Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel
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LA CATRINA


Alguien camina sobre tu tumba, Mariana Enriquez, p. 134

Las calacas son esqueletos decorativos, que se usan para la celebración del Día de Muertos, pero se consiguen todo el año: la artesanía de muertos es apabullante. Los alfeñiques son dulces que se ofrecen a los muertos y a los vivos, cráneos o calaveritas de azúcar o de pasta de almendra decorados con nombres de difuntos, también angelitos o pequeños ataúdes con el muertito dentro (con frecuencia, rellenos de miel). La flor de cempasúchil es la que se usa para decorar los altares del Día de Muertos y también las tumbas. Es una flor de un amarillo intenso, anaranjado, y sus pétalos se arrancan para dibujar caminos en los cementerios o en las casas, pequeños caminos amarillos que guían al alma de vuelta al hogar o al panteón. El pan de muerto es una rosca que se come para esta fecha y se cocina diferente en distintos lugares: puede ser circular, puede tener alguna forma -de esqueleto, por ejemplo-, puede  tener azúcar. La Catrina es una calavera que dibujó originalmente el extraordinario ilustrador José Guadalupe Posada.  Entonces, a principios del siglo XX, se llamó Calavera Garbancera y era una especie de denuncia de los mexicanos pobres que andaban desnudos -la calavera está desnuda-, pero usaban sombrero: gente de sangre indígena que pretendía ser europea y renegaba de su cultura. Diego Rivera la bautizó Catrina para su mural de los años cuarenta Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central· ahí esta la Catrina, elegante, vestida de blanco, junto a Frida Kahlo. Leí mucho sobre el Día de Muertos, vi muchas fotos, pero no me lo puedo imaginar. Sé lo que sucede: las almas

regresan a la casa de los parientes a comer con los familiares vivos. Las familias, para recibirlos, les preparan altares que tienen el color de las flores de cempasúchil, agua –los muertos están terriblemente sedientos-, queman copal para ahuyentar a los malos espíritus que puedan andar por la casa, ponen sal para que el cuerpo no se descomponga y velas para que sienta la luz y el calor y se acerque, hay calaveras de azúcar y otro tipo de comida -mole, según leí, en muchas comunidades indígenas y rurales-, alcohol -el trago favorito del muerto-, cigarrillos, una cruz grande de ceniza y el papel picado. N o es el papel picado que conocemos en Argentina, pedacitos de papel para tirar al aire en señal de celebración, sino un papel especial, troquelado artesanalmente, de diferentes colores, de diferentes tamaños (algunos enormes, como cortinas), con diferentes figuras: calaveras revolucionarias, calaveras que bailan, Catrinas, a veces sencillamente una trama, un adorno. Se produce tanto que se pueden hacer pedidos especiales. Este papel se vende todo el año y en la calle se pueden ver anuncios que dicen «papel de muerto”; es muy extraño.

Entonces, las almas vienen y comen y es noche de fiesta. Después, se arreglan las tumbas, las familias se quedan unas horas en el cementerio -las tumbas decoradas con velas, con flores amarillas, con cruces, con papel de muerto que flamea- y probablemente hay misa o algún servicio religioso.


