La lucha contra el cliché, Martin Amis, p. 39
The Iron Lady, de Hugo Young
Mitterrand pensaba de ella que
tenía los ojos de Calígula y la boca de Marilyn Monroe. «En su presencia», dijo
Zbigniew Brzezinski, «uno olvida rápidamente que es mujer. No me da la impresión
de ser realmente femenina.» En 1979 Tass la llamó la Dama de Hierro; pero ya en
1984 Yasser Arafat la había calificado de «Hombre de Hierro». Cuando un entrevistador
le dijo a Gloria Steinem que los ingleses nunca creyeron que tendrían como
primer ministro a una mujer, le respondió: “y no la tienen.» Así que, mientras
la hija del tendero anda por el Kremlin y la Casa Blanca, mientras traumatiza a
Helmut Schmidt en Luxemburgo o impresiona a Lech Walesa en los astilleros de
Gdansk, los que la observan parecen compartir un mismo temor: que un buen día
la señora Thatcher se encamine hacia el servicio equivocado. Cauto, como
siempre, Ronald Reagan se refirió a ella como «una de mis personas favoritas». Y
después la propia interesada buscó una especie de impersonalidad en el nos de la realeza.
La señora Thatcher es la única
cosa interesante de la política británica; y lo único interesante de la señora
Thatcher es que no es hombre. Habiendo conseguido los mismos logros, poseedor del
mismo estilo y la misma «visión», un Marvyn Thatcher o un Marmaduke Thatcher
sería tan aburrido como la lluvia, tan aburrido como el tráfico de Londres, tan
aburrido como la prosperidad fosforescente, o más bien la vulgaridad de boutique
de la Inglaterra de Teacher.