Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel
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CENTRAL PARK


Bartebly y yo, Gay Talese, p. 322

Al completarse Central Park en 1873, el valor de las propiedades al norte de la calle Cincuenta y nueve se multiplicó un doscientos por cien. Entre las décadas de los sesenta y los ochenta del siglo XIX, la población de Manhattan pasó de unas ochocientas mil personas a más de un millón, gracias en buena medida a la afluencia de inmigrantes. Muchos de ellos formaron parte del cuerpo de veinte mil trabajadores del parque que aportaron el músculo necesario para desplazar las rocas, cavar la tierra y plantar sus más de doscientos setenta mil árboles y arbustos.

En los años precedentes, la ciudad había expulsado a varios centenares de ocupantes ilegales y chabolistas que llevaban mucho tiempo viviendo entre los salientes rocosos con sus cerdos y sus cabras, lo cual abarcaba un área que se extendía desde la calle Cincuenta y nueve a la Ciento seis, delimitada por las avenidas Quinta y Octava. En las fases finales de su construcción, el extremo norte de Central Park llegaba hasta la calle Ciento diez y su alcance era de trescientas cuarenta y un hectáreas. Durante las tardes de invierno, los visitantes patinaban en lagos que antaño habían sido pantanos.


NUEVA YORK


Bartebly y yo, Gay Talese, po. 227

En torno a un millón de edificios se alzan en la ciudad de Nueva York. Estos incluyen rascacielos, bloques de apartamentos, brownstones, bungalós, tiendas, grandes almacenes, ultramarinos, talleres mecánicos, colegios, iglesias, hospitales, centros de día y refugios para indigentes.

A lo largo de sus aproximadamente setecientos ochenta kilómetros cuadrados también se cuentan más de diecinueve mil solares vacíos, uno de los cuales amaneció así por sorpresa hace muchos años -el ubicado en el 34 Este de la calle Sesenta y dos, entre la avenida Madison y Park Avenue--, después de que el infeliz dueño de un browstone decidiera volarlo por los aires (con él dentro), antes que vender su preciada residencia decimonónica y de estilo neogriego y desembolsar cuatro millones de dólares a la mujer de la que se había divorciado tres años atrás, por orden judicial.

Este hombre era un médico de sesenta y seis años llamado Nicholas Bartha. Un individuo corpulento, con gafas, de pelo blanco, dos metros de estatura, de modales formales y un ligero acento extranjero. Había nacido en Rumanía, en 1940, en el seno de una familia con recursos -su padre era católico, y su madre, judía-, cuyo hogar y su negocio ligado a las minas de oro habían sido confiscados por los nazis y luego por los soviéticos. Muchas décadas después, cuando una jueza de Nueva York había fallado a favor de su exesposa y le había ordenado desalojar el 34 Este de la calle Sesenta y dos, el doctor Bartha había jurado: «No voy a permitir que nadie me eche de mi casa como ya hicieron los comunistas en Rumanía en 1947»


INICPIT 1.476. BARTEBLY Y YO / GAY TALESE


Nueva York es una ciudad de cosas que pasan inadvertidas. Es una ciudad con gatos durmiendo bajo vehículos aparcados, dos armadillos de piedra que trepan por la catedral de San Patricio y miles de hormigas arrastrándose sobre la cima del Empire State Building. Probablemente las hormigas acabaran ahí transportadas por el viento o los pájaros, pero nadie lo sabe con certeza; las hormigas son tan desconocidas para la gente de Nueva York como el mendigo que coge taxis hasta el Bowery, o el hombre atildado que rebusca entre los cubos de basura de la Sexta Avenida, o el médium que ronda por los números setenta de la zona oeste asegurando: «Soy clarividente, clariaudiente y clarisensorial».

Nueva York es una ciudad para excéntricos y una fuente de retazos de información extraña. Los neoyorquinos parpadean veintiocho veces por minuto, pero cuarenta cuando están tensos. La mayoría de los que mastican palomitas en el estadio de los Yankees hacen una breve pausa justo antes de un lanzamiento. Los que mastican chicle en las escaleras mecánicas de Macy's hacen una breve pausa, justo antes de abandonarlas, para concentrarse en el último escalón. Los encargados de limpiar la piscina de los lobos marinos en el zoo del Bronx se encuentran monedas, clips, bolígrafos y monederos de niñas ...

En Nueva York, del amanecer al atardecer, día tras dia, uno puede oír el retumbo constante de los neumáticos sobre el asfalto del puente George Washington. El puente jamás está del todo inmóvil. Tiembla con el tráfico. Se mueve con el viento.


