Continuamos en el bosque de Furtivos con el cine de Borau. Como ninguna otra película suya, cobró visos de emblema, y quizá por razones equivocadas o, por lo menos, por razones adjetivas y aun adventicias (o extra-fílmicas). Me refiero a su condición de metáfora de la dictadura, a su ejemplo de firmeza ante la censura en el umbral de la transición, a su aura de película violenta y a la polémica en torno a la crueldad con los animales, sobre todo a propósito de una escena en la que Martina (Lola Gaos) apalea a una loba hasta matarla, aunque es a Milagros (Alicia Sánchez) a quien quisiera borrar del mapa. Hasta el punto que Furtivos, con los años, fue vista casi más como un acontecimiento sociológico (o socio-histórico) que como una obra cinematográfica, y creo que nunca se libró de esa reputación, hasta devenir síntoma de un tiempo antes que un legado del tiempo de la expresión fílmica. El tiempo que debemos recuperar para una obra de arte. Quizá convenga entonces recuperarla aquí cuando ya (casi) nadie se aventura por las páginas de José Luis Borau. Teoría y práctica de un cineasta, un libro (capital) de Carlos F. Heredero editado hace más de veinte años por la Filmoteca Española y del que siempre nos sentiremos deudores.
Porque Furtivos cifra el cine de Borau. Por así decir, Furtivos deviene una idea del cine transfigurada en celuloide: la teoría del cine (del teórico Borau) aplicada en una práctica del cine (del Borau cineasta). Cada vez que se vuelve a ver uno se admira de la economía en la planificación -no se puede hacer con menos planos y no sobra ninguno-, de la depuración de la puesta en escena como ejercicio de sobriedad, despojada de cualquier subrayado y amiga de lo indirecto, de las elipsis -no sólo entre escenas (cuando Milagros aparece rapada en la boda o Ángel con el atuendo de guardabosques) sino también en las escenas (los cortes aprovechando los raccords de planos en el strip tease del bosque, por ejemplo)-, de los planos esenciales y de los cortes secos, como hendiduras para que la imaginación del espectador haga justicia a lo no dicho, a lo no mostrado. Pongamos por caso el asesinato de Milagros que se elide a través de una rima -de miradas (y montaje plano/contraplano)- entre escenas distantes, como premisas de una conclusión que no vemos pero miramos (en el curso del tiempo). La primera, cuando a Martina le pasa la idea por la cabeza mientras están recogiendo patatas.
La segunda, cuando ha tomado la decisión de matarla y la manda a buscar patatas.
Furtivos se despliega como una película preñada de sugerencias, porque todo debe ocurrir en la mente del espectador, allí donde las imágenes, o mejor, lo que se destila entre los planos, deviene una presencia obsesiva, más obsesiva aún. Porque el cine no es el arte de lo visible -lo que se muestra en la pantalla apenas son rastros- sino de lo invisible que se cocina en los adentros a través de la mirada. En su momento nadie lo expresó mejor -negro sobre blanco- que Vargas Llosa al señalar que la verdadera historia de Furtivos ocurre en la trastienda de los actos humanos, esa zona oscura donde se hunden las raíces de las motivaciones, donde los ojos no pueden llegar.
Dicho de otra forma, Furtivos cuenta aquello que no está a la vista y sólo la mirada cocinada en los adentros puede revelar, pero gracias a que lo visible cuaja con toda la fuerza de la fatalidad en planos concretos, físicos, materiales, con una precisión en los detalles (huyendo de cualquier pretensión naturalista) como pocas veces se han mostrado la fealdad y el desaliño (en la frontera entre lo rural y lo urbano) que denotan atrezo y vestuario, como marcas de un abandono presentido, imágenes que se graban en la retina al pespuntarse en la belleza del bosque. Y hasta lo más significativo y revelador en Furtivos se cobija, no podía ser de otra forma, en lo menudo y desechable. Así, algo tan leve, tan poca cosa diríamos, como la cinta roja del celofán que envuelve una cajetilla de tabaco desencadena el matricidio del último acto, algo que acontece en la intimidad compartida de la mirada de Ángel (Ovidi Montllor) con la nuestra. Esa cintas rojas cargadas con los sueños inocentes que Milagros guarda en su maletín de los tesoros y comparte con Ángel.
Tras la desaparición de Milagros, otra cinta roja, le recuerda a Ángel el maletín.
Y cuando encuentra el maletín de los tesoros encima del armario ropero, donde lo ocultaba Milagros, entonces Ángel confirma la sospecha de que su madre la mató.
Porque sabe -sabemos- que Milagros por nada del mundo se marcharía sin su maletín de los tesoros, ya lo llevaba con ella cuando la conoció.
Ese maletín es mucho más que una metonimia de Milagros, en una película que cultiva el tropo visual: esos animales como figuras vicarias de unos personajes atrapados en la telaraña del bosque. En ese maletín se atesoran los sueños y la inocencia de Milagros. También los sueños y la inocencia de Ángel. Todo lo perdido. Como nos muestra esa última escena, un prodigio de contención y elocuencia, resuelta en un par de planos. Un plano general con panorámicas lentas, primero a la derecha y luego a la izquierda, siguiendo los movimientos de Ángel hasta que se sienta a la mesa con el maletín de Milagros.
Y un plano detalle del contenido del maletín con los recuerdos y fantasías de la chica hasta que encuentra la imagen que cifraba la inocencia con que ella lo bendecía. Y luego el fundido negro final, algo más también que una caída del telón: es el mismo Ángel que se apaga para siempre.
En Furtivos nos es dado apreciar la forma destilada por la conciencia del cineasta que renuncia a trastornar nuestras emociones, cuando nada le sería más fácil con el material que se trae entre manos: un cuento de hadas para adultos, una arrebatada pasión amorosa con una entraña feroz y perturbadora, un vértigo devorador que enhebra violencia, crueldad y corrupción. Basta recordar la escena en la que Ángel arranca a Martina de la cama para acostarse en ella con Milagros.
O la escena en la que Martina trata recuperar a su hijo tras la desaparición de Milagros. Ángel ha ido en busca de la chica, de noche, bajo la lluvia. Y bajo la lluvia lo ha esperado Martina. Y ahora lo desnuda, lo seca amorosamente. Y esos pocos planos valen por todo cuanto han vivido antes de que Ángel volviera del pueblo con Milagros, al principio de la película, despertando así los demonios del bosque.
Pero el dispositivo de la puesta en escena se configura en función de la lucidez. Borau quiere hacer ver y pensar en el aquel de ver; no quiere explicar sino mostrar; y quiere conjugar complejidad con claridad a través de imágenes tan densas como nítidas, tan legibles como concentradas, tan carnales como concisas.
Y todas las transformaciones del guión en el proceso de materialización de la película se ven guiadas por la idea de conseguir una sobriedad narrativa despojada de cualquier rastro explicativo. Borau monta los planos con vistas a la mirada del espectador que debe trazar relaciones, a hilvanar las miradas de unos personajes lacónicos, a extraer las resultantes de un sistema de fuerzas que trama la película.
Furtivos representa tal ejercicio de rigor en la puesta en escena, de sutileza en la articulación del punto de vista y de precisión en la composición de las imágenes que denota una concepción del cine cercana a la de Fritz Lang. Y justo por esa ascesis fílmica se convierte en una obra dura y afilada. En una palabra, ejemplar.