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31/5/15

Eternidades


Sólo perduran en el tiempo las cosas
que no fueron del tiempo.
Borges, Eternidades (La rosa profunda).



Fotograma de El teniente seductor (1931), de Lubitsch.

No sé si Miriam Hopkins significa aún algo para los aficionados al cine. Ya sé, es un asunto menor ante la perspectiva de los soviets en los barrios de Madrid, el advenimiento de la arcadia comunista en Barcelona o la marea roja que se avecina en algunas capitales gallegas, pero es que a mi edad hay ilusiones que ya no puedo contraer, así que me refugio en otras más benignas.


Imagino que Miriam Hopkins significa lo suyo para quienes tienen a Lubitsch en un altar. Como merece. Desde luego es una de las presencias cardinales en el cine de uno de los más grandes artistas del siglo XX.

Fotograma de Un ladrón en la alcoba, con Miriam Hopkins.

Lily, la ladrona de Trouble in Paradise (Un ladrón en la alcoba, 1932), con guión de Samson Raphaelson- basada en una pieza teatral de Laszlo Aladár-, y la Gilda de Design for Living (Una mujer para dos, 1933), con guión de Ben Hecht y Samuel Hoffenstein -basado en una obra de Noël Coward-, son dos de los personajes inolvidables -en dos de las más encantadoras películas- de la filmografía de Lubitsch. Cine eterno, entonces.

Fotograma de Una mujer para dos.

Cabe recordar su breve -pero no menos memorable- presencia en pantalla como la Ivy de Dr. Jeckyll and Mr. Hyde (El hombre y el monstruo, 1932) de Rouben Mamoulian, con guión de Samuel Hoffenstein y Percy Heath basado en el relato de Stevenson. Un papel reducido al mínimo: quedaron muchos metros de película en el suelo de la sala de montaje considerados indecentes (en un ejercicio de autocensura, porque la película es anterior por poco al código Hays, guardián de la moralidad en las producciones de Hollywood por décadas), y aun así Miriam Hopkins deviene una presencia preñada de erotismo.


Para Lubitch, la actriz era la primera opción para el personaje de María Tura en Ser o no ser que acabó encarnando Carole Lombard (y ya no podemos imaginar a nadie más en el papel). Al cineasta, Miriam Hopkins le llenaba el ojo. Algún biógrafo asegura que también en eso Lubitsch era único. Por lo visto -no faltan los testimonios- la actriz era un mal bicho, se peleó con medio Hollywood y cabreó a otro tanto. Según Bette Davies, la Hopkins era una verdadera zorra y trabajar con ella, un infierno.

Fotograma de Una mujer para dos.

Pero quizá esa fama se había propagado, en buena medida, porque nuestra actriz se relacionaba con escritores, músicos o pintores y no con el mundillo de Hollywood. Miriam Hopkins era una mujer culta y una lectora voraz (allí donde vivía acababa rodeada de libros), y manifestaba firmes convicciones políticas: apoyó a Roosevelt, formó parte del Comité por la Primera Enmienda -contra el Comité de Actividades Antiamericanas- y militó en la causa de los derechos civiles; el FBI la vigiló durante quince años. John O'Hara cuenta que si la actriz invitaba a un escritor conocía su obra; si a un músico, había disfrutado de sus piezas; y si a un pintor, apreciaba su pintura y aun había comprado sus cuadros.

Lubitsch con Miriam Hopkins 
en el rodaje de Un ladrón en la alcoba

No aventuramos demasiado al sospechar que Lubitsch estaba enamorado de Miriam Hopkins. Desde luego era su tipo (también como actriz). Sobra decir que tampoco pecamos de atrevimiento al imaginar que ella usaba sus armas para encandilar y refrenar al cineasta, un juego en el que Lubitsch participaba. Una anécdota célebre resulta ejemplar en ese sentido. La Hopkins se había enredado en una aventura amorosa con King Vidor y estaba convencida de que la mantenía en absoluto secreto. Un día recibe el guión de Una mujer para dos. La actriz le pide a su amante que lo lean juntos y le dé su opinión. Y van pasando las páginas, encantados, disfrutando el guión. Hasta que llegan a la última. A la última línea. Allí, al pie, les esperaba una nota garabateada por Lubitsch:
King: tendré mucho gusto en hacer cualquier pequeño cambio que se te ocurra. Ernst.
 Lubitsch con Miriam Hopkins 
en el rodaje de Una mujer para dos.

