Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel
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HOMBRES Y MUJERES


Conversaciones con Ian McEwan, p. 67

González: Uno de los temas recurrentes en su trabajo es el de la identidad de género y la actitud ambivalente de los hombres hacia las mujeres, una mezcolanza de temor y envidia al mismo tiempo, tal como se refleja, por ejemplo, en los muchos episodios de travestismo que aparecen en sus libros. ¿Podría explicar en detalle esta idea?

McEwan: No sé si puedo. Quiero decir que mis novelas, mi trabajo, son la explicación. Sí, los desencuentros entre hombres y mujeres siempre me han interesado. Hay posibilidades tan trágicas como cómicas en esta dificultad que experimentan los hombres y las mujeres para satisfacerse los unos a los otros en sus relaciones, para sentirse libres en ellas, para ser sinceros ...

González: Se ha referido al hecho de que los hombres temen a las mujeres. Recientemente lo mencionó ante una audiencia española, y, por parte de los hombres, se vieron muchos ceños fruncidos que negaban con la cabeza.

McEwan: Pienso que la insistencia de los hombres por mantenerse en el poder, tanto en el ámbito de las relaciones sentimentales como en el social, está basada en el miedo, en un miedo a ser fagocitados, en un miedo que tal vez hunda sus raíces en haber dependido de una mujer cuando eran niños. No me explico qué otra cosa puede producir tantas violaciones, tanta violencia, si no es que hay algo en las mujeres que los hombres identifican como una amenaza a su existencia. Los ceños fruncidos y las negaciones son inevitables. Creo que uno ha de profundizar bastante en sí mismo para poder vislumbrar este miedo; superficialmente se manifiesta como irritación o agresión.


HOMBRES


El huerto de Emerson, Luis Landero, p. 131 

En aquellos tiempos, mientras las mujeres iban y venían, los hombres se ocupaban de los temas propios de su rango, que eran siempre graves, arduos y trascendentes, y que por eso precisaban de largas reflexiones, de hondas y lentas chupadas al cigarro, de resoplos y de suspiros, y de mucho cabecear y removerse en la silla y derramar la mirada en el suelo. Bajo el peso de tan grandes cuestiones, parecían titanes encadenados que se debatían contra los designios de alguna poderosa deidad, en tanto que las mujeres andaban como flotando y resolviendo problemas con su varita mágica, sin necesidad de aquellas interminables y amargas sentadas pensativas.

Los hombres se ocupaban del porvenir, que era siempre incierto, en tanto que las mujeres vivían correteando por el presente, siempre ligeras y siempre laboriosas. Es más, si las mujeres sacaban tiempo para todo, a los hombres les ocurría que la vida entera les resultaba demasiado breve para llevar a cabo sus proyectos, de tan ambiciosos como eran, y que por tanto no merecía la pena intentar siquiera realizarlos, sino que era mejor pasar directamente a los lamentos y entregarse sin más a la melancolía de lo que pudo haber sido y que, por cosas del destino, por pura mala suerte, se quedó en ilusión, en humo, en sueño, en nada.


HOMBRES ELEGANTES


Un hombre elegante lee. Un hombre elegante es generoso y lleva ropa vieja. Un hombre elegante no vocifera en Twitter. Un hombre elegante no usa tirantes ni chalecos, a no ser que sea un hombre elegante corpulento. Los tirantes y los chalecos son las dos únicas prendas que les quedan mejor a los gordos que a los flacos. Un hombre elegante suele ser inteligente, la tontería no es nada chic. Un hombre elegante no hace experimentos con su barba ni con sus patillas. Un hombre elegante ha leído a los novelistas rusos. Un hombre elegante no habla -más- de nacionalismo. Un hombre elegante sabe cambiar la rueda de un coche, sabe hacer arroz a la cubana y no les tiene miedo a los perros. A un hombre elegante le gustan los niños. A un hombre elegante le gustan las mujeres. La mayoría de los heterosexuales afirma adorar a las mujeres, pero no es cierto: en realidad se sienten más cómodos entre hombres. Un hombre elegante tiene amigas.

Un hombre elegante ha leído a Proust. Un hombre elegante jamás come barritas energéticas. Un hombre elegante gasta más en libros que en ropa. Un hombre elegante sabe remangarse la camisa, literal y figurativamente. Un hombre elegante no se hace selfis. Un hombre elegante no lleva joyas y tiene sentido del humor. Albert Camus, Samuel Beckett, Miguel Delibes, Ernest Hemingway y Vladimir Nabokov eran hombres elegantes. Si no saben qué ponerse para resultar elegantes, imítenlos, o mejor todavía: léanlos.


