Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel
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LANDERO


La última lección de Luis Landero, p. 49

Esas palabras eran estructura y coyuntura. Fue oírlas y entenderlas y quedar prendado de esas nociones que parecían capaces de explicar tantas cosas. La estructura era la unidad y armonía de las piezas, lo compacto, el conjunto, el todo, lo perdurable, lo fuerte y esencial, lo magro, en tanto que la coyuntura nombraba lo pasajero, lo accesorio, lo circunstancial. Eran palabras con argumento, palabras que hacían mucho bulto conceptual. En ellas vio Tito un botín de sabiduría, un filón de conocimiento, una herramienta multiuso, aplicable a infinidad de problemas. Es más: no había apenas cuestión que escapase al alcance significativo de esas dos palabras. Hasta los amores podían ser estructurales o coyunturales, y lo mismo la poesía, las comidas, la relación con los demás, los hechos históricos o los menudos del día a día de la vida.

Otra vez, nos contaba, un profesor dijo: «Las dos vertientes del problema», e hizo con las manos un tejadito a dos aguas, a modo de ilustración. De pronto, a Tito se le hizo la luz. Vislumbró zonas de la realidad desconocidas hasta entonces. Todo tenía al menos dos vertientes, todas las cosas hacían figuras poliédricas. Era una idea tan plástica que se podía ver, casi tocar con las manos. Era casi poesía. Las dos o tres o cuatro vertientes de un amor o una pena, por ejemplo. iQué tesoro de conocimiento en tan breves palabras! Y en otra clase oyó decir que, como en los globos aerostáticos, a veces es preciso echar por la borda lo superfluo para poder así ganar altura. ¿Había algo en la vida de cualquier persona, y en cualquier lugar y en cualquier época, que no quedara iluminado y descifrado bajo el resplandor de esa imagen tan potente y tan sabia? Y otro profesor dijo un día que, al igual que la reja del arado ahonda y remueve la tierra para vivificarla, así el artista o el filósofo remueve las ilusiones y rutinas mentales de una sociedad débil y adormecida para infundirle nuevos bríos.


LAS FUNCIONES DEL LENGUAJE

La séptima función del lenguaje, L. Binte, p. 126-127
- la función referencial es la primera función del lenguaje y la más evidente. Se utiliza el lenguaje para hablar de algo. Las palabras utilizadas remiten a cierto contexto, a cierta realidad, al asunto acerca del cual trata de dar alguna información.
- la función llamada emotiva o expresiva pretende manifestar la presencia y la posición del emisor con relación a su mensaje: interjecciones, adverbios de modo, matices de opinión, recursos irónicos ... La manera como el emisor expresa una información referida a un asunto exterior da ella misma informaciones sobre el emisor. Es la función del Yo. –
 -la función conativa es la función del TÚ. Va dirigida al receptor. Se ejerce, principalmente, con el imperativo o el vocativo, es decir, interpelando a aquel o a aquellos a quienes uno se dirige: «¡Soldados, estoy satisfecho de vosotros!», por ejemplo. (Y, de paso, se dará usted cuenta de que una frase no se reduce casi nunca a una sola función, sino que combina, por lo general, varias. Cuando se dirige a sus tropas después de Austerlitz, Napoleón casa la función emotiva -«estoy satisfecho»-con la conativa -«¡Soldados ... / ... de vosotros!».)
- la función fática es la más divertida, es la función que encara la comunicación como un fin en sí misma.  Cuando usted dice dígame por teléfono, lo que está diciendo es «le escucho», es decir, estoy preparado para la comunicación. Cuando se pasa usted horas discutiendo con sus amigos en el bar, cuando habla del tiempo que hace o del partido de fútbol del día anterior, en realidad usted no está interesado del todo por la información en sí, sino que habla por el hecho de hablar, sin otro objeto que mantener la conversación. Es como si dijéramos que esta función está en el origen de la mayoría de veces que tomamos la palabra.
- la función metalingüística pretende verificar que el emisor y el receptor se comprenden, es decir, que utilizan adecuadamente el mismo código. «¿Comprendes?» «¿Ves lo que te quiero decir?» «¿Sabes?» «Déjame explicarte ... »; o bien, por la parte del receptor: «¿Qué quieres decir?»; «¿Qué significa eso?», etcétera. Todo cuanto concierne a la definición de una palabra o a la explicación de un desarrollo, todo cuanto guarda relación con el proceso  de aprendizaje del lenguaje, toda frase sobre el lenguaje, todo metalenguaje, reenvía a la función metalingüística. Un diccionario no tiene otra función que la metalingüística.