Quién sabe si la relación entre el cineasta y Miriam Hopkins desbordó los cauces profesionales. Se sabe que mientras Lubitsch se recuperaba de un ataque al corazón le tomaban el pulso cada poco; pensaron que no sobreviviría, hasta Samson Raphaelson escribió un elogio fúnebre, evocado en ese precioso librito titulado aquí Amistad; pero la única persona que le aceleró las pulsaciones de forma alarmante fue Miriam Hopkins cuando acudió a visitarlo. (Morirá unos años después mientras hacía el amor; ah, no con ella.) Poco antes, Lubitsch declaró en una entrevista que sus actrices favoritas eran Miriam Hopkins y Carole Lombard.

Fotogramas de Un ladrón en la alcoba.

Casi cuarenta años después, Borges confesará en una entrevista:
Estuve un poco enamorado de una actriz que se ha olvidado, Miriam Hokins.
Y en otra:
He estado tan enamorado de ella... Como todos. Era tan linda. ¿Usted no se acuerda de ella?
Fotogramas de Una mujer para dos.

En 1936 comenta una lista de los libros ingleses más vendidos en EEUU, encabezada por La feria de las vanidades:
Sospecho que Tackeray debe su preeminencia a Miriam Hopkins [en 1935 se había estrenado Becky Sharp, una adaptación de la novela dirigida por Rouben Mamoulian].

Pero no queda ahí la cosa. Ese mismo año -1936- Borges publica Historia de la eternidad y ahí podemos leer en unas líneas al hilo de las formas en la filosofía de Platón:
Miriam Hopkins está hecha de Miriam Hopkins, no de los principios nitrogenados o minerales, hidratos de carbono, alcaloides y grasas neutras, que forman la sustancia transitoria de ese fino espectro de plata o esencia inteligible de Hollywood. 
¿Habría imaginado alguna vez Miriam Hopkins perdurar así, como ese fino espectro de plata?


 En fin, benignas ilusiones. Eternidades.

13/4/13

Qué mala educación tan buena



En una de las primeras escenas de Delitos y faltas (1989), vemos a Cliff (Woody Allen) con su sobrina Jenny (Jenny Nichols) en el Bleecker St. Cinema, pasándoselo de miedo con Carole Lombard y Robert Montgomery en Mr. & Mrs. Smith de Hitchcock.


El tío Cliff le prometió al padre de la criatura en su lecho de muerte que le daría a la sobrina la mejor educación posible.


Me temo que no deberíamos ir al cine todos los días. Sólo de vez en cuando. Aunque me encanta... le confiesa el tío Cliff a Jenny. Pero lo dice con la boca pequeña. Y ella lo sabe. Sabe de sobra que va a seguir yendo al cine todas las tardes. Al Bleecker Street Cinema.

El Bleecker St. Cinema 
en el 144 de Bleecker Street en Nueva York. 
(Fotografía de Robert Otter.)

Entre 1962 y 1990 el Bleecker St. en Greenwich Village fue uno de los templos del (mejor) cine de Nueva York. Un refugio para el cine independiente, el cine de autor, los clásicos, las rarezas. Ariel de Kaurismäki fue una de las últimas películas que se proyectaron en el Bleecker St. Truffaut solía frecuentarlo cuando iba a Nueva York. Y Woody Allen le rinde tributo en Delitos y faltas. Las escenas del Bleecker St. Cinema se rodaron en el otoño de 1988, apenas dos años antes de que el cine echara el cierre. Era uno de los cines favoritos de Woody Allen:

Por dos razones. En primer lugar por razones cinematográficas. Era una sala visualmente maravillosa. Tenía un aspecto realmente estupendo. En segundo lugar sus programas a lo largo de los años han sido maravillosos y solía ir con frecuencia al cine de la calle Bleecker, porque era uno de los lugares de la ciudad en el que siempre podías ver... Antonioni, Truffaut, Orson Welles... cineastas así.

