Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel
Mostrando entradas con la etiqueta Maternidad. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Maternidad. Mostrar todas las entradas

PAREJA


Feliz final, Isaac Rosa, p. 226
Que no sufra como ese bebé que, a fuerza de sentirse abandonado en la cuna, una noche acaba provocándose él mismo una muerte súbita. Que no sufra como las crías de rata que en el laboratorio son separadas de sus madres y disparan sus niveles de cortisol. Que no sufra como los niños rumanos huérfanos que tienen mayor tendencia al suicidio y a la delincuencia en la edad adulta. No quiero ser sarcástico, Ángela, estoy recordando de memoria lo que encontré en los libros que me diste a leer entonces, que leí porque quería entenderte y acercarme a ti. Y lo que encontré fue culpa, mucha culpa, una culpa infinita que se vertía sulfúrica sobre madres y padres ansiosos con cada decisión que toman respecto a sus hijos, por si les deja una huella dañina de por vida, por si desaprovechan oportunidades para  asegurarles una vida feliz, por si sufren, sufren, sufren.
Espera, que sigo yo, que lo recuerdo perfectamente: aquella genialidad que soltaste en una comida de amigos, lo del quijotismo, ¿recuerdas? Hablábamos de estilos de crianza, y te sumaste a quienes hacían chistes sobre crianza natural: lo que me pasaba, a mí y a todas las madres locas como yo, era lo mismo que a don Quijote, dijiste. Espera, tengo que imitarte, aquella voz declamatoria que pusiste al interpretar tu parodia del famoso fragmento cervantino: ¡del poco dormir y del mucho leer, a las madres se les secó el cerebro, de manera que vinieron a perder el juicio, y vinieron a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que les pareció convenible y necesario hacerse madres naturales! A partir de ahí estiraste la broma comparando los libros de caballería con los de crianza, y hasta reelaboraste burlón el famoso discurso de don Quijote sobre la edad de oro: ¡dichosa edad y siglos dichosos aquellos!, exclamaste, payaso, y evocaste un pasado mítico de cazadores y recolectores donde las madres llevaban todo el día a sus hijos colgados del pecho y dormía la familia en un mismo jergón y los bebés comían cuando tenían hambre, dormían cuando tenían sueño, contenían los esfínteres cuando les parecía adecuado, y lloraban si su madre desaparecía de su vista para así asegurarse de que no morirían de frío o de hambre ni serían devorados por las fieras. Lo raro es que no escribieses un gracioso artículo de polémica fácil para ser el más leído del día; o un libro, otro jodido hueco editorial, un nicho de mercado, miles de maridos corriendo a comprarlo, yo hice la EGB, mí mujer se volvió una loca de la crianza natural.