NUEVA YORK


Gontahm Handbook, Paul Auster

Sonreír

Sonríe cuando la situación no lo imponga. Sonríe cuando estés enfadada, cuando te sientas desdichada, cuando sientas que la vida te maltrata, y observa el efecto que eso produce. Sonríe a los desconocidos por la calle. Nueva York puede ser peligrosa, así que tienes que ser prudente. Si lo prefieres, sonríe solamente a las mujeres (los hombres son brutos, hay que evitar que se formen una idea equivocada).

Sonríe, sin embargo, tan a menudo como te sea posible a la gente que no conoces. Sonríe al empleado de banca que te da tu dinero, a la camarera que te trae la comida, a la persona que se sienta frente a ti en el metro.

Fíjate si alguno de ellos te sonríe a su vez.

Lleva la cuenta del número de sonrisas que te dirigen cada día.

No te decepciones cuando la gente no te devuelva la sonrisa.

Considera cada sonrisa que te dedican como un precioso regalo

Hablar con desconocidos

Algunas personas te dirigirán la palabra una vez que tú les hayas sonreído. Debes prepararte para ello con algunos comentarios aduladores.


Adoptar un lugar


Gotham Handbook, Paul Auster

En Nueva York no solamente se descuida a las personas. También se descuidan las cosas. No pienso sólo en las cosas importantes como los puentes o las vías del metro, sino también en las pequeñas cosas en las que apenas reparamos y que tenemos delante de las narices: trozos de acera o de muro, bancos públicos. Fíjate bien en los objetos que te rodean y verás que casi todos están en ruinas.

Elige un lugar en la ciudad y piensa en él como si te perteneciese. No importa ni dónde esté ni qué lugar sea. La esquina de una calle, una boca de metro, un árbol del parque. Asume este sitio como si tú fueras la responsable. Límpialo. Adórnalo. Piensa en él como si fuera una extensión de tu ser. Ten hacia él el amor propio que tendrías por tu propia casa.

Acude todos los días a la misma hora. Quédate una hora a observar lo que sucede, a anotar a todos los que pasan, si se paran o hacen cualquier cosa. Toma notas, haz fotografías. Graba  estas observaciones cotidianas, y mira si puedes aprender algo de estas personas, del lugar o de ti misma. Sonríe a los que se acerquen. Háblales siempre que te sea posible. Si no sabes qué decirles, empieza hablando del tiempo.

5 de marzo de 1994


PIROPOS


Una súplica para Eros, Siri Hustvedt, p.167

Lo cierto es que no puedo irme de Nueva York porque estoy loca por ella, estoy locamente enamorada de esta ciudad de un modo que suelo reservar para una persona. Y en esto tampoco soy la única. Es una ciudad grande, mala y maravillosa, ruidosa, estrepitosa y desagradable pero también amable y querida. Llevo veinticuatro años viviendo en ella, y aún no se ha terminado mi historia de amor. Hay partes tan feas que me parecen maravillosas. Siempre me he sentido atraída por la basura, los grafitos, los trenes ruidosos y traqueteantes, y parece que a pesar de mi antipatía hacia ellos, les tengo bastante apego a los basureros hoscos, los taxistas mudos y los camareros demasiado encantadores. Durante un tiempo reinó el silencio en Nueva York, la inquietante calma que envuelve los ritos de duelo. Sigues percibiéndolo cerca de la Zona Cero, pero a la que te alejas de allí, la gente hace meses que ha vuelto a las andadas. Grita a las controladoras de aparcamiento. Los camioneros chillan obscenidades a los peatones imprudentes y los pasajeros que viajan de pie en el metro se empujan unos a otros. Pero, como antes, la gente se apresura a ayudar a levantar a alguien que se ha caído al suelo. Tira monedas a los vagabundos, estafadores, músicos y tropas de jóvenes que cantan en armonía con los trenes. Y los neoyorquinos de ambos sexos y de todas las clases sociales siguen echándote piropos o soltándote palabras de aliento: «Me encanta tu sombrero, cielo», «Bonito abrigo» o «Eh, tú, flaca, regálanos una sonrisa».

 

ANTEPASADOS


Fortuna, Hernán Díaz, p. 157

Soy un financiero en una ciudad gobernada por financieros. Mi padre era un financiero en una ciudad gobernada por industriales. Su padre era un financiero en una ciudad gobernada por comerciantes. Su padre era un financiero en una ciudad gobernada por una sociedad estrechamente unida, indolente y puritana, corno la mayoría de las aristocracias de provincias. Esas cuatro ciudades son rodas la misma: Nueva York.