MUJERES Y HOMBRES


El verano sin hombres, Siri Hustvedt, p. 155

Comentario: Los conjuros de las tinieblas nos cuentan verdades. ¿Cuáles son? Los chicos serán chicos: bravucones, salvajes, correrán, darán patadas, treparán a los árboles. Pero las chicas, ¿serán chicas? ¿Delicadas, educadas, dulces, pasivas, manipuladoras, furtivas, malvadas? Todos empezamos iguales en el útero de nuestras madres. Cuando flotamos en el mar amniótico de nuestra primera inconsciencia, todos nosotros tenemos gónadas. Si el cromosoma Y no actuara sobre las gónadas de algunos para gestar unos testículos, todos seríamos mujeres. La biología revierte la historia del Génesis: Adán es Adán a partir de Eva y no al revés. Los hombres son las costillas metafóricas de las mujeres, en lugar de ser las mujeres quienes surjan de la costilla de un hombre. La mayoría de las veces XX = ovarios y XY = testículos. El afamado médico griego Galeno creía que los genitales femeninos eran los masculinos invertidos y viceversa, una opinión que se mantuvo durante siglos: «Si se sacan al exterior los órganos reproductores de las mujeres y se meten en el interior, por decirlo de alguna manera, y se pliegan los de los hombres, encontraremos que en ambos casos serán iguales en todos los sentidos”. Por supuesto, los que estaban en el exterior siempre triunfaban sobre los del interior. No sé exactamente por qué. A mí me parece que los del exterior son bastante vulnerables. De hecho, el miedo a la castración es algo lógico. Si yo tuviera los órganos reproductores colgando fuera de mi cuerpo también estaría muy preocupada por ese paquetito tan delicado. Igual que sucede con el ombligo, el antiguo modelo sexual diferenciaba a los que lo tenían para dentro y los que lo tenían para fuera, lo que significaba que alguien que lo tuviera para dentro podía darnos un día una sorpresa y convenirse en alguien que lo tuviera para fuera, sobre todo si la persona ya se comportaba como alguien que ya presentase esta última característica. Simplemente sucedía que esa verga plegada sobre sí misma y escondida en el interior del cuerpo hacía una súbita aparición. Montaigne, escritor cumbre de la literatura del siglo XVI, suscribió la tesis de los que lo tenían para dentro y los que lo tenían para fuera: “Los hombres y las mujeres están creados a partir del mismo molde y, si dejamos de lado la educación y las costumbres, no existe entre ellos gran diferencia”. Repite la famosa historia de Marie-Germain, que, en la versión de Montaigne, era simplemente Marie hasta la edad de veintidós años (quince años en otras versiones), pero que un día, debido a un gran esfuerzo (tuvo que saltar una zanja mientras perseguía a unos cerdos), le asomó la vara masculina y de ahí en adelante nació Germain. Increíble, diréis. Imposible, diréis. Pero en Puerto Rico existe una familia en concreto, y otra en Texas, con una afección genética en la cual XY presenta a todos los efectos las mismas características de XX. En otras palabras, el fenotipo oculta el genotipo hasta la pubertad, momento en que las niñas se convierten en niños para crecer, de ahí en adelante, como hombres.