UNA MADRE

El dolor de los demás MA Hernández, p. 124
Y es posible que algo de eso hubiera. Pero quizá no en el sentido en que nosotros lo habíamos creído. Lo he pensado mucho después y cada vez lo tengo más claro: la depresión de mi madre era una manera inconsciente de atraer nuestra atención porque requería ser cuidada, porque necesitaba por un momento dejar de ser la esclava de todos. Había dedicado su vida entera a servir a los demás. Se encargó de sus tíos mayores. Después, de sus hijos. Y luego, de su marido. N o salió de la casa de la huerta ni siquiera cuando mi padre tuvo que marcharse a trabajar a Alicante durante varios años. Siempre he creído que debería haberlo acompañado y haber formado un hogar allí. Una pareja joven, con dos hijos recién nacidos. Toda una vida por delante. Pero mi madre se quedó en la huerta, cuidando de sus hijos, de sus tíos solteros, de la casa, de su historia, prisionera de un modo de vida que hundía sus raíces en el pasado.
Es posible que eso fuera lo que al final acabó pasando factura, toda esa vida dedicada a los otros, todos los años de confinamiento en aquel espacio, toda la frustración, toda la felicidad perdida, la melancolía acumulada, que regresó tiempo después bajo la forma de la depresión.
-Tiene tristeza -comentó la curandera el día que desconfiarnos de los médicos y decidimos probar otros remedios.
Ahora lo pienso y creo que estaba en lo cierto. En el fondo no era otra cosa. Tristeza.
Y con esa tristeza que ya nunca se fue del todo mi madre se encargó de los últimos años de la Nena, de vestirla, de darle de comer, de cambiarle los pañales, de estar en todo momento pendiente de ella, de no salir siquiera a la calle para no dejarla sola, hasta el día en que murió. En menos de seis meses llegó la trombosis de mi padre y lo dejó prácticamente inmovilizado. Lo sentamos entonces en el mismo sillón-mecedora que había ocupado la Nena, y mi madre cuidó de él. Lo vistió, le dio de comer, le cambió los pañales y no lo dejó un momento a solas. Parecía que todo se repetía. Hasta que un día ese bucle también acabó girando sobre ella.
Conservo aún el vídeo que por casualidad grabé la tarde antes del ictus. Yo estaba en la habitación que había construido en una esquina del patio para aislarme de todo y ella entró para decirme que la cena estaba preparada. Tenía el rostro algo demacrado, los ojos hundidos, y apenas le salía la voz del cuerpo.
Recuerdo perfectamente la conversación.
-Qué mala cara tienes, mamá.

-Estoy triste, hijo. No puedo más.

MARILYN Y SU MADRE

Blonde: una novela sobre MM, JC Oates, p. 394
-De todos los enigmas, madre, hay uno que me parece el más incomprensible --dijo con aire pensativo--. Que algunos “existimos”, pero la mayoría, no. Un filósofo griego dijo que no hay nada tan agradable como no existir, pero yo no estoy de acuerdo, ¿y tú? Porque en ese caso estaríamos privados del conocimiento. Hemos conseguido nacer y eso ha de significar algo. ¿Dónde estábamos antes de nacer? Una amiga mía llamada Nell, una actriz que trabaja conmigo en La Productora, dice que se pasa toda la noche en vela, atormentada por esa clase de preguntas. ¿Qué significa nacer? Cuando muramos, ¿todo será igual que antes de que naciéramos? ¿O habrá una nada diferente? Porque quizá entonces conservaríamos el conocimiento. La memoria.
Gladys se removió en la silla, incómoda, pero no respondió.
Gladys, lamiéndose los pálidos labios.
Gladys, la mujer que guardaba secretos.
Fue entonces cuando Norma Jeane se fijó en las manos ajadas de su madre. Fue entonces cuando recordó que, en la sala de visitas del hospital, las había visto enlazadas sobre las rodillas de Gladys, y más tarde hundidas en su regazo. Las manos de la madre cerradas en puños. O abiertas, con los delgados e inquietos dedos acariciándose unos a otros. Las uñas mordidas, rotas, rodeadas de sangre, clavándose las unas en las otras. En ocasiones, las manos de Gladys parecían disputarse el control. Incluso cuando la mujer aparentaba una indiferencia propia de una sonámbula, allí, sobre su regazo, estaba la prueba de su actitud alerta, de su agitación. Las manos son su secreto. ¡Ha revelado su secreto!
La Bella Princesa devolvió a su madre al Pabellón C del Hospital Psiquiátrico de Norwalk para que la cuidaran. La Bella Princesa se enjugó las lágrimas y se despidió de su madre con un beso. Con delicadeza, desató el vaporoso pañuelo negro del cuello de la mujer madura y lo colocó alrededor de su hermoso cuello sin arrugas.

-¡Perdóname, madre! Te quiero.