Aunque esta es la capital del futuro, sus habitantes son nostálgicos por naturaleza. Cada generación tiene su propia idea de lo que era «la antigua Nueva York» y asegura ser su legítima heredera. De todo eso resulta, por supuesto, una perpetua reinvención del pasado. Y eso, en consecuencia, significa que siempre hay nuevos antiguos neoyorquinos. Los primeros descendientes de los colonos holandeses y británicos que pasaban por nuestra nobleza local no querían saber nada de aquel inmigrante alemán que se había hecho primero trampero, después comerciante de pieles y por fin magnate inmobiliario. Y solo sentían desprecio por el barquero de Staten Island convertido en magnate naviero y ferroviario. En cuanto aquellos comerciantes y constructores se unieron a los escalafones superiores de la sociedad, sin embargo, fue solo para mirar con superioridad a los recién llegados de Pittsburgh y Cleveland con sus fortunas grasientas y tiznadas de hollín. Como su riqueza era más enorme que nada imaginado hasta entonces, eran objeto de desdén y hasta se los tildaba de ladrones. Aun así, después de conquistar la ciudad, aquellos industriales a su vez mostraron su desprecio por los banqueros que estaban remodelando el paisaje financiero americano y dando entrada a una nueva era de prosperidad, tachándolos de especuladores y apostadores.


SINTECHO


Noches sin dormir, Elvira Lindo, p. 181

Un cuarenta por ciento de los presos americanos tienen problemas mentales. La relación entre locura y mendicidad salta a la vista. Y de ahí a tener un problema con la policía sólo hay un paso. Si un pobre desgraciado comete tres delitos, por menores que sean, podrá verse enfrentado a la cadena perpetua. Las cárceles están llenas de seres extraviados, de mendigos perturbados, y en muchos casos personas de avanzada edad. Allí se hacen viejos, allí mueren. En la tristemente célebre cárcel de Attica hay todavía tumbas numeradas de los presos a los que nadie fue a visitar y por los que nadie rezó una oración cuando murieron.

Homeless hay en todas las ciudades, pero aquí se los ve tan perdidos, tan ajenos al ciudadano integrado, que se diría que hay un tipo de loco sin hogar propio de Manhattan. Viven ignorados por el resto de los seres humanos. Es aconsejable esquivar su mirada para no invitarlos a la cercanía. La profilaxis del nulo contacto visual es el mejor escudo de protección de los neoyorquinos. En el metro los pasajeros cambian de vagón: desprenden un olor insoportable, visten con capas de ropa amarronada por la suciedad y el tiempo; parecen mendigos de otro siglo, con los ojos enajenados de los pobres de Goya. Esa vestimenta que acumula suciedad y hedor es su casa, la llevan a cuestas en invierno y en verano. A veces se mean en el vagón, a tu lado, como si no registraran tu presencia, murmuran cosas que nadie entiende, beben restos de café que han sacado de las papeleras y duermen tumbados en los asientos.

Hay, a pesar de la precariedad extrema en la que viven y en su indefinible perturbación, algo soberano e incorruptible, una voluntad infranqueable de ser ellos mismos. Es la excentricidad que comparten con algunos ricos, tal vez poseídos por el tipo de locura que provoca esta ciudad. Richard Avedon, que retrató a los mendigos como si fueran filósofos, sabría verlo.


INCIPIT 1.189. VIDA METROPOLITANA / FRAN LEBOWITZ


Un día cualquiera: introducción destemplada

12.35 de la tarde. Suena el teléfono. No tiene gracia. No es ésta mi manera preferida de despertarme. Mi manera preferida de despertarme consiste en que cierta estrella de cine francesa me susurre suavemente al oído a las dos y media de la tarde que, si quiero llegar a Suecia a tiempo para recoger mi Premio Nobel de literatura, tengo que pedir ya el desayuno. Lo que ocurre con bastante menos frecuencia de lo que una querría.

Lo de hoy es un ejemplo perfecto, ya que quien me llama es agente en Los Angeles y me informa que no nos conocemos. Así es, y no sin razón. Está audiblemente bronceado. Se interesa por mi obra. Y su interés le ha llevado a pensar que sería una buena idea encargarme una comedia para el cine. Tendría, por supuesto, total libertad artística, ya que es evidente que los escritores cómicos se han hecho con el negocio cinematográfico. Miro a mi alrededor (cosa que cumplo con sólo mirar hacia arriba) y me doy cuenta de que Dino de Laurentiis se sentiría ciertamente sorprendido de oir semejante cosa. Ríe con desenvoltura y sugiere que hablemos. Yo le sugiero a él que ya estamos hablando. El, sin embargo, quiere decir que allá y con gastos por mi cuenta. Le replico que la única forma de ir a Los Angeles pagándomelo yo, sería por correo.


