Las veces que me encontraba con él siempre había el mismo equívoco. Yo creía firmemente en él. Mi fe era ciega. Mi confianza, absoluta. Era mi necesidad lo que yo proyectaba en aquel hombre de hombros caídos, un hombre con las manos en los bolsillos, pero en unos bolsillos de traje caro, bien arrugado, como descuidado de ponerlo a diario y no cambiarlo innecesariamente porque con su sola presencia y su seguridad interior él podía permitirse ir así.
En cualquier sitio, en nuestra
casa o en la calle, nada más vernos nos alegrábamos, pero nuestra alegría
duraba poco, era espasmódica, y al instante él seguía su camino sin mirarme. Parecía
que iba a abrazarme, pero no lo hacía, y con la misma espontaneidad sus ojos
transitaban de una efusividad incontinente a una mirada de tranquilidad lenta,
casi de morfinómano. Y yo caía en aquel hoyo. ¡Cuánto tiempo?
Aprendí enseguida a controlarlo.
Mi sangre de horchata se remonta, creo, a aquellos primeros encuentros con
Víctor.
Mi madre, por otra parte,
vegetaba o flotaba en las instancias del alma, como Plotino. Para mi padre y
para mí, cuanto más lejos estuviera, mejor. Aquella lejanía inspiraba en
nosotros una devoción cada vez mayor, en absoluto anhelante o nostálgica. Nos
gustaba verla allí, dando quiebros en el cielo, como una cometa. Pero esa no es
ahora la cuestión. Ni me acordaba ya de cuando mi padre y ella habían dejado de
vivir juntos ni creía que alguna vez hubiera sido posible tal hazaña.