O Casque d'or de Jacques Becker con Simone Signoret, como testimonia la fotografía de Robert Otter. La desaparición de cines como el Bleecker St. representó el fin de una época, el ocaso de una forma de cinefilia. Una escuela de los domingos donde uno podía procurarse una mala educación tan buena.

7/11/11

Bendito humor negro


Sobran dedos de una mano para contar las ocasiones en que Lubitsch perdió el sentido del humor. Ni siquiera se le borró la sonrisa cuando descubrió que su mujer se había liado con Hans Kraly, uno de sus guionistas predilectos, con el que escribió películas tan encantadoras como El gato montés; simplemente encontró a otros cómplices. Los guionistas disfrutaban con Lubitsch; para ellos, el director de El bazar de las sorpresas era un maestro del oficio. Y un maestro del humor.


Pero en un pase privado de Ser o no ser con su círculo más íntimo, antes del estreno de la película  el 6 de marzo de 1942, el humor de Lubitsch se volvió estupor al comprobar cómo se les congelaba la sonrisa a tipos como Charles Brackett, Walter Reisch o Billy Wilder -los guionistas de Ninotchka- con una de la réplicas más brillantes y memorables de la historia del cine, cuando aquel nazi -el coronel Ehrhardt (o más concretamente campo de concentración Ehrhardt)- dice lo que piensa del (mal) actor polaco Josef Tura: Hace con Shakespeare lo que nosotros estamos haciendo con Polonia.


A Lubitstch le dolió cuando le pidieron que la suprimiera de la copia definitiva, y más si cabe por la razón que esgrimían: era de mal gusto. Walter Reisch contó alguna vez que el cineasta palideció y el puro le temblaba en la boca. Creo que, en lo más íntimo, lo que más le dolía a Lubitsch era el rechazo a su mirada sobre la historia -y sobre la Historia-, a su óptica de humorista sobre la realidad que más podía dolerle; al fin y al cabo, él era judío.


No hace falta decir que Lubitsch mantuvo la réplica en Ser o no ser, todos la hemos escuchado y celebrado; tampoco es de extrañar que los críticos de los principales periódicos la consideraran ofensiva. Pero Lubitsch no sólo se negó a mutilar su obra, también se batió por ella; basta leer un fragmento de su artículo publicado el 29 de marzo de 1942 en el New York Times para hacerse una idea cabal del agravio que representaba Ser o no ser, de lo que se rechazaba en la película:

He sido acusado de tres grandes pecados: de haber violado las reglas tradicionales mezclando melodrama, comedia satírica y hasta farsa; de poner en peligro nuestro esfuerzo bélico al tratar la amenaza nazi de manera demasiado superficial; y de tener el mal gusto de elegir la realidad actual de Varsovia como escenario de una comedia.

De Ser o no ser escocía que la realidad candente -y sangrante- de Polonia fuera contemplada a través del cristal del humor. Cuando se ponen a tremolar las banderas -todas la baderas- el humor produce sarpullidos de buena conciencia. Porque el humor echa mano de la distancia crítica, cuando lo único que se persiguen son adhesiones fervientes -a favor o en contra-, y mantiene la razón a flote en medio del fango sentimental, cuando las más grandes tragedias avivan las más bajas pasiones. Ser o no ser parte de la tragedia de la Historia -contemporánea de la película- y la destila en forma de comedia. Y aun de comedia negra antes de que tal cosa existiera. Demasiado para casi todos. Una suerte para todos nosotros.


Ser o no ser, producida por la United Artists, es un filme puro Lubitsch. Había firmado un contrato con la productora que distribuiría la película pero garantizaba el final cut -el control sobre el montaje final- del cineasta y que su amigo Alexander Korda sería el único supervisor de la producción. La historia original de Ser o no ser era, en gran medida, obra del propio Lubitsch en colaboración con Melchior Lengyel, el autor de la historia original de Ninotchka (1939), quien aseguraba que escribir para Lubitsch era como estar de mirón, dando consejos inoportunos.