MADRE E HIJA

Pureza, Jonathan Franzen, p.16
No es que Pip se sintiera bien burlándose de su madre. Pero su relación estaba siempre contaminada por el «riesgo moral», una expresión muy útil que había aprendido en los textos de economía. Pip era como un banco demasiado grande para quebrar en el sistema económico de su madre, una empleada demasiado indispensable para despedirla por un problema de actitud. Algunos de sus amigos de Oakland tenían también padres problemáticos, pero conseguían hablar con ellos a diario sin que se dieran momentos de innecesaria rareza, porque incluso los más problemáticos contaban con intereses que iban más allá de un hijo único. Por lo que concernía a su madre, Pip lo era todo.
-Bueno, creo que hoy no puedo ir a trabajar -dijo su madre-. Lo único que hace soportable ese trabajo es mi Deber, y no puedo conectar con el Deber teniendo ese «plomo de pescar>> invisible tirándome del párpado.
-Mamá, no puedes volver a faltar. Ni siquiera estamos en julio. ¿Y si luego coges la gripe de verdad, o algo parecido?
-Y mientras tanto, todo el mundo pensando qué hace esta mujer a la que se le está cayendo media cara hacia el hombro metiéndome la compra en la bolsa. Ni te imaginas la envidia que le tengo a tu cubículo. La invisibilidad que te da.
-No idealicemos el cubículo -dijo Pip.
-Es lo más terrible de nuestros cuerpos. Son tan visibles, tan visibles ...

Aunque padecía una depresión crónica, la madre de Pip no estaba loca. Se las había arreglado para conservar su empleo de cajera en el New Leaf Community Market de Felton durante más de diez años y, en cuanto Pip renunció a su manera de pensar y se adaptó a la de su madre, pudo seguir a la perfección lo que le estaba diciendo.

INFANCIA RECUPERADA

París de Marcos Giralt Torrente, p. 46-47
Algo distinto es lo que ocurre con las horas inmensas que se mantienen despobladas, con codo ese tiempo perdido que no sé encerrar en imágenes ni acierto tampoco a recuperar por medio de la palabra. Suele decirse que es con la vejez cuando las imágenes de la infancia regresan, y que hasta entonces perduran en la nebulosa, un túnel cada vez más profundo de paredes lisas e iguales del que sólo penden unas pocas bombillas insuficientes para iluminarlo en toda su extensión. Tal vez la sensación de vado proceda de ahí, y tenga que esperar a esa edad para que lo que ahora es sombra se nutra de luz, para que las figuras y las conversaciones, los temores y las horas gastadas en común, los juegos y también las discusiones y los momentos de tensión que sin duda hubo, se presenten de nuevo ante mí tal y como fueron, distintos unos de otros. Mi madre por las mañanas al despertarme; mi madre metiéndome prisa para que no perdiera el autobús del colegio; mi madre saliendo de casa para ir al suyo en coche; mi madre en casa, cuando yo regresaba a las seis y ella ya estaba allí desde el mediodía; mi madre empeñándose en que hiciera los deberes; mi madre preocupada; mi madre alegre; mi madre como única espectadora de mis gracias de niño; mi madre leyéndome los libros que por mi mismo no leía; mi madre contestando a mis preguntas; mi madre mandándome a la cama y viniendo luego a darme un beso; mi madre cerrando la puerta; mi madre dejándose acariciar o acariciándome ella... Idas y venidas del colegio; fines de semana que, antes de llegar, crecían ante mis ojos para apagarse, una vez llegados, con el gris mortecino de cada domingo; días distintos y a la vez iguales, días cortos y largos, días en los que al regresar a casa sólo la tenía a ella. Los instantes por evocar son muchos y se anulan entre sí, se superponen unos a otros con la fuerza de lo que no se altera. 

