Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel
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PERIFESCENCIA

Middelsex, Jeffrey Eugenides, p. 48
Se quedaron quietos, mirándose, mientras Desdémona notaba de nuevo aquella extraña sensación en el estómago. Y para explicar esa sensación no tengo más remedio que contar otra historia. En su discurso presidencial del congreso anual de la Sociedad para el Estudio Científico de la Sexualidad de 1968 (celebrado ese año en Mazatlán entre numerosas y  sugerentes piñatas), el doctor Luce introdujo el concepto de “perifescencia”. El término no significa nada en sí mismo; Luce lo inventó para evitar toda asociación etimológica. El estado de perifescencia, sin embargo, es bien conocido. Denota los primeros síntomas de la vinculación afectiva de una pareja humana. Causa vértigos, euforia, cosquilleos en la cavidad torácica. Perifescencia es la parte enloquecida, romántica, de estar enamorado. (Y según explicó Luce, puede durar hasta dos años, como máximo.) Los antiguos habrían explicado la sensación de Desdémona como la acción de Eros. En la actualidad, el dictamen de los expertos lo reduciría al ámbito de la química cerebral y de la evolución. No obstante, debo insistir: Desdémona sintió la perifescencia como una cálida laguna que le fluía del vientre y le anegaba el pecho. Se le subió como un ardiente licor de menta finlandés de noventa grados. Tras el eficiente bombeo de dos glándulas en el cuello, se le encendió el rostro. Y el calor entonces cambió de signo y empezó a extenderse a sitios a los que una chica como ella no permitía acercamientos, con lo que Desdémona bajó los ojos y dio media vuelta. Se dirigió a la ventana, dejando la perifescencia a su espalda, mientras la brisa del valle le refrescaba el ánimo.

LENGUAJE PATRIARCAL

Middlesex, Jeffrey Eugenides, p. 276
Según mi experiencia, las emociones no pueden describirse con una sola palabra. “Tristeza”, “alegría”, “remordimiento”,  esos términos no me dicen nada. La mejor prueba de que el lenguaje es patriarcal quizá sea que simplifica demasiado los sentimientos. Me gustaría tener a mi disposición emociones híbridas, complejas, construcciones germánicas encadenadas, como “la felicidad presente en la desgracia». O esta otra: “la decepcion de acostarse con las propias fantasías”. Me gustaría mostrar la relación entre «el presentimiento de la muerte suscitado por los ancianos de la familia” y “el odio por los espejos que se inicia en la madurez”. Me gustaría hablar de “la tristeza inspirada por los restaurantes malogrados”, así como de “la  emoción de conseguir una habitación con minibar”. Nunca he encontrado palabras adecuadas para describir mi propia vida, y ahora que ya he entrado en mi historia es cuando más las necesito.

LAS ALMAS

Middlesex, Jeffrey Eugenides, p. 168
Al morir, las almas de los ortodoxos no vuelan derechas al cielo. Prefieren quedarse en la tierra y molestar a los vivos. Durante los cuarenta días siguientes, siempre que mi abuela no sabía dónde había puesto su libro de sueños o su sarta de cuentas, echaba la culpa al espíritu de Zizmo. Rondaba por la casa, apagando la lamparilla de noche y robando el jabón del baño. Cuando el periodo de luto tocó a su fin, Desdémona y Surmelina  hicieron kolyvo. Era como una tarta nupcial, compuesta de tres pisos cegadoramente blancos. El superior estaba rodeado de una valla, en la que crecían abetos hechos de gelatina verde. Había un estanque de gelatina azul, y el nombre de Zizmo estaba deletreado con peladillas plateadas. Al cuadragésimo día del funeral se celebró otra ceremonia en la iglesia, después de la cual todo el mundo regresó a la calle Hurlbut. Se congregaron en torno al kolyvo, espolvoreado con el finísimo azúcar de la otra vida y mezclado con las semillas inmortales de la granada. En cuanto terminaron de comerse el pastel, todos lo notaron: el alma de Jimmy Zizmo dejó la tierra y entró en el cielo, donde ya no podría molestarlos más. En el punto álgido de la celebración, Surmelina provocó un escándalo al volver de su habitación llevando un vestido de vivo color naranja.
-Pero ¿qué haces? -musitó Desdémona-. Una viuda va de luto toda la vida.

