Feliz final, Isaac Rosa, p. 226
Que no sufra como ese bebé que, a
fuerza de sentirse abandonado en la cuna, una noche acaba provocándose él mismo
una muerte súbita. Que no sufra como las crías de rata que en el laboratorio
son separadas de sus madres y disparan sus niveles de cortisol. Que no sufra como
los niños rumanos huérfanos que tienen mayor tendencia al suicidio y a la
delincuencia en la edad adulta. No quiero ser sarcástico, Ángela, estoy
recordando de memoria lo que encontré en los libros que me diste a leer
entonces, que leí porque quería entenderte y acercarme a ti. Y lo que encontré
fue culpa, mucha culpa, una culpa infinita que se vertía sulfúrica sobre madres
y padres ansiosos con cada decisión que toman respecto a sus hijos, por si les
deja una huella dañina de por vida, por si desaprovechan oportunidades para asegurarles una vida feliz, por si sufren,
sufren, sufren.
Espera, que sigo yo, que lo
recuerdo perfectamente: aquella genialidad que soltaste en una comida de
amigos, lo del quijotismo, ¿recuerdas? Hablábamos de estilos de crianza, y te
sumaste a quienes hacían chistes sobre crianza natural: lo que me pasaba, a mí
y a todas las madres locas como yo, era lo mismo que a don Quijote, dijiste.
Espera, tengo que imitarte, aquella voz declamatoria que pusiste al interpretar
tu parodia del famoso fragmento cervantino: ¡del poco dormir y del mucho leer,
a las madres se les secó el cerebro, de manera que vinieron a perder el juicio,
y vinieron a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y
fue que les pareció convenible y necesario hacerse madres naturales! A partir
de ahí estiraste la broma comparando los libros de caballería con los de crianza,
y hasta reelaboraste burlón el famoso discurso de don Quijote sobre la edad de
oro: ¡dichosa edad y siglos dichosos aquellos!, exclamaste, payaso, y evocaste
un pasado mítico de cazadores y recolectores donde las madres llevaban todo el
día a sus hijos colgados del pecho y dormía la familia en un mismo jergón y los
bebés comían cuando tenían hambre, dormían cuando tenían sueño, contenían los
esfínteres cuando les parecía adecuado, y lloraban si su madre desaparecía de
su vista para así asegurarse de que no morirían de frío o de hambre ni serían
devorados por las fieras. Lo raro es que no escribieses un gracioso artículo de
polémica fácil para ser el más leído del día; o un libro, otro jodido hueco
editorial, un nicho de mercado, miles de maridos corriendo a comprarlo, yo hice
la EGB, mí mujer se volvió una loca de la crianza natural.