MEXICAS


La serpiente emplumada, DH Lawrence
Para ella aquellos criados eran la representación genuina de los indígenas. Los hombres siempre juntos, hermosos, erguidos, con sus grandes sombreros, con su impasibilidad de reptil. Las mujeres aparte, suaves, envueltas en sus rebozos. Los hombres y las mujeres siempre se volvían la espalda como si no quisieran enfrentarse. No coqueteaban, no flirteaban, únicamente se advertía de cuando en cuando una mirada rápida de deseo.
Las mujeres, por lo general, procuraban salirse siempre con la suya, dirigir y manejar a los hombres. Y éstos no prestaban gran atención al manejo. Y siempre eran las mujeres las que deseaban a los hombres. Las indígenas solían bañarse en un extremo de la playa, con el pelo suelto y una camisa o una faldilla. Los hombres no se fijaban en ellas. Ni siquiera dirigían la mirada a aquel rincón. No les importaban más que si hubiesen sido unos animalitos que jugueteasen en el agua. Dejaban para las mujeres una parte del lago en la que ellas disfrutaban de libertad y aislamiento.
Las mujeres de los peones iban de un lado para otro envueltas en los rebozos, balanceando las voluminosas faldas, charlando como pájaros. O se sentaban junto al lago con el pelo suelto. O bien paseaban lánguidamente con un cántaro en la cabeza y un brazo en alto sosteniendo el asa. Tenían que acarrear el agua desde el lago a las casas porque no la había canalizada en el pueblo. Los domingos por la tarde se solían sentar a la puerta de la casa y se dedicaban a  espulgarse unas a otras. Las bellezas más lucidas, las que tenían el cabello más negro y más rizado, eran precisamente las que se espulgaban con más cuidado. Parecía un verdadero rito.
Los hombres eran las figuras preeminentes, los que dominaban. Por lo general se reunían en grupos, en silencio o hablando pausadamente, siempre de pie o sentados lejos los unos de los otros. No era raro ver apoyado en una esquina un hombre solitario envuelto en su sarape y que se pasaba así horas y horas. También solía verse a algunos tumbados en la playa como si las aguas del lago los hubieran echado allí. Impasibles, inmóviles, sentábanse en los bancos de la plaza y no se dirigían la palabra.

MEXICO


La serpiente emplumada; DH Lawrence, p. 107
¡México! ... Gran país, abrupto, árido, salvaje. Con paisajes espléndidos donde, entre el destrozo y la ruina, se conservan las iglesias con sus ábsides que parecen enormes tumores prontos a reventar, con sus campanarios semejantes a pagodas de una raza legendaria. Ricas iglesias que vigilan por encima de las chozas y los refugios de paja de los indígenas, lo mismo que fantasmas que esperan ser aniquilados.
Y las nobles haciendas en ruinas, con las avenidas devastadas que conducen a su antiguo esplendor.
Y las ciudades mexicanas, grandes y pequeñas, que los españoles hicieron surgir de la nada; piedras que viven y mueren con el espíritu que animó a los que les dieron forma: el espíritu de los españoles desaparece de México y con él las piedras de los edificios. Los indígenas se deslizan como sombras hasta el centro de las plazas, y los edificios españoles continúan en pie en medio de una inenarrable desolación solitaria y seca.
¡La raza vencida!. .. Cortés llegó allí con su espuela de acero y con su voluntad férrea, en conquistador. Pero una raza conquistada, a menos que se le injerte un nuevo ideal, va chupando poco a poco la sangre de los conquistadores en el silencio de una noche misteriosa y con voluntad tenaz y desesperada. Ahora la raza de los conquistadores de México es blanda y sin médula, y sus hijos lloran con desesperanza imposible. ¿Será consecuencia de la sombría negación del continente?

MEXICANAS


La serpiente emplumada, DH Lawrence, p. 105
Las mujeres eran también lo mismo. Con sus largas faldas y los pies descalzos, el gran chal oscuro que se llama rebozo a la cabeza y ajustado a los hombros, hacían el efecto de ser la imagen de la sumisión salvaje y de encarnar esa feminidad primitiva del mundo tan conmovedora y tan lejos de nosotros. Muchas de ellas arrodilladas y arrebujadas en los rebozos azules, se agrupaban en una iglesia sombría, poniendo la nota clara de sus faldas en el suelo y orando con devoción temerosa y extática. El espectáculo de una de estas iglesias llenas de mujeres humilladas implorando alguna gracia, acurrucadas como seres no creados, le causaba a Kate repugnancia y al mismo tiempo cierta ternura.
Tenían el pelo negro y mal peinado, casi siempre lleno de liendres; solían llevar a los chiquillos colgados como una calabaza en el chal terciado en los hombros, los pies y piernas siempre sucios, y se movían con ondulación de reptil bajo las largas faldas de algodón, también sucias. Y los ojos oscuros de los seres a medio crear, dulces, suplicantes pero con una vislumbre de insolencia. Y una especie de temor de no ser capaces de llegar a la completa creación, unido a la recelosas, estos grandes y más temerarios. Pero los ojos de todos, sin pupila, semejaban el abismo donde se conservaba todo el mal y toda la insolencia.
Y a veces se preguntaba si América no sería el gran continente de la muerte, la gran negación frente a la afirmación de Europa, de Asia y hasta de África. ¿Sería efectivamente el gran crisol donde se fundían los hombres de los continentes creadores, no para una nueva creación sino para mezclarse en la homogeneidad de la muerte? ¿Sería esta la razón de ser de América? ¿Era el continente de la muerte; el destinado a destruir todo lo que crearon los demás continentes; aquel  cuyo espíritu luchaba pura y simplemente por alejarse de Dios?

