Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel
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IFIGENIA


Las mil naves, Natalie Hayes, p. 145
De pronto vio destellar el cuchillo de su padre al sol de la mañana y lo comprendió todo, como si un dios hubiera dejado caer las palabras en su cabeza. La traicionera quietud del aire era un designio divino. Artemisa se había ofendido por algo que había hecho su padre, y ahora exigía un sacrificio o no permitiría que las naves zarparan. De modo que no habría matrimonio ni marido para Ifigenia. Ni en ese momento ni nunca. Ella mantuvo la cabeza totalmente clara mientras se le nublaban los sentidos. Oyó el grito de rabia que dejó escapar su madre, aunque de forma muy vaga, como si reverberara en las paredes de una cueva. Los hombres se detuvieron al pie del altar y ella subió los tres escalones desvencijados hacia su padre. No lo reconoció.
Se arrodilló en silencio ante él. Le caían las lágrimas sobre la barba, pero tenía el cuchillo en las manos. Detrás estaba su tío, cuyo cabello pelirrojo brillaba al sol de la mañana. Se fijó en que le tendía una mano a su padre; infundiéndole fuerzas para el acto terrible que estaba a punto de cometer. Ifigenia miró el mar de armaduras de cuero y se preguntó cuál de ellos era Aquiles. A la derecha podía ver a su madre, con la boca abierta en un grito salvaje, pero le zumbaban los oídos y no pudo oír las palabras. Vio que la sujetaban cinco hombres y que uno de ellos le hacía una llave en el cuello. Pero su madre no cayó inerte en los brazos de los hombres; continuó gritando y agitándose aun cuando ya no le quedaba aire en los pulmones.
Muchos de los hombres de las primeras filas apartaron la mirada cuando el cuchillo descendió. E incluso los que no palidecieron apenas pronunciaron una palabra después de lo que vieron. Un soldado aseguró que, en el momento crucial, la joven había desaparecido misteriosamente y había sido reemplazada por un ciervo. Pero ninguno de ellos le hizo caso, ni los que aún no habían combatido en muchas batallas ni los que tenían hijas y habían combatido en demasiadas, porque hasta los que habían mirado para otro lado mientras el cuchillo caía, o habían cerrado los ojos para no ver brotar la sangre del cuello, hasta ellos habían visto el cuerpo blanco y sin vida que yacía a los pies de su propio padre. Y entonces sintieron que los envolvía una suave brisa.

AFRODITA


La mil naves, Natalie Haynes, p. 156
Afrodita, por otro lado, veía cada boda como una pequeña derrota. Tenía en gran consideración el amor, pero no el conyugal. ¿Qué clase de amor era ése? ¿Compañerismo? ¿El  paso previo a tener hijos? Hacía todo lo posible por no resoplar. ¿Qué era el compañerismo al lado de una pasión que lo consumía todo? ¿Quién no cambiaría un marido por un amante que la excitara en lugar de reconfortarla? ¿Quién no querría que su hijo se escabullera de una habitación sin ser visto si eso significaba que su amante podía colarse por otra puerta? Costaba creer que alguien eligiera el amor conyugal por encima de esa clase de deseo indestructible que Afrodita creía que le pertenecía. La gente siempre decía que apreciaba a sus cónyuges, a su prole -ella misma tenía un hijo que le gustaba-, pero Afrodita sabía la verdad. Cuando en la madrugada hombres y mujeres susurraban sus plegarias secretas, se las dirigían a ella. No pedían salud ni una larga vida, como hacían durante las horas del día. Suplicaban para que la fuerza cegadora y ensordecedora de la lujuria se apoderara de ellos y fuera correspondida. Todo lo demás -riqueza, poder, posición- sólo eran accesorios, colocados alrededor de lo que realmente querían, para obstruirlo o disfrazarlo. Y eso no tenía nada que ver con el matrimonio. Podía verse en el rostro de ese pobre tonto vuelto hacia su futura esposa, intentando por todos los medios que se encontraran sus miradas sin conseguirlo. Él sabía lo que era sentir ese deseo, y sabía que el matrimonio no haría nada para calmarlo. Se llevaría a Tetis al lecho, pero su desdén corrompería cualquier placer que podría haber alcanzado con ella. Una ninfa podía amar a un mortal -Afrodita repasó mentalmente la breve lista de ninfas que lo habían hecho: Mérope, Callirhoé, Enone ... -, pero no Tetis, quien no mostraba más que desprecio hacia ese griego.

AQUILES


Las mil naves, Natalie Haynes, p. 121

Aun así, Tetis sabía que una vez que mataran a Héctor, e incorporaran el nombre de Pentesilea a la larga lista de héroes a quien Aquiles había abatido, su hijo no tardaría en cruzar el río Estigia. Y cuando su hijo murió asesinado por Apolo (tal vez engañara a algunos al disfrazarse del adúltero París, pero no a Tetis), ella lloró pese a que siempre había sabido que llegaría ese día. Su cuerpo era tan hermoso que no podía creer que estuviera muerto por una pequeña herida. Una flecha envenenada era todo lo que había necesitado el Arquero para matar a su amado hijo. Y ahora Aquiles vivía en la Isla de los Benditos, y Tetis sabía que se arrepentía de haber tomado la decisión equivocada. Un día Odiseo lo encontraría en el Inframundo y le preguntaría cómo era la muerte, y Aquiles respondería que prefería ser un campesino vivo a un héroe muerto. Que su hijo dijera eso la llenaba de ira y vergüenza. Estaba claro que él era mortal si valoraba su preciosa vida por encima de todo. ¿Cómo podía ser tan estúpido e ingrato cuando ella le había dado tanto? A veces pensaba que no podía conocer a fondo la mente de su hijo porque ella nunca moriría, pero eso sólo la llevaba a despreciarlo más: la sangre de su padre le corría por las venas más de lo que ella había creído. Y entonces lloraba, pero sus lágrimas no sabían a nada.


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