El encargado de convertir aquella historia en un guión fue Edwin Justus Mayer, con el que Lubitsch ya había trabajado cuando se encargó de la producción de Deseo (1936), dirigida por Frank Borzage. El guionista había empezado su carrera como dramaturgo en Nueva York, un autor de éxito que se permitió escribir un texto despectivo sobre el cine de Hollywood, "mercado de formas estereotipadas y gestos sentimentales", pero sus últimas obras, como Children of Darkness -celebrada por su humor ácido-, fueron un fracaso y en 1927 lo encontramos revolviendo en la basura de Hollywood en busca de un trabajo.

En el guión de Ser o no ser encontramos aquel humor negro y vitriólico, aquella mala leche a la que era tan propenso Edwin Justus Mayer, pero hay algo más, eso que convierte una sátira feroz en una obra mayor del arte cinematográfico: la condición entrañable, la calidez de unos seres que no pierden un ápice de humanidad por absurda o delirante que pueda ser la deriva de sus personajes. Cuántas veces la sátira destierra la calidez, cuántas veces la ferocidad descarna la humanidad de unos personajes que devienen marionetas de un demiurgo airado. Nunca en el cine de Lubitsch, en el que hasta en la comedia más negra, como Ser o no ser, lo humano -y aun lo demasiado humano- no sólo tiene su asiento, sino que se convierte en la matriz misma de la risa.

Lubitsch, Einstein y compañía en Palms Springs

Lubitsch y Lengyel se repartieron 10.500 dólares por el argumento. A Lengyel le correspondieron 7000 y la única acreditación en la película por la historia original, lo que dice bastante de Lubitsch, que tampoco se caracterizaba por su generosidad con los guionistas. Y Edwin Justus Mayer cobró 2.500 dólares por semana durante la escritura del guión que iba componiendo en compañía de Lubitsch, que visualizaba la película a medida que se escribía, de la misma forma que la montaba a medida que la rodaba en orden cronológico.

Dado que Lubitsch pertenece a la corte celestial de los cineastas excelsos, sólo un error de casting podría menoscabar un guión magistral. Y no podemos imaginar un reparto mejor para Ser o no ser. Es el reparto perfecto. Empezando por Jack Benny, que estaba dispuesto a hacer cualquier película con Lubitsch -sólo hubiera dicho que sí a ciegas a otro director que adoraba, Leo Mccarey-, y el papel de Joseph Tura se había diseñado pensando en él, a su medida, para que le sentara como un guante. Pero que Carole Lombard acabara interpretando a María Tura no se lo debemos a Lubitsch, y quizá es lo que echamos de menos en su cine, más películas con Lombard -cómo no después de verla en Al servicio de las damas de La Cava-, y cuesta entender que no hicieran más películas juntos. De hecho, Ser o no ser no sólo fue la única película juntos de Lubitsch y Lombard, sino la última película de la actriz que murió el 16 de enero de 1942 en un accidente de aviación, diez semanas antes del estreno de la película.


Y aun cuesta más entender que no hubieran hecho antes más películas juntos porque Lubitsch y Lombard eran amigos, y la actriz suspiraba por hacer una película con el cineasta. Pero Lubitsch nunca la elegía. Y fue la propia Carole Lombard quien le propuso una vez que la dirigiera pero, por lo visto, Lubitsch no estaba convencido de que aquel proyecto tuviera visos de convertirse en un éxito. Entonces la actriz le lanzó un órdago: "Si la película resulta una mierda, puedes acostarte conmigo..." Una ancha sonrisa se dibujó en el rostro del director. Entonces, Carole Lombard se inclinó sobre la mesa tras la que se sentaba Lubitsch y le arrancó el puro de la boca: "...Pero si es un éxito te meteré esta cosa negra por el culo".