MEXICANOS


La serpiente emplumada, DH Lawrence, p. 104
Los hombres del norte, derechos, salvajes, morenos; los casi siempre degenerados del valle de México con la cabeza metida por el centro del poncho; los grandes y fuertes de Tlascala vendiendo helados, bollos y panecillos; los indios vivos como arañas, en Oaxaca, los indígenas de la región de Veracruz con su tipo chino; los rostros oscuros y los grandes ojos negros de los naturales de Sinaloa; los tipos espléndidos de Jalisco con su manta roja echada sobre el hombro ...
Todos ellos de tribus diferentes y de distinta lengua y tan extranjeros unos para otros como lo son entre sí los franceses, los ingleses y los alemanes. ¡México!. .. No es en realidad el embrión de una nación: de aquí el afán rabioso de nacionalismo de unos cuantos. No es una raza.
Y sin embargo es un pueblo. Posee cierta cualidad india común a todos. Lo mismo los individuos de blusa azul y gran sombrero, de México, que los de hermosas piernas y pantalones ceñidos, o los labradores de calzones blancos ... todos tienen algo misterioso que les es común: el modo de andar cadencioso; el porte, las piernas separadas de la cadera con la rodilla en alto, el paso menudo. El balanceo airoso del sombrero, los hombros anchos con el sarape plegado como un manto real. Y la mayoría hermosos, con la piel curtida suave y llena de vida, la cabeza bien colocada, la cabellera negra que brilla como un rico plumaje, los grandes ojos chispeantes que se fijan con expresión intrigada sin que se vea su pupila; su sonrisa brusca, encantadora, siempre que se les haya sonreído antes, pero que no les hace cambiar de actitud.
También debía recordar la gran cantidad de individuos pequeños, con aspecto insignificante muchas veces, algunos con costras de suciedad, que miraban con hostilidad seca y fría y que andaban con pasos silenciosos, como sí fueran gatos. Individuos venenosos, flacos, fríos, parecidos a escorpiones y tan peligrosos como ellos.
Y las caras verdaderamente terribles de algunos tipos de la ciudad, tumefactas a consecuencia del veneno del tequila y con los ojos un poco vidriosos y como sí mirasen a través de un velo de maldad. En ninguna parte había encontrado rostros en los que se pintase el mal con tanta claridad como los que se veían en México.

VIVA MEXICO

Dos veces única, Elena Poniatowska, p. 219-220
Despechada y corajuda, Lupe lamenta la nula recepción de su obra y ella, que tanta radio escucha, no se entera del decreto de expropiación petrolera de Lázaro Cárdenas la noche del 18 de marzo de 1938. La decisión de Cárdenas le devuelve a México el petróleo confiscado por compañías disfrazadas de mexicanas, El Águila o la Huasteca,  que en realidad son la Standard OU y la Shell. Cárdenas contó con el apoyo de la CTM (Confederación de Trabajadores de México) de Vicente Lombardo Toledano, por quien Lupe no siente la más mínima simpatía.

Lupe no entiende el entusiasmo de Frida, que le cuenta que Cárdenas la emocionó hasta las lágrimas al oírlo por radio: «Pido a la nación entera un respaldo moral y material suficiente para llevar a cabo una resolución tan justificada, tan trascendente y tan indispensable». «¿Te das cuenta, Lupe? Parece que a Bellas Artes llegaron campesinos con su gallina, una canasta de huevos, lo que fuera con tal de dárselos a doña Amalia para pagar la deuda.» 

