Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel
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INCIPIT 487. SAUL Y PATSY / CHARLES BAXTER

Más o menos un año después de que hubieran alquilado la granja en  Whitefeather Road cuya pared lateral tenía un revestimiento de aluminio marrón mal ajustado, Saul empezó a mirar ferozmente la oscuridad inmisericorde que presionaba el cristal de la ventana, como si le enojara la llana tierra de labor sin cultivar por ser tal cosa en vez de vidrio y cemento.
-Ningún judío en sus cabales vivió jamás junto a un camino de tierra -comentó.
Patsy replicó que pensara en Polonia, Rusia y el siglo XIX. Entonces ella señaló el tablero de Scrabble y le dijo que jugara. Para mortificarla, él compuso el término «axioma» en una casilla que permitía formar tres palabras, y ganó cuarenta y dos puntos.
-Eso era muy diferente -replicó Saul, sacudiendo la cabeza-. Totalmente distinto. En aquellos tiempos todo el mundo, excepto los terratenientes, vivían junto a caminos de tierra. El siglo  XIX fue una democracia de caminos de tierra.
Patsy asía una botella de refresco con una mano y disponía las letras en su tablilla con la otra. Tenía las piernas cruzadas en la silla, la botella colocada contra el arco del pie derecho. Alzó la vista y le sonrió. Saul no pudo evitarlo y le devolvió la sonrisa. Era tan hermosa que le impulsaba a imitar sus gestos sin que él se lo hubiera propuesto.

-Nosotros tampoco somos terratenientes -dijo ella-. Somos arrendatarios. Ah, me olvidaba de decírtelo. Esta tarde he tenido que bajar al sótano, en busca de un destornillador, y he visto   que hay un ratón en la ratonera.

ENVIDIA INSANA

De Saul y Patsy de Charles Baxter, p.58 
Reconocía lo que se enroscaba en su interior como envidia, pero no era exactamente envidia sino una emoción más bíblica, más difícil de definir, como la codicia. Por las noches, cuando pasaba por delante de la casa, a veces los veía en el exterior, Emory segando o podando, con el bebé atado a la espalda, Anne en una escala, limpiando las ventanas, o en el jardín, como  Patsy, plantando flores. Podrían ser cualquiera, excepto que, para Saul, emitían un aura turbadora de felicidad irreflexiva, lo cual significaba que podrían haber sido cualquiera excepto Saul.
La carretera estaba lo bastante alejada de su casa, así como del cobertizo de pintura descascarada, para que ellos pudieran verle. Su coche era uno más, a no ser que mirasen con atención y vieran el techo abollado y a Saul en el interior. Pero un viernes, a principios de    junio, varias horas después de haber terminado el trabajo, pasó por delante de la finca y vio a Emory en el jardín, a la luz dorada del crepúsculo, empujando a su mujer, que estaba sentada en el columpio. Emory, el ex jugador de fútbol, tenía una expresión seria y satisfecha, y el bebé estaba risueño en su cochecito. La mujer vestía una camiseta blanca y tejanos, y Emory también llevaba tejanos, pero tenía el torso desnudo. Era probable que ella estuviese orgullosa de sus senos, y no menos probable que él lo estuviera de sus hombros. Anne se sujetaba de las cuerdas del columpio. La cabellera se alzaba al subir, y Saul, que absorbió todos los detalles de la escena en unos segundos, oía sus gritos de placer desde el coche. Mientras los miraba furtivamente, casi volvió a salirse de la carretera. Eran unos críos, desde luego, él lo sabía, pero lo de menos era su juventud. No, emitían un terrible resplandor de continuidad en la creación. Tenían el brillo trémulo, inexpresivo e idiota de los ángeles. Relucían. Era intolerable.
Vivían en medio de la realidad y jamás se detenían un instante a pensar en ella. Nunca se sentían como actores. Nunca habían estado enfermos de inteligencia. El largo túnel de sus pensamientos nunca los había engullido. Nunca habían pasado noches de insomnio, ni librado los combates de lucha libre perentorios, silenciosos, inexplicables, con las oscuras partidas de ladrones de almas. No eran más que una pareja de habitantes del Medio Oeste.