MORIR EN NUEVA YORK


La mirada inconformista, M.V.Montalbán, p. 340
John Lennon ha muerto como preferiría morir Felipe González, en Nueva York, a tiros y no en el Metro de Moscú. En todas partes se cuecen locos. Tanto al calor de un puchero  santanderino como al de los vapores suburbanos que ponen en peligro las pantorrillas de las patinadoras del Rockefeller Center o las digestiones de diamantes desayunados en Tiffany's. Lennon buscó en Nueva York el mundo. Basta cruzar una calle para pasar de Italia a China o de la Palestina precristiana al Wall Street poscristiano. A las diez de la mañana puedes ver todo, absolutamente todo Matisse; a la una, comer en plan libanés, como ya nunca comerá libanés alguno; a las cuatro, asistir a un concierto de Pau Casals, especialmente deshibernado para el acontecimiento; a las cinco, hacer número en el vernissage de una exposición de polillas nepalíes amaestradas por Howard Hughes antes de morir; a las ocho, escuchar a la Caballé una Norma cantada con los ovarios; luego, contemplar a Woody Allen tocando el saxo y tocando el sexo de europeas maternales que nunca olvidarán haberle preguntado: “Mr. Allen, what time is it?”. Ni siquiera importará más tarde, después de un día tan completo y repetible, después de un día propicio para ser el último día antes de la Tercera Guerra Mundial, morir devorado por las cucarachas gordas de un hotel de lujo o por las cucarachas pequeñas y rubias de los hoteles discretos cercanos al Metropolitan.
Vivir en Nueva York no habiendo nacido en Nueva York, ni siendo norteamericano, indica una total ambición de exilio, porque en una misma ciudad se viven todos los exilios posibles en todos los países probables. Por la vía de la negación se consigue ser ciudadano del mundo y al mismo tiempo ser nada. Los fotógrafos de California fotografían nombres y apellidos. Los de Nueva York solo fotografían actitudes, porque la ciudad, una Disneylandia feroz y neorrealista, es el espectáculo.
SIXTO CÁMARA

La Calle, 16 de diciembre de 1980

LIBRERIAS


Tus pasos en la escalera, Muñoz Molina, p. 99
Esos puestos de libros en las aceras de la ciudad sí los echo de menos. Había uno magnífico en Columbus Avenue, justo a espaldas del Museo de Historia Natural. Cecilia y yo pasábamos por allí camino del museo, o del brunch de los domingos en el Ocean Grill, después del cual visitábamos el mercadillo en el patio y en los bajos de la escuela pública de la Calle 77. El vendedor, Ben, un hombre de cara enjuta y morena, ojos muy claros, gorra de béisbol, sonrisa afable, instalaba su puesto en cuanto empezaban los primeros signos del buen tiempo,  los primeros días templados de sol, todavía con los árboles sin hojas en el parque del museo, días de tregua y esperanza frágil del final del invierno, que tantas veces cancelaba una nevada a destiempo, una racha de lluvias heladas y hostiles, desbaratadas por el viento que abatía las flores tempranas de los almendros y los cerezos. El puesto de Ben era como el resumen de una librería anticuada, muy bien surtida y muy sólida, con ediciones intactas de la Modern Library de los años cuarenta y cincuenta, libros de fotos de jazz, álbumes infantiles ilustrados. Algunos de los vendedores de la calle parecen indigentes, y a veces misántropos un poco trastornados, buhoneros ásperos que viven a la intemperie. Ben tenía siempre una presencia impecable, la ropa de abrigo usada pero limpia, la barba cuidada, las manos rudas pero muy sensitivas cuando tocaban los libros. Algunos de los mejores que ahora tenemos aquí se los compramos a él, regalos del uno para el otro, hallazgos que despertaban nuestra curiosidad simultánea. Aquí están los lomos de tapa dura como caras de amigos leales, las presencias que abarcan nuestras dos vidas y nuestros dos lugares, los dos tiempos, entonces y ahora, la educación que no tuve cuando debía y que ahora puedo darme por fin, lo que no leí nunca y lo que leí hace tanto tiempo y tan distraídamente que no me dejó huella ninguna: Melville, Faulkner, Conrad, los varones solemnes, Chéjov y Henry James, los preferidos de Cecilia, y las mujeres bravías, Dickinson, Woolf, Carson McCullers, Flannery O'Connor, el volumen de sus cuentos dedicado por mí con la fecha del cumpleaños de Cecilia, una edición de Lolita de los primeros sesenta que ella me regaló en uno de los míos. Saco un libro de la estantería, no para leerlo entero, sino tan solo para tocarlo o para detenerme en una página al azar, o para ver si hay fecha de compra y dedicatoria, queriendo encontrar en sus páginas signos materiales de nuestra vida de entonces, las dos entradas de un concierto o de una película, la factura del restaurante en el que acabábamos de comer, cada cosa con su precisión testimonial olvidada: el 6 de abril de 2012 Cecilia estuvo en un concierto de Joao Gilberto en Carnegie Hall; el recibo del dry cleaning en el que se enumeran las piezas de ropa que recogimos el 14 de noviembre de 2006 sirvió para marcar la página donde había un pasaje que a los dos nos gustaba mucho en un cuento de Alice Munro.