HOMBRES O MUJERES


La única historia, Julian Barnes, p. 82
¿Qué me producía aversión y desconfianza en el hecho de ser adulto? Pues, para decirlo brevemente: la conciencia de poseer derechos, el sentido de superioridad, la presunción de saber más, si no todo, la amplia banalidad de las opiniones adultas, el modo en que las mujeres sacaban la polvera y se empolvaban la nariz, la forma en que los hombres se sentaban en una butaca con las piernas separadas y sus partes prietamente resaltadas contra el pantalón, la manera en que hablaban de jardines y de jardinería, las gafas que llevaban y el ridículo que hacían, la bebida y el tabaco, el horrible estruendo de la flema cuando tosían, los aromas artificiales que se echaban para ocultar sus olores animales, que los hombres se quedaran calvos y las mujeres se modelaran el pelo con aerosoles de fijador, la idea pestilente de que quizá mantuvieran todavía relaciones sexuales, la dócil obediencia de ambos sexos a las normas sociales, su irascible desaprobación de cualquier cosa satírica o contestataria, su suposición de que el éxito de sus hijos dependería del grado en que imitaran a sus padres, el ruido sofocante que hacían cuando estaban de acuerdo unos con otros, sus comentarios sobre la comida que cocinaban y la comida que comían, su afición a alimentos que a mí me daban asco (en especial las aceitunas, las cebollas en vinagre, los chutneys, los encurtidos picantes, la salsa de rábano picante, las cebolletas, la pasta para sándwiches, los apestosos emparedados de queso con pasta Marmire), su autocomplacencia emocional, su sentido de superioridad racial, la forma en que contaban los peniques, el modo en que se hurgaban en los dientes para desalojar los residuos de comida, lo poco que se interesaban por mí y el excesivo interés que mostraban cuando yo no quería que lo hicieran. No era más que una lista corta de la que Susan, por supuesto, estaba totalmente excluida.
Ah, y otra cosa. Que, sin duda a causa de un miedo atávico a reconocer sus auténticos sentimientos, ironizasen sobre la vida afectiva y convirtieran la relación entre los sexos en una chanza tonta y continua. Que los hombres insinuaran que en realidad las mujeres lo gobernaban todo; que las mujeres insinuasen que los hombres en realidad no comprendían lo que estaba sucediendo. Que los hombres fingieran que eran los más fuertes y que hubiera que mimar, consentir y cuidar a las mujeres; que estas fingiesen que, con independencia del folclore sexual acumulado, eran las únicas que tenían sentido común y práctico. Que los dos sexos admitieran plañideramente que a pesar de todos los defectos del sexo opuesto seguían necesitándose mutuamente. Que no se puede vivir ni con las mujeres ni sin ellas, ni tampoco con los hombres ni sin ellos. Y que ellas y ellos conviviesen en el matrimonio, que, como dijo un ingenioso, era una institución, sí, pero para enfermos mentales. ¿Quién lo dijo primero, un hombre o una mujer?

COVADA

La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres, Siri Hustvedt, p. 273
O, para citar otro ejemplo, ¿cómo un deseo vehemente de quedarse embarazada puede resultar en un embarazo psicológico conocido en la literatura médica como pseudociesis? Aunque este fenómeno es común entre los perros y algún que otro mamífero, en los seres humanos está vinculado tanto a la imaginación como a la cultura. Es mucho menos frecuente que antes, al menos en Occidente, probablemente porque el embarazo hoy día es contemplado como una condición médica y las ecografías son rutinarias, pero en la literatura hay muchos casos bien documentados, junto con la amenorrea, la hinchazón abdominal y el aumento de los senos, la ampliación del útero, las contracciones y los cambios mesurables en los niveles de las hormonas neuroendocrinas.  En un estudio sobre la pseudociesis de 1978, los autores Jane Murray y Guy Abraham escribieron: «El papel que desempeñan los factores psicógenos en el control del sistema neuroendocrino se está convirtiendo en una de las áreas más emocionantes de la medicina psicosomática». ¿Qué aspecto toma un deseo en el cerebro?

Por otra parte, se han dado casos de embarazo psicológico en hombres y, en algunas culturas, el marido de una mujer embarazada comparte el embarazo en un ritual conocido como la couvade. En un pueblo en la provincia Sepik de Nueva Guinea, al cónyuge de una mujer embarazada se le llama «el padre embarazado». Éste observa los tabúes alimentarios específicos para las mujeres, adopta un nombre femenino durante el periodo de gestación, se le abulta supuestamente el vientre a la par que el de ella, y durante el parto se azota a sí mismo con ortigas hasta que sangra para compartir su dolor. Se coloca en la posición acuclillada del parto mientras su hijo nace y se queda exhausto y postrado cuando acaba. La pseudociesis es un fenómeno patológico. La couvade, no. Es un ritual de imitación, empatía e identificación que prepara a un hombre para la paternidad, pero durante esa preparación algunos hombres desarrollan signos reales de embarazo. El teatro ritual y las metamorfosis corporales no pueden separarse fácilmente de la couvade. Quisiera recalcar este punto. La imaginación debe ser entendida como una realidad corpórea, que puede pasar de una persona a otra.