Maldita sea, se dijo Saul. Todo el mundo es feliz menos yo. 

KEPLER

De Grifo de Charles Baxter, p. 65-66
En 1618, a la edad de setenta años, Katherine Kepler, la madre de Johannes Kepler, fue juzgada por brujería. Las actas indican que estaba tan desquiciada, que era tan ofensiva con todo el mundo que hoy en día seguirían considerándola una bruja si siguiera viva. Uno de los biógrafos de Kepler, Angus Armitage, comenta que tenía «un carácter malévolo,, y un interés en «cuestiones peregrinas, difíciles de nombrar. El juicio duró, con las pausas correspondientes, tres años; en 1621, cuando la pusieron en libertad, su personalidad se había desmadejado por completo. Murió al año siguiente.
A la edad de seis años, el hijo de Kepler, Frederick, murió de viruelas. Unos meses después, la mujer de Kepler, Barbara, murió de tifus. Otros dos niños de la pareja, Henry y Susanna, habían muerto en la tierna infancia.
Al igual que muchos hombres de su época, Kepler dedicó buena parte de su vida adulta a cultivar los favores de la nobleza. Solía estar sin un penique, por lo que a menudo no le quedaba más remedio, como demuestra su correspondencia, que mendigar dádivas. Fue víctima de la persecución religiosa, aunque en ese sentido salió mejor parado que otros.
Después de casarse por segunda vez, otros tres de sus hijos m11rieron en los primeros años de vida, una estadística que en teoría implica menos carga emocional de lo que cabría imaginar, dados los niveles de mortandad infantil de la época.
En 1619, a pesar de los hechos citados, Kepler publicó De Harmonice Mundi, un texto en el que se propuso establecer las correspondencias entre las leyes de la armonía y la disposición de los planetas en movimiento. Dicho brevemente, Kepler sostenía que ciertos intervalos, tales como la octava, las sextas mayores y menores, y las terceras mayores y menores, eran placenteros, en tanto que otros intervalos no lo eran. La historia indicaba que la humanidad había mostrado desde siempre disgusto por ciertos intervalos. Con la impresión de que ese conjunto de gustos universales apuntaba a leyes inmutables de la naturaleza, Kepler trató de plasmar  geométricamente los intervalos placenteros, para a continuación trasladar ese dibujo geométrico al orden de los planetas. La velocidad de los planetas, no tanto su ubicación en términos estrictos, gobernaba la armonía de las esferas. Esta velocidad imprimía a cada planeta una nota, lo que Armitage denominó un «término en una relación condicionada matemáticamente».

De hecho, cada planeta ejecutaba una breve escala musical, que Kepler transcribió al pentagrama. La longitud de la escala dependía de la excentricidad de la órbita; y las notas que lo limitaban, por lo general parecían formar una concordia (salvo en el caso de Venus y la Tierra, cuyas órbitas eran prácticamente circulares, por lo que formaban escalas de espectro muy estrecho)[ ... ] en la Creación[... ] prevalecía una concordia absoluta y los luceros de la mañana cantaban a la vez. 

INCIPI 474. GRIFO / CHARLES BAXTER

EL ASPIRANTE A PADRE
Mientras limpiaba la encimera de la cocina después de cenar, Burrage miró casualmente por la ventana junto al fregadero y vio la cara de una mujer que escudriñaba desde fuera. Tenía una expresión fisgona, pero simpática. Era la cara de la señora Schultz, que vivía al otro lado de la calle y solía deambular por el complejo de apartamentos Heritage al anochecer, bajo el efecto de los fuertes fármacos para los dolores que le daban después de cenar y a la hora de irse a la cama.
-Hola, señora Schultz -dijo Burrage, saludando con el estropajo-. ¿Se encuentra bien? ¿Sabe dónde está?
-Creo que sí -dijo ella, devolviéndole el saludo con la mano. Llevaba el pelo canoso liado en lo alto de la cabeza, y las arrugas alrededor de su boca se levantaban cuando sonreía-. Supongo que lo sé, si estoy enfrente de mi casa y tú eres quien creo que eres. Quería ver a ese chico tuyo. Y, además, tengo sed. ¿Puedes pasarme un vaso de agua por la ventana?