THE CLOISTERS


Trilogía de la guerra, Agustín Fernández Mallo, p. 100
Días más tarde, en la cafetería en la que solíamos quedar, en tanto yo rebañaba las últimas huellas amarillas de los huevos Benedict, Rodolfo me dijo que Central Park estaba muy bien, sí, pero que lo que a él realmente le gustaba eran los Cloisters. Ante mi pregunta de qué era eso de los Cloisters, me contó que se trababa, como el nombre indica, de unos claustros, pero claustros de verdad, originales del medievo, situados en el extremo más noroccidental de la isla de Manhattan, mucho más arriba de Harlem, en la poco conocida zona de Washington Heights, sobre una colina con vistas al río Hudson. A principios del siglo XX, me dijo, esos claustros habían sido traídos, piedra a piedra, desde distintos lugares de Europa, para ser montados allí. “La resultante es una abadía medieval hecha con trozos de francesas y españolas. Si tomamos ahora el metro podemos estar allí en poco más de media hora», propuso. No vi inconveniente alguno.
En Columbus Circle tomamos la línea A. El andén estaba ocupado por un mural de técnica grafiti; mostraba avenidas atestadas de gente, que en perspectiva caballera se perdían en un fondo de rascacielos sobre los que parecía estar lloviendo. Una vez en el tren, fui haciéndole preguntas acerca de los Cloisters. Supe entonces que en el año 1925 John Rockefeller Jr. había donado a la ciudad esas hectáreas de tierra a orillas del Hudson para la construcción de un museo que, según era su deseo, albergara la colección de arte medieval del escultor y gran coleccionista americano George Barnard. Al mismo tiempo, Rockefeller Jr. también había donado varias hectáreas de tierra en Nueva Jersey, es decir, en la orilla justamente opuesta del río Hudson, con la consigna de que no fueran tocadas para que la vista desde el futuro museo se conservara por siempre intacta. Años más tarde, en 1930, ese mismo Rockefeller encargaría por fin a Charles Collens, arquitecto de su confianza, la construcción del monasterio hoy  conocido como los Cloisters, usando para ello las partes originales, llevadas en barco a Nueva York, de distintas edificaciones medievales, como el monasterio de San Miguel de Cuxá o el monasterio benedictino de San Pedro de Arlanza.
Claustro de San Miguel de Cuxa, New York, 3 de marzo de 2014

AUSTER Y LORCA

4321 de Paul Auster, p. 559
Le asignaron una habitación en la décima planta de Carman Hall, la residencia más moderna del campus, pero en cuanto deshizo las maletas y colocó sus cosas, Ferguson se dirigió a Furnald Hall, una residencia contigua que estaba unos cuantos metros más arriba, y subió en ascensor a la sexta planta, donde permaneció unos instantes frente a la habitación 617, y luego bajó por las escaleras, caminó en dirección este por el sendero de ladrillos que corría a lo largo de la biblioteca Butler y se encaminó a una tercera residencia, el edificio John Jay Hall, donde subió en ascensor hasta la duodécima planta y se quedó unos momentos frente a la habitación 1231. Federico García Lorca había vivido en aquellas dos habitaciones durante los meses que pasó en Columbia en 1929 y 1930. La 617 de Furnald y la 1231 de John Jay eran los sitios en donde había escrito “Poemas de la soledad en la Universidad de Columbia”,” Vuelta a la ciudad”, “Oda a Walt Whitman” y la mayoría de los poemas recogidos en Poeta en Nueva York (Nueva York de cieno / Nueva York de alambres y  muerte) libro que acabó publicándose en 1940, cuatro años desde que Lorca fuese apaleado, asesinado y arrojado a una fosa por esbirros de Franco. Suelo sagrado.
(En la foto, Poeta en Nueva York)

