación percibía
el mundo no como una escalera, sino como una rueda. Quizá convenga que explique
mejor esta idea.
A mi juicio, nuestra generación
fue la primera en reconocer un hecho que había pasado inadvertido hasta
entonces, a saber, que las decisiones importantes que afectan al mundo no se
toman, en realidad, en las cámaras parlamentarias o en los congresos
internacionales que duran varios días y están abiertos al público y a la
prensa. Antes bien, es en los ambientes íntimos y tranquilos de las mansiones
de este país donde se discuten los problemas y se toman decisiones cruciales.
La pompa y la ceremonia que presencia el público no es más que el remate final
o una simple ratificación de lo que entre las paredes de estas mansiones se ha
discutido durante meses o semanas. Para nosotros el mundo era, por tanto, una
rueda cuyo eje lo formaban estas grandes casas de las que emanaban las
decisiones relevantes, decisiones que influían en el resto