-No puedo, señora Schultz -dijo Burrage. Con el aire aniñado y absorto que era habitual en él, señaló la ventana-. Hay mosquitera. Y Gregory ya está en pijama. ¿Ve que se está haciendo tarde? -La señora Schultz miró hacia arriba, pero aún era temprano para que hubiera estrellas. Aun así, asintió-. Vamos, la acompaño a casa. -Se secó las manos, sirvió un vaso de agua y echó una ojeada hacia el pasillo. La puerta de Gregory estaba cerrada, pero Burrage lo oyó cantando. Salió con el agua para la anciana, que lo esperaba cerca de la tuya, moviendo lentamente la mano izquierda en el aire

INCIPIT 469. EL FESTIN DEL AMOR / CHARLES BAXTER

PRELUDIOS
El hombre -yo, esta criatura pálida, y ninguna otra, al parecer- despierta asustado, enredado en las sábanas.
La habitación oscurecida, las puertas medio cerradas del ropero y la esbelta lámpara con listones de pino en la mesilla  de noche: no las reconozco. En el extremo opuesto del cuarto, la claridad lejana de la farola que envuelve el estor posee un inquietante resplandor ingrato. Ninguno de estos objetos hasta ahora familiares me resulta conocido. Lo que es peor, no me recuerdo ni me reconozco. Me siento en la cama; en realidad, me tambaleo, presa de un suave terror somnoliento, hacia la postura vertical. Hay un demonio aquí, uno sin nombre, el demonio de la tachadura y el olvido. No logro desprenderme de esta sensación porque mi cerebro no funciona y, debido a eso, la piel que me hospeda no se ha convertido todavía en mí.
Al mirar la oscuridad, tengo flotadores ópticos: ahí, en la pared de enfrente, hay engranajes que giran por separado y luego se acercan unos a otros hasta que sus piñones se fusionan y giran al unísono.

Luego noto la mano de ella en la espalda. Ella, ya acostumbrada a mis amnesias nocturnas, extiende la mano, soñolienta, desde su lado de la cama

MODA Y DIVORCIO

De El festín del amor de Charles Baxter, p. 256-257
Bradley, que se había equivocado al casarse conmigo, no ocupaba mis pensamientos, pero David sí, y mis otras preocupaciones eran la duración probable de nuestro asunto y su posible asistencia a aquella reunión social. La estatua del niño estaba reclinada en mi patio trasero.

Si te has divorciado hace poco, y eres una mujer, durante cierto tiempo no sabes qué ponerte. Te pones el vestido de tirantes azul claro, pero no te gusta lo huesudos que tienes los omoplatos -la gente hará comentarios sobre tus hábitos diéteticos o tu estado físico, porque se muere de ganas de conocer tu estado de ánimo-, y entonces te lo quitas y te pones unos vaqueros, pero eso es pretencioso y exagerado si no son nuevos y de la talla exacta, así que los cambias por una falda sencilla, pero como la falda y la blusa son demasiado sencillas: al instante te conviertes en una de esas que visten ropa de confección insípida, sin clase ni complemento alguno. Así que lo que haces es ponerte una de las camisas que David se dejó en el dormitorio un día, una tarde de verano en que huyó de tu presencia en camiseta, abotargado y aturdido por el sexo, la camiseta con el logotipo de la librería estampado en ella. Luego te pones los vaqueros. No te metes la camisa, la azul de tela vaquera de David, sino que la dejas colgando por fuera. Luego sí la remetes. Te preguntas si la reconocerá su mujer, la mal llamada Katrinka. En tus momentos más malévolos, has empezado a considerar interesante la perspectiva de que sí la reconozca. Podría armar una escena y airear su indignación. Hasta puede que semejante perspectiva fuera maravillosa. Animaría la fiesta.
En la foro Prêt-à-Porter de R.Altmanr 