- y finalmente, la última función es la función poética. Aborda el lenguaje en su dimensión estética. Los juegos con la sonoridad de las palabras, las aliteraciones, asonancias, repeticiones, efectos de eco o de ritmo responden a esta función. Se la puede encontrar en los poemas, evidentemente, pero también en las canciones, en los titulares de periódico, en los discursos oratorios, en los eslóganes publicitarios o políticos ... Por ejemplo, «CRS = SS» utiliza la función poética del lenguaje.

INGLES POLITICAMENTE CORRECTO

Hablemos de langostas, DF Wallace, p. 142-13
(Inglés Políticamente Correcto), según cuyas convenciones los alumnos que suspenden se convierten en alumnos de «alto potencial” y la gente pobre en gente “económicamente desaventajda» y la gente que va en silla de ruedas en gente “con capacidades distintas”y una frase como “El inglés blanco y el inglés negro son distintos, y será mejor que aprendas inglés blanco o no vas a sacar buenas notas” no es franca sino «poco sensible». Aunque es normal hacer chistes sobre el IPC (hablar de la gente fea como “estéticamente desaventajada”, etcétera), sepan ustedes que las diversas prescripciones y proscripciones del inglés políticamente correcto han sido tomadas muy pero que muy en serio por las universidades y las corporaciones y las organizaciones gubernamentales, cuyos dialectos institucionales ahora evolucionan bajo el escrutinio sombrío de todo un nuevo tipo de Policía del Lenguaje.
Desde una perspectiva determinada, el ascenso del IPC pone de manifiesto una especie de ironía leninista-estalinista. Es decir, los mismos principios que dieron forma a la revolución descriptivista original-a saber, el rechazo de la autoridad tradicional (nacido del Vietnam) y de la desigualdad tradicional (nacido del movimiento por los derechos civiles)- han acabado produciendo un normativismo mucho más inflexible, que no soporta la carga de la tradición ni de la complejidad y que está respaldado por la amenaza de sanciones en el mundo real (despidos, litigios) para aquellos que no obedecen. Esto es gracioso de una forma sombría, tal vez, y es cierto que la mayoría de las críticas al IPC parecen consistir en reírse del hecho de que es una moda o de que es superficial. La opinión personal de este reseñista es que el IPC normativo no es solo tonto sino ideológicamente confuso y dañino para su propia causa.
A continuación doy mis argumentos a favor de esa opinión. El uso de la lengua siempre es político, pero lo es de forma compleja. Con relación, por ejemplo, al cambio político, las convenciones sobre el uso de la lengua pueden funcionar de dos maneras: por un lado pueden ser un reflejo del cambio político, y por otro lado pueden ser un instrumento del cambio político. Lo importante es que esas dos funciones son distintas y que hay que mantenerlas separadas. Confundirlas - y en concreto, tomar por eficacia política lo que no es más que un simbolismo político del lenguaje- permite la grotesca convicción de que América deja de ser elitista o injusta simplemente porque los americanos dejan de usar cierto vocabulario que se asocia históricamente con el elitismo y la injusticia. Esta es la falacia central del IPC -que el modo de expresión de una sociedad es lo que produce esas actitudes en lugar de un producto de las mismas-, y por supuesto no es nada más que el reverso del engaño SNOOT y políticamente conservador según el cual los cambios sociales se pueden retrasar restringiendo los cambios en el uso de la lengua estándar.

