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12/3/09

Retrato de artista



Gisèle Freund, autorretrato

Esta es la historia de una joven alemana que llega a París en 1933 huyendo de los nazis con una cámara y con un carrete de fotos, que mostraban sin género de dudas cómo se las gastaba Hitler y lo que se gestaba en Alemania. En París, encontró a una librera que se convirtió en su hada madrina, le abrió las puertas de algunos de los artistas más relevantes del siglo XX y la animó a retratarlos. Y la joven se convirtió en la fotógrafa que nos legó algunas de las imágenes en las que reconocemos a escritores y pintores, rostros que se han impreso miles de veces en innumerables medios y que ahora navegan incesantes en la red. Se llamaba Gisèle Freund y puede leerse esta historia, deplegada a lo largo de doscientas páginas, en sus memorias, El mundo y mi cámara.

Recién instalada en París, Gisèle se matricula en la Sorbona para continuar sus estudios de Sociología y comienza a trabajar en su tesis sobre la historia de la fotografía en el siglo XIX. En la Biblioteca Nacional, se encontrará a menudo a Walter Benjamin, juegan al ajedrez y acaban haciéndose amigos. Podemos imaginar que conversarían sobre la tesis de Gisèle, un tema tan querido para Benjamin que había publicado en 1931 su Pequeña historia de la fotografía. De hecho, tanto en su tesis como en su libro más conocido La fotografía como documento social, publicado en 1974, que debimos leer todos en su momento, Gisèle Freund sigue las ideas que desarrolla Benjamin en el texto que se conocerá como Libro de los pasajes: la fotografía como representación de un periodo en el que cuajan nuevas relaciones y usos de la imagen.

Una mañana todavía fría de marzo [de 1935] bajaba por la calle del Odeón mirando los escaparates. Un gato dormía en un sillón Luis XV expuesto en un anticuario. Al lado, una lechería, el propietario, con una camisa blanca, ordenaba unas cajas de queso. Un poco más lejos me fijé en una librería completamente pintada de gris. Encima de la puerta, unas grandes letras decías: LA MAISON DES AMIS DES LIVRES. SOCIÉTÉ DE LECTURE. LIBRAIRIE. A. MONNIER.


Adrienne Monnier en su librería

Gisèle entró en la librería y encontró a su hada madrina, la escritora, librera y editora Adrienne Monnier. Esa mujer estaba a punto de cumplir cuarenta y tres años, editaba de su bolsillo la revista Le navire d’argent, donde publicaba a André Gide, Paul Valéry, Alfonso Reyes, Apollinaire, Louis Aragon, y donde Antoine Saint-Exupéry vio impreso su primera obra, El aviador; obra suya fue la edición francesa del Ulises de Joyce, traducido por su amigo Valéry Larbaud; y puede asegurarse que sin ella tampoco hubiera existido, muy cerca, como quien dice al otro lado de la calle, la librería Shakespeare and Co. También un día Sylvia Beach había entrado en La Maison des Amis des Livres y había encontrado, si no un hada madrina, sí a la compañera del alma. Los escritores no sólo frecuentaban la librería de Adrienne Monnier, también acudían a su mesa –era una consumada gastrónoma-, y Gisèle encontró siempre una silla para ella.


Sylvia Beach y Adrianne Monnier
en la librería Shakespeare and Co


No existe rostro más fascinante, a mi entender, que el de un creador. Siempre me apetecía fotografiar a escritores y artistas.


Gracias a Adrienne, Giséle Freund recibió el primer encargo importante de su incipiente carrera de fotógrafa: un retrato de André Malraux que había ganado el Goncourt el año anterior por La condición humana. Gisèle Freund iba a revelar el rostro de una leyenda y su fotografía nos legaría la imagen de un Malraux con la aureola romática que los tiempos requerían, una fotografía que Gisèle tomó en la terraza de su apartamento.


