Te quiero más que a la salvación de mi alma

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Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel
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LUNA


Cuchillo, Salman Rushdie, p. 21

En mí novela Ciudad Victoria los primeros reyes del imperio indio de Bisnaga aseguran ser descendientes del dios Luna y, en consecuencia, formar parte de la llamada «estirpe lunar», entre cuyos miembros se cuentan Krishna y el poderoso guerrero Arjuna del Mahabharata. A mí me gustaba la idea de que, en lugar de que simples terráqueos hubieran viajado a nuestro satélite en una nave curiosamente bautizada con el nombre del dios sol Apolo, hubieran sido divinidades lunares las que descendieran al planeta Tierra. Estuve un rato allÍ de pie, al claro de luna, y pensé en asuntos lunares. Por ejemplo, en la anécdota apócrifa de Neil Armstrong al poner el pie en la luna y decir por la bajo: «Buena suerte, señor Gorsky», porque, según parece, siendo apenas un muchacho en su Ohio natal, oyó discutir al matrimonio Gorsky por el deseo del señor G de que le hicieran una felación. La señora Gorsky, se dice, le respondió: «Pues tendrás que esperar a que el chico de al lado llegue a la luna». La anécdota, lamentablemente, no era verídica, pero mí amiga Allegra Huston había hecho una divertida película sobre el particular.

Pensé también en «La distancia hasta la luna», un relato de !talo Calvino perteneciente a Cosmicomics, acerca de una época en que el satélite estaba mucho más cercano a la Tierra que ahora y los enamorados podían alcanzarlo de un salto para sus citas lunares.

Y pensé en Billy Boy, de Tex Avery, los dibujos animados donde el pequeño macho cabrío se come la luna.

Mi cabeza funciona así, por libre asociación.


INCIPIT 1.469. CUCHILLO / SALMAN RUSHDIE


CUCHILLO

A las once menos cuarto del 12 de agosto de 2022, un soleado viernes por la mañana en el norte del estado de Nueva York, fui agredido y casi asesinado por un joven armado con un cuchillo poco después de subir yo al escenario del anfiteatro de Chautauqua para hablar de la importancia de mantener a los escritores a salvo de todo riesgo.

Yo estaba con Henry Reese, creador junto con su esposa, Diane Sarnuels, del proyecto Ciudad Asilo de Pittsburgh, que brinda refugio a una serie de escritores cuya seguridad corre peligro en sus países respectivos. Era de esto de lo que íbamos a hablar en Chautauqua Henry y yo: de la creación en Norteamérica de espacios seguros para autores extranjeros, y de mi implicación en los inicios de dicho proyecto. La charla formaba parte de una semana de actos en la Chautauqua Institution bajo el lema: «Más que un refugio: Redefinir el hogar norteamericano”.

La conversación entre ambos no tuvo lugar. Como iba a descubrir enseguida, aquel día el anfiteatro no era un espacio seguro para mí.

Todavía veo el momento a cámara lenta. Sigo con la mirada al hombre que se destaca de entre el público y corre hacia mí. Veo cada paso de su precipitada carrera. Me veo a mí mismo poniéndome de pie y volviéndome hacia él. (Continúo de cara a él. En ningún momento le doy la espalda.


SALMAN


Cuchillo, Salman Rushdie, p. 80

Día 7, a las once de la mañana, Eliza me puso su portátil delante para que viera a amigos y aliados congregarse en los escalones de la Biblioteca Pública de Nueva York en un acto de solidaridad. Justo una semana antes, yo estaba tendido en el escenario de aquel anfiteatro de Chautauqua, pensando que me moría, intentando no morir. Y ahora cientos de personas se hallaban reunidas en la Quinta Avenida «apoyando a Salman». Estaba mi amigo el maravilloso novelista Colurn McCann, diciendo de mí “Je suis Salman” tal como yo y muchos otros, a raíz de los asesinatos de dibujantes de Charlie Hebdo el 7 de enero de 2015, habíamos dicho “Je suis Charlie”. Fue muy emocionante y a la vez extraño, convertirse en eslogan.