Carole Lombard y Ernst Lubitsch 
en el rodaje de Ser o no ser

El caso es que la decisión última de contratar a Carole Lombard para encarnar a la protagonista de Ser o no ser recayó en Alexander Korda, pero nadie hizo tanto como Jack Benny para que la actriz recalara en la película: la imaginaba pintiparada en el papel de María Tura y engatusó -y emborrachó- al productor para que cerrara el acuerdo con Carole Lombard. Aunque uno no tiene pruebas, no puede sino conjeturar que Lubitsch sabía de las intenciones de Jack Benny y dejó en sus manos las maniobras para convencer a Korda, sabiendo que éste tampoco iba a negarse al "capricho" del protagonista; así, el director no tendría que "implorarle" a la Lombard que hiciese el papel, previendo que la actriz se haría de rogar para vengarse de aquel rechazo y quizá llevándola a pensar que Korda estaba venciendo la resistencia de Lubitsch a contratarla con vistas a que se condujera de forma dócil durante el rodaje. En fin, es una hipótesis, lo que importa es que ambos protagonistas culminaron un reparto perfecto en el que nos reencontramos con Felix Bressart -en el papel de Greenberg, un actor secundario de la compañía Polski- o Sig Ruman -como el coronel Ehrhardt-, algunos de los maravillosos secundarios de la troupe de Lubitsch.

Ernst Lubitsch, Carole Lombard y Jack Benny 
durante una lectura del guión de Ser o no ser

Ayer se cumplieron setenta años del comienzo del rodaje de Ser o no ser que acabó cuarenta dos días más tarde, el 23 de diciembre de 1941 y transcurrió en un ambiente cálido y cordial, y Carole Lombard disfrutó cómo nunca en su última película. Incluso cuando no tenía que rodar, la actriz iba al estudio para sentarse en el plató y ver trabajar a Lubitsch. Aunque los guiones de sus películas eran siempre muy precisos y ajustados, al director se le ocurrieron algunas ideas estupendas durante el rodaje, como el running gag -un gag que se repite a lo largo de la película para explotarlo en un giro final- del coronel Ehrhardt que siempre llama a gritos a su asistente -"¡Scultz!"- y al final, fuera de sí, desparece tras una puerta para pegarse un tiro, se oye un disparo, y después de unos instantes en que la cámara no se aparta de la puerta -es una puerta de Lubitsch- se escucha otra vez la voz de Ehrhardt gritando: "¡Schultz!" Cómo no iban a pasárselo en grande en un rodaje como el de Ser o no ser. Un título que, por cierto, peligró cuando ya se ultimaba el montaje porque la United Artists pensaba que la referencia a Shakespeare era demasiado intelectual y demasiado poco comercial, pero se conservó en gran medida gracias a las protestas por escrito de sus protagonistas.


La trama de Ser o no ser no puede ser más sencilla: la compañía del teatro Polski monta una representación -para eso son comediantes, ¿no?- con vistas a confundir a los nazis que ocupan Polonia y salvar a la resistencia de su exterminio. Tampoco puede ser más imposible la trama, pero no sólo no nos importa sino que nos resulta de lo más apetecible. Ésas son las reglas del juego de toda gran comedia que merezca ese nombre. Y como de una trama de comediantes se trata, la película deviene un juego -una actuación- que transita entre la realidad y la representación, un baile de máscaras, un laberinto de espejos, donde el humor negro -que conjuga el horror con lo cómico- resulta un ingrediente esencial, que emerge de aquellas situaciones de simulación -el motivo cardinal de Ser o no ser- donde un personaje está a punto de ser desenmascarado. Nada tiene de extraño, pues, que el monólogo de Hamlet que da título a la película sea objeto de uno de los running gags de la película o que el de Shylock (El mercader de Venecia), más que un efecto patético explote un sesgo cómico, porque el personaje encarnado por Felix Bressart lo vive como la gran oportunidad de su vida como actor, su papel soñado.


