Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel
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OSCAR WILDE


Bartebly y compañía, Vila-Matas, p. 122

51) Siempre fue una vieja aspiración de Osear Wílde, expresada en El crítico como artista, «no hacer absolutamente nada, que es la cosa más difícil del mundo, la más difícil y la más intelectual».

En París, en los dos últimos años de su vida, gracias nada menos que a sentirse aniquilado moralmente, pudo hacer realidad su vieja aspiración de no hacer nada. Porque, en los dos últimos años de su vida, Wílde no escribió, decidió dejar de hacerlo para siempre, conocer otros placeres, conocer la sabía alegría de no hacer nada, dedicarse a la extrema vagancia y al ajenjo. El hombre que había dicho que «el trabajo es la maldición de las clases bebedoras» huyó de la literatura como de la peste y se dedicó a pasear, beber y, en muchas ocasiones, a la contemplación dura y pura.

«Para Platón y Aristóteles -había escrito-, la inactividad total siempre fue la más noble forma de la energía. Para las personas de la más alta cultura, la contemplación siempre ha sido la única ocupación adecuada al hombre.»

También había dicho que «el elegido vive para no hacer nada», y así fue como vivió sus dos últimos años de vida. A veces recibía la visita de su fiel amigo Frank Harris -su futuro biógrafo-, que, asombrado ante la actitud de absoluta vagancia de Wilde, solía comentarle siempre lo mismo:

- Ya veo que sigues sin dar golpe ...

Una tarde, Wilde le contestó:

-Es que la laboriosidad es el germen de toda fealdad, pero no he dejado de tener ideas y, es más, si quieres te vendo una.


OSCAR WILDE


Lo que la primavera, Marta Robles, p. 228

Aunque, como desahogo, también preso, alumbra la hondísima De profundis, una larga y doliente epístola que contiene una conmovedora reflexión sobre la actuación de Queensberry contra él, apoyada en una de las cartas que Wilde escribió a su hijo Bosie al poco de conocerlo. Es una obra repleta de despecho y de tristeza, donde expone su tormentosa relación con Alfred Douglas, pero también una epístola que exhala espiritualidad. En ella revisa no solo  los malvados actos de Bosie, sino la figura de Jesucristo y el cristianismo, como también sus propios errores, al tiempo que subraya el amor que ni aún entonces ha dejado de sentir por quien le ha utilizado, se ha gastado su dinero y le ha traicionado con mentiras. La ruina sentimental, emocional y económica (retiran sus obras de las librerías, venden su biblioteca, sus muebles y vacían sus cuentas bancarias para indemnizar a Queensberry) le incitan a intentar suicidarse en aquella celda de tres por dos metros, donde apenas cabe. Al salir es otro. Enfermo, apagado, destruido ... Su cabello se ha vuelto blanco y su mirada melancólica. Viaja a Francia empujado por el ostracismo social, bajo el nombre de Sebastian Melmoth, para eludir el agravio que le supone el suyo; pero antes claudica a la insistente demanda de Bosie (pese a que nunca lo visitó en la cárcel) y acude a verlo a Nápoles, en vez de regresar con su esposa y sus hijos. El fracaso de aquella segunda vuelta de la relación, sin el dinero de Wilde para pagar los caprichos de Bosie, se produce a los pocos meses. Wilde parte entonces definitivamente para Francia y se aloja en el hotel d'Alsace, donde escribe algunos artículos con pseudónimo y mal pagados y termina La balada de la cárcel de Reading, el bello poema que empieza a escribir en prisión y que alcanzará un notorio éxito. Enferma de meningitis, se convierte al catolicismo en sus últimas horas (¡qué habría dicho su padre!) y el 30 de noviembre de 1900 muere, alcohólico, tras un agónico estertor y dejando una deuda de ochocientos francos en el hotel, que paga su incondicional amigo Robert Ross. Solo cincuenta y seis personas acuden a la se encuentra su tumba.