André Malraux

Pero quizá las fotografías decisivas, cómo no gracias a Adrienne Monnier, se las haría a James Joyce. El escritor irlandés era más que una leyenda, era ya historia viva de la literatura. Su hada madrina le presentó al autor del Ulises en una cena en 1936, el año en que, además, le había editado su tesis sobre la historia del la fotografía en el XIX. ¡Compartía editora con Joyce, nada menos!


Joyce y Adrienne Monnier
en la rue de l'Odeon, en París


En 1938 empezará a usar negativos de color –Ya no se trataba de ver las luces y las sombras, sino las tonalidades- y le hará algunas de las fotos más conocidas con motivo de la publicación de Finnegans Wake a James Joyce.









Joyce, Syvia Beach y Adrienne Monnier
en la Shakespeare and Co.


Esas fotos le abrirían las puertas de los escritores ingleses y en 1965 publicará en Nueva York James Joyce in Paris. His Final Years.


Virginia Woolf, 1939

Debía tener su encanto Gisèle Freund para manejarse con tipos casi siempre reacios a dejarse retratar y, desde luego, casi siempre decepcionados con su propio rostro; y sobre todo para lograr, cuando era necesario, que se olvidaran de que estaba allí con su cámara, su tercer ojo, que, como los otros dos, nunca abandonaba.


Henri Matisse, 1948

En sus memorias cuenta sesiones irritantes, relajadas, gozosas, tensas o incómodas. Valéry, Gide, Spender, Beckett, Borges, Cortázar, Picasso, George Bernard Shaw, Sastre, Beauvoir, Yourcenar o T. S. Eliot quedaron fijados en sus negativos.

Existen muy pocas fotos de Michaux. Creo que tan sólo Brassaï y yo tuvimos la suerte de fotografiarlo.
-¿Por qué siempre se niega a posar? –le pregunté.
-Los que quieran verme sólo tienen que leerme; mi verdadero rostro está en mis libros.
Su respuesta revelaba su voluntad de dar al público una imagen de sí mismo que fuera una creación del poeta, y no el aspecto físico fruto de los azares de la herencia o de la edad. Probablemente tuviera razón. Con todo, al concluir un libro arrebatador, el lector se pregunta por el rostro del escritor, por la mirada que ha desbrozado regiones inexploradas. El lector desea conocer la forma corporal de ese talento, su forma de ser un hombre entre los hombres.


Adrienne Monnier

Adrienne Monnier se suicidó en 1955. Y uno no puede dejar de pensar en las razones por las cuales la fotógrafa que tanto le debía no le dedica ni una línea a la muerte de su hada madrina.

Gisèle Freund formó parte de la agencia Mágnum y recorríó el mundo haciendo reportajes, desde Tierra de Fuego a Perú, México o Nueva York. Pero lo más relevante del mundo y su cámara, como cazadora de instantes, tiene que ver con una cierta forma del retrato de artista.

Gisèle Freund, autorretrato

(Las fotografías son, claro está, de Gisèle Freund)

10/3/09

El errante W. B.


El hombre a la derecha de la fotografía que, inclinado sobre los libros, toma notas, totalmente concentrado en el estudio, retirado a un pozo profundo de la conciencia, es Walter Benjamin. El lugar, la Biblioteca Nacional de París, que desde 1933 se ha convertido para un judío alemán exiliado como él en su verdadero hogar. La fecha, 1939, la medianoche del siglo (*). La autora de la fotografía, Gisèle Freund, exiliada también, fotógrafa amiga suya que, cuando la Biblioteca cierra, lo acompaña al café de la esquina y juegan una partida de ajedrez.


Gisèle Freund

Benjamin trabaja en una obra inacabable de más de mil páginas, su verdadero work in progress, que se conoce con el título de Libro de los pasajes y en la que se afana desde hace doce años. Resiste en la barricada de los libros cuando los que lo querían le instaban a irse cuanto antes de Europa, pero él pensaba que aún había aquí trincheras que defender. Esta foto tiene setenta años. Es la foto de un hombre que lee, piensa, escribe. Y el mundo ya ha empezado a derrumbarse a su alrededor. El tiempo de W. B. se acaba. El tiempo de sus textos aún no ha empezado.