La vida y el teatro se abisman recíprocamente y sin remedio en un prodigio de trabazón y equilibrio estructural cocinando los materiales más dispares -lo grotesco y lo festivo, el enredo y lo bélico, lo trágico y lo satírico-, como en los momentos donde las referencias a las armas se convierten en metáforas sexuales, recordemos la escena entre Maria Tura y su enamorado Sobinski, cuando la actriz se excita mientras el piloto polaco le cuenta que es capaz de lanzar tres toneladas de bombas en tres minutos desde su avión y ella declara que le encantaría subirse a ese bombardero; o aquélla espléndida entre María Tura y el profesor Siletsky, cuando el profesor le pregunta qué le parece la guerra relámpago y ella asegura que prefiere un ataque más prolongado.


Cada vez que volvemos a ver Ser o no ser, más allá del goce que supone la contemplación de una obra de arte y de la exaltación que produce una comedia espléndida -y tan negra-, aflora primero la admiración, luego el asombro y más tarde la conciencia del milagro de que una película así haya llegado a existir. Basta pensar en la espera de veinte años para ver una obra -distinta pero de similar magnitud y tan negra- como El verdugo de Luis G. Berlanga y Rafel Azcona. Alguna vez me han preguntado, desde un comentario en esta escuela, pongamos por caso, por las películas de cine político que prefiero, pues bien si tuviera que programar un ciclo de cine sobre el tema, lo enmarcaría con esas dos películas, porque creo que lo político sólo puede ser abordado de forma seria y convincente desde la comedia, es decir, desde el humor; pero a estas alturas, con la que está cayendo, con la política sumisa y rendida a los designios del capital, ante semejante tomadura de pelo, ya sólo el humor negro puede dar cuenta del mundo -absurdo y cruel- en que vivimos; sólo sabernos capaces de ver el pozo negro en el que nos enfangamos con el cristal del humor puede alumbrar, si no un consuelo, al menos una esperanza de lucidez. Que haya sido desterrado de las pantallas como herramienta de disección del presente refleja todo un cuadro de síntomas del estado de las cosas. Así que bendito humor negro. Cuánto lo echamos de menos.

17/11/09

La comedia loca

Gregory La Cava e Irene Dunne
en el rodaje de
Ansia de amor (1941)

Cuando se habla de los pioneros del cine, no suele citarse a Gregory La Cava. Y lo fue, vaya si lo fue: un pionero de la animación y, sobre todo, un pionero de la comedia. Estudiante de arte en el Chicago Art Institute, boxeador, portero del Teatro Garrick de Chicago; dibujante de tiras cómicas en Nueva York; director, dibujante y animador en estudio International Film Service que montó Hearst en 1915, donde disfrutó de toda la libertad para experimentar e improvisar, una libertad que siempre se resistió a perder; bebedor compulsivo desde los tiempos de la Prohibición; a comienzos de la década de los veinte empieza a dirigir comedias de dos, cinco, seis, siete y ocho rollos, entre otros con W.C. Fields; en 1929, rueda su primera película totalmente hablada, Big News donde aborda la propia adicción, el abuso de alcohol; en la década siguiente frecuenta el psicoanálisis como aficionado y usuario, y dirige algunas de las mejores comedias -screwball- de la historia, pongamos por caso My Man Godfrey (1936) o La muchacha de la 5ª avenida (1939); y aun Ansia de amor en 1941 -quizá su película más personal y más tierna- y Una dama en apuros en 1942, ambas con la gran Irene Dunne. Pero vayamos por partes.


Ya en la década de los veinte los métodos de trabajo de La Cava eran leyenda. Y en los treinta la leyenda continuó. Capaz de trabajar durante días en una misma escena hasta quedar satisfecho del trabajo y luego despachar veinte páginas de diálogo en una tarde. Se pasaba los planes de producción por el arco del triunfo y se negaba a seguir los guiones al pie de la letra o prescindía de ellos directamente como, según cuentan, en Ansia de amor. Alguien escribió que todos los que intervenían en una película de La Cava se divertían muchísimo, eso si no sufrían un ataque de nervios. Cuenta Frank Capra en sus memorias que el meteoro La Cava era un partidario extremo de inventar las escenas en el plató. Dotado de una mente aguda y fértil, y de un ingenio deslumbrante, afirmaba ser capaz de hacer películas sin guiones. Pero sin guiones los jefes de los estudios no podían calcular con precisión los presupuestos, los planes de rodaje... La Cava, según todos los testimonios, era un tipo encantador para unos y un tipo detestable para otros, hay quien dice que tenía amigos hasta debajo de las piedras y quien asegura que tenía más enemigos que patas un ciempiés, no falta quien lo compara con Leo McCarey, un borracho simpático, con vistas a subrayar que en su caso se trataba un borracho amargado. A Irene Dunne le entristeció el lamentable estado en que se encontraba el cineasta, atendido a diario por un psiquiatra, durante el rodaje -en un estado de delirium tremens- de Una dama en apuros.