Suzanne Nossel, CEO de PEN América, la organización de escritores de la que yo era expresidente, hizo apasionados comentarios. «Cuando el asesino potencial hundió su cuchillo en el cuello de Salman Rushdie, hizo algo más que perforar la carne de un renombrado autor. Hendió el tiempo, volviéndonos a todos bruscamente conscientes de que los horrores del pasado no habían quedado en absoluto atrás. Cruzó líneas fronterizas haciendo posible que el largo brazo de un gobierno vengativo llegara hasta un remanso de paz. Pinchó nuestra serenidad, nos dejó despiertos por la noche contemplando el absoluto horror de aquellos momentos sobre el escenario, en Chautauqua. E hizo añicos nuestra confortabilidad, obligándonos a considerar lo frágil de la libertad que disfrutamos». Esta alocución -y las que siguieron- me dejó al borde del llanto, pero también pensé: «No le atribuyas tanto poder, Suzanne. Nosotros no nos dejarnos destrozar tan fácilmente. No hagas que ese joven parezca un ángel exterminador. Solo es un pobre payaso que tuvo un golpe de suerte».

Hubo más de una docena de oradores, entre ellos amigos queridos como Kiran Desai, Paul Auster, A.M. Holmes o Francesco Clemente.


PAUL AUSTER


Cuchillo, Salman Rushdie, p. 170

Fui a visitar a Paul Auster en su casa de Park Slope, en Brooklyn. Qué mal año había tenido: primero la muerte de su nieta y luego la de su hijo. Y ahora el cáncer. Paul había empezado quimioterapia y ya no tenía pelo, él, que siempre había lucido un pelo precioso. Ahora se cubría la cabeza con una gorra. Estaba más delgado. Pero mantenía el buen ánimo. Tenían que darle cuatro dosis de quimio en intervalos de tres semanas, además de inmunoterapia. Confiaban en que así se reduciría el tumor. Después de eso, cuatro o seis semanas para recuperarse de los efectos debilitadores de la quimioterapia, y después, confiaba él, al quirófano. La operación requiriría extirpar dos de los tres lóbulos de uno de los pulmones, Le recordé que el dramaturgo y más tarde presidente checo Václav Havel, también fumador empedernido, acabó con la mitad de un pulmón tras ser intervenido, pero que se las apañó bastante bien así. Paul se echó a reír y dijo que esperaba salir mejor parado. Fue estupendo verle y oírle reír. Me alegró que se mostrara optimista. Pero el cáncer es muy traicionero. Solo puedes cruzar los dedos y esperar que la suerte te acompañe.


LA PANDEMIA


Los lenguajes de la verdad, Salman Rushydie, p. 475

Yo no me creí nada, ni lo del castigo divino o terrenal, ni los sueños de un futuro mejor. Muchas personas quisieron creer que algo bueno saldría del horror, que como especie aprenderíamos de alguna manera lecciones virtuosas y saldríamos del capullo del confinamiento como espléndidas mariposas de la Nueva Era, y crearíamos sociedades más amables, más gentiles, menos codiciosas, más prudentes desde el punto de vista ecológico, menos racistas, menos capitalistas y más inclusivas. Esto me pareció, y me sigue pareciendo, un pensamiento utópico. No vi que el coronavirus fuera un presagio del socialismo. Las estructuras del poder mundial y quienes se benefician de ellas no se rendirían fácilmente a un nuevo idealismo. No pude evitar que me chocara nuestra necesidad de imaginar que algo bueno pudiera salir de lo malo. En Europa en la época de la peste negra, y más tarde en  Londres durante la Gran Peste, no hubo tantas personas tratando de ver el lado positivo. Estaban demasiado ocupadas intentando no morir. Al igual que los personajes del spin-off de Eric Idle Monty Python's Spamalot, no estar muerto era todo lo que había que celebrar:

Aún no estoy muerto,

puedo bailar y cantar.

Aún no estoy muerto,

puedo danzar el Highland Fling.

Aún no estoy muerto,

no es necesario que me vaya a la cama.

No hace falta que llame al médico

porque aún no estoy muerto.