Pero olviden ustedes la estalinización o los subterfugios de primer curso de lógica. El inglés políticamente correcto encierra una ironía más repulsiva. Que es el hecho de que el IPC afirma ser el dialecto de la reforma progresista pero de hecho -con su colocación orwelliana de los eufemismos de la igualdad social en el lugar de la igualdad social en sí- resulta de mucha más ayuda para los conservadores y para el estado de las cosas en América  de lo que han resultado nunca las normas tradicionales de los SNOOT. Si yo, por ejemplo, fuera un conservador político que se opusiera al uso de los impuestos como medio para redistribuir la riqueza nacional, me encantaría ver cómo los progresistas políticamente correctos gastan su tiempo y su energía discutiendo sobre si a una persona pobre hay que llamarla “de ingresos bajos”,  “económicamente desaventajada”  o “pre-próspera” en lugar de  construir argumentos públicos eficaces a favor de leyes redistributivas o de elevar los márgenes de las tasas fiscales. (Por no mencionar el hecho de que los códigos estrictos del eufemismo igualitarista sirven para ocultar la clase de discurso doloroso, feo y a veces ofensivo que en una democracia pluralista llevaría a un cambio político verdadero y no a un simple cambio político simbólico. En otras palabras, el IPC actúa como forma de censura, y la censura siempre está al servicio del estado de las cosas.) 

TERAPIA

De Algún día todo esto te será útil de Peter Cameron, p. 184-185
-Ayer hice algo que estuvo muy mal.
Ella pareció un poco alarmada, pero lo superó enseguida.
-¿Sí? ¿Qué hiciste?
Le conté lo que le había hecho a John y cómo había reaccionado él.
Ella guardó silencio durante un momento. Comprendí que aún pensaba en la mujer del loro y el 11 de septiembre, que trataba de imaginar la relación que había entre eso y John y se preguntaba cómo debería planteármelo. Esa era la otra cosa que empezaba a irritarme de la terapia: la suposición de que todo estaba relacionado y, cuantas más relaciones pudieras establecer, tanto mejor. Me recordaba aquellos rompecabezas que hacíamos en primaria, en los que trazabas líneas entre figuras iguales en diferentes columnas y finalmente tenías demasiadas líneas y todo estaba conectado en una gran maraña.
-¿Por qué crees que hiciste eso? -me preguntó la doctora.
-Creo que quería demostrar que podía ser esa otra persona, alguien capaz de atraer a John. Y pensé que si podía concebir a esa persona y convencer a John de que existía, entonces, de alguna manera, yo podría ser esa persona o aspirar a serlo. Sé que parece estúpido, pero a mí me parecía inteligente. No me di cuenta de que estaba engañando a John.
-Así pues, ¿te interesa John?
-¿Si me interesa? ¿Qué quiere decir?
-Creo que sabes lo que quiero decir.
No dije nada. Pensé que preferiría no haber sacado aquello a relucir y estar hablando todavía de la señora desaparecida.
-¿Qué querías que pasara anoche con John? –me preguntó ella.
-No lo sé -respondí-. No sé qué es lo que pasa cuando dos personas tienen mutuo interés ... ¿o se dice que se interesan una por la otra? Nunca estoy seguro de cómo es mejor decirlo.
-No creo que importe.
-Claro que importa. Una manera debe de ser correcta y la otra no. Y si no te esmeras por decirlo bien, estás causando ...
-¿Causando qué?

-Una decepción al mundo. Las pequeñas cosas, como usar correctamente el lenguaje, son lo que hace funcionar al mundo. Funcionar correctamente, quiero decir. Si no hacemos caso de esas pequeñas cosas, el caos se impondrá. Esa clase de errores son pequeñas grietas en la  presa y usted cree que no importan, pero se acumulan, sus errores y los de todos los demás, y entonces sí que importan.

TOPOI

De Campo de retamas de RSFerlosio, p.174-175
Lo ilustraré con un ejemplo sumamente genérico: a cada paso estamos leyendo el estereotipo de «un merecido descanso», fórmula tan manida que ya ni siquiera detenemos el oído. Pero si este estereotipo se nos viene de pronto a la memoria al leer en otros textos diferentes otras dos expresiones parecidas y no menos rutinarias, como “una sana alegría” o “un honesto esparcimiento”, salta al instante el timbre que nos advierte de la eventual presencia de una posible ideología. ¿Por qué -nos preguntamos- el descanso tiene que ser “merecido”, la alegría tiene que ser “sana” y el esparcimiento tiene que ser “honesto”? Debe de haber una  mentalidad para la que esas tres cosas sólo son tolerables si vienen avaladas por una justificación moral. La prueba inversa, que confirma la sospecha, está en el hecho de que a ninguna de las tres cosas contrarias, a saber: el cansancio, la tristeza y el aburrimiento, se les exija, en absoluto, alguna suerte de justificación moral equivalente. A mi entender, el caso pone de manifiesto la acrisolada pervivencia de una mentalidad para la que todo lo placentero, como el descanso, la alegría y el esparcimiento, sólo es lícito cuando está moralmente justificado. De manera que los tres estereotipos recogidos serían improntas dejadas en el habla por una añeja tradición de ideología represora.

