Te quiero más que a la salvación de mi alma

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Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel
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LA LLEGADA A LA LUNA

Opiniones contundentes, VNabokov, p. 171
¿Se quedó levantado para ver a los norteamericanos cuando aterrizaron en la Luna? ¿Le impresionó?

“Impresionar” no es la palabra exacta. Pisar el suelo lunar le produce a uno, me imagino (o, más bien, mi yo proyectado imagina) el estremecimiento romántico más extraordinario jamás experimentado en la historia de los descubrimientos. Por supuesto que alquilé un televisor para observar cada momento de su aventura maravillosa. Ese pequeño minué dulce que a  pesar de sus trajes embarazosos bailaron con tanta gracia los dos hombres al son de la gravedad lunar fue una escena hermosa. También fue un momento en el cual una bandera significa para uno más de lo que habitualmente significa. Me asombra y me duele que los semanarios ingleses hicieran caso omiso de la conmoción absolutamente irresistible de la aventura, del extraño regocijo sensual de palpar esos guijarros preciosos, de ver nuestro globo jaspeado en el cielo negro, de sentir en la espina dorsal el temblor y la maravilla de ella. Después de todo, los ingleses deberían comprender esa emoción, ellos que han sido los más grandes, los más puros exploradores. ¿Por qué entonces sacar a relucir cuestiones tan poco importantes como los dólares gastados y la diplomacia de la superioridad militar?

KEPLER

De Grifo de Charles Baxter, p. 65-66
En 1618, a la edad de setenta años, Katherine Kepler, la madre de Johannes Kepler, fue juzgada por brujería. Las actas indican que estaba tan desquiciada, que era tan ofensiva con todo el mundo que hoy en día seguirían considerándola una bruja si siguiera viva. Uno de los biógrafos de Kepler, Angus Armitage, comenta que tenía «un carácter malévolo,, y un interés en «cuestiones peregrinas, difíciles de nombrar. El juicio duró, con las pausas correspondientes, tres años; en 1621, cuando la pusieron en libertad, su personalidad se había desmadejado por completo. Murió al año siguiente.
A la edad de seis años, el hijo de Kepler, Frederick, murió de viruelas. Unos meses después, la mujer de Kepler, Barbara, murió de tifus. Otros dos niños de la pareja, Henry y Susanna, habían muerto en la tierna infancia.
Al igual que muchos hombres de su época, Kepler dedicó buena parte de su vida adulta a cultivar los favores de la nobleza. Solía estar sin un penique, por lo que a menudo no le quedaba más remedio, como demuestra su correspondencia, que mendigar dádivas. Fue víctima de la persecución religiosa, aunque en ese sentido salió mejor parado que otros.
Después de casarse por segunda vez, otros tres de sus hijos m11rieron en los primeros años de vida, una estadística que en teoría implica menos carga emocional de lo que cabría imaginar, dados los niveles de mortandad infantil de la época.
En 1619, a pesar de los hechos citados, Kepler publicó De Harmonice Mundi, un texto en el que se propuso establecer las correspondencias entre las leyes de la armonía y la disposición de los planetas en movimiento. Dicho brevemente, Kepler sostenía que ciertos intervalos, tales como la octava, las sextas mayores y menores, y las terceras mayores y menores, eran placenteros, en tanto que otros intervalos no lo eran. La historia indicaba que la humanidad había mostrado desde siempre disgusto por ciertos intervalos. Con la impresión de que ese conjunto de gustos universales apuntaba a leyes inmutables de la naturaleza, Kepler trató de plasmar  geométricamente los intervalos placenteros, para a continuación trasladar ese dibujo geométrico al orden de los planetas. La velocidad de los planetas, no tanto su ubicación en términos estrictos, gobernaba la armonía de las esferas. Esta velocidad imprimía a cada planeta una nota, lo que Armitage denominó un «término en una relación condicionada matemáticamente».

De hecho, cada planeta ejecutaba una breve escala musical, que Kepler transcribió al pentagrama. La longitud de la escala dependía de la excentricidad de la órbita; y las notas que lo limitaban, por lo general parecían formar una concordia (salvo en el caso de Venus y la Tierra, cuyas órbitas eran prácticamente circulares, por lo que formaban escalas de espectro muy estrecho)[ ... ] en la Creación[... ] prevalecía una concordia absoluta y los luceros de la mañana cantaban a la vez. 

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