-Cuarenta días son suficientes -contestó Lina, que siguió comiendo.

GENETICA

Middlesex, Jeffrey Eugenides, p. 53
Trato de volver mentalmente a una época anterior a la genética, antes de que todo el mundo adquiriese la costumbre de explicar cualquier cosa con un: “Está en los genes”. Un tiempo anterior a nuestra actual libertad ... ¡y mucho más libre! Desdémona no tenía idea de lo que estaba pasando. No contemplaba sus entrañas como un vasto código lleno de números, de secuencias infinitas entre las cuales hay alguna que puede contener un error. Ahora sabemos que andamos con ese mapa por ahí. Que dicta nuestro destino incluso cuando no hacemos nada, parados en la esquina de la calle. Nos pinta en la cara las mismas arrugas y manchas de vejez que tenían nuestros padres. Nos hace moquear de manera idiosincrásica, reconocible, familiar. Genes profundamente arraigados controlan los músculos del ojo, de modo que dos hermanas parpadean de la misma forma, y a hermanos gemelos se les cae la baba al mismo tiempo. A veces, cuando estoy inquieto, me veo palpándome el cartílago de la nariz de la misma manera que mi hermano. Nuestras gargantas y laringes, formadas bajo las mismas instrucciones, comprimen el aire de cierta manera para que salga con los mismos tonos y decibelios. Y eso se puede extraprolar hacia atrás en el tiempo, de modo que cuando yo hablo, Desdémona hable también. Ella es quien escribe ahora estas palabras. Desdémona, que no sabe absolutamente nada del ejército que tiene en su interior, ejecutando un millón de órdenes, ni del soldado que desobedeció, ausentándose sin permiso ...

INCIPIT 858. MIDDLESEX / JEFFREY EUGENIDES

LA CUCHARA DE PLATA
Nací dos veces: fui niña primero, en un increíble día sin niebla t6xica de Detroit, en enero de 1960; y chico después, en una sala de urgencias cerca de Petoskey, Michigan, en agosto de 197 4· Los lectores de publicaciones especializadas quizá se hayan topado conmigo en el artículo «Identidad sexual en los pseudohermafroditas con deficiencia de 5-alfa reductasa», del doctor Peter Luce, publicado en la Revista de Endocrinología Pedidtrica en I975· O puede que hayan visto mi fotografía en el capítulo dieciséis del ya tristemente anticuado Genétíca y herencia. Ahí salgo yo, en la página 578, desnudo, de pie junto a un indicador de estatura, con un rectángulo negro velándome los ojos.

En mi partida de nacimiento, mi nombre figura como Calíope Helen Stephanides. En mi último carné de conducir (de la República Federal de Alemania), mi nombre de pila es simplemente Cal. He sido guardameta de hockey sobre hierba, miembro durante mucho tiempo de la Fundación para Salvar al Manatí, esporádico asistente a la misa ortodoxa griega y, durante la mayor parte de mi vida adulta, funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores de Estados Unidos. Como Tiresias, primero fui una cosa y luego otra. Fui ridiculizado por mis compañeros de clase, convertido en conejillo de Indias por los médicos, palpado por especialistas y calibrado por Don Dinero.

INCIPIT 855. DENUNCIA INMEDIATA / JEFFREY EUGENIDES

QUEJAS
Al subir por el camino de entrada en el coche de alquiler, Cathy ve el cartel y tiene que echarse a reír: “Lyndham Falls - Retiro con encanto”.
No se ajustaba exactamente a lo que Delia había descrito.
El edificio se hace visible a continuación. La entrada principal es bastante bonita. Grande y acristalada, con bancos en el exterior y un aire de orden médico. Pero los apartamentos del jardín, al fondo de la finca, son pequeños y destartalados. Los porches son diminutos, y parecen corrales para animales. Desde fuera, frente a las ventanas con cortinas y las puertas castigadas por la intemperie, se intuye un interior habitado por vidas solitarias.
Cuando se baja del coche, el aire se le antoja diez grados más cálido que el del exterior del aeropuerto aquella mañana, en Detroit. El cielo de enero es de un azul casi sin nubes. Ni el menor indicio de la ventisca contra la que Clark le ha venido advirtiendo, tratando de persuadida para que se quedara en casa a cuidarle.

-¿Por qué no vas la semana que viene? -dijo-. Aguantará.

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