A esas alturas de 1939, ese hombre tiene cuarenta y siete años, apenas cuenta con recursos para ir tirando si no fuera por la ayuda de unos pocos amigos que le insisten en que debe marcharse cuanto antes –a Londres, a Palestina, a Nueva York- y ya ha escrito algunos de los textos más relevantes del siglo XX, El arte en la era de su reproductibilidad técnica, por ejemplo, y El narrador, mi texto favorito de Benjamin. Fue lo primero que conocí de él, comentado y profusamente citado por Fernando Savater en el prólogo a La infancia recuperada, un libro que leí con fruición allá por 1978.


Diez años después pude leer el texto de Benjamin contenido en un libro, con otros ensayos suyos sobre Kafka –uno de los escritores sobre el que volverá una y otra vez-, Proust o Baudelaire, que encontré en un puesto callejero junto a la playa de Estepona el 2 de agosto de 1988, apunté la fecha y todo. El libro se titulaba Sobre el programa de la filosofía futura, un volumen de una colección de quiosco con “obras maestras del pensamiento contemporáneo”. ¡Hay que ver!

Empecé a leerlo bajo unas palmeras del paseo mientras mi mujer y mi hijo se aliviaban en el mar del fuego de aquel agosto en el sur. A medida que leía hasta la atmósfera candente se volvió benigna. Los textos de Benjamin me han acompañado durante treinta años, los releo con frecuencia -un fragmento, una página a veces, es suficiente- y descubro otros nuevos, como las Cartas de la época de Ibiza, editadas por Pre-Textos, que leo estos días.

Walter Benjamin fue un niño enfermo que por las noches aguardaba las caricias de su madre, el preludio de las manos a la bendición de los labios, las historias que le contaba junto a la cabecera de su cama. La voz de la madre se derramaba sobre el terreno fértil de una imaginación febril. La semilla de un encanto que germinaría durante cuarenta años.

Fue también filósofo, poeta, coleccionista (de viejos libros infantiles, de viejos juguetes, de cartas autógrafas –estudioso también de la correspondencia epistolar y autor de una copiosa correspondencia él mismo-), aficionado al ajedrez, guionista y locutor de radio –escribió y leyó, por ejemplo, un hermoso relato sobre el terremoto de Lisboa de 1755-, articulista, conversador fascinante, comunista, narrador, viajero, ensayista y aspiró a convertirse en el mayor crítico literario de Alemania. Le gustaban las fotografías, el cine (sobre todo las películas de Adolphe Menjou), los emblemas –todas las imágenes le interesaban sobremanera: “la mirada es el poso del hombre” escribió en Dirección única-, las novelas de Simenon y de Stendhal –“La cartuja de Parma…apenas hay algo más bello”- , y los viajes, en particular el Mediterráneo.

Cuando tenía treinta años abandonó la pretensión de un pensamiento filosófico orientado hacia un sistema y se inclinó por una metodología que casa mejor con su propio carácter, un pensamiento orientado hacia el comentario que se convirtió en la matriz hermenéutica de sus ensayos, de textura casi talmúdica. Todo empezó con su trabajo sobre Las afinidades electivas de Goethe, allá por 1922. Por aquel tiempo se ganó la fama de escritor incomprensible. Su escritura profética se había anticipado demasiado a sus contemporáneos. Él no lo sabía pero ya hablaba para una posteridad que no llegaría a conocer.

Walter Benjamin era un ser excéntrico, singular y propenso a la desdicha, atraía sobre él la mala suerte y la desgracia se convirtió en su compañera inseparable. Indeciso, vacilante hasta límites de extrema tensión –su verdadera naturaleza-, pero con una asombrosa capacidad de concentración incluso en las situaciones más agónicas. Guardaba en él un pozo secreto de profunda serenidad. Era un romántico incurable.