En un texto ya muy antiguo remitía yo, como de broma, mi manera de discurrir a la de aquel admirable personaje de Edgar Allan Poe en sus dos relatos policíacos, “El doble asesinato de la calle Morgue” y “El misterio de Marie Roget”, o sea, el detective aficionado Auguste Dupin, que para la investigación de ambos casos se encerraba con su amigo, el cronista de la historia, en una habitación con luz artificial-incluso durante el día, previo cierre de persianas- y sólo se servía de las reseñas y los comentarios de los periodistas de sucesos para sus deducciones. Pues bien, hace sólo unos días mi mujer, Demetria Chamorro, releyendo aquellos dos relatos e informada de lo que yo quería escribir para esta ocasión, me dijo de pronto: “Mira lo que dice aquí”, y me leyó el juicio que a Monsieur Dupin le merecía el método de Vidocq, un inspector de la policía de París, que es el siguiente: «Era un hombre muy perseverante y lograba excelentes conjeturas. Pero, al no tener un pensamiento adiestrado, se equivocaba  constantemente por la intensidad misma de sus investigaciones. Alteraba su visión por mirar el objeto desde demasiado cerca ... En el fondo se trataba de un exceso de profundidad, y la verdad no siempre está dentro de un pozo. En realidad, creo que en lo que se refiere al conocimiento más importante, la verdad es siempre superficial. Hasta aquí la cita de Edgar Allan Poe, la cual redunda demasiado a favor de lo que he dicho de mis procedimientos como para que no les prevenga honestamente de que ni a Monsieur Dupin, ni mucho menos, por supuesto, a mí, nos tome nadie demasiado en serio.

LAS PALABRAS Y LAS COSAS DE PAUL AUSTER

De Ciudad de cristal de Paul Auster, p.87-88
-Sí. Un lenguaje que al fin dirá lo que tenemos que decir. Porque nuestras palabras ya no se corresponden con el mundo. Cuando las cosas estaban enteras nos sentíamos seguros de que nuestras palabras podían expresarlas. Pero poco a poco estas cosas se han partido, se han hecho pedazos, han caído en el caos. Y sin embargo nuestras palabras siguen siendo las mismas. No se han adaptado a la nueva realidad. De ahí que cada vez que intentamos hablar de lo que vemos, hablemos falsamente, distorsionando la cosa misma que tratamos de representar. Esto ha hecho que todo sea confusión y desorden. Pero las palabras, como usted comprende, son susceptibles de cambio. El problema es cómo demostrarlo. Por eso trabajo ahora con los medios más simples, tan simples que hasta un niño pueda comprender lo que digo. Considere una palabra que remite a una cosa: «paraguas», por ejemplo. Cuando digo la palabra «paraguas», usted ve el objeto en su mente. Ve una especie de bastón con radios metálicos plegables en la parte superior que forman una armadura para una tela impermeable, la cual, una vez abierta, le protegerá de la lluvia. Este último detalle es importante. Un paraguas no sólo es una cosa, es una cosa que cumple una función, en otras palabras, expresa la voluntad del hombre. Cuando uno se para a pensar en ello, todos los objetos son  semejantes al paraguas, en el sentido de que cumplen una función. Ahora, mi pregunta es la siguiente: ¿qué sucede cuando una cosa ya no cumple su función? ¿Sigue siendo la misma cosa o se ha convertido en otra? Cuando arrancas la tela del paraguas, ¿el paraguas sigue siendo un paraguas? Abres los radios, te los pones sobre la cabeza, caminas bajo la lluvia, y te empapas. ¿Es posible continuar llamando a ese objeto un paraguas? La palabra, sin embargo, sigue siendo la misma. Por lo tanto, ya no puede expresar la cosa. Es imprecisa; es falsa; oculta aquello que debería revelar. Y si ni siquiera podemos nombrar un objeto corriente que tenemos entre las manos, ¿cómo podemos esperar hablar de las cosas que verdaderamente nos conciernen? A menos que podamos comenzar a incorporar la noción de cambio a las palabras que usamos, continuaremos estando perdidos.

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