HAMLET


Los lenguajes de la verdad, Salman Rushdie, p. 271

Hace algunos años inicié a Christopher Hitchens en un juego literario bastante tonto: rebautizar las obras de Shakespeare a la manera de las novelas de Robert Ludlum (El intercambio Rhinemann, El caso Bourne, El pacto de Holcroft). Esto nos lleva, por ejemplo, a La sanción Rialto (El mercader de Venecia), La implicación del pañuelo (Otelo) y La forestación de Dunsinane (Macbeth). Y Hamlet se convertiría en La indecisión de Elsinor.

En Hamlet, la pregunta se refiere a los interminables aplazamientos del príncipe de Dinamarca, que se prolongan lo suficiente para convertirla en la obra más larga de Shakespeare. ¿Por qué, entonces, después de que el fantasma de su padre le diga claramente cómo murió, Hamlet pospone tanto su venganza? ¿Por qué tantas incertidumbres y divagaciones? En este caso, el propio autor proporciona la respuesta. Hamlet es víctima de la pereza.

“De poco tiempo a esta parte -el porqué es lo que ignoro- he perdido completamente la alegría, he abandonado todas mis habituales ocupaciones, y, a la verdad, todo ello me pone de un humor tan sombrío, que esta admirable fábrica, la tierra, me parece un estéril promontorio; ese dosel magnífico de los cielos, la atmósfera, ese espléndido firmamento que allí veis suspendido, esa majestuosa bóveda tachonada de ascuas de oro, todo eso no me parece más que una hedionda y pestilente aglomeración de vapores. ¡Qué obra maestra es el hombre! ¡Cuán noble por su razón! ¡Cuán infinito en facultades! En su forma y movimientos, ¡cuán expresivo y-maravilloso! En sus acciones, ¡qué parecido a un ángel! En su inteligencia, ¡qué semejante a un dios! ¡La maravilla del mundo! ¡El arquetipo de los seres! Y, sin embargo, ¿qué es para mí esa quinta esencia del polvo? No me deleita el hombre, no, ni la mujer tampoco ...”


PROTEO


Los lenguajes de la verdad, Salman Rushdie, p. 62
Cada vez que llamo a la puerta de mi estudio, y me concedo permiso para entrar, doy gracias a mi Shakespeare de metal de dos centímetros y medio por su idea de lo proteico. Puede que solo sea un adorno de la puerta, pero en mi opinión sabe algo. Recordemos a Proteo, el Anciano del Mar, «Proteo, el de la tez verde marino, [que] surca la vasta mar a bordo de su carro llevado por peces y por un tiro de corceles de dos patas», escribe Virgilio en las Geórgicas. Proteo, que conocía todo lo que había existido en el pasado, todo lo que existía y todo lo que estaba por venir, era reticente a contar a nadie sus conocimientos, y adoptaba formas nuevas para evitar revelar sus secretos. Se podía convertir en «joven, en león, en jabalí, en serpiente, en toro, en piedra, en árbol, en agua, en llama o en lo que le plazca». Pero no siempre ocultaba la verdad; a veces también la desvelaba; por ejemplo, cuando explica al mortal Peleo cómo capturar a la ninfa marina Tetis, la hermosa nereida de pies plateados Tetis, que también era capaz de cambiar de forma; «por mucho que la ninfa adopte cien formas engañosas -aconseja Proteo a Peleo en las Metamorfosis de Ovidio-, evita que se te escape, y mantenla cerca de ti, hasta que vuelva a adoptar la forma que tenía de inicio». Peleo sigue esas instrucciones y captura a Tetis, y el magnífico resultado de su acoplamiento es Aquiles, aunque Tetis sabe que no ha sido seducida sin ayuda -«no sabes conquistar sin asistencia de los dioses», le dice a Peleo-, pero ya es demasiado tarde, Aquiles ya está de camino, gracias a las revelaciones del metamórfico Proteo, y es esta la idea de lo proteico que me gusta: no la que esconde, sino la que revela. Eso hacía Shakespeare, que conocía todo lo que había existido, todo lo que existía y todo lo que estaba por venir, y usaba su arte cambiante para desvelarlo todo: tanto el presente como el futuro y el pasado.