EL DESIERTO Y NY

Tan lejos, tan cerca, JS Foer, p. 121.122
El único animal
Leí el primer capítulo de Una breve historia del tiempo cuando papá todavía estaba vivo, y para mí supuso un mal rollo increíble comprender lo relativamente insignificante que es la vida y que, comparada con el universo y con el tiempo, mi existencia no importaba lo más mínimo. Aquella noche, cuando papá me acostaba y hablábamos del libro, le pedí si podía encontrar una solución a ese problema. «¿Qué problema?» “El problema de lo relativamente insignificantes que somos.» «Bueno --dijo él-, ¿qué pasaría si un avión te dejara caer en medio del desierto del Sáhara y tú cogieras un grano de arena con unas tenazas y lo desplazaras un milímetro?» «Supongo que moriría deshidratado.» «No, quiero decir en ese momento, cuando cambiaras de lugar aquel único grano de arena. ¿Qué implicaría? » «No sé --dije-, ¿qué?» «Piénsalo», dijo él. Lo pensé. «Supongo que habría movido un grano de arena.» «Lo que  significaría que habrías cambiado el Sáhara.»«¿Y qué?»«¿Y qué? El Sáhara es un desierto inmenso, que ha existido durante millones de años. ¡Y tú lo has cambiado!» «¡Es verdad!», dije, incorporándome en la cama. «i He cambiado el Sáhara!»«¿ Y eso qué significa?», dijo él. «¿Qué? Dímelo.» «Bueno, no me refiero a pintar la Mona Lisa o a curar el cáncer. Solo hablo de desplazar un milímetro un grano de arena.» «¿Sí?» «Si no lo hubieras hecho, la historia de la humanidad habría seguido un camino ... » «Ajá.» «Pero lo hiciste, así que ... » Me levanté sobre la cama, señalando las falsas estrellas, y grité: «¡He cambiado el curso de la historia!». “Exacto.» «¡He cambiado el universo!» «Así es.» «¡Soy Dios!» «Eres ateo.» «¡No existo!» Me desplomé en la cama, entre sus brazos, y nos reímos juntos.

Fue más o menos así como decidí que encontraría a todas las personas de Nueva York apellidadas Black. Aunque se tratara de algo relativamente insignificante, al menos era algo, y necesitaba hacer algo, como lo que he oído de los tiburones, que se mueren si no nadan.

BELLEZA DE NUEVA YORK

La insoportable levedad del ser, Milan Kundera, p. 107-108
BELLEZA DE NUEVA YORK: anduvieron por Nueva York durante horas; a cada paso variaba el espectáculo como si fueran por una estrecha vereda de un paisaje montañoso arrebatador: en medio de la acera un joven se inclinaba y rezaba, a poca distancia de él dormitaba una negra hermosa, un hombre vestido con un traje negro atravesaba la calle dirigiendo con gestos ampulosos una orquesta invisible, el agua brotaba de una fuente y alrededor de ella almorzaban sentados unos obreros de la construcción. Las escaleras verdes trepaban por las fachadas de unas casas feas de ladrillos rojos, pero aquellas casas eran tan feas que en realidad resultaban hermosas. Junto a ellas había un gran rascacielos acristalado y, detrás de aquél, otro rascacielos en cuyo techo habían construido un pequeño palado árabe con sus torrecillas, sus galerías y sus columnas doradas.
Sabina se acordó de sus cuadros: en ellos también se producían encuentros de cosas que no tenían nada que ver: una siderurgia en construcción y detrás de ella una lámpara de petróleo, otra lámpara más, cuya antigua pantalla de cristal pintado está rota en pequeños fragmentos que flotan sobre un paisaje desértico de marismas.
Franz dijo:
. -La belleza europea ha tenido siempre un cariz intencional. Había un propósito estético y un plan a largo plazo según el cual la gente edificaba durante decenios una catedral gótica o una ciudad renacentista. La belleza de Nueva York tiene una base completamente distinta. Es una belleza no intencional. Surgió sin una intención humana, algo así como una gruta con estalactitas. Formas, que en sí mismas son feas, se encuentran casualmente, sin planificación, en unas combinaciones tan increíbles que relucen con milagrosa poesía.
Sabina dijo:

-Una belleza no intencional. Sí. También podría decirse: la belleza como error. Antes de que la belleza desaparezca por completo del mundo, existirá aún durante un tiempo como error. La belleza como error es la última fase de la historia de la belleza.

NUEVA YORK

Fin de semana en Nueva York, Josep Pla, p. 219
La misma densidad de la concentración humana, el sentimiento de los mismos peligros, la presión que ejerce sobre cada individuo el problema de la presencia de los demás, crea un sentido superior de la disciplina, la disciplina voluntaria, activa, colaborante. Si la ciudadanía de Nueva York no fuera la más disciplinada del mundo, se originarían cada día verdaderas catástrofes.