PADRE, HIJO Y NUERA

De El festín del amor de Charles Baxter, p, 260-261
-Intentas liarme. Lo único que digo es que me devuelvas lo que has robado. Mientras tanto no te pierdo de vista, para que no te lleves ni una más de mis pertenencias Y luego menees ese culito de rata que tienes.
Hizo unos movimientos de bamboleo y volvió andando a su vehículo antes de que yo pudiera corregirle su lenguaje grosero. Es triste cuando la juventud tiene que corregir a sus mayores. Le oí riéndose entre dientes. Me tranquilizó que no tratase de hacerme daño en el porche. No podía hacerme daño porque aquella semana, como estaba totalmente enamorada, yo era inmortal. También me alivió ver la maldad en una forma tan pura y comprender lo estúpida que era. Lo que le pasa al papá de Oscar es que un tarado. Si Dios mismo hubiese intentado darle clases particulares no habría sacado nada en limpio. Pero en definitiva era el padre de Oscar, y me apenaba pensar que nunca tendríamos días alegres de Acción de Gracias alrededor del pavo, reuniones familiares, álbumes de fotos y esas cosas. A cambio sólo tendríamos esa mezquindad de borracho hijo de puta. Tendríamos sesenta kilómetros de mala carretera separándonos siempre.
Me maravillaba que Oscar hubiese salido adelante con un padre como el suyo. Lo cual demuestra lo inexacta que es la ciencia genética.
En fin, algo tenía que hacer él en vista de que el asunto del sexo no había sido lucrativo y además había sido una basura moral. Empezábamos a planear el porvenir. Él trabajaría en la radio y yo haría algo completamente distinto, aunque todavía no lo había decidido. Oscar dijo que debería ser una estrella de cine, y lo consideré. Yo me creía tan buena para muchísimas cosas que podría elegir la que quisiera. Empezaba a pensar que quizá podría ser asistencia social. No me importaba trabajar en el sector de servicios. De todos modos, Bradley me había preguntado si quería aprender contabilidad para llevarle los libros en Jitters. Así que quizá lo hiciera. Tenía muchas opciones.

YO LEO A KIERKEGAARD

De El festín del amor de Charles Baxter, p.214
Hay un cuento de Kierkegaard que me gusta especialmente Un filósofo construye un palacio enorme pero, para sorpresa de todos, no vive en él sino que establece su residencia en una perrera adyacente. El filósofo se ofende cada vez que alguien le recrimina que viva de esa manera ridícula. ¿Pero cómo habría podido construir el palacio, responde, si no hubiese vivido también en la perrera?
Parece un chiste judío. Kierkegaard realizó grandes esfuerzos por vivir en el palacio de pensamiento que se había construido, pero naturalmente no pudo gobernarlo, proclive como era al furor polémico y a una singular especie de desdicha espiritual derivada del despecho. Además, uno acaba cogiendo apego a la caseta del perro y al cuenco de sobras diario. Tercamente ocupamos la perrera para demostrar que teníamos razón al habernos establecido en ella.

La historia sobre Kierkegaard que me gusta es la que cuenta que se cae de un sofá en una fiesta, borracho. Tendido en el suelo, empieza a referirse a sí mismo en tercera persona cuando los demás invitados intentan ayudarle a levantarse “Oh, déjalo ahí -dice, hablando de su propio cuerpo. Mañana por la mañana lo barrerán las criadas.”