SALIGIA


Los lenguajes de la verdad, Salman Rushdie, p. 263

«Saligia» son los siete pecados capitales en uno. Me la imagino como una criatura grotesca de Fellini, voluminosa y carnosa, que se bambolea cuando ríe. La cámara desciende hacia ella y ella le presenta su enorme busto. Tiene mala dentadura y el pelo negro y grasiento recogido en un moño. Si fuera una escultura, tendría que ser de Fernando Botero, el escultor colombiano de personas (y animales) de tamaño descomunal. Aterroriza a los adolescentes, tal vez en Rímini, la ciudad natal de Federico Fellini, o en alguna otra que se le parece, pero esos mismos adolescentes se sienten inexorablemente atraídos por ella, por el perfume que emanan sus poderosos pechos. Ella los inicia en los misterios de la carne, y sus hermanas son Cabiria, Volpina y compañía. Extiende los brazos hacia nosotros y estamos perdidos.

Probablemente nació en el siglo XIII. En 1271 aparece impresa en la Summa hostiensis de un tal Henricus de Bartholomaeis, un hombre de la ciudad portuaria de Ostia donde, siglos más tarde, la prostituta Cabiria ejercería su oficio de noche en la película de Fellini. Bartholomaeis creó a Saligia al revisar el orden tradicional de los siete pecados capitales, que se estableció en el siglo VI d. C. en la Magna Moralia de Gregorio Magno: superbia, invidia, ira, avaritia, accidia, gula, luxuria. Soberbia, envidia, ira, avaricia, pereza, gula y lujuria. Estos son sus siete elementos, pero en la relación de Gregorio -SIIAAGLaún no se distinguen. Es Bartholomaeis quien le da vida reordenando su ADN. Él es su Crick y Watson, su Pigmalión. Soberbia, avaricia, lujuria, envidia, gula, ira y pereza: esa es, según el hombre de Ostia, la secuencia que descifra su código genético. Superbia, avaritia, luxuria, invidia, gula, ira, accidia: el acrónimo le da vida a Saligia de una forma gráfica y tangible.


LA PANDEMIA


Los lenguajes de la verdad, Salman Rushdie, p. 482

Cuando recuperé la salud y las fuerzas, recorrí las calles, debidamente protegido con mascarilla y guantes, con la intención de restaurar mi relación con esta ciudad, Nueva York, a la que siempre he querido desde que la visité por primera vez a principios de los años setenta. Encontrarme completamente solo en el gran vestíbulo de la Grand Central Station me produjo una sensación sobrecogedora. Vi el corazón segado en el césped de Bryant Park como homenaje a los trabajadores esenciales, la Quinta Avenida vacía, y a un caballero de pelo blanco sentado en un banco de Madison Square Park que tocaba tranquilamente la guitarra. Vi una Times Square desierta. Y presenté mis respetos a la tienda de delicatessen que había sido el legendario Max's Kansas City. Ahora estaba cerrada, como había cerrado el club nocturno mucho antes. ¿Volvería a abrir? Era imposible saberlo. Tal vez el pasado retornaría como por arte de magia y los fantasmas de Lou Reed y la Velvet Underground volverían a tocar en el piso de arriba, Bowie y Warhol se sentarían en la trastienda, y Debbie Harry serviría mesas.

Luego la ciudad volvió a cambiar, coincidiendo con una segunda crisis, y durante un tiempo, al menos, fue como si la pandemia hubiera dejado de existir.


GARCIA MARQUEZ


Los lenguajes de la verdad, Salman Rushdie, p. 178

Abrí el libro allí mismo, en la librería, esperando, sinceramente, encontrarme con un tedio insufrible, y por primera vez leí, y me pareció escuchar, esas palabras ya mundialmente famosas:

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macando era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.

En la primera página, debajo de los datos biográficos del autor, escribí la fecha en que compré el libro, y por eso estoy seguro de que fue el 13 de marzo de 1975, el mismo mes en que se publicó mi novela. Todavía conservo ese ejemplar, aunque desde entonces he comprado otros muchos, para mí y para regalar, porque lo que me ocurrió a mí aquel día les sucedió a millones de personas al leer esas palabras. Me enamoré perdidamente, y ese amor ya hace más de cuarenta años que dura, sin mengua. Aquellos campesinos eran todo menos miserables, y el título de la sobrecubierta, que al principio me había parecido tan inhóspito, ahora era como una promesa de prolongados deleites, promesa que las páginas siguientes cumplirían ampliamente.