Vista la ciudad desde una altura, el efecto es grandioso y deslumbrador. Es una visión fuerte . También puede verse la ciudad al revés: es decir, alquilando uno de estos taxis llamados skyviews, con el techo del coche abierto de par en par y sentir el vértigo de la pequeñez. Si la primera impresión es fuerte, ésta es abrumadora. Y, sin embargo, la ciudad es de una fragilidad extraordinaria. Es frágil --como hemos insinuado- frente a los elementos naturales. Es frágil frente a los elementos humanos. Los tripulantes de los remolcadores del Hudson no pueden estar más que media hora en huelga: no pueden dejar de ganarla, porque de ellos depende una gran parte del aprovisionamiento de la ciudad y todo el movimiento del puerto. Una huelga de los empleados de los ascensores es apenas concebible. Sería una especie de colapso nacional. Los servicios administrativos han de ser fatalmente, pues, de una rara complejidad. (Por ejemplo: Nueva York, esta ciudad de sedientos, no tiene totalmente resuelto el problema del agua; una parte del abastecimiento depende de la lluvia, como se demostró en el curso de la crisis del agua de 1949, hoy en parte superada.) Estos y otros muchísimos aspectos frágiles que presenta esta aglomeración pueden sólo tenerse a raya con  una gran disciplina nacida del consentimiento activo general, más que de la imposición externa de un mando. Esta disciplina es factible y surge espontáneamente, porque las diferencias de clases son aquí mucho menos acusadas que en otras partes.

DE LA BURGUESIA

En Nueva York la gente tiene la obsesión del paquete, del envoltorio, generalmente admirable, muchas veces aparatoso, que envuelve la cosa comprada o recibida. Hacer paquetes, buenos paquetes, perfectos, admirables, es una cosa típica de la civilización burguesa y, por lo tanto, ésta es una cosa típica de los americanos -que, en definitiva, son unos señores que se han tomado a su clase en serio--. En Europa el burgués ya no tiene fuerza siquiera para llamarse burgués. Es un ser humano que se avergüenza de ser de su clase, que no se atreve a llamarse burgués, que tiembla ante un tipo cualquiera que, por estar muerto de hambre, le ridiculiza. La burguesía europea no es ya ni carne ni pescado: a veces, generalmente, es socialista; otras veces, muerta de miedo, defiende una fórmula mágica de política cualquiera. Este estado de espíritu ha contribuido a su definitivo arrasamiento, porque ha sido arrasada por la derecha y por la izquierda. La falta de autenticidad de la burguesía ha creado la Europa ficticia que estamos contemplando, si se exceptúa Inglaterra, que se está formando como un nuevo país, y la Alemania occidental, que por el mero hecho de tener un Ministerio de Economía liberal, ha creado una recuperación inmensa. Y Suiza, desde luego, que es el último país de Europa en que existen burgueses auténticos.

WASHINGTON SQUARE

Fin de semana en Nueva York, Josep Pla, p. 176-177
Todo en el lugar recuerda Holanda y Londres. Las casas que hay en la franja norte del square son de un delicioso rojo holandés. Los árboles que lo sombrean son viejos y macilentos, exactamente iguales a los que se ven en los lugares londinenses similares. La arquitectura que lo rodea es del más puro estilo colonial anglosajón, igual que la arquitectura inglesa del tiempo, pero más seca, más sencilla, más puritanificada. La arquitectura que en esta ciudad puede compararse con su similar europea no es nunca tan hinchada ni tan elocuente, contiene siempre menos elementos inútiles. «Washington Square –escribe James- exhala una especie de calma estable que se encuentra raramente en esta ciudad vibrante; su aspecto muestra una madurez, una dignidad, un bienestar que se deben, sin duda, a que el lugar fue el centro ya histórico de una sociedad, de lo que carecen los barrios más suntuosos.” Es exacto.

El lector dirá quizá que venir a Nueva York para hablar de estos lugares tocados de decrepitud y de calma es romper totalmente con una tradición literaria europea que exige hablar de esta ciudad con un léxico crispado, calenturiento y alocado. Quizá, sin embargo, una gran parte de la información que yo traía ha resultado, si no totalmente falsa, al menos insoportablemente exagerada. He encontrado en la ciudad tantas cosas del norte de Europa que, si se exceptúan los rascacielos, que hacen que Nueva York sea una pieza única, nada de lo demás me ha dado una sensación de desplazamiento a un país exótico y extraño. Es ridículo que yo hable de América en términos generales, pero tengo la vaga intuición - y las intuiciones han de ser perdonadas- que ésta es la ciudad de América más profundamente europea, más acercada a nuestros gustos y a nuestros hábitos mentales. Para trabajar hay que venir a Nueva York de joven; para ver bien la ciudad hay que conocer el norte de Europa y tener algunos años.