LAS MADRES

De La isla de la infancia de KO KnausgaRd, p. 289
Tuvo que ser mi madre. Ella hacía cosas así, lo sé, pero durante los meses en los que he estado escribiendo esto, en esa avalancha de recuerdos de sucesos y personas que se me ha venido encima, ella está ausente casi del todo, es como si no estuviera, sí, como si perteneciera a uno de esos recuerdos falsos que tienes a través de lo que te han contado, y no por lo que has vivido. ¿A qué se debe eso?
Porque había alguien allí, en el fondo de ese pozo que es la infancia, y era ella, mi madre, mamá. Era ella la que nos preparaba las comidas y la que todas las tardes nos reunía en torno a ella en la cocina. Era ella la que compraba, tejía y nos cosía la ropa, era ella la que la remendaba cuando se rompía. Era ella la que acudía con tiritas cuando nos caíamos y nos hacíamos rasguños en las rodillas, fue ella la que me llevó al hospital cuando me rompí la clavícula, y al médico, cuando -algo bastante menos heroico- contraje la sarna. Fue ella la que estuvo fuera de sí de preocupación cuando una niña murió de meningitis y al mismo tiempo yo me puse malo con un resfriado y tenía la nuca algo tiesa, entonces me metió a toda prisa en el coche y me llevó a Kokkeplassen, con la angustia iluminándole el rostro. Era ella la que nos leía en voz alta y nos lavaba el pelo cuando nos bañábamos, y era ella la que luego nos dejaba pijamas limpios sobre la cama. Era ella la que nos llevaba al entrenamiento de fútbol por las tardes, era ella la que asistía a las reuniones en el colegio y la que se sentaba entre los otros padres para hacernos foros en las fiestas de fin de curso. Era ella la que luego pegaba las fotos en un álbum. Era ella la que hacía tartas para nuestros cumpleaños, y las pastas navideñas y las de cuaresma.

ADOLESCENCIA

De Ve y pon un centinela de Harper Lee, p. 130-131
Con el transcurso del año, comenzó a sentarse cada vez con más frecuencia con las chicas bajo el árbol durante el recreo. Se sentaba en medio del grupo, resignada a su suerte, pero  observaba a los chicos jugar sus partidos de temporada en el patio de la escuela. Una mañana que llegó tarde, vio que las chicas se estaban riendo con más misterio del habitual y exigió saber el motivo.
-Es Francine Owen -dijo una de ellas.
-¿Francine Owen? Ha fa1tado un par de días -observó Jean Louise.
-¿Sabes por qué? -preguntó Ada Belle.
-No.
-Es su hermana. Los servicios sociales se han hecho cargo de las dos. Jean Louise dio un codazo a Ada Belle, que le dejó sitio en el banco.
-¿Y qué le pasa?
-Que está embarazada, ¿y sabes quién ha sido? Su padre.
-¿Qué es estar embarazada? -preguntó Jean Louise.
Se oyó un gruñido en el corro de chicas.
-Va a tener un bebé, boba -dijo una de ellas.
Jean Louise asimiló la información y preguntó:
-Pero, ¿qué tiene su padre que ver con eso?
Ada Belle dio un suspiro.
-Que es el papá.
Jean Louise se rio.
-Vamos, Ada Belle ...
-Es cierto, Jean Louise. Me apuesto algo a que, si Francine no está embarazada, es porque todavía no ha empezado.
-¿Empezado a qué?
-A menstruar --contestó Ada Belle con tono impaciente-.
Apuesto a que lo ha hecho con las dos.
-¿El qué? -Jean Louise estaba ya totalmente perpleja.
A las chicas les dio un ataque de risa.
-No sabes nada, Jean Louise Finch -dijo Ada Belle-. Lo primero es que . .. que ... y, luego, si lo haces después .. . después de empezar, entonces tienes un bebé, seguro.
-¿Hacer qué, Ada Belle?
Ada Belle miró al corrillo y guiñó un ojo. -Bueno, lo primero que hace falta es un chico. Luego él te abraza fuerte, respira con mucha fuerza y entonces te da un beso a la francesa. Eso es cuando te besa, abre la boca y te mete la lengua ...
Un pitido en los oídos impidió a Jean Louise escuchar el resto del relato de Ada Belle. Sintió que la sangre abandonaba su cara. Le sudaban las palmas de las manos e intentó tragar saliva. No iba a irse. Si se iba, las demás se darían cuenta. Se puso de pie y trató de sonreír, pero  sintió que le temblaban los labios. Cerró la boca con fuerza y apretó los dientes.
- . .. y eso es todo. ¿Qué pasa, Jean Louise? Estás blanca como un fantasma. No te habré asustado, ¿verdad? -Ada Belle mostró una sonrisa de superioridad.