Según Morrie Ryskind que escribió los guiones de My Man Godfrey, Damas del teatro (1937) y (no acreditado) de La muchacha de la 5ª avenida, La Cava, por su doble reputación de director brillante y un continuo tormento para todo aquel lo bastante temerario para contratarle, rebotó por los distintos estudios de Hollywood como una bola en un flipper; era un alcohólico -los productores dirían que un borracho- pero, con su asombroso sentido del 'timing' y sus refinadas dotes para la improvisación, sigue siendo en mi opinión, el mejor director de comedias con el que haya trabajado jamás. El guionista contó a quien quiso preguntarle mil historias a propósito de su colaboración con La Cava, al que le bastaba una buena primera escena o un punto de partida prometedor, como en Una dama en apuros, para ponerse manos a la obra: cómo escribía apenas un día por delante de lo que La Cava iba rodando, las juergas alcohólicas que más de una vez provocaron las suspensión del rodaje para ingresar al director en el hospital, pero también cómo esa misma musa (alcohólica) que a menudo le hacía balbucear al intentar recordar ciertos nombres y tropezarse con los muebles, le inspiró momentos de auténtica genialidad cómica surgidos in situ y como resultado de chispazos improvisados. Cuando los productores exigían ver el guión antes de autorizar el rodaje, La Cava les salía con aquello de que ya se lo enseñaría después del preestreno. En fin, queda claro de qué tipo estamos hablando ¿o no?


En realidad, el método de Gregory La Cava es deudor de su larga experiencia como director (de comedias) en los tiempos del cine mudo. Una película, decía, siempre está en proceso de resolución. Tiene que moldearse de un día para otro a fin de adaptarse a las personalidades de quienes intervienen en ella. Sólo debe cristalizar en el momento cumbre de una escena o de una acción. Dicho de otra forma, La Cava empieza con una idea y un guión -coescribía los guiones aparezca o no acreditado-, y en el curso del rodaje tira con el guión, faltaría más, y sigue con la idea. Allan Scott, otro de los guionistas de La muchacha de la 5ª avenida, cuenta cómo la película cobraba forma en el plató y él estaba allí mientras el director trabajaba con los actores, y reescribía cuantas versiones fueran necesarias hasta que la escena funcionaba. La Cava rodaba la película en continuidad -o sea, en el orden en que se desarrollaba la historia escena por escena- y, otro vestigio de los tiempos del cine mudo, contaba siempre con un pianista en el plató para acompañar musicalmente la preparación de las escenas, para contribuir a que los actores 'entraran' en el universo de la película. Y con vistas a crear un ambiente propicio y estimulante instaló un bar en el plató de My Man Godfrey. Cabe añadir que, en tanto que director, La Cava se distinguía por disponer de un ojo muy entrenado en la música (visual y sonora) de la puesta en pantalla y de un 'compás' infalible para el movimiento de la puesta en escena: dominaba la dilatación (esa escena maravillosa del club nocturno con Irene Dunne y Robert Montgomery en Ansia de amor) o la contracción que requería una secuencia, la armonía, la pausa, las proporciones, la medida y el tono de cada momento, y de cada momento conjugado con los demás que componían la película para dotarla de unidad, la cualidad primordial de la gracia (o sea, del encanto). Condiciones todas ellas esenciales cuando se trata de vertebrar el humor y la comicidad, quizá por ello se hacen ya tan pocas (buenas) comedias. Y pocas tan maravillosas como My Man Godfrey que aquí se tituló como Al servicio de las damas, la película con la que se acuñó el término screwball, una celebración de la feliz confluencia entre la palabra y la comedia visual y física que hundía sus raíces en el cine cómico.