En la primavera de 1924 conoce a Asja Lacis, una bolchevique lituana, durante un viaje a Capri. Se enamora perdidamente y se convierte en un comunista perpetuamente escindido, él que era el ser menos disciplinado, metódico, sistemático, ortodoxo y dogmático del mundo. No fue ajena a la decantación por el comunismo su amistad con Bertolt Brecht.


Bertolt Brecht

Hasta que en 1936 se entera de los procesos de Moscú y confiesa, perplejo, que no entiende nada, y en 1939, cuando se produce el pacto de los bolcheviques con los nazis, lo vivirá como una traición a los ideales revolucionarios en los que había cifrado la esperanza de interrumpir el curso inexorable –la continuidad perversa- de la historia hacia la catástrofe de la humanidad.

Y responderá a esa debacle en 1940 con uno de los textos más enigmáticos y pregnantes –permítaseme el neologismo- que se hayan escrito nunca, las tesis Sobre el concepto de historia, un texto, diríase mesiánico, que puede considerarse su testamento, más que intelectual, vital. Toda su vida conducía hacia la escritura de unas tesis –su cita secreta con la historia- que, como el Talmud, se comenta incesantemente y que se consideran uno de los textos filosóficos más importante del siglo XX.

Pero no anticipemos acontecimientos. Cuenta su amigo Scholem que a finales de 1930, Benjamin se mudó a un apartamento en Wilmersdorf (Berlín), una vivienda que le cedió la pintora Eva Boy. Disponía de una gran habitación de trabajo, en la que encontraron acomodo los dos mil volúmenes con que a la sazón contaba su biblioteca, así como el Angelus Novus de Paul Klee, un dibujo que le había costado 1.000 marcos y que tanta significación tenía para él –basta leer sus tesis sobre la historia-. Fue ésta la última vez que había conseguido reunir todo cuanto poseía.

Angelus Novus de Paul Klee

En la primavera, había solicitado el divorcio de Dora, su mujer, con la que tenía un hijo, Stefan. Tenía intención de casarse con Asja Lacis, pero éste, como tantos otros planes –el de irse a Palestina, por ejemplo-, el tiempo, la encrucijada histórica y su incompetencia emocional -es un desastre con la mujeres: Dora, Asja, Jula, Olga…, con todas quiso casarse, pero también con las cosas menudas de la existencia-, lo acabaron por frustrar. Su amada bolchevique lituana será una de las víctimas de la represión estalinista y no sabemos si Benjamin llegó a saberlo o siquiera a sospecharlo.

A partir de 1933, con el ascenso del nazismo al poder, Walter Benjamin se convierte en un exiliado. Y el primer lugar donde recala es Ibiza donde ya había estado el año anterior. La isla, donde llevaba una vida muy austera –los lugareños lo consideraban un pobre- representaba un destino suficientemente barato para sus exiguos recursos. Allí se convierte en narrador. Escribe unos relatos en los que trata de recuperar el encanto de las viejas historias, aquéllas que su madre derramaba a la cabecera de su cama de niño enfermo, rescatar la atmósfera de una narración donde late la cadencia –y la cadena- de la transmisión oral –nunca se recuperaría de la voz de su madre-. Uno de los temas teóricos que lo tuvo ocupado precisamente en Ibiza fue el de la narración tradicional, un relato basado en la memoria de los marineros, de los artesanos y de los campesinos, en las labores domésticas compartidas y en el ambiente de las viejas casas donde la gente muere en su propia cama.

