Te quiero más que a la salvación de mi alma
ATENAS 433 ANTES DE CRISTO
EL PASEANTE
La senda de Aristóteles, Edith Hall, p. 30
Tradicionalmente, la escuela de
pensamiento aristotélica se ha denominado «peripatética», un término que
procede del verbo peripateo, que en griego antiguo, y en griego moderno también,
significa «salgo a caminar, a dar un paseo». Igual que Platón, su maestro, y
que Sócrates, el maestro de Platón, a Aristóteles le gustaba reflexionar
mientras andaba, y así lo hicieron después de él muchos filósofos importantes,
incluido Nietzsche, que en El ocaso de los ídolos insistía en que «solo tienen
valor los pensamientos que nos vienen mientras caminamos». Sin embargo, a los
griegos antiguos les habría intrigado la figura romántica del sabio celebrada
por primera vez en Las ensoñaciones del paseante solitario, de Rousseau (1778).
Los griegos preferían andar en compañía, aprovechando el impulso hacia delante
que generaban sus enérgicos pasos para unirlo a la causa del progreso
intelectual y sincronizando el diálogo con el ritmo de sus pasos. A juzgar por
la magnitud de su contribución al pensamiento humano, y la cantidad de
influyentes libros que nos legó, Aristóteles debió de andar miles de kilómetros
con sus discípulos a través de los escabrosos paisajes griegos durante los
sesenta y dos años que vivió en esa tierra.
PLATON
Los griegos antiguos, Edith Hall, p. 215
Entonces, ¿por qué Platón sigue
siendo tan importante? En primer lugar, porque sus diálogos están ambientados
en el mundo esotérico de las conversaciones de élite que se mantenían en casas
particulares, en general de familias privilegiadas, en una época en que la
democracia se situaba a la defensiva. En segundo lugar, porque pintan un
retrato fascinante de las figuras intelectuales más destacadas, incluido
Protágoras, cuyas palabras, de no ser por Platón, se habrían perdido para
siempre. En tercer lugar, porque fue un escritor brillante e innovador con una
obra que es rodo un tour de force, aun cuando al lector le interese poco la
filosofía. Cabe señalar una vez más vez que, aunque Platón a veces reciclaba
ideas ya elaboradas, sus hermosos textos han aportado a nuestra imaginación
colectiva algunos de los elementos más exquisitos. Timeo y Critias nos han dejado
la Atlántida, la legendaria ciudad perdida de Poseidón, con todos sus fantasmas
hundidos en las profundidades, cerca de las Columnas de Hércules. En Fedro nos
da la imagen del alma en forma de un auriga que trata de guiar a sus dos
caballos alados hacia el pensamiento racional mientras una de las bestias se
resiste a todo control. La República nos ofrece la alegoría de la «caverna
tenebrosa» para explicarnos lo difícil que le resulta al ser humano entender el
mundo que lo rodea. Las limitaciones de la percepción sensorial son tan grandes
que podríamos considerarnos prisioneros encadenados en una caverna, capaces de
ver solo las sombras que el fuego que tenemos detrás proyecta en una pared
vacía, en lugar de percibirnos como los seres que producen esas sombras. Así y
todo, el legado más importante de Platón es el razonamiento filosófico que
compone en forma de diálogo con final abierto y que obliga a los lectores a
reaccionar, a estar de acuerdo o no con Sócrates y a pensar detenidamente por
sí mismos. Los textos platónicos demuestran que, en la práctica, el pensamiento
y la discusión son un proceso dialéctico: personas en desacuerdo pueden llegar
a comprender sus respectivas posturas si dialogan y no se niegan a hablar. El
diálogo socrático, tal como lo registra el ateniense Platón, ha ejercido una
influencia incalculable, no solo en los métodos de enseñanza, sino también en
la teoría y la práctica de la democracia.
DELEUZE
El ritmo perdido, Santiago Auserón, p. 45
La clase era tumultuosa, de
difícil acceso, fascinante en cuanto Deleuze entraba por la puerta, con abrigo y
sombrero grises, bufanda roja, como un personaje de las novelas de Beckett, a
quien citaba a menudo. Deleuze era un ser magnético. Buscando inspiración antes
de empezar a hablar, contemplaba la nube que salía de su cigarrillo, de la que iba
a caer el discurso a veces como relámpago, a veces como ceniza. En su cerebro
se producían conexiones asombrosas, sostenía el discurso hasta el límite de lo
pensable. Tras un largo periplo por sendas incógnitas y arriesgadas, acababa
sus argumentaciones ralentizando poco a poco la frase, bajando el tono hasta
desembocar en una revelación susurrada, efecto dramático al que un aula llena
de locos respondía con un silencio electrizado, que culminaba con una
exhalación de aire de los pulmones del pensador -ya por aquel entonces bastante
tocados-, una especie de interjección prolongada que se deshacía de su función
de apoyo coloquial y sonaba como un rugido sordo, como si aún le quedasen
arrestos al filósofo para contemplar cara a cara el fuego del mundo. Deleuze aprovechaba
entonces nuestro aturdimiento momentáneo para encender otro cigarrillo -la
duración del cigarrillo marcaba el tempo de la argumentación- y antes de que le
cayese encima una pregunta impertinente retomaba la estrategia de su
razonamiento, levantaba otra vez un poco la voz, diciendo: «Aaalooors ... »,
con cierta ternura femenina, pero con la mirada oblicua de quien te va a
anunciar que tienes que ir cambiando de idea. Nunca hubiera podido imaginar que
una clase pudiese llegar a ser tan emocionante.