-No -respondió--. Es que no me encuentro muy bien. Creo que me voy dentro. Rezó por que no se dieran cuenta de que le temblaban las rodillas cuando cruzó el patio. En el aseo de chicas, se apoyó en el lavabo y vomitó. No había duda: Albert había sacado la lengua. Estaba embarazada.

MADRE E HIJA

De La hija de la amante de AM Homes, p.75
En enero de 1994, justo después de Año Nuevo, Ellen llama y pregunta:
-¿Cuándo vendrás a verme?
-El sábado -digo.
Se queda conmocionada. Yo también. No sé muy bien por qué he dicho el sábado, pero en cierto modo parece inevitable. ¿Hasta cuándo puede durar esto de Cuándo vendrás a verme? ¿Por qué no quieres verme? Tenemos que vernos porque así lo hemos decidido, y no en un ataque kamikaze como en la librería. No hay un buen momento, un momento adecuado. Siento rechazo pero también curiosidad.
Digo que el sábado y al instante me arrepiento.
Se pone muy nerviosa.
-¿Dónde nos vemos? ¿Qué vamos a hacer?
Ellen se imagina el encuentro como un paquete de un día entero de diversión en Nueva York: carruajes tirados por caballos, refrescos con helado, algún espectáculo (que para ella es un musical). Yo en cambio pienso en una hora, quizá dos. Pienso que un poquito cundirá mucho.
-Nos vemos en el Plaza -dice-. En el Oyster Bar.  El Plaza forma parte de la fantasía: hogar de Eloise, el té de las cuatro, una atracción turística. La última vez que estuve, vi a Zsa Zsa Gabor en el vestíbulo tratando de convencer al hombre de la rienda de golosinas para que le diera bombones gratis.
-¿Dejarás que te salude con un beso? -pregunta una amiga.

-Creo que no -digo, y luego me siento mal-. Si quiere besarme, que me bese la mano.
(En la imagen la nieta de Silvia Pinal y su hija)

DE LAS LEONAS Y SUS CRIAS

De La hermana de Katia de Andrés Barba, p. 142-143
Pasaron dos días y llamó Mamá por la tarde, para ver qué hacían. Ella estaba viendo un reportaje de la televisión sobre cómo las leonas, después de siete meses de buscarles comida y cuidar de que no se perdieran, dejaban a los cachorros abandonados para que hicieran su vida, y aunque daba un poco de pena ver cómo los leones pequeños se quedaban al principio con caras de angustiados, intentando ir tras ella, era verdad que daban ganas de gritarles que no fueran tontos, que ya era hora de que empezaran ellos a buscarse el pan. A Mamá le dijo la verdad; que estaba sola en casa, que no había comido y que la echaba de menos. Ella le contó que aquel día había comenzado a trabajar con Jorge en la carnicería, y que aunque aún le daba un poco de miedo manejarse con aquellos cuchillos tan afilados, que parecía que te ibas a cortar con sólo mirarlos, ya había empezado a practicar y no se le daba tan mal. Luego le preguntó si Katia había comentado algo sobre ella y volvió a contestarle con la verdad: que no lo había hecho. Resultaba un poco extraño hablar con Mamá pero no porque la conversación fuese distinta, o porque preguntara con otro tono que no fuese el habitual, sino porque, corno la leona de la televisión, se había marchado sin marcharse, mirando hacia atrás y diciendo que no la acompañaran pero como si al mismo tiempo quisiera que la acompañaran, que los cachorros fuesen lo suficientemente mayores como para que no pudiera despistarles con una simple carrera. Cuando Katia llegó a casa le contó que había llamado Mamá.

“Para qué”, dijo.

WIKIPEDIA

Todo el saber universal a tu alcance en mi enciclopedia mundial: Pinciopedia