Destino y memoria: Cien años de Jorge Semprún, p. 315
El aspecto físico de Jorge Semprún mostraba un gran cansancio cuando en abril de 2010 asistió a la conmemoración del 65 aniversario de la liberación del campo de Buchenwald, invitado por la ministra-presidenta del Gobierno regional de Turingia, Christine Lieberlmecht, y el director del memorial de Buchenwald-Dora, el profesor Volkhard Knigge. Hacía pensar en la fragilidad de un hombre que siempre había destacado tanto por su apariencia firme, resuelta e indudablemente atractiva (el crítico Walter Haubrich le llamaba Beau Jorge Semprún), como por su energía. Y también hicieron pensar en su fragilidad, de forma inequívoca además, sus palabras de unos días antes: «Por última vez, pues, el próximo de abril, ni resignado a morir ni angustiado por la muerte, sino furioso, extraordinariamente irritado por la idea de que pronto ya no estaré aquí, en medio de la belleza del mundo o, por el contrario, en su grisácea insipidez -que en este caso concreto son la misma cosa-, por última vez, diré lo que creo que tengo que decir». Y lo que tenía que decir, y dijo, fue que en la literatura quedaba la única posibilidad de supervivencia de la memoria de los campos de concentración. De los muchos campos que ha conocido el siglo XX: para empezar, los campos franceses de Saint-Cyprien, Argeles-sur-Mero o Barcares, que acogieron a unos exhaustos y famélicos republicanos españoles en 1939 y que nunca imaginaron aquel (mal) trato recibido por el país vecino. Pero la década de los treinta conoció las atrocidades del terrible Gulag siberiano cuyo horror fue denunciado tempranamente, entre otros, por Alexander Solzhenitsyn en su obra Un día en la vida de Iván Denísovich, de 1963, y muy pronto al Gulag le sucedieron los campos de concentración y exterminio concebidos por el nazismo, los Lager, distribuidos por una amplia zona geográfica, entre Alemania, Austria y Polonia, y que superaron con creces cualquier maldad conocida y practicada por el ser humano hasta la fecha.