NYPL. 1950

Un fin de semana en Nueva York, Josep Pla, p. 167-168
La Biblioteca Pública de Nueva York es un edificio bajo, abrumado por las estructuras verticales que en el espacio circundante le rodean. Ocupa, unida a un pequeño parque adyacente -el Bryant Park, en el cual la gente modesta del barrio y los obreros van a tomar el fresco del crepúsculo-, cuatro bloques de casas entre las calles 40 y 42. El vestíbulo o salón de los pasos perdidos contiene un enorme fichero metálico, con la clasificación decimal de los libros. Fichero absolutamente libre para la persona que desea consultarlo. Unas señoritas reciben las papeletas de los libros que se piden.
-¿Cuántos libros contiene la biblioteca? –pregunto a una señorita.
-Estamos llegando a los seis millones de ejemplares -me contesta.
-Pero sospecho que no los tendrán todos aquí. Aquí probablemente no cabrían -le digo riendo.
-¡Claro! Ésta es una biblioteca que tiene dos caras. Es una biblioteca fija y una biblioteca circulante. La biblioteca fija depende de la ciudad de Nueva York, es propiedad de la ciudad. La biblioteca circulante está mantenida con los fondos de la Institución Carnegie. Como biblioteca circulante, es el centro de donde se alimentan otras cincuenta bibliotecas esparcidas por los barrios de la ciudad. Un servicio permanente de camiones sirve cada día las demandas de las otras bibliotecas.
-¿Sirven solamente libros en inglés?
-Servimos libros en la lengua, a poder ser, que nos piden, y servimos preferentemente los temas literarios que consideramos más adecuados a las bibliotecas del barrio a que van destinados. En Harlem prefieren libros de tema negro; cosa que sería difícil de imaginar en los espacios de la ciudad ocupados por oriundos escandinavos, alemanes, húngaros o irlandeses. El inmenso éxito de la biblioteca de Nueva York se basa en el respeto más absoluto al origen y a la lengua de sus lectores. Sería ridículo que aquí hubiera exclusivismos lingüísticos.
-Deben ustedes de recibir grandes cantidades de libros europeos ...

-Prácticamente recibimos todo lo que se edita en Europa, y de todos los lugares donde se editan libros, en proporción a las demandas, se entiende.

LA QUINTAESENCIA

Fin de semana en Nueva York, Josep Plá, p. 151-152
La quintaesencia de una civilización comercial
Trabajar en Nueva York y vivir en estas casas situadas a veinte millas de la ciudad, debajo de estos bosques, en medio de este silencio, me parece una concepción muy bien entendida de la vida. Aunque el trabajo en la ciudad es duro y difícil, de una evidente nerviosidad, la compensación es manifiesta. ¿Es que las personas más templadas de Europa, las más equilibradas, viven de una manera diferente? Yo no conozco nada de América. He visto en tres días la ciudad de Nueva York por las cubiertas. Me ha asaltado desde el primer momento una duda. Los libros que he leído, los papeles que he ojeado, las conversaciones que he tenido, me hablan de un pueblo frenético,· nervioso, activísimo. La actividad no puede negarse. La eficiencia es indiscutible. Pero en mi ánimo queda flotante esta pregunta: ¿trabajan más los americanos, cada uno en su terreno, que los europeos? ¿Descansan más los americanos que los europeos? Difíciles cuestiones. Desde luego, me parece claro y evidente que los americanos no pierden el tiempo, no desgastan sus nervios en la inmensa cantidad de problemas inútiles, absurdos, puras creaciones de una burocracia parasitaria en que estamos metidos los europeos. La gente paga mucho. El fisco es implacable. Pero a la gente se le respeta la iniciativa y la actividad. Si hay que pagar, se discute, y se paga. Pero se paga siempre cuando el que cobra devuelve el dinero. ¿Es éste el caso de Europa? ¿Es éste el caso de los países que conocemos? Lo dudo.

Nueva York produce una ebullición mental tremenda a las personas medianamente sensibles precisamente porque plantea a cada momento los problemas elementales de nuestro continente, que no solamente no están resueltos, sino que han emprendido un camino en que jamás serán resueltos. Nueva York fatiga. Fatiga de una manera abrumadora. Uno compara. Esto es un león todavía. Europa es un león devorado por legiones de parásitos diversos. La sensación de fracaso que siente el europeo -de fracaso radical, abrumador- es tremenda. Aquí uno siente el liberalismo y la burguesía en su autenticidad. En Europa es una clase que no es ni carne ni pescado, una clase que se avergüenza de llamarse burguesía por considerarlo un estigma. La burguesía, en los países que habitamos, no aspira más que a crear el montepío de la burguesía y a que le den la vejez, el subsidio a la vejez. La pereza mental es profunda y completa. Es pura carne de horca del comunismo. Esta tendencia es fomentada por la mayoría de los estados europeos sistemáticamente. 

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