MEXICO

Viva, Patrick Deville, p. 82-83
Cave un hoyo. Meta una piña. No deje aflorar más que el copete de hojas picudas, como una roseta. Usted tiene a sus pies una especie de agave en versión bonsái. Puede retirar la piña. Eso no crecerá jamás. Era sólo para darle una idea del crecimiento del agave según Rogelio Luna Zamora: si eso fuera un agave azul, Tequilana Weber azul, al cabo de algunos años usted estaría contemplando sus hojas aceradas en contrapicado.
Se conocen decenas de especies de agaves, y los indios los llamaban «magueyes». Ellos sacaban de la planta una buena parte de su vida material y de sus bebidas alcoh6licas. Al igual que el cactus candelabro, el agave se ríe de los suelos pobres y pedregosos sobre los que nada más crece. Se le ve expandirse por las zonas áridas alrededor de Guadalajara, cuya etimología árabe muestra bien que este valle de piedras del estado de Jalisco, en torno a las ciudades de Amatitán, Tequila y el Arenal y sobre todo en la región de Los Altos, no es un paraíso. Sobre estos altiplanos desérticos, que forman los paisajes de los libros de Juan Rulfo, entre este polvo amarillo embebido de sangre de contrarrevolucionarios cristeros a principios de los años veinte, por estos pueblos fantasma donde balbucean los muertos en Pedro Páramo y El llano en llamas. En el aire azul y transparente, los huizaches retuercen sus delgadas ramas como bajo una tormenta. No se retoza con las ninfas de grandes senos blancos en los campos de agave, como se haría en medio de las vifi.as. Baco no los elegiría para sus siestas legendarias y priápicas. El agave pincha de veras, araña y desgarra. Los dioses de los indios no le tienen miedo a la sangre. De las largas hojas carnosas erizadas de puntas se sacan los clavos y las agujas de coser. Aplastadas de cierta manera dan una espuma con la que se hace jabón, y de otra manera, las fibras tipo sisal que se usan para tejer tapices y hamacas. Su tallo da para hacer navajas de afeitar, y su savia, una melaza, el aguamiel, y, por evaporaci6n, azúcar. Todo eso al aire libre y durante años, como si fuera un cajero automático colectivo puesto en medio del pueblo.

Pero lo más importante madura en la oscuridad. Cuando la planta por fin florece, muere. Ése es, según los botánicos, el banal destino de las plantas monocárpicas. Ésa era la buena voluntad de los dioses, según los indios: la floración anunciaba sus libaciones.

CRISTEROS

El testigo, Juan Villoro, p. 233
Entre las fotos de los cristeros, le sorprendió una en que se fusilaban relojes para detener el tiempo de la historia. El pueblo en armas de Cristo Rey fue dueño de su tiempo por tres años. Luego desapareció de la memoria oficial. Seguramente, la vocación de martirio facilitó la derrota. Julio leyó en la carta de un combatiente: «¡Qué fácil está el cielo ahora!11 Una fra.se celebratoria, escrita por alguien más dispuesto a morir que a luchar. La vida ultraterrena era recompensa suficiente.
En un país de caudillos, a los cristeros les faltaron jefes. Aunque algunos sacerdotes fueron comandantes decisivos y se contrató a Gorostieta para definir la táctica militar, en esencia no hubo otro líder que Cristo. Costaba trabajo describir esa rebelión sin mayor estrategia que las tropas articuladas por el repicar de los campanarios.

En otra carta leyó que un batallón no se preocupaba de no haber comulgado porque muy pronto recibiría el bautizo de la sangre. La felicidad de la muerte o su conversión en hecho sacramental resultaban intolerables para Julio. Se senda revisando testimonios talibanes después del 11 de septiembre. Al mismo tiempo, no podía ser indiferente ante la veracidad del sufrimiento, la inocencia de esas voces, la pureza y la severa necesidad de su fe. En el país derrotado por esa guerra surgió el PAN, la opción política de los católicos, que sin embargo ya era difícil asociar con los cristeros.