Morrie Ryskind, que también escribió para (y con) los hermanos Marx Una noche en la ópera (1935) y El hotel de los líos (1938), había ganado el Pulitzer en 1932 como co-autor del musical de Broadway Of Thee I Sing con George S. Kaufman e Ira Gershwin, era reportero y columnista político, y no tenía mucho tiempo para los guiones, pero cuando se decidía a hacer una película no era de los que se encerraba en una habitación con una máquina de escribir, sino que se instalaba en el plató y asistía a los ensayos reescribiendo los diálogos sobre la marcha, conjugando sus ideas con las del director y los actores en una distendida atmósfera de trabajo. Así sucedió durante el rodaje de My Man Godfrey. Una película que adopta la lógica -es un decir- de la cabecita loca de su protagonista femenina, Irene (Carole Lombard), conjugada con el tránsito por las sucesivas máscaras que adopta con la mayor naturalidad del mundo su protagonista masculino, Godfrey (William Powell), un personaje que en el papel de homeless es rescatado del basurero donde vive por Irene e introducido en el hogar de una familia opulenta en el papel de mayordomo, una familia que define muy bien el padre de la chica, ese orondo y sublime Eugene Pallette (al que volveremos a ver en Ansia de amor, esta vez en el papel de Elmer, el mayordomo): "Lo único que se necesita para un manicomio son cuatro paredes y la gente apropiada".


Efectivamente, el hogar de los Bullock se parece mucho a un manicomio, un espacio propicio para la comedia elegante donde se inocula con ironía el virus del drama social (diríase que dickensiano, no olvidemos que EEUU vivía los peores años de la Depresión) a través de Godfrey y, sobre todo, a través de la enamorada e imprevisible Irene. Basta recordar la escena que cifra el tono surreal que envuelve la película, ésa en que Irene finge un desmayo y un (maravilloso e) inmutable Godfrey se la echa al hombre y la deposita en la cama, pero, al advertir el juego de la chica, la mete en la ducha vestida. Irene no necesita más pruebas y salta en la cama mojada y feliz: "¡Godfrey me quiere, me ha dado una ducha!" Esta comedia -screwball- dirigida con mano maestra por La Cava deviene un teatro de máscaras cuando descubrimos que el propio Godfrey es un miembro de la clase opulenta, que acabó en un basurero por un desengaño amoroso, y que, en su odisea por el lado oscuro del sueño americano, descubrió "un proceso mental muy interesante que se llama pensar". Y justo antes de que el fundido negro caiga definitivamente sobre la película comprenderemos que la máscaras acabarán triunfando sobre la locura enamorada de Irene y sobre el resucitado Godfrey. La lucidez de La Cava es siempre implacable (y la luz puede doler y a menudo lo hace), y pone un rictus de amargura final.


Un triunfo de las máscaras anticipado por un breve y casi furtivo plano vacío. Cuando Godfrey pone punto final a su trabajo de mayordomo en la mansión de los Bullock y tras haberle recordado lo que ha representado esa convivencia, la cámara encuadra a Godfrey, en plano americano y en escorzo de espaldas, y a Cornelia, la hermana mayor de Irene. El encuadre se mantiene mientras Godfrey sale de campo. Justo en ese momento y antes de volver a Cornelia, el director inserta un plano vacío con unos cortinones que se mueven, la huella del paso de un ya ausente Godfrey. Un leve movimiento en el aire, eso es todo lo que ha dejado a su paso. Una metáfora también de todo lo que un cineasta deja en la película tras haber borrado sus huellas. Una metonimia del arte del cine, el arte de no mostrarlo todo, de revelar el peso de lo invisible. El rastro de un estilo. He ahí el poder de My Man Godfrey. El poder de un cineasta. El poder de la comedia (más) loca.