Calendario sin fechas, Josep Pla, p. 248
Lo que primero me impresionó fue
la simplicidad de la escritura, el cuidado exacto de los detalles, el interés
fabuloso por la habitualidad de la gente -exactamente de la gente modesta,
pequeña, gris, misteriosa (sin misterio apreciable), aduladora, envidiosa, que
nace, vive y muere-. La escritura es tan normal, tan acercada a la pequeñez de
las cosas de la vida que a mí me parece que el escritor ruso ha contribuido como
nadie a la destrucción del barroquismo literario y que esto lo ha hecho de una
manera casi inconsciente y por razones de honorabilidad personal, es decir, por
un anhelo de autenticidad y de verdad que se le han personalmente impuesto. La dirección
de la literatura no es más, en todos los países, que esta. Chéjov adoró la
literatura del conde Tolstói, como es perfectamente natural. Consideró a Dostoievski
como un autor pretencioso, escasamente objetivo y de humanidad relativa. La descripción
que hace de los rusos y de la Rusia de su tiempo no se puede comparar con nada
de lo que se escribió en los diferentes países de Europa de su tiempo. No creo que
haya, en este aspecto, precedentes: el alcoholismo, la superstición, el
convencionalismo, la ignorancia, la sensualidad, el aburrimiento, el tedio, la manía
de hablar, de filosofar, la pasión de la verborrea inseparablemente unida a la
incapacidad para la acción, a la gandulería, a la inanidad de la cultura, al patriotismo
ficticio, a la ineluctabilidad del clima, al criticismo pueblerino, a la
inanidad de los éxitos y de los fracasos. A la nada absoluta y total. Chéjov es
el notario vastísimo de la Rusia de su tiempo. Fabuloso escritor, de un gusto
exquisito, de una expresividad eficaz, cultivadísimo, sencillo, simple, real,
que es lo más difícil.