AMERICAAANOS

De Si viviéramos en un país normal de Juan Pablo Villalobos, p. 62-63
En Estados Unidos no había basura, todo estaba reluciente, igualito que en la televisión. La gente no era puerca, no tiraba la basura en la calle, todos la depositaban en su lugar, en unos botes de colores que servían para clasificar los desechos. El bote para las cáscaras de plátano. El bote para las latas de refresco de color rojo. El bote para los huesos de pollo del Kentucky Fried Chicken. El bote para el papel higiénico embarrado de mierda. Unos botes  gigantescos para las cosas viejas y pasadas de moda que se habían convertido en una vergüenza para sus ex propietarios. Era tan impresionante que incluso tú, que nomás estabas de vacaciones, tampoco tirabas la basura a la calle.
Además, era imposible que te enfermaras por comer en un restaurante, no era como aquí, que ibas a comer tacos y te daban tacos de perro y el taquero se limpiaba el sobaco con la misma mano con la que agarraba las tortillas. Había unos restaurantes donde pagabas un refresco y luego te servías todas las veces que quisieras, era increíble, te tomabas ochenta coca-colas por el precio de una. Y te regalaban unos sobrecitos con catsup, con mayonesa, con salsa de barbacoa, unos sobrecitos que te podías traer de recuerdo para regalárselos a tus amigos o a ese vecino pobre al que tenías tantas ganas de humillar porque ni siquiera conocía León, el muy zarrapastroso.

Pero había que hablar inglés, eso sí, aunque hubiera un chingo de mexicanos, lo importante era hablar inglés, para que supieran que estabas de vacaciones con ganas de gastar dinero, porque los gringos bien que sabían diferenciar a los invasores de los turistas, veías cómo les cambiaba la cara cuando tu papá sacaba la cartera repleta de dólares, porque eso sí, allá no eran racistas, allá no importaba que estuvieras prietito, allá nomás contaba la lana, si eras trabajador y habías ganado mucho dinero te respetaban, por eso eran un país de verdad, no como aquí, donde todo el tiempo todo el mundo estaba tratando de chingarte la existencia.
Foto de Juan Rulfo

TOROS EN MEXICO

De Si viviérmos en un país normal de Juan Pablo Villalobos, p.50-51
Aprovechemos la reaparición de los bovinos para definir, de una vez. por todas y en una frase, el carácter folclórico del lugar donde vivíamos: en Lagos, a las vacas las inseminábamos y a los toros los coleábamos. Felizmente, sólo una vez en mi vida tuve que ir a una charreada, fue una excursión escolar, una sesión de adoctrinamiento nacionalista. ¿Y si los bovinos y los equinos se enteraran de que además de estarlos chingue y chingue los usamos como símbolo de nuestras tradiciones? Que le pregunten a un caballo o a una vaca si sabe lo que es un país. Salía corriendo un toro desprevenido al lienzo y el charro lo perseguía a caballo. Mientras el toro trataba de asimilar la existencia de las gradas y  el público, el charro lo agarraba de la cola e intentaba derribarlo. Si lo conseguía: aplausos. Si no: murmullos. Si el toro caía bonito: ovación. El azotar del animal como categoría estética. Así pasaron las horas, en el coleadero. También había otras suertes: salía un toro distraído al lienzo y un charro que lo esperaba a pie intentaba lazado. Si lo lazaba de las patas traseras eso se llamaba un pial. Si lo lazaba de las manos, una mangana. Si el charro no conseguía lazar al animal es porque era pendejo. Me imagino que la emoción radicaba en el peligro, en que algo pudiera salir mal y la charreada terminara en tragedia. Que el toro embistiera al charro y lo despanzurrara. Que el caballo se pusiera histérico y desnucara al charro. Que toro y caballo organizaran un complot para asesinar al charro de manera sangrienta -cuando se enteraran de la existencia de México, por ejemplo. Que el charro perdiera el control de la reata y ahorcara a un espectador, a un niño, para que la cosa fuera más escandalosa y pudiera contarse durante décadas, de generación en generación. Y todo esto por el puro gusto de mantener vivas las tradiciones.

WIKIPEDIA

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