LOS HOMBRES MIRAN MUCHO AL CIELO

El cuento de la criada, Margaret Atwood, p. 175
Mientras lo decía, adelantaba la barbilla. La recuerdo así, con la barbilla prominente y una copa delante de ella, en la mesa de la cocina; no tan joven, seria y bonita como aparecía en la película, pero fuerte, valiente, la clase de anciana que no permitiría que alguien se colara delante de ella en la cola del supermercado. Le gustaba venir a mi casa a tomar un trago mientras Luke y yo preparábamos la cena, y contarnos lo que funcionaba mal en su vida, que siempre se convertía en lo que funcionaba mal en la nuestra. En aquel tiempo tenía el pelo canoso, por supuesto. Jamás se lo habría teñido. ¿Por qué aparentar?, decía. De todos modos, para qué lo quiero, no quiero a ningún hombre a mi lado, no sirven para nada, excepto por los diez segundos que emplean en hacer medio bebé. Un hombre es, sencillamente, el  instrumento de una mujer para hacer otras mujeres. No digo que tu padre no fuera un buen chico y todo eso, pero no estaba preparado para la paternidad: Y no es que yo pretendiera eso de él. Haz tu trabajo y luego esfúmate, le dije, yo tengo un sueldo decente y puedo ocuparme de ella. De modo que se fue a la costa y me enviaba postales por Navidad. Tenía unos hermosos ojos azules. Pero a todos les falta algo, incluso a  los guapos. Es como si siempre estuvieran distraídos, como si no lograsen recordar exactamente quiénes son. Miran mucho al cielo. Y pierden el contacto con la realidad. No tienen ni punto de comparación con las mujeres, salvo que son mejores arreglando coches y jugando al fútbol, que es justamente lo que necesitamos para el progreso de la raza humana, ¿verdad?

LA HOMINIZACION

El Sistema, Eduardo Menéndez Salmón, p.301
El momento más emotivo fue contemplar la Tierra hacía dos millones y medio de años, mientras el primer miembro del género Horno alcanzaba a construir un utensilio de piedra, y revivir con él ese minuto prístino de la condición humana: el surgimiento de la idea, el salto exponencial que abría un abismo ante la bestia y gracias al cual el descendiente del mono comprendía que la presencia de un cuerpo o de un objeto no era condición indispensable para garantizar la existencia de ese cuerpo o de ese objeto. Que cuando el resto de la horda desaparecía de su vista, ello no significaba que sus miembros dejaran de existir. Que los animales y los frutos de los que la horda se alimentaba no desaparecían del mundo cuando la horda no los podía oler o tocar. Que, en una palabra, la realidad era independiente de la inteligencia e incluso de los sentidos de la horda. La vivencia de esa conquista, ese éxito del animal capaz de representarse a sí mismo y al mundo que lo contenía como conceptos, los condujo hasta las lágrimas.

MYHYV

Pureza, Jonatham Franzen, p. 475
A propósito del váter, una cosita-me dijo un día, al prin-Siempre levanto el asiento -contesté.
-Ése es el problema.
-Yo creía que el problema eran los tíos que se creen capaces de apuntar para no salpicar el asiento.
-Doy gracias de que no seas uno de ésos. Pero queda una salpicadura.
-También seco el borde.
-No siempre .
-Vale, siempre se puede mejorar.
-Pero no es sólo el borde. Es la cara inferior del borde y las baldosas. Gotitas.
-También lo limpiaré.
-No puedes limpiarlo todo a fondo cada vez que vas al baño. Y no me gusta el olor de la orina seca.
-¡Soy un tío! ¿Qyé se supone que debo hacer?
-¿Sentarte? -sugirió con voz apocada.
Yo sabía que eso no estaba bien, no podía estar bien. Pero a ella le dolió mi silencio y optó por callarse también, pero de un modo más quejoso, con una mirada pétrea, y terminó por importarme más su dolor que mi razón. Le dije que tendría más cuidado, y que si no, empezaría a sentarme, pero ella se dio cuenta de que lo decía con resentimiento, de que me sometía de mala gana, y no podíamos vivir nuestra unión en paz si no estábamos  “Verdaderamente de acuerdo en todo”. Se puso a lloriquear y yo emprendí la larga búsqueda de la razón profunda de su tristeza.
-Yo tengo que sentarme a la fuerza -dijo al fin-. ¿Por qué no puedes sentarte tú? Cada vez que veo la salpicadura no puedo evitar pensar que ser mujer es una injusticia. Tú no sabes lo  injusto que es eso, no tienes ni idea, ni idea.

Se puso a llorar torrencialmente. Mi única posibilidad de detener aquel llanto pasaba por convertirme, ahí mismo, en aquel preciso instante, en una persona capaz de experimentar con la misma intensidad que ella la injusticia de no poder mear de pie. 

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