La última lección de Luis Landero, p. 49
Esas palabras eran estructura y coyuntura. Fue oírlas y entenderlas
y quedar prendado de esas nociones que parecían capaces de explicar tantas
cosas. La estructura era la unidad y armonía de las piezas, lo compacto, el
conjunto, el todo, lo perdurable, lo fuerte y esencial, lo magro, en tanto que
la coyuntura nombraba lo pasajero, lo accesorio, lo circunstancial. Eran
palabras con argumento, palabras que hacían mucho bulto conceptual. En ellas
vio Tito un botín de sabiduría, un filón de conocimiento, una herramienta
multiuso, aplicable a infinidad de problemas. Es más: no había apenas cuestión
que escapase al alcance significativo de esas dos palabras. Hasta los amores
podían ser estructurales o coyunturales, y lo mismo la poesía, las comidas, la
relación con los demás, los hechos históricos o los menudos del día a día de la
vida.
Otra vez, nos contaba, un
profesor dijo: «Las dos vertientes del problema», e hizo con las manos un tejadito
a dos aguas, a modo de ilustración. De pronto, a Tito se le hizo la luz.
Vislumbró zonas de la realidad desconocidas hasta entonces. Todo tenía al menos
dos vertientes, todas las cosas hacían figuras poliédricas. Era una idea tan
plástica que se podía ver, casi tocar con las manos. Era casi poesía. Las dos o
tres o cuatro vertientes de un amor o una pena, por ejemplo. iQué tesoro de
conocimiento en tan breves palabras! Y en otra clase oyó decir que, como en los
globos aerostáticos, a veces es preciso echar por la borda lo superfluo para
poder así ganar altura. ¿Había algo en la vida de cualquier persona, y en
cualquier lugar y en cualquier época, que no quedara iluminado y descifrado
bajo el resplandor de esa imagen tan potente y tan sabia? Y otro profesor dijo
un día que, al igual que la reja del arado ahonda y remueve la tierra para
vivificarla, así el artista o el filósofo remueve las ilusiones y rutinas mentales
de una sociedad débil y adormecida para infundirle nuevos bríos.