MADRID es la ciudad ideal para
los que viven de una nómina de la Administración («el pan del Estado es escaso,
pero muy blanco”), y también para tres tipos de personas: las de las clases
pasivas, los que no necesitan nóminas, y los que no van a tenerla nunca: mi
caso.
En poco tiempo aprendí que si
quería llevar adelante algunos proyectos (el de La Veleta y el Salón de pasos
perdidos, sobre todo), tenía que hacerlos viables con otros que vinieran a
financiarlos (palabra que igual les viene grande a los que emprendí entonces).
Empecé, como ya he contado, echando mano de la tipografía. Además es uno un
gran partidario de los encargos, incluso de hacer de negro (mi experiencia en
este último oficio con el pintor José Guerrero fue un voluntariado, pero muy
instructivo desde el punto de vista literario: su autor llegó a tener por reales
las ficciones que inventé sobre su propia vida).
Los trabajos venales son más
fáciles en una ciudad grande como Madrid, en la que puede uno llevar la vida
que quiera, sin compromisos y sin que nadie al cabo de un tiempo te eche de
menos. Por eso en Madrid se olvida a los muertos mucho antes que en ninguna
parte (y porque aquí, como ya se ha dicho también, se muere mucho más que en
otras ciudades, aquí se está muriendo la gente de continuo; en los periódicos
había una sección que se titulaba “fallecidos
ayer en Madrid”, y no terminaba nunca, y eso que usaban el verbo «fallecer” y
no morir, porque les parecía que falleciendo se muere uno menos que muriendo);
y los éxitos y los fracasos duran menos también por las mismas razones, cada
mes hay en Madrid una «gala”, un reparto de premios, alguien que entra en la
Academia, un estreno de teatro, de cine, de ópera, la inauguración de una
exposición, una recepción real, una presentación de credenciales o una toma de
posesión, lo cual, dicho sea de paso, hace la vida para los que quieren triunfar
mucho más enconada que en otras partes, tratando de estar siempre en candelero
(políticos, artistas, empresarios), pero también mucho más agradable a los que
han fracasado, arropándoles y haciéndoles pasar inadvertidos en una perpetua
hibernación o, como el cesante Villaamil, en una tregua desesperanzada.