Unas historias que Benjamin consideraba una de las pérdidas irreparables de la modernidad. He ahí uno de los temas de las Cartas de la época de Ibiza, unas reflexiones que acabarán cuajando tres años después en El narrador. La lectura de estas cartas representa para mí la clausura de un círculo que había empezado a trazar hace treinta años con un texto iluminador, elegíaco, tristemente hermoso, obra de un escritor, una de cuyas pasiones era catalogar las pérdidas sobre las que se erguía despiadado el siglo XX. En 1936, escribirá en El narrador:

…el arte de narrar concluye. Cada vez es más raro encontrar gente que sepa contar bien algo (…) Es como si una capacidad, que nos parecía inextinguible, la más segura entre las seguras, de pronto nos fuera sustraída. A saber, la capacidad de intercambiar experiencias.

Una causa de ese fenómeno es evidente: la experiencia está en trance de desaparecer. 

La experiencia que corre de boca en boca es la fuente en la que han abrevado todos los narradores. Y entre ellos, los que han escrito relatos, los más grandes son aquellos cuyos textos se distinguen menos del contar de muchos narradores anónimos.

Relatar historias es el arte de saber seguir contándolas, y se pierde cuando las historias dejan de ser memorizadas. Se pierde porque ya no se hila ni se teje en el telar, mientras se las escucha. Cuanto más olvidado de sí mismo esté el oyente, tanto más profundamente se acuñará lo oído en él. Si se encuentra sujeto al ritmo de un trabajo, presta oídos a la historia de tal manera que luego adquiere de por sí el arte de volver a relatarlo. Así, pues, está tejida la red de donde proviene el don del narrador. Esa red se desata hoy por todos los cabos, mientras que durante milenios fue una y otra vez anudada en el círculo en que se cumplía un trabajo artesanal. (…) El hombre de hoy ya no trabaja sino en aquello que puede hacerse más rápido.

En realidad sucedió que el hombre de hoy logró inclusive abreviar el relato. Tenemos la evolución de la short story, del cuento, que se ha desprendido de la tradición oral y que ya no permite esa lenta acumulación de capas finísimas y transparentes que es la metáfora más adecuada para referirse al modo en que la narración perfecta aparece como estratificación de los relatos de muchas noches.

Recuerdo que nada podía irritar más a mi hijo, a las puertas de la adolescencia, que le recordara una frase de El narrador donde Benjamin asegura que el aburrimiento en las sociedades campesinas –tan disímil del aburrimiento en las ciudades modernas- representa el nido donde aletea el pájaro de la fantasía. El aburrimiento del eterno ciclo agrícola era el engranaje de esos viejos cuentos que se narran noche tras noche en el “fiadeiro” interminable de los trabajos y los días.

Tras la época de Ibiza llegó la época de París, que mejor sería decir la de la Biblioteca Nacional donde se entregó a sus Pasajes, a su Baudelaire, a sus iluminaciones. Lo primero que pierde un intelectual exiliado es su biblioteca. Benjamin busca en el fragmento la imagen que condensa la totalidad. Para él una cita -las atesoraba- representaba un impulso para la reflexión, necesitaba el texto ajeno, la relación íntima con el otro para estimular su propia escritura. Cuentan que Benjamín era encantador, tanto que las mujeres no veían en él a un hombre, a un sujeto con interés sexual –en esa esfera resultaba invisible, otra de sus desgracias-, sino a un conversador fascinante –causa de tantos malentendidos-. Como escritor, señala Beatriz Sarlo, esa cualidad dialógica lo empuja hacia la cita, esa amistad con la escritura ajena, que es a la vez un reconocimiento, una competencia y un combate.

Durante el verano de 1938, que pasó en Skovsbostrand, una aldea de pescadores cerca de Copenhague , Benjamín solía entrar en la habitación de Stefan, hijo de Bertolt Brecht -se llamaba como el de W. B.-, para inspeccionar el mapa de Nueva York y seguir el recorrido de Riverside Drive, la avenida que bordea el río Hudson sobre el lado oeste de la isla de Manhattan. Se lo cuenta a Adorno en una carta donde le informa de sus dificultades económicas, las de su ex-mujer, Dora, de su hijo, la enfermedad de su hermana Dora… Su hermano, Georg, médico comunista, había sido detenido y encarcelado y morirá en Mauthaussen. En casa de Brecht, sentado a una inmensa y pesada mesa en un desván desde donde miraba el mar y el bosque cercanos, Benjamin trabajó en paz (¡!) por última vez.