OSCAR WILDE


El hombre de la bata roja, Julian Barnes, p. 222

La justicia francesa siempre fue más sensible a las ideas abstractas que la justicia inglesa, y también al despliegue de ingenio por parte del acusado. En 1894, Félix Fénéon, crítico de arte,· periodista, agente literario y artístico -el único marchante en quien Matisse confió nunca-, fue detenido por la policía en una redada de anarquistas. No fue por mala suerte: Fénéon era un anarquista comprometido, de palabra y de obra. En un registro policial de su despacho la policía encontró un frasquito de mercurio y una caja  de cerillas que contenía once detonadores. La inverosímil explicación que dio, equivalente a decir lo típico de que «ni sabía que estaban», fue que su padre -que había muerto recientemente y por lo tanto no estaba tristemente en condiciones de declarar- los había encontrado en la calle. Cuando el juez le señaló que le habían visto hablando con un anarquista conocido detrás de una farola de gas, Fenéon respondió tranquilamente: «¿Puede decirme, señor presidente, qué lado de una farola de gas es su parte trasera? » Tratándose de Francia, su agudeza y su descaro no le perjudicaron ante el jurado, que le absolvió.

Al año siguiente, Osear Wilde, quizá creyendo que estaba en Francia, libró una batalla de agudeza y descaro con Edward Carson, consejero de la reina, hasta darse cuenta de que no le beneficiaba ante un tribunal y un jurado ingleses. Casualmente fue también el año en que Toulouse-Lautrec retrató a Osear Wilde y a Fénéon con un perfil rechoncho y cadavérico, respectivamente, presenciando codo con codo el baile moro de La Goulue en el Moulin Rouge.

En 1898, cuando Wilde reapareció en París al salir de la cárcel, Fénéon fue uno de los que le recibió efusivamente y lo llevó a cenas y al teatro. Pero Wilde estaba abatido con frecuencia y admitió que le había tentado la idea de suicidarse y había bajado al Sena con este propósito. En el Pont Neuf había encontrado a un hombre de aspecto extraño que miraba al río. Pensando que estaba tan desesperado como él, Wilde le preguntó: “¿También usted es un candidato al suicidio?» «No», respondió el hombre, «¡yo soy peluquero!» Según Fénéon, esta incongruencia convenció a Wilde de que la vida seguía siendo lo bastante cómica para soportarla.


OPTIMISMO

De El abanico de Lady W, de Oscar Wilde
LADY W. ¡No dejó usted de galantearme exageradamente durante toda la noche!


LORD D. [Sonriendo.] ¡Ah!, estamos todos tan apurados hoy en día, que lo único agradable que nos queda es hacer cumplidos. Es lo único que podemos permitirnos.

LADY W. [Moviendo la cabeza.] No lo tome usted a broma. No debe reírse, pues estoy hablando muy en serio. No me gustan los cumplidos y no veo la razón de que un hombre crea agradar a una mujer por el mero hecho de decirle un sinfín de cosas que ni él mismo cree.

LORD D. ¡Oh, pero es que yo las creo! [Toma la taza de té que ella le entrega.]

LADY W. Espero que no sea así. Sentiría tener que pelearme con usted, lord Darlington. Siento gran simpatía por usted, ¿sabe?, pero no me gustaría nada si creyera que es usted como los demás. Sinceramente, es usted mejor que la mayoría, y a veces me parece como si quisiera hacerse pasar por mala persona.

LORD D. Todos tenemos nuestras pequeñas debilidades, lady Windermere.

LADY W. ¿Ypor qué ha elegido precisamente ésa?

LORD D. ¡Bah! Actualmente, una serie de tipos engreídos se mueven en sociedad presumiendo de buenos; así que yo creo que si pretendo ser malo demostraré cierta humildad y buena disposición. Además, hay algo en favor de mi teoría. Si se presume de bueno, el mundo en general le toma en serio. Si se presume de malo, no lo hace. Tal es la asombrosa estupidez del optimismo.

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