Cuentos completos, Ricardo Piglia, p. 780
Le gustaba el título, remitía a
las revistas de bajo precio, hechas con pulpa de papel, sobre todo Black-Mask,
donde habían publicado sus relatos Hammet, Chandler, Goodis; recordó, mientras
pasaban en la pantalla la publicidad comercial y la cola de la próxima
película, al “Capitán” Joseph T. Shaw, que estaba a cargo de esa pulp magazine
y que no había escrito nunca una línea pero fue el verdadero creador del género
policial duro. Las luces de la sala se habían prendido y luego se habían apagado
creando la expectativa del oscuro ritual imaginario que iba a empezar, y Renzi
se descubrió viendo la frase que estaba pensando, como si estuviera escrita ante sus ojos: «Y esto es,
sin duda, lo que reconoce Hammetr al dedicarle a Shaw Cosecha roja, su primera
novela.”
La película no tenía mucho que
ver con la historia del género, no era una remake al estilo de Chínatown, más
bien estaba en una serie nueva, el neo-noir, o polar, no se trataba de
encuadrarla en el género, pensaba con el área izquierda del, cerebro, Renzi,
mientras que con la zona derecha se enganchaba con la película y sentía la
violencia de la acción con emociones varias. Sorpresa, satisfacción, serenidad
y también seriedad. Los diálogos, por ejemplo, eran muy buenos, pensaría luego,
al salir del cine, conversando con Carola, su mujer, con la que se encontraría
en el Babieca, en la esquina de Riobamba, ella no iba a ver películas de moda y
menos historias fabricadas por Hollywood para producir efectos universales en
un público que tenía una edad mental, emocional y sexual, diría ella más tarde,
comentando la película en la cena, de doce años o catorce años, para quienes el
cine norteamericano estaba hecho desde que la tele, y ahora internet y los
teléfonos celulares, les quitaban audiencia a las películas, para no hablar de
los conciertos de rack y sus efectos lumínicos, con bengalas, estallidos y
muñequitos disfrazados de músicos contraculturales. Ella sonreiría, imbatible y
hermosa, tomando bitter con Coca-Cola en el bar donde se habían citado cuando
Emilio hubiera salido del cine. «No voy por principios a ver ninguna película
que no esté prohibida para menores de dieciocho años. Pronto van a prohibir
para menores de veintidós años las películas de Godard, de Cassavettes, de
Tarkovski y de Antonioni.» Era cierto, coincidiría Emilio, que en el cine, en
las retrospectivas de Ozu o de Bergman, se encontraban en el hall del San
Martín con veteranos como ellos, viejos amigos, gente grande que pertenecía a
una cultura olvidada.