Cuaderno de notas de Walter Benjamin

Pensando en Proust, Benjamín escribió estas líneas que se refieren también a él mismo: Quien alguna vez comenzó a abrir el abanico de la memoria no alcanza jamás el fin de sus segmentos; ninguna imagen lo satisface, porque ha descubierto que puede desplegarse y que la verdad reside entre sus pliegues. Percibía que la verdad vive en los detalles y la originalidad de Benjamín se manifiesta en este trabajo de atrapar lo verdaderamente significativo en lo pequeño y lo trivial, en los objetos banales que, precisamente, son aquellos que exigen la mirada más detallista. En estos recorridos que inventa en las ciudades -Berlín, Moscú, París-, Benjamín alcanza la iluminación profana en el aquel de acercar dos cosas, dos imágenes distantes –una próxima, la otra remota-; una forma secular, material, de revelarse la verdad. Un método cuya herramienta irrenunciable es la memoria. El arte, como escenario privilegiado de este saber, lleva las marcas del pasado, de la explotación y del dolor; y anuncia el futuro. Pero no hay síntesis sino conflicto: la forma de su verdad es la contradicción.


El 11 enero de 1940, después de pasar unos meses en el campo de concentración de Nevers (como tantos refugiados alemanes), renueva el carnet de lector de la Biblioteca Nacional de París, su lugar de trabajo, su último refugio. Le escribe a Gretel Adorno –su amiga le insta a irse ya, sin más demoras- que el estudio sobre la memoria –otro de sus temas recurrentes- y el olvido le llevará mucho tiempo. Las tesis Sobre el concepto de la historia vienen de muy hondo y de muy lejos. Benjamin, paseante solitario –así se veía-, llevaba veinte años rumiando su contenido.

Pero su sueño era escribir una historia crítica de la modernidad, a ello iban destinados los materiales recogidos en el Libro de los pasajes. Había escrito en París: “Una imagen es el lugar donde el antaño se encuentra con el ahora, en una fulguración, para formar una constelación nueva”. Nada puede cifrar mejor el método que Benjamin aplica a esa filosofía materialista de la sociedad que indaga en el aburrimiento –uno de sus temas predilectos- como experiencia del tiempo del hombre alienado, en las ciudades como depósitos de la historia cuyos rastros pueden ser leídos como si de un libro se tratara si se encuentra el código adecuado. He ahí el proyecto benjaminiano que imaginaba vacuna contra todas las ortodoxias. Al fin y al cabo, el filósofo es un paseante que sabe asombrarse ante situaciones que para el resto de los mortales forman parte del paisaje.


A mediados de junio de 1940, poco antes de que los alemanes ocuparan París, Benjamin consiguió coger el último tren que dejó la “capital del siglo XIX”, como él la llamó. Cuando se escribe algo así parece que estuviéramos describiendo aquella escena de Casablanca con Rick bajo la lluvia esperando a Ilsa Lundt. Benjamin sabía que nadie vendría a despedirlo, sus únicas posesiones las llevaba en una trasteada cartera negra de cuero: dos camisas, el cepillo de dientes, el Rojo y negro de Stendhal (regalo de su amiga Adrienne Monnier, que movió los hilos para sacarlo del campo de concentración de Nevers) y su manuscrito de las tesis Sobre el concepto de historia. Le había confiado los materiales de El libro de los pasajes y el Angelus Novus -su más valiosa, por no decir única, posesión- a Georges Bataille que los ocultó en la Biblioteca Nacional. 


El último viaje de W. B.