HIJOS

De El festín del amor de Charles Baxter, p. 102-103
Descolgué el teléfono y dije: “¿Sí?». Desde el otro extremo del continente desde la costa oeste, empezó a hablarme mi hijo Aaron. Con una voz de cólera incansable, me  maldijo a mí y a su madre, acostada a mi lado. Una vez más invitado  a escuchar la historia de cómo había arruinado la vida de mi hijo, destruido su alma, de cómo le había sacrificado a los diablos y ángeles de la ambición frustrada. De un modo soporífero hallaba palabras con que herir mi corazón. Acusación: había esperado de él más de lo que él podía dar de sí. Acusación: había concebido esperanzas sobre él que le habían, dijo, enloquecido. Acusación: yo era quien era. Loco, enfermo y lleno de maldad, describió con detalle su locura y su enfermedad, sus terribles impulsos de hacer daño a los demás y a sí mismo, como si yo no hubiera escuchado esta historia muchas veces, varias veces, innumerables veces. Cuchillas, alambres, gas. Me llamó a mí, a su padre, un hijo de puta. Me dijo que no quería que siguiese siendo su padre. Luego rompió a llorar y pidió dinero. Exigió dinero. Desde la nada, desde la eterna noche de su vida, exigió dinero en efectivo. Yo también lloraba de tristeza y rabia, apretando el auricular muy fuerte contra la oreja para que Esther no oyera una palabra. Tapando el micrófono con la mano, le pregunté si había hecho daño a alguien, si se había herido él mismo, y respondió que no, pero que lo estaba pensando, que cada minuto lo planeaba de antemano, planeaba monstruosas calamidades personales, necesitaba ayuda, pedía ayuda, pero antes necesitaba el dinero, ya, en aquel mismo instante, mi dinero, cantidades extraordinarias de dinero. No me hagas ser tu salero sacrificial, dijo, y luego se corrigió, tu cordero sacrificial, no lo hagas, no vuelvas a hacerlo. A sabiendas de que era un error, dije que vería qué podía hacer, le enviaría lo que tuviese. Pareció calmarse por un momento. Respiraba de forma estruendosa. Me deseó cordialmente buenas noches, como al término de una actuación eficaz.
Tener un hijo o una hija así es como tener una porción del alma muerta, marchita y sin posibilidades de sanar. Ves al alma perdida de tu hijo flotar en los éteres de la eternidad. La ética es un sueño, y la ternura un fantasma diurno que se desvanece cuando llega la noche. Esther y yo, con los ojos abiertos, permanecimos abrazados hasta el alba. Mi querida mujer lloró en mis brazos, los dos teníamos el corazón destrozado. Vivimos en una ciudad grande de la que somos los únicos habitantes.

Kafka: Una vez que se responde a una falsa alarma del timbre nocturno, ya no tiene remedio.

HOMBRES

De El festín del amor de Charles Baxter, p.40-41
Amar a los hombres siempre me pareció un reto. Al  principio pensaba que debía hacerlo, que no había alternativa. Pensaba que era imposible amarlos en general; no debería decir esto. Pero, en fin, míralos. Si eres un hombre es probable que  no comprendas cómo son. Es sorprendente que una mujer pueda estar casada con uno de ellos. Casi todos los que conozco son autoritarios, o pasivos y obsesivos, y cuando pasan de los veinticinco años, más o menos, dejan de ser guapos. A los que son de buen ver les contrata la industria fotogénica. En la mayoría de los casos que conozco, la belleza no figura en el número que interpretan. Así que hay que tacharla inmediatamente de la lista de culpables. Y queda su conducta.
Se enfurruñan, muchísimos hombres. Los que yo conozco son rencorosos y se ponen violentos casi por gusto. ¿Se ha fijado? Pregunte por ahí. Como sexo, siempre están –usted también- tramando algo, o por lo menos parece que traman, porque nunca se sabe lo que están pensando. Lo se por experiencia. Se pasan los días sentados y rumian. Después de rumiar, el potencial de fuego. Bueno, ya sé que estoy generalizando, pero me da igual, porque es  mi modo de verlo y no necesito demostrarlo, lo cual es emocionante.

Diré que una de las cosas que me gustan de los hombres es que normalmente saben cómo funcionan los pequeños chismes. Son buenos arreglando esto y aquello. Pero esa habilidad no conduce a la pasión sino sólo a un empleo retribuido. Claro que aquí sólo estoy hablando del historial de los hombres que he llegado a conocer en mi corta vida. Pero una muestra es una muestra, y le estoy describiendo a usted lo que he observado. Te atrapan con menudencias. Tienen su pequeño repertorio de mañas. 

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