Yo no sabía casi nada del mundo literario latinoamericano en el que acababa de entrar, ni de la realidad de la que surgía. En el momento de nuestro primer encuentro, no me importó. Reaccioné con la simple franqueza, la feliz inocencia del lector abrumado e iluminado por la belleza y la comicidad del texto:

Los niños habían de recordar por el resto de su vida la augusta solemnidad con que su padre se sentó a la cabecera de la mesa, temblando de fiebre, devastado por la prolongada vigilia y por el encono de su imaginación, y les reveló su descubrimiento:

-La tierra es redonda como una naranja.

Úrsula perdió la paciencia.

-¡Si has de volverte loco, vuélvete tú solo! -gritó-. Pero no trates de inculcar a los niños tus ideas de gitano.


ENTROPIA, PYNCHON


Los lenguajes de la verdad, Salman Rushdie, p. 267

Las dos grandes ideas opuestas en la obra del solitario novelista estadounidense Thomas Pynchon son la paranoia y la entropía. Sus numerosos personajes paranoicos, como Herbert Stencil en V. y casi todos los de La subasta del lote 49, están convencidos de que se les oculta la verdadera forma y el verdadero significado del mundo, y que unas fuerzas colosales -Gobiernos, empresas, extraterrestres- están actuando y manejan el mundo al mismo tiempo que ocultan su existencia tras pantallas impenetrables. Estos personajes existen en contraposición con otro grupo de arquetipos, como el marinero Benny Profane y sus amigos de «Toda la tripulación enferma» en V., para quienes la vida parece ser una fiesta de la cerveza que va decayendo lenta y casi catatónicamente sin llegar nunca a acabar.

La segunda ley de la termodinámica nos dice que el calor siempre fluye del objeto más caliente al más frío, de modo que, gradualmente, el más caliente se vuelve menos caliente y el más frío se calienta más. Cuando este principio se aplica a escala universal, se da a entender que  la energía calorífica de todos  los objetos calientes -es decir, las estrellas- se disipará lentamente, extendiéndose a la materia menos caliente, hasta que, al final, toda la materia del universo estará a la misma temperatura y no quedará energía utilizable. Todo el cosmos será víctima de un enervamiento terminal. Esto es lo que William Thomson, el primer barón Kelvin ( una persona de carne y hueso, y no una invención pynchoniana) describió en 1851 como «la muerte por calor del universo». Con la disipación universal de la energía habría un momento en el que cesaría todo movimiento. La interminable fiesta de la cerveza de Benny Profane por fin acabaría.


JOYCE


Los lenguajes de la verdad, Salman Rushdie, p. 258

Lo más difícil para el adaptador son los textos cuya esencia reside en el lenguaje, lo que tal vez explique por qué todas esas películas de García Márquez eran tan malas, por qué nunca se han hecho buenas películas de las obras de Italo Calvino o Evelyn Waugh (aunque hay muchas versiones esnobs de Retorno a Brideshead), por qué fracasan tan a menudo las películas de Herningway ( estoy pensando en El viejo y el mar, con Spencer Tracy a la deriva con un pez muerto), y por qué incluso un intento digno corno el de Joseph Strick de filmar el Ulises de Joyce en 1967 no llega a estar a la altura del original, a pesar de tener el reparto perfecto, con Milo O'Shea en una encarnación extraordinaria de Leopold Bloom, y Maurice Roeves corno un Stephen Dedalus más que adecuado. Hay que decir que en la escena final del Ulises de Strick, cuando Barbara Jefford en el papel de Molly Bloom se revuelca promiscuamente en su lecho conyugal y pronuncia en voz en off el monólogo más grandioso de cualquier novela, y ella dice sí dice sí dice sí, el mundo de la lengua de Joyce cobra por fin plena vida.

¿Qué es lo esencial? Esta es una de las grandes preguntas de la vida y, corno he señalado, surge en otras adaptaciones además de en las artísticas. Antes de acabar, me gustaría retornar el tema de esas otras adaptaciones reales en las que la «obra» que hay que adaptar somos nosotros. El texto es la sociedad humana y el individuo humano, aislado o en grupo, la esencia que hay que conservar es una esencia humana, y el resultado es el mundo plural, híbrido y mestizo en el que todos vivimos hoy día. La adaptación corno metáfora, como traslado, que es el significado literal derivado del término griego, y de la palabra relacionada traducción, otra forma de traslado, pero esta vez derivada del latín.


NAZARIN


Los lenguajes de la verdad, Salman Rushdie, p. 256

La enorme riqueza del cine mundial de la época también contribuyó en cierta medida a desmontar, o al menos a diluir, el principio de que «todas las adaptaciones son una mierda». Las primeras obras maestras sobre samuráis de Kurosawa Yojimbo y Sanjuro tenían orígenes literarios, aunque Los siete samuráis partió de un guion original, y Rashomon surgió de la combinación de dos relatos cortos de Ryünosuke Akutagawa. Satyajit Ray tomó mucho de la literatura clásica bengalí, y algunas de sus mejores películas, como Charulata y El hogar y el mundo, son adaptaciones más o menos fieles de originales de Rabindranath Tagore. Ingmar Bergman y Federico Fellini siempre filmaron a partir de sus propios guiones originales, pero Luis Buñuel fue menos dogmático y en algunas de sus películas más exitosas unió sus propias tendencias anárquicas y surrealistas con la literatura europea clásica, adaptando Belle de jour de Joseph Kessel; Tristana y Nazarín, ambas novelas de Benito Pérez Galdós, y Diario de una camarera de Octave Mirbeau. Así pues, sigue sin haber pruebas que demuestren los argumentos en contra de las adaptaciones cinematográficas y, si miramos por debajo de la gran literatura, puede sostenerse de forma convincente que muchas de ellas son mejores que el material original en prosa. A riesgo de ofender a la legión de fans de El Señor de los Anillos, yo diría que las películas de Peter Jackson superan a las novelas originales de Tolkien, porque, dicho lisa y llanamente, aquel filma mejor que este escribe; el lenguaje cinematográfico de Jackson, arrollador, lírico, tan pronto íntimo como épico, es muy superior a la prosa de Tolkien, que oscila de forma alarmante entre la charlatanería, la superioridad, la pomposidad y ese falso e insoportable clasicismo del uso del tratamiento de vos (thee y thou), y que solo consigue algo parecido a la humanidad y al inglés normal y corriente en los pasajes dedicados a los hobbits, esos hombrecillos en los que nos reconocemos mucho más que en los hombres grandiosamente heroicos ( o lamentablemente corruptos) de la saga.


LO LI TA


Los lenguajes de la verdad, Salman Rushdie, p. 95

Vladimir Nabokov nos pide que no nos identifiquemos con los personajes de las novelas y nos conmina a prestar atención al autor que hay detrás, esforzándose para crear su obra artística. Por desgracia, también es el creador de Humbert Humbert, por quien es imposible no sentir empatía, por mucho que sea un pedófilo, y de Lolita, a quien es imposible no apreciar, pese a su banalidad esencial, y de la madre de Lolita, Charlotte Haze, por quien dan ganas de llorar. Así pues, no creo que él mismo creyera en su afirmación. En el corazón de la novela está y estará siempre la figura humana, es decir, el carácter humano, y la naturaleza de la novela pasa por mostrar la figura humana en movimiento a lo largo del tiempo, el espacio y las contingencias, y si no nos importa el personaje, casi nunca nos importará la novela; es así de simple. Pero los seres humanos no lo son todo; de hecho, a menudo ni siquiera son los héroes de sus propias historias; interpretan unos roles muy pequeños en sus vidas. Hasta el más potente de los personajes de ficción tiene que hacer frente en algún momento a la pura extrañeza del mundo.

El carácter puede ser una influencia poderosa en el destino, y hay que permitir que lo sea en la novela en la medida de lo posible, pero también lo surrealista forma parte de la realidad; lo surrealista es la extrañeza del mundo desvelada. Heráclito, que nos enseñó que el ethos de un hombre es su daimon, también escribió: Pitágoras se ejercitó en informarse más que los demás hombres. Sin embargo, decía recordar vidas antaño vividas: en una había sido pepino y en otra sardina.

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