Con 48 años y la salud resentida (padecía del corazón y era asmático), Walter Benjamin cruza la frontera española el 25 de septiembre por la ruta Líster, guiado por Lisa Fittko y en compañía de un grupo de perseguidos. Su objetivo era llegar a Lisboa y desde allí en barco a Nueva York. El matrimonio Adorno lo espera en un apartamento sobre el Hudson. Cargaba con su cartera negra de cuero de la que no quería separase por nada del mundo, había que salvar el manuscrito: era más importante que él mismo, le dijo a Lisa Fittko. Cuando llegan a Portbou se encuentran la frontera cerrada. En la aduana les advierten que al día siguiente los devolverán a Francia. 

Benjamin pasa la noche en un hostal. Ante la perspectiva de caer en manos de la Gestapo, el día 26 decide suicidarse con tabletas de morfina. Lo enterraron en el cementerio de Portbou. Según Lisa Fittko, los aduaneros españoles, tras el incidente, decidieron hacer la vista gorda y dejar que los compañeros de Benjamin prosiguieran el viaje.

Me dicen que, adelantándote a los verdugos,
has levantado la mano contra ti mismo.
Ocho años desterrado,
observando el ascenso del enemigo,
empujado finalmente a una frontera incruzable,
has cruzado, me dicen, otra que sí es cruzable.
Imperios se derrumban. Los jefes de pandilla
se pasean como hombres de estado. Los pueblos
se han vuelto invisibles bajo sus armamentos.
Así el futuro está en tinieblas, y débiles
las fuerzas del bien. Tú veías todo esto
cuando destruiste el cuerpo destinado a la tortura.
Bertolt Brecht (1940)

Después de 1945, los restos de Benjamin fueron retirados del nicho que ocupaba y los depositaron en el osario común.

Su cartera negra, de la que no quería separarse, con el manuscrito, más importante que él mismo, nunca fue encontrada.

En un hermoso cementerio frente al Mediterráneo, revueltos con tantos otros huesos yacen los del paseante solitario, Walter Benjamin.

Os dejó aquí la segunda de las tesis Sobre el concepto de la historia a la que siempre me he referido con el título de La cita secreta.

"Entre las peculiaridades más dignas de mención del temple humano", dice Lotz, "cuenta, además de tanto egoísmo particular, la general falta de envidia del presente respecto a su futuro". Esta reflexión nos lleva a pensar que la imagen de felicidad que albergamos se halla enteramente teñida por el tiempo en el que de una vez por todas nos ha relegado el decurso de nuestra existencia. La felicidad que podría despertar nuestra envidia existe sólo en el aire que hemos respirado, entre los hombres con los que hubiésemos podido hablar, entre las mujeres que hubiesen podido entregársenos. Con otras palabras, en la representación de la felicidad vibra inalienablemente la de redención. Y lo mismo ocurre con la representación de pasado, del cual hace la historia asunto suyo. El pasado lleva consigo un índice temporal mediante el cual queda remitido a la redención. Existe una cita secreta entre las generaciones que fueron y la nuestra. Y como a cada generación que vivió antes que nosotros, nos ha sido dada una flaca fuerza mesiánica sobre la que el pasado exige derechos. No se debe despachar esta exigencia a la ligera. Algo sabe de ello el materialismo histórico.

Apenas una cita del testamento de Walter Benjamin, su legado en medio de la catástrofe, una última trinchera de luminosa resistencia, una luz que quiso mantener viva entre sus manos hasta el último instante, para alumbrar una frágil pero imperecedera esperanza en un mundo sumido en la negra sombra.

La última voluntad del errante W. B.


(*) La fotografía de Gisèle Freund con Walter Benjamin en la Biblioteca Nacional de París la he visto fechada en diciembre de 1936, en abril -o en primavera- de 1937, y en 1939. Quizá predominan las fuentes que la fechan en 1937, pero me resultan más fiables aquellas que la datan en 1939... En fin, supongamos que Gisèle Freund retrató a Walter Benjamin en 1